Historia y leyenda

23 de abril de 2016

Cervantes y Shakespeare

Quiso la Providencia que los dos genios más grandes de la Literatura Universal coincidieran en el tiempo, extendiendo la rivalidad de las dos superpotencias de la época, España e Inglaterra, a esta rama del Arte. Hay quienes dicen que llegaron a conocerse personalmente, mas esto no ha sido demostrado con claridad; acaso sea una leyenda “urbana”, además muy reciente y cargada de encanto. Lo que sí es cierto es que nos dejaron un tesoro para que podamos disfrutarlo: no elegiría entre los dos... porque puedo quedarme con ambos.

William Shakespeare nació en Inglaterra, en 1564, y su obra aborda las “grandes batallas del alma” que diría el inimitable Bécquer: los celos (“Otelo”), la ambición (“Macbeth”), la fuerza del amor (“Romeo y Julieta”), o la indecisión entre venganza y perdón (“Hamlet”), por citar sólo tres de sus obras. También se atrevió con la fantasía más desbordante como puede comprobarse en “El sueño de una noche de verano”. Otras joyas que regaló a la posteridad fueron “El rey Lear”, “Antonio y Cleopatra”, “Julio César”, “El mercader de Venecia” y “Las alegres comadres de Windsor” entre muchas otras. Mención especial merece su serie “histórica” (“Enrique IV”, “Enrique V”, “Enrique VI” y “Eduardo III”, como mejores exponentes), utilizadas “publicitariamente” para respaldar el poder real y afianzar la cohesión del país frente a la amenaza de una guerra civil, motivada por la fractura social y religiosa entre católicos y seguidores de la Iglesia de Inglaterra, cuando la división y las persecuciones a causa de la “Guerra de las Dos Rosas” todavía estaban cercanas en el recuerdo. Por ello no es casual que eligiese a los reyes de la dinastía Lancaster (familia lejana de este humilde escritor, me disculparán la parcialidad) y de la dinastía York para escenificar la terrible conmoción que supuso el conflicto que daría lugar a la desaparición total de los Plantagenet y a la derrota en la Guerra de los Cien Años, con la consiguiente pérdida de los territorios franceses que el linaje normando-angevino aportó a la Corona inglesa.

Miguel de Cervantes vino al mundo en 1547, casi con toda seguridad en Alcalá de Henares, en el seno de una familia hidalga. Continuador de la castellana tradición de los soldados escritores (como fueron Jorge Manrique y Garcilaso de la Vega, por citar dos ejemplos), se vio obligado a escapar a Italia y alistarse tras participar en un duelo. Combate en la batalla de Lepanto (“La más grande ocasión que vieron los siglos”) donde cae herido, perdiendo todo movimiento en el antebrazo izquierdo, lo que no le impidió seguir participando en acciones bélicas. De regreso a España, es capturado por piratas berberiscos y conducido a Argel, permaneciendo recluido durante cinco años… e intentó escapar en varias ocasiones, sin éxito. Es completamente falso y descabellado que llegase a tener la menor simpatía hacia sus guardianes. La experiencia le dejará marcado y se reflejará en su obra, que siempre esconde una moraleja. Así se puede comprobar en las “Novelas ejemplares”, “Entremeses”, o incluso en su obra más conocida, cumbre de la Literatura Universal, “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”.

Quiso la misma Providencia que la muerte de ambos tuviera algo en común por lo novelesco: Cervantes muere el 23 de abril de 1616 del calendario gregoriano. Se denomina de ese modo porque lo reformó en 1582 una comisión pontificia convocada por el Papa Gregorio XIII. La reforma consistió en que desaparecieron de golpe unos diez días que se habían acumulado, a lo largo de los siglos, por los errores del calendario anterior, llamado “Juliano”. La reforma acometida, meticulosa y científica, fue adoptada inmediatamente por España, Italia y Portugal. Inglaterra no lo hizo hasta 1752, cuando el error sumaba un desfase de 11 días. De esa manera, para los ingleses el 2 de septiembre de 1752 (última fecha del calendario juliano) fue seguido por el 14 del mismo mes (primera fecha del calendario gregoriano). Así, Shakespeare murió el 23 de abril de 1616, pero ese día era el 3 de mayo. Luego, Cervantes y Shakespeare mueren en el mismo año pero no, técnicamente, en el mismo día. 


No podía esperarse un fin más literario para ellos.



30 de julio de 2014


El canto irlandés

Antecedentes

Realizar una breve sinopsis de la Invasión Normanda de Irlanda es una labor compleja. Con el riesgo que conlleva, me atreveré a esbozar de manera breve y somera lo que sucedió en aquellos años turbulentos y sangrientos, cercados por la niebla de los mitos y de los personajes legendarios, cosa lógica esta porque la isla entera se presta a la ensoñación y a las consejas. Así que acometeremos la tarea ciñéndonos a la Historia, pero sin perder esa fantástica virtud irlandesa de narrar los hechos adornándolos como si de un cuento se tratase…

Irlanda se asemejaba a un pequeño rompecabezas. En el siglo XII, un mosaico de pequeños reinos, semejantes a los reinos de taifas musulmanes de la península ibérica, se desangraban mutuamente enfrentados entre sí, todo ello porque cada rey (“conde” según algunos historiadores) pretendía imponer su hegemonía y convertirse en “gran rey”. Las alianzas, matrimonios y batallas coronaban lo mismo que destronaban, hasta el punto de que la heredad de la que procedía un individuo no significaba gran cosa si ello iba en contra de sus aspiraciones. Y la mayor de todo clan era proclamar como “gran rey” (“High King” en inglés, “Ard Ri” en gaélico) a uno de los suyos, por alto que fuera el precio a pagar...



Durante el siglo y medio que se inicia con la muerte de Mael Secnaill macDomnaill hasta la invasión anglonormanda, Irlanda no logró tener unanimidad sobre un rey que impusiese su poderío sobre toda la isla (“gran rey“), en este caso aglutinándola desde el reino de Dublín. Todos los que vinieron después se encontraron con opositores ("king with opposition”), por ello se aplica comúnmente esta frase a los reyes que en dicho periodo aspiraban a la soberanía completa sobre Irlanda, entre otros Turlogh O'Brien, Murkertagh O'Brien y Roderick O'Connor. En esos años la isla se hallaba sumida en un permanente estado de confusión. Los señores rivales hacían incesantemente la guerra entre sí; la lógica consecuencia es que el país se debilitó hasta convertirse en objeto de interés para eventuales invasores, que no tardarían en llegar…

Los historiadores cuentan en sus crónicas con material propio de leyenda, y ellos son los que nos dicen que después de la muerte de Mael Secnaill MacDomnaill existió un periodo en que los asuntos del Reino eran administrados por dos sabios: Cuan O'Lochan, historiador y poeta; y Corchran “el clérigo," un religioso con fama de santidad que moraba en Lismore. No por muchos años, ya que el rey de Munster tomó medidas para reclamar la soberanía con resultado incierto: Cansado, legó el trono a su sobrino Turlogh O'Brien, aliado del rey de Leinster. Donogh vistió hábitos de peregrino y se marchó a Roma, allí falleció a la sombra del Pontífice y de las Reliquias de los Mártires, por el año del Señor de 1064. Mas las turbulentas disputas por el Poder seguían desangrando a la isla. Dermot, rey de Leinster, podría haber sido el más poderoso de los reyes regionales, tanto es así que gran parte de la Historiografía tradicional le relaciona entre los reyes de Irlanda, con mis reparos porque se encontró con la oposición de Connor O'Melaghlin, príncipe de Meath, hasta que fue derrotado y asesinado en la batalla de Navan, cerca de Meath (1072). 

En medio de este caos, Turlogh O'Brien toma la iniciativa y marcha hacia el norte de Kincora sometiendo a todos los señores que encuentra a su paso. Cuando llega al Ulster, pareciendo ya que nada se le resistiría, es emboscado y derrotado cerca de Ardee por una partida muy inferior en número. Otras crónicas comentan que Ulster se avino a pagarle parias. La cuestión es que su ejército volvió grupas hacia el sur. Años más tarde, Turlogh moriría pacíficamente en su lecho (1086), lo que no dejaba de ser una novedad. Le sucedió Murkertagh O'Brien, su hijo, como nuevo rey de Munster y pretendiente al título de “gran rey”. Se tropezó con un opositor temible, Donall O'Loghlin, rey de Ulster. Ambos mantuvieron un duelo que se extendió a lo largo de casi treinta años para ceñirse la corona de Irlanda. Donall marchó hacia el sur en 1088 y destruyó en Kincora el palacio de O'Brien, en represalia por una razia en la que Murkertagh había arrasado sus tierras. Finalmente, O'Brien reconoció la supremacía de O'Loghlin como estratagema para ganar tiempo y volver a guerrear contra él. En los primeros años del siglo XII formó un enorme ejército y marchó hacia el norte destruyendo Ailech Greenan Elly (en las cercanías de Derry, más tarde conocida como Londonderry), en venganza por la destrucción de Kincora años antes, tomando rehenes y arrasando cultivos para impedir que su enemigo pudiera avituallarse si pretendía responder a la campaña. Pese a todo, la lucha continuó intermitentemente hasta 1113, fecha en que el nuevo arzobispo de Armagh impuso a los contendientes la paz bajo amenaza de excomunión. La Historiografía considera a estos dos personajes históricos como “grandes reyes” de Irlanda, siendo su final muy similar. Murkertagh ingresó en el Monasterio de Lismore y murió en 1119, marcando el final del clan O’Brien como referente; Donall se retiró al Monasterio de Derry y rindió su vida al Señor en 1121.

La muerte de ambos tampoco traería la paz. Una nueva rivalidad estallaría entre el clan de los O'Neill y el clan de los O'Connor. El país continuó desgarrado por reyertas y disputas, hasta el punto de que los “Four Friars” (O’Cléirigh, O’Clery, O'Mulconry y O’Duignan) testimoniaron, en fecha tan posterior como el siglo XVII, que “la tierra de Irlanda temblaba” bajo los cascos de los caballos que iban a la guerra.

Turlogh O’Connor derrotó y masacró las fuerzas de su oponente en la batalla de Moanmore. Murkertagh O'Loghlin, príncipe de Ailech, se rebeló contra él, que tomó rehenes para asegurarse su sumisión. O'Connor nunca renunció a su pretensión de ser proclamado “gran rey”. Falleció en 1156 y fue sucedido por su hijo Roderick. Inmediatamente, el nuevo rey marchó hacia el Ulster para enfrentarse a O'Loghlin y defender sus derechos al trono de Irlanda. En 1159, nuevamente cerca de Ardee, batallaron las fuerzas de los dos reyes. O'Connor perdió y el vencedor se adjudicó el título de “gran rey”. Sin embargo, aquel no abandonó sus aspiraciones y su digno comportamiento le hicieron convertirse en “gran rey” (1167), tras la muerte de Murkertagh O’Loghlin. Este, una vez fallecido, no pudo proteger al principal escollo que impedía a Roderick erigirse como “gran rey”, así que, sin dudarlo, arremetió con todas sus fuerzas contra el rey de Leinster, Diarmait MacMurchada (“Diarmuid MacMorrough”, en la Historiografía inglesa, cuya versión del nombre emplearemos desde ahora), hasta expulsarlo de Irlanda. Diarmuid huyó a Bristol, en Inglaterra. Parecía que Irlanda iba a tener un “gran rey” finalmente.

Y en esto se hallaban, cuando llegaron los anglonormandos...

La invasión

En aquellos tiempos convulsos, la Iglesia de Roma se planteó la reclamación de territorios e islas que habían pertenecido, en algún momento del pasado, al Imperio Romano o a su área de influencia, con el objetivo de que bajo el Magisterio del Obispo de Roma cesarían las guerras que la Cristiandad sufría. Su aspiración se argumentaba en un antiguo documento, el “Constitutum Domini Constantini imperatoris”.

En su primera parte, el emperador Constantino, presuntamente, refiere como se convirtió al Cristianismo y el modo en que su nueva fe le curó de la lepra, padecida desde hacía largos años. Para expresar su gratitud, ordena la “Donatio”, en virtud de la cual el Papa Silvestre I y sus sucesores serían los emperadores de todo el Occidente romano desde la Cirenaica (en África), pasando por el Mar Adriático, la Retia, las Germanias (Superior, Inferior y Barbarii), hasta Britannia e Hibernia. El emperador Constantino renunciaba a la púrpura imperial y cualquier otro emperador en el futuro sería un usurpador porque esa dignidad quedaba indisolublemente unida, según el documento que explicamos (apócrifo para muchos historiadores), al Obispo de Roma. Sorprendentemente, la distante y misteriosa Irlanda, tierra de santos y sabios, iniciaba la lista de territorios reivindicados por el Papa. La Iglesia de Roma no estaba satisfecha del todo por los éxitos de San Patricio y sus discípulos ya que el paganismo todavía era importante a pesar de las innumerables conversiones. Para los ojos de Roma esa isla al oeste, casi en medio del tenebroso océano que ponía fin al mundo conocido, estaba habitada por paganos impíos y gobernantes a los que no les importaba guerrear permanentemente con tal de dominar a sus semejantes, tal como denunciaban, acaso interesadamente, Arnoldo de Lisieux, Teobaldo de Bec y Juan de Salisbury (algunos historiadores denominan a estas acusaciones como el “Complot de Canterbury” para destacar su autoría inglesa).

Es posible que el Papa Adriano IV, (Nicholas Breakspear en su origen inglés), no estuviese al tanto de la potencial falsedad del documento signado por el emperador Constantino abdicando a favor de Silvestre I, pero le sirvió para defender su posición al conceder la Bula papal “Laudabiliter” (1155) en sus negociaciones con el enviado del rey Enrique de Plantagenet, Juan de Salisbury. Por lo tanto, el rey Enrique II logró la aprobación del papa para invadir y conquistar la isla de Irlanda a cambio de su sumisión a Roma y de que el Pontífice fuera el soberano preponderante de Irlanda, por encima del monarca inglés. Aún así, hay quienes sostienen que la Bula “Laudabiliter” no es más que una añagaza para respaldar con un pretexto la invasión normanda de Hibernia, y que el documento fue “fabricado” en siglos posteriores (como la Donatio de Constantino). Otros confirman su veracidad pero denuncian que fue intencionadamente malinterpretado, al tiempo que Enrique II no reconoció en ningún momento la preponderancia papal, ni siquiera a título nominal, como se desprende de los hechos que constan.

La cuestión es que transcurre una década larga entre la concesión de la Bula “Laudabiliter” y el comienzo de la invasión. Enrique II tenía importantes problemas en su propio reino: su tortuoso matrimonio con Leonor de Aquitania (que ya había estado casada con el rey de Francia), la todavía díscola nobleza sajona (un siglo después de su derrota en Hastings) y en Francia. Desde luego no cabe afirmar que la invasión se realizase en nombre de Roma, debido a que las relaciones entre la Iglesia y la Monarquía inglesa eran difíciles, (muestra de ello fue el asesinato de Thomas Becket). En ese momento, entra en escena Diarmuid MacMurrough, huido y derrotado, que se refugia en Bristol. En 1168, solicita permiso al rey Enrique II para contratar caballeros mercenarios normandos, que precisaban la dispensa de su señor natural para combatir fuera de sus señoríos y condados. El objetivo de Diarmuid es regresar, plantear la revancha al recién proclamado “gran rey” Roderick y suplantarle. Enrique II le escucha con suma atención y piensa que le ha llegado la oportunidad de materializar la invasión de la isla, pese a que importantes asuntos aún reclamaban su atención. Tanto era así que decidió encomendar a uno de sus lugartenientes la misión, en vez de hacerlo personalmente como rey, lo que era una orgullosa tradición normanda. Le entregó a Diarmuid MacMurrough un legajo y le informó de que se presentase ante Richard FitzGilbert de Clare, conde de Pembroke sin permiso real para utilizar ese título, apodado “Strongbow” (“Arcofuerte” debido a su destreza en el uso del arco largo, la versión de la artillería ligera y de uso personal de la época). Así lo hizo MacMurrough con la creencia de que su venganza estaba cercana. Strongbow aceptó, pero impuso un precio a su participación: la mano de Aoife (Eva) MacMurrough, hija de Diarmuid, y los derechos sucesorios en el reino de Leinster, cuando Diarmuid muriese. Seguramente se le acabó la paciencia por tanto trasiego, o le parecieron unas condiciones exorbitadas… Decidió probar fortuna con fuerzas muy reducidas.

Y con éxito inicial. Diarmuid tomó Ferns y marchó hacia el oeste. No pudo avanzar mucho porque se encontró con los soldados de Roderick O’Connor que venían a capturarle. Antes de verse cercado envió formal petición de auxilio a Richard Fitzgodbert de Roche, Harvey de Montmorency, Maurice Pendergast y Robert Fitzstephen, que desembarcaron en Baginbun, cerca de Ferns, con un grueso de tropas considerable, no por su tamaño, (aproximadamente un moderno batallón) pero sí por la operatividad del destacamento, compuesto de arqueros y caballería pesada normanda. La mayor parte de estos hombres procedían del País de Gales, y no de Inglaterra, motivo por el que se les conoce como “cambronormandos” un término muy preciso acuñado por modernos medievalistas como Seán Duffy, pero como no queremos abrumar a nuestros lectores, los denominaremos de la forma tradicional, como “normandos” o “anglo-normandos”. Pues bien, todos ellos se unieron a las mermadas fuerzas de Diarmuid y conquistaron Wexford. Roderick O’Connor, aconsejado pragmáticamente por Tiernan O’Rourke, ofreció la paz a Diarmuid, devolviéndole el reino de Leinster si este reconocía a O’Connor como “gran rey” y se desvinculaba de sus aliados normandos. El astuto Diarmuid contempló en esto una expresión de debilidad y de miedo, se concertó con un familiar de O’Connor llamado O’Brien de Desmond y en unión de sus aliados normandos rompieron las conversaciones de paz, masacrando a los enviados del “gran rey” para provocar su ira con esta afrenta. O’Connor y O’Rourke juraron vengarse.

Las informaciones que le llegaban a Diarmuid, referentes a que sus enemigos estaban concentrando tropas, y bajo las interesadas recomendaciones de sus aliados normandos, envío un correo a Strongbow aceptando sus condiciones y pidiéndole auxilio urgente. Strongbow desembarco en Irlanda en agosto de 1170, con cerca de 300 caballeros y más de mil arqueros. Para no perder el efecto sorpresivo y propagandístico, atacó y conquistó Waterford, casándose al día siguiente con Eva, la hija de Diarmuid, en la catedral de la ciudad. Después se hizo con el control del sudeste insular y Dublín, sobre sus territorios colindantes Strongbow consolidaría una cabeza de puente en la isla, que se denominaría “The Pale”. Los intentos de O’Connor por recuperar esa región fueron estériles. Diarmuid murió en 1171 y Strongbow fue proclamado rey de Leinster. Enrique II, preocupado por una eventual revuelta de sus caballeros contra él, dejó de ver el “asunto irlandés” como una cuestión de la que se ocupaban sus comandantes. Sin mayor dilación llegó hasta Waterford con una gran flota, concedió Meath a Hugo de Lacy y Ulster a John de Courcy, y ordenó que regresasen a Inglaterra a todos sus demás caballeros destacados en Irlanda, en caso de no obedecerle se confiscarían las tierras de los insumisos en Inglaterra, Gales y Normandía. Seguro de su propia imagen como auténtico “gran rey”, recibió con gran ceremonia a los reyes irlandeses que fueron a prestarle voto de vasallaje. Waterford y Dublín se convirtieron en “ciudades reales”, al tiempo que movilizó a sus embajadores para que el Papa Alejandro III ratificase los términos de la Bula que había otorgado su antecesor inglés, objetivo que se consiguió en 1172, no sin contrapartidas humillantes por cuenta del crimen cometido sobre el Arzobispo de Canterbury (Thomas Becket).

En azul, los linajes reales. En negrita y mayúscula, los nombres de las regiones. En negro y minúscula, otras familias.

Enrique dispuso que los territorios irlandeses fuesen conferidos a su hijo más joven, de nombre Juan (el que sería apodado “Sin Tierra”, una temprana muestra de humor inglés), como Dominus Hiberniae ("Señor de Irlanda"), con la seguridad de que no llegaría a ser rey de Inglaterra. Las muertes de sus hermanos Guillermo, Enrique “el joven”, Godofredo y Ricardo I (“Corazón de León”) le convirtieron inesperadamente en monarca inglés como Juan I, lo que motivó que el Señorío de Irlanda se asociase, desde entonces, a los títulos que posee la Corona de Inglaterra. Los reyes irlandeses, espantados ante la posibilidad de verse sojuzgados por el reino de Leinster, prefirieron la sutil propuesta de Enrique II, que aparecía como el necesario árbitro para imponer algo de orden y de paz en la atormentada isla. Enrique de Plantagenet fue reconocido por la mayoría de los reyes irlandeses como el garante del equilibrio en la isla. Por ello, Roderick O’Connor se vió obligado a suscribir con Enrique II el Tratado de Windsor (1175), en el que estipulaban las parias y tributos que O’Connor y sus descendientes pagarían a la Corona inglesa a cambio de que esta respetase su soberanía. Pero el Tratado estaba herido de muerte desde el principio, y las disensiones entre los normandos y los hibernios fueron notorias. Ternan O'Ruarc, fue asesinado por orden de Lacy en una reyerta. Strongbow fue interceptado por O’Dempsey y él solo acabó con varios de sus soldados. La política de hechos consumados dejaron al todavía “gran rey” en clara decadencia por su impotencia para revertir la situación. El rey de Inglaterra comenzó a distribuir títulos y tierras en Irlanda entre sus caballeros y nobles normandos, mientras que los ya asentados se dedicaban a ampliar sus tierras para mejorar su posición ante el rey.

Así, Raymond le Gros conquistó Limerick y la región norte de Munster, Courcy atacó y tomó casi todo el este de Ulster, Prendergast, FitzStephen, FitzGerald, FitzHenry y le Poer hicieron lo mismo desde sus propias tierras. Las guerras parecían no tener fin…

Consecuencias

Enrique II murió en el año 1189 y fue sucedido por su hijo Ricardo “Corazón de León”, que, a juicio de su padre, no poseía cualidades para reinar. Ricardo, como guerrero que era, pretendía marcharse a las Cruzadas. Finalmente lo hizo. Delegó en Guillermo de Longchamp la labor de gobierno, pero terminó siendo desplazado por Juan de Plantagenet, hermano de Ricardo I. Juan sustituyó a John de Courcy por Hugh de Lacy como “señor de Justicia” de la isla y se dedicó a la difícil tarea de regir Inglaterra en ausencia, y en el nombre, de su hermano Ricardo.

La paz, como tal, era una ficción, pero los disturbios más graves y generalizados dieron comienzo con la rencilla entre Cahal Crovderg y Cahal Carrach, ambos parientes del viejo rey Roderick. Después de unas escaramuzas, fue Cahal Crovderg el que venció, y en 1190 se convirtió en rey de Connaught. Ante las luchas de su familia, Roderick, cansado de los interminables desencuentros y combates, se retiró a un monasterio con la idea de dedicarse a la vida contemplativa. En 1192, el reino anglonormando de Leinster invade Munster, pero la acción decidida y valerosa de Donall O'Brien rey de Thomond, los rechazó severamente en la batalla de Thurles. Para vengar la afrenta, los anglonormandos no dudaron en atravesar el río Shannon, y destruir Thomond, pero O'Brien les envolvió y emboscó, obligándoles a retirarse. Donall O'Brien murió dos años más tarde.

Los años inmediatamente posteriores a la muerte de Donall O'Brien (1194) presentan una actividad bélica incesante. Hubo guerras y disputas en todas partes, indiscriminadamente, aliados de ayer podían ser los acérrimos enemigos de mañana, tanto entre los jefes y los nobles anglonormandos como entre los gaélicos, llevando la devastación y la muerte a todos los rincones de la isla. Cahal Crovderg gobernó durante casi una década en Connaught, hasta que fue destronado por Cahal Carrach con el apoyo de William de Burgh. Después de varios intentos fallidos, Crovderg solicitó ayuda a de Lacy para recuperar su corona, lo que conseguiría en 1201, asesinando al usurpador Carrach y aniquilando a sus opositores hasta que se retiró a la abadía de Knockmoy, donde murió en 1224. Incluso Dublín sufrió los efectos de los continuados conflictos. Así sucedió en 1209, lunes de Pascua, la soldadesca desbandada de O'Byrnes y O'Toole atacó Cullenswood (en los arrabales de la ciudad), masacrando a casi medio millar de dublineses y marcando la memoria irlandesa con la matanza: Desde entonces fue llamado el “lunes negro” en los siglos posteriores.

El príncipe Juan, apodado “sin tierra”, sucedió a su hermano Ricardo “Corazón de León” por la muerte de este sin sucesores legítimos, en 1199. El nuevo monarca procuró estar puntualmente informado del caos y la anarquía en el que se hallaba su señorío, ya asociado para siempre a la Corona de Inglaterra. Lo que más le preocupó fue que los señores anglonormandos, nobles como de Lacy, William de Braose o John de Courcy se comportaban en la práctica como príncipes independientes aunque formalmente le debieran vasallaje por ser su rey. Sabedor de que se le consideraba mejor político y gestor que soldado (el apelativo de “sin tierra” se lo debió a sus enemigos, porque estos afirmaban que era incapaz de defender tierra alguna), desembarcó en Crook (Irlanda), en junio de 1210, con un ejército real imponente, (“disuasorio” se diría hoy en día) para restaurar la paz y llamar al orden a sus vasallos. La noticia de la llegada del rey y de su ejército se extendió con suma velocidad por las cuatro esquinas de la ínsula. Hugh y Walter de Lacy huyeron a Francia, como de Braose, hasta que obtuvieron el perdón real.

El rey y su ejército marcharon a Dublín, dejó un destacamento y continuó hacia Meath, lugar en el que Cahal Crovderg lo visitó para rendirle homenaje. El rey Juan no tenía intención de plantear un enfrentamiento puesto que era consciente de sus limitaciones como estratega militar, capacidad que sí tenía su difunto hermano Ricardo, así que fue cerrando acuerdos con los clanes y nobles para posibilitar la gobernabilidad de Irlanda y acabar con tanto derramamiento de sangre. De este modo, las regiones irlandesas que se hallaban bajo la jurisdicción anglo-normanda quedaron divididas en doce condados: Dublín, Kildare, Meath, Uriel (o Louth), Carlow, Cork, Kerry, Limerick Kilkenny, Wexford, Waterford y Tipperary. Juan “sin tierra” regresó a Inglaterra en agosto de 1210, dejando a John de Grey como “señor de justicia”, encomendándole la prioritaria misión de que pusiese fin a todos los conflictos. Así pues, el injustamente denostado rey Juan fue el que pacificó Irlanda, al menos durante su reinado…

En definitiva, la consecuencia más inmediata socialmente fue la irrupción del sistema feudal en la vida de los clanes, pilar básico alrededor del cual se tejían todas las vidas de los irlandeses, en forma de red de relaciones entre los habitantes. La secuela más visible fue el amurallado de innumerables propiedades, la edificación de cientos de iglesias para afianzar una incompleta evangelización que antes giraba en torno a los recintos monásticos, el establecimiento de castillos como expresión del nuevo poder y las innovaciones para explotar la agricultura, que antes era concebida desde una perspectiva “comunal” (dentro del clan); sin olvidar la estandarización de la moneda. Anteriormente gran parte de los intercambios económicos venían fundamentados en el trueque de mercancías. La estructura administrativa basada en el condado llegaría más tarde como un intento de la Corona por homogeneizar su maquinaria administrativa, pero su repercusión fue lenta y desigual: Las lindes del último condado irlandés no fueron delimitadas hasta el siglo XVII.

Sin embargo, con todo ello, también hubo una influencia en sentido inverso, hasta el punto de que los normandos que se asentaron fuera de Dublín terminaron adoptando la lengua, las costumbres y el modo de vida irlandés; no tardaron en culminarse matrimonios interraciales cuyos hijos y nietos daban fe del éxito de la convivencia… Y del paulatino debilitamiento de la autoridad real (muy ocupado con los asuntos “franceses” y domésticos), acentuado porque las herencias iban dividiendo, en general, la fortaleza de los otrora imponentes dominios normandos. De este modo, los nobles hiberno-normandos llegaron a ser conocidos como “ingleses viejos”, volviéndose “más irlandeses que los propios irlandeses”. En los siguientes siglos se aliaron con los gaélicos en conflictos políticos y militares frente a Inglaterra y la mayoría siguieron siendo católicos después del Cisma Anglicano.


Las autoridades reales intentaron poner coto a la “re-gaelización” de la isla en fecha tan temprana como 1366. Un pequeño concilio reunido en Kilkenny aprobó los “Estatutos de Kilkenny”, imponiendo una serie de prohibiciones en lo relativo a la lengua, indumentaria y a los matrimonios gaelo-normandos; pero el proceso era imparable y la Corona, muy pendiente de otras cuestiones, tampoco hizo un gran esfuerzo para que se cumpliesen sus preceptos. La asimilación de los normandos siguió su curso, y la Corona debería esperar muchos años hasta abordar decididamente el “problema irlandés”…




19 de enero de 2014


Apellidos normandos


Confieso que en muchas ocasiones hago referencia a mis orígenes normandos, a los que profeso reverencia sin disimulo. Y en tantas otras hay quien me pregunta por esos apellidos tan “sonoros” que se han ido perdiendo o que están escondidos tras sus nombres de pila, como un antiguo castillo oculto por un bosque. Imponente y mudo, destila la melodía sin letra que,tiempo atrás, tejía la sinfonía del orgullo que daba pertenecer a una familia,a una nación, que se lanzaba al peligro que fuera, y en donde fuera, por defender “su” Cruz.

Esta relación no pretende ser un tratado para genealogistas ni debatir heráldicas. No más que un modesto homenaje como es mencionar un apellido sin otra explicación. Hoy, como dije hace pocos días, no somos más que la memoria de un departamento francés y un montón de recuerdos medievales. 

Pero hay que tener cuidado con algunos recuerdos. Aquí relaciono esas familias, con todo mi cariño y respeto. Y como siempre se dice, “son todos los que están, pero no todos los que son”...

ABBEVILLE
ABERGAVENNY
ANJOU
ANNOU
BACQUEVILLE
BASQUERVILLE
BAYEUX
BEAUCHAMP
BEAUCLERC
BEAUFORT
BEAUMONT
BECHAMP (Existente en países anglófonos como "Beckham")
BERCK
BERGCHAMP
BERKELEY (o Bercqueley)
BETHENCOURT (o Betáncur)
BLUCHER (o Blücher)
BOUGEAUD
BOULANGER
BRACQUEMONT
BRENTWOOD
BRICQUEBEC
BRIONNEY
CANTERBURY
CLÈCY
COURTANNEUR
CUSACK
DE BARRI
DE BLOIS
DE BRAOSE
DE BURGH
DE CLARE
DE COURCY
DE FALAISE
DE GREY
DE LISIEUX
DE MALET
DE MOLAY
DE QUINCI (o "de Quincy")
DEAUVILLE
DESCHAMPS
DEVEREUX
DIEPPE
DOUDEVILLE
DUDLEY
D'UMPIERRE
EVREUX
FERRANT
FITZ (ojo, significa "hijo de" por lo que no figura solo sino precediendo otros apellidos)
FRENET
GERALD
GIFFARD
GILBERT
GODBERT
GOPAR
GRANT
GRUFFYD
GUILLAUME
GUINNESS
HARVEY
HAY
LACY
LANCASTER
LATIMER
LE CLERC (también como "Leclerc")
LE GROS
LE POE
LE SALLE
LERNET
LONGCHAMP
MARECHAL
MAUPASSANT
MEILLAND
MONTMORENCY
NEUVILLE
NEVERNET
NEVILLE
PENDERGAST
PERCIVAL
PICARD
PLANTAGENET
PROUDHOMME (o "Proud'homme)
ROCHE
SPENCER
STAFFORD
STEPHEN
SUTTON
TEVENET
UCHAMP (Más conocido por su versión anglófona "Ockham")
VALMONT
VENABLES
VERNET
VERRIER
VIANNE
VILLEDIEU
WARWICK
WESTMORELAND
WISSANT
YORK


Sobra decir que, como en Viña del Señor, hay de todo. Pero nos quedaremos con lo que nos honra...




29 de septiembre de 2013


La genética de España: Despidiendo tópicos


La ignorancia es osada, y somos muchos los que venimos combatiendo sus consecuencias. En Europa no hay pueblos que hayan sido "crisol" de razas, como en otros sitios, más que nada porque los invasores venían con la intención de saquear (o comerciar, a menudo esto es difícil de distinguir) y marcharse a su casa con el botín (o beneficios). Los distintos pueblos prerromanos eran celtas, incluso los difusamente denominados "íberos", y los romanos también compartían haplogrupo genético con los godos que se asentaron en Hispania tras siglos de contacto e intercambio (en todos los sentidos) con aquellos. Los musulmanes rechazaban mezclarse con la población hispana por considerarse superiores, y como élite, dirigían lo que vino en llamarse "Al-Andalus" y los posteriores reinos de taifas, que casi siempre estaban guerreando entre ellos, al margen de las opiniones de sus gobernados, desangrados por tributos e impuestos... El avisado lector encontrará algún desasosegante paralelismo con otras taifas más actuales.

Como se puede ver en el mapa adjunto, España está genéticamente vinculada al resto de los pueblos de la Europa más occidental (Irlanda, Gales, Bretaña francesa, Normandia y Portugal) mucho  más que con ningún otro pueblo, sin desdeñar el poso griego clásico de las colonias que se fueron fundando en el litoral mediterráneo (reasentado posteriormente con el breve dominio bizantino), como apoyo logístico de la marítima "ruta del Estaño", uno de los secretos mejor guardados de Tartessos, con la que griegos y fenicios coqueteaban sin tapujos. 

Los  análisis genéticos apuntan a una fuerte ascendencia celta entre la  población originaria de la Península  Ibérica. El haplogrupo R1b del cromosoma Y alcanza frecuencias del 60% en la mayor parte de España, llegando a alcanzar hasta el 90% en Vascongadas y Navarra. Esto muestra un vínculo ancestral entre la Península Ibérica y el  resto de Europa Occidental, y en particular con la Europa Atlántica, con la que comparte altas frecuencias de estos haplogrupos. Irlanda, Gales, Francia y el norte de Portugal son los lugares más similares genéticamente a España. 

El español es un pueblo muy homogéneo desde el punto de vista genético (mucho más que el italiano, por ejemplo) y más  relacionado genéticamente con otros pueblos atlánticos como portugueses, franceses, irlandeses  y escoceses que con pueblos  mediterráneos. Incluso hay quien sugiere que las poblaciones primigenias del  norte de la Península Ibérica y  el sur de Francia se dispersaron por el resto de Europa Occidental al final de la última glaciación, siendo este el origen de los pueblos celtas. Un  estudio elaborado por la Universidad de Oxford, sugiere que gran parte de la  población británica desciende directamente de un grupo de pescadores ibéricos  que viajó por mar hasta las Islas Británicas hace aproximadamente 6.000 años (4000 a.C.). El  equipo de investigación del profesor Bryan Sykes llegó a esta sorprendente conclusión mediante el análisis de material genético de habitantes de la costa  cantábrica española y comprobaron que el ADN de ambos grupos era prácticamente  idéntico, especialmente en la costa suroccidental de las isla (Cornualles y Gales). Esta  oleada migratoria se convertiría en la base de la población británica y la  huella genética más común en los británicos, reforzada con la colonización romana, que llevaría por tanto la marca de todos ellos (haplogrupo R1b); a continuación, las invasiones de anglos, sajones y otros pueblos del norte matizaron la composición genética de la región oriental del Gran  Bretaña, pero en mucha menor medida la de los habitantes de Gales o Irlanda.

Lo  que la ciencia nos demuestra y deja claro es que la composición genética de los  antiguos pobladores de la Península  Ibérica era muy similar a la que se encuentra en la moderna España, lo que confirma una fuerte  continuidad genética a largo plazo desde la época prerromana. Por España pasaron muchos pueblos, pero casi todos dejaron poca o ninguna huella genética, parece ser el caso de cartagineses, fenicios o bereberes/árabes. Por el contrario, la casi totalidad de la huella genética pertenece a celtas, romanos (ambos haplogrupo R1b) y, en menor medida, griegos. 

Si  nos centramos en el impacto genético de los ocho siglos de dominación musulmana, extraña a la genética peninsular, nos resultará llamativo que apenas dejó rastro en el retrato genético español teniendo en cuenta esos casi ochocientos años. Por  contra en otros lugares de Europa esa aportación genética resulta  bastante más notoria, son los casos de Grecia, Serbia, Albania o el sur  de Italia (cerca del  25%). En  la misma Península Ibérica, el haplogrupo E (propio de etnias musulmanas) tiene en Portugal, principalmente en la zona sur, mayor peso en el global de la población que en España. Paradójicamente, Portugal  presenta mayor similitud genética respecto a Italia que España. Hay quien se plantea que tras la expulsión de judíos y musulmanes, provenir de una familia de  cristianos viejos suponía obtener un  certificado de ciudadanía de primera por lo que gran cantidad de judíos y moriscos expulsados de España se refugiaron en Portugal provocando desde entonces una leve “fractura” genética entre España y el país vecino. La  mayor presencia en Portugal de los haplogrupos E1b y J que  en España parece confirmar  ese hecho (haplogrupos representados en el mapa adjunto por el color verde).

Es presumible que todo ello supondrá una demoledora conmoción para aquellos que venían defendiendo, erróneamente, las tesis que afirmaban que Iberia y luego Hispania habían sido un tolerante crisol de razas. Pues no. Por aquí han pasado muchos pueblos, la mayoría a sangre y fuego, pero aparte de muerte y dolor en nuestra Historia, poco más han dejado.

Con mi gratitud a los profesores W. Scott Watkins, de la Universidad de Utah y B. Sykes, de la Universidad de Oxford por concederme la posibilidad de comentar modestamente sus datos y conclusiones. 




14 de junio de 2013

La batalla de las Navas de Tolosa

El cambio de siglo traía incertidumbre. En Oriente, Saladino había logrado hostigar seriamente a las fuerzas cristianas, hasta el punto de que el Santo Padre convocó la III Cruzada para evitar un completo desastre, que únicamente se suavizó gracias a las negociaciones de Ricardo I de Inglaterra (“Corazón de León”). El acceso de los peregrinos y la vida de los cristianos en Tierra Santa quedó supeditada desde entonces al capricho de los déspotas musulmanes que se fueron sucediendo, porque los cruzados pasaron a estar claramente a la defensiva ante los problemas que padecían los reinos de procedencia de la mayoría de sus caballeros. La siguiente Cruzada (en 1204) no solucionó absolutamente nada porque se sirvió, torticeramente, para saquear Constantinopla y debilitarla en un agónico y lento crepúsculo hasta su caída en manos de los otomanos, en mayo de 1453, para vergüenza de la Cristiandad.

En el Occidente europeo tampoco había lugar para el optimismo. El mismo Ricardo de Inglaterra, mejor soldado que rey (como reconoce este escribidor, lejano sobrino-nieto suyo), fue “retenido” como “invitado” del duque de Austria, vasallo del emperador, mientras regresaba de la III Cruzada. Le sacaron de esa condición los buenos oficios diplomáticos (1) de su madre, Leonor de Aquitania. Su antiguo aliado francés, Felipe II, que nunca fue muy fiable, se tomó gran interés en entorpecer su regreso a Inglaterra. No obstante, en Francia tampoco podían alardear. En una época en que las relaciones “internacionales” (2) se hallaban muy vinculadas a parentescos y a matrimonios, el rey Felipe de Francia se dio de bruces con sus esposas (3) y con el Papa, sin contar las complicaciones que le trajeron sus amantes, sus equilibrios con el Sacro Imperio y combatió largamente a los ingleses en uno de los precedentes de la Guerra de los Cien Años.

Los cátaros. También los cátaros, miembros de una herejía que carcomía todo el arco del norte del Mediterráneo, desde el norte de Aragón, pasando por el Languedoc, hasta el extremo oriental de la Provenza. Posiblemente se trata de los herejes que más teorías (descabelladas o no), y más simpatías han suscitado. Ello es explicado en parte por su trágico aniquilamiento, en el que Simón de Montfort tuvo parte más como carnicero que como caballero a tenor de su tremenda frase “Tuez les à tous; Dieu connaîtra très bien ceux qui sont à lui”(4). Un indigno, sanguinario y arribista elemento que fue conocido rápidamente por mi antepasado Juan “sin Tierra” (mejor rey que soldado, a diferencia de su hermano mayor), ya como monarca de Inglaterra, al desposeerle de todo privilegio, lo que no acabó con su fulgurante carrera de matarife. Tampoco se debe obviar un hecho que llamaba la atención de sus contemporáneos, y es que, a pesar de ser herejes, la vida que llevaban era ejemplar por oposición a muchos que no lo eran y contrariamente a otros heresiarcas que no fueron más que meros charlatanes. Muy errados en la concepción de la Creación, en la Naturaleza de Cristo y al margen de la Fe católica, sí, todo ello muy cierto, pero congruentes con sus creencias y su moral hasta el final. Un final que compartieron con Pedro II “el Católico”, uno de los héroes de la batalla de las Navas de Tolosa que no pudo repetir victoria en Muret un año después, cayendo en combate, en una época en que los príncipes se batían personalmente por aquello en lo que creían y querían, más o menos igual que ahora hacen los que dicen descender de sus linajes.  

La derrota y muerte de Pedro II de Aragón selló el Destino de los cátaros, condenándolos a la persecución y al exterminio, y también cercenó las esperanzas de que la Occitania central y oriental (Languedoc y Provenza) fuese española por aragonesa...

Y entre tanta inquietud, una batalla que cambió el rumbo de la Historia.

La batalla de las Navas de Tolosa fue tan importante que aún hoy, más de ochocientos años después, hay quienes se embarcan en alguno de sus bandos para menospreciar, para justificar o, directamente, para fabular, algo que se hace últimamente mucho para negar lo que significa España, respecto a lo que acaeció ese caluroso día de julio del Año del Señor de 1212. Así que como un servidor se precia de escribir relatos histórico-legendarios (que a veces es lo mismo porque la realidad es rica en matices), abordará esta modesta crónica como si de un cuento se tratase... Porque la misma vida, como Historia, se viste de cuento para ejercer su Magisterio: No escucharla implicará renovar dolores y llantos. Dicen que el Hombre es el único animal capaz de tropezar dos (o más veces) en la misma piedra.

Antecedentes

Los reinos hispanos estaban amenazados muy seriamente. Los reinos de Castilla, Aragón, León, Navarra y Portugal habían reconquistado amplios territorios merced a la vulnerabilidad musulmana en la península ibérica, erigiendo fortalezas sobre las que se arremolinaban ciudades en su camino hacia el sur. En sentido opuesto, el imperio Almohade (5) fagocitó los reinos islámicos comenzando su agresiva, y aparentemente invencible expansión hacia el norte. Vuelvo a incidir en que las fuerzas que sostenían los reinos musulmanes de la península fueron foráneas hasta el siglo XIV, por lo que la mayoría de los hombres que componían el ejército almohade procedían de la parte africana del imperio, lo que actualmente es Marruecos, .Argelia, Mauritania, Túnez, Senegal, Gambia e incluso el norte de Malí; reforzado con mercenarios libios y egipcios. Esta formidable fuerza de combate se hallaba fanatizada: Era muy conocida y temida la saña que empleaban contra los cristianos allá donde los encontrasen, ya fuera en los territorios que dominaban o en las razias (6) que frecuentemente protagonizaban por Castilla y Aragón.

Además, Alfonso VIII de Castilla había sufrido un notable revés en Alarcos, en 1195, siendo derrotado por los almohades. Tan grande fue el desastre, que los almohades se cobraron una tras otra las plazas de Trujillo, Plasencia, Talavera, Cuenca y Uclés, pasando a cuchillo a cuantos cristianos apresaban y llegando a sembrar el terror en Toledo ante la eventualidad de que su avance alcanzase sus arrabales. Afortunadamente, las dificultades logísticas y la fama de levantisca que Toledo se había creado siglos atrás, llevaron a los almohades a esperar mejor ocasión afianzando lo conquistado dentro de la ortodoxia islámica más brutal.

Y la ocasión acabó llegando porque Muhammad ibn-al Mansur (17) había ido reclutando y adiestrando una poderosa maquinaria de guerra, fiel, eficaz y de acérrima, violenta y exaltada adhesión al Islam. Cruzaron el Estrecho de Gibraltar en mayo de 1211 comandados por Mohamed ibn Yakb e invadieron inmediatamente Castilla, capturando la fortaleza de Salvatierra, en manos de los caballeros de la Orden de Calatrava, cuya defensa tenían encomendada por ser un enclave crucial: Su pérdida abría una brecha que podía llegar hasta la meseta norte castellana. Consciente del Peligro, Alfonso VIII de Castilla envío emisarios (entre ellos estaba Ximénez de Rada) al Santo Padre, Inocencio III, para que llamase a Cruzada contra el imperio Almohade a los caballeros de toda la Cristiandad.

En la luminosa primavera de 1212, Alfonso de Castilla repasa lo que tiene para detener a los almohades: Sus aliados Alfonso II de Portugal (7), Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra. El rey de León, mezquinamente, no sólo no acude a auxiliar a los castellanos sino que aprovecha para hacerse con algunos enclaves fronterizos de Castilla pese a la prohibición expresa del Papa (8). Opuestamente, numerosos nobles leoneses (9) conocedores de la gravedad de la situación, organizan sus mesnadas para unirse a los aliados cristianos. Casi quinientos uno años después, los españoles volvían a combatir unidos, si no bajo el mismo pabellón, sí bajo la misma grandeza de espíritu y Fe en Cristo, que no hay mejores banderas que esas. A aquellos españoles se sumaron la Orden de Santiago, la de Calatrava, la Templaria y la de San Juan de Jerusalem; además de los caballeros ultramontanos (10), que eran franceses (11), en menor número ingleses (12) y alemanes (13). Lo malo es que la mayoría de estos ultramontanos venían atraídos por otras cuestiones menos épicas.

En total sumaban unos 65.000 efectivos entre caballeros e Infantería, cuyo grueso procedía de los concejos castellanos de Toledo, Ávila, Valladolid, Palencia, Madrid, Burgos, Segovia, Soria, Medina del Campo, Sigüenza, Santander, Laredo, Logroño, Nájera, Guetaria, etcétera, dirigidos por el muy experimentado y competente Diego López de Haro, señor de Vizcaya, leal como el que más al rey de Castilla. Es conveniente incidir en este hecho para espantar todo el cúmulo de mentiras e invenciones que se vienen sucediendo desde hace pocas décadas sobre esa historia fabulada e interesada que niega lo español.

En el bando almohade las cifras son notablemente superiores, casi el doble. Hasta 120.000 efectivos, repartidos entre la infantería ligera del Rif, que se disponía en el centro y en los flancos por su alta maniobrabilidad, inmediatamente tras ellos una infantería pesada compuesta por voluntarios de la Yihad, dispuestos a masacrar tanto a los cristianos como a cualquiera de los suyos que mostrase cobardía en la batalla. La caballería ligera almohade se situaba en los flancos, mientras que la pesada se anclaba en el centro para asestar el golpe definitivo cuando llegase el momento. En la línea más alejada al fragor del combate, los expertos arqueros libios, egipcios, sirios y turcos, que oscurecerían la luz del sol con la lluvia de saetas que pretendían diezmar a los cristianos.

Y al contrario que los príncipes cristianos, (que no dudaban en batirse personalmente por su honor), a salvo en apariencia, en una posición desde la que dominaba todo el escenario, el califa, rodeado de una guardia negra (14) encadenada entre sí para cerrar el perímetro y hacerlo infranqueable.

De ese modo, el rey Alfonso de Castilla, junto a sus aliados, emprendió camino hacia su cita con la Historia, acaso para no retornar. 

La Batalla

Los hispanos (14) vieron con un mezcla de preocupación y alivio como un número significativo de caballeros foráneos abandonaba la coalición tras la toma de Malagón, ya que el rey Alfonso dispuso que no habría saqueo ni pillaje, y por lo tanto, tampoco botín, que era el incentivo mayor que movía a los caballeros ultramontanos. Nótese la diferencia de motivos por los que iban a combatir, incluso dentro del mismo bando aliado: Los hispanos lo hacían por la Gloria de su Fe y por su Libertad, mientras que los que venían del otro lado de los Pirineos querían combatir por lo que podían llevarse, no al Otro Mundo, que les ennoblecería, sino a sus feudos. Como tampoco entendieron que se dejase marchar al alcaide de ese enclave, pues alegaron, no sin razón, que los musulmanes no tendrían clemencia alguna con ellos. Muy calmado, el rey les contestó que...

“Nos no respondemos de lo que fagan los agarenos, de los nuestros fechos responde la nuestra conciencia de caballeros porque se someterá al juyzio de Nuestro Sennor... Assí combatimos e assí moriremos e podedes marchar en paz si no lo aceptades de buen grado.”

Frescos, en la memoria del buen monarca, estaban los alborotos que los ultramontanos habían causado en las calles de Toledo mientras se iban concentrando las tropas, y también los abusos que los judíos de la ciudad habían sufrido a manos de ellos. Hay que referir que los reyes hispanos, en su labor secular de Reconquista, tenían clara la idea de que estaban “recuperando Hispania para la Cristiandad” y que no permitirían ningún hecho que mancillase tan magna y noble tarea. Opuestamente, los musulmanes cuando avanzaban, arrasaban: La trillada tolerancia de la Edad Media española se vivió en los reinos cristianos, cuyas villas y burgos tenían juderías y morerías, mientras que los cristianos de Al-Andalus estaban condenados a emigrar al norte o ser víctimas de cualquier atropello si se atrevían a exhibir el menor gesto que delatase su Fe.

Siguieron camino sin el concurso de aquellos caballeros que volvieron grupas hacia sus feudos y se adjudica a Ximénez de Rada un refrán (16) que quedó anclado en el castellano desde esa fecha. Los comandantes cristianos sabían que las fuerzas de Muhammad ibn-al Mansur (17), el califa almohade, ya aguardaban situadas sobre el terreno merced a su superioridad numérica. Resultaba imperativo sorprenderle de alguna forma porque todos los pasos serranos desde el Castillo de Ferral hasta el otro lado del Puerto de La Losa estaban controlados por los almohades y cruzarlos implicaba ser emboscados o cuando menos, hostigados, para llegar mermados frente al grueso de las fuerzas del califa.

Pero quiso la casualidad, o la Divina Providencia, favorecer a las armas cristianas.

No hay un criterio definido. Algunos cuentan que su nombre era Martín Alajos, Martín Alhajas, Martín Halaja o Martín del Valle. Hay quienes le identifican con el mismo san Isidro. Lo cierto es que se presentó ante el rey Alfonso un hombre “muy mal vestido” (18), de oficio pastor que había debido de observar las dificultades de las tropas cristianas, porque cualquier otra explicación sobre su conocimiento de la situación es de índole sobrenatural, y le indicó un paso, abrupto e incómodo, que no estaba vigilado por los almohades. Le escuchó el monarca, que llamó a los restantes comandantes para escuchar su consejo, que fue unánime: Seguirían al buen pastor.

Sorprendieron por completo a las tropas musulmanas. Ya estaban frente a frente los dos ejércitos en las Navas de Tolosa, también denominado como “Llanos de la Losa”, muy cerca de la actual localidad de Santa Elena (Jaén). El perplejo califa, ya sin ventaja de partida y furioso por la audacia cristiana, llama al combate sin mayor demora para aplastar a los aliados, que supuso cansados. Dispuso su ejército en la formación de combate que ya tenía concebida sobre la parte del terreno más favorable. Inteligentemente, los reyes cristianos eludieron entrar en batalla con tanta premura y se mantuvieron a distancia, a la defensiva, pues no podían permitirse perder efectivos, esa fue su máxima prioridad en las escaramuzas de la vísperas. A la jornada siguiente, día del Señor, domingo 15 de julio de 1212, se dedicaron a rezar, a confesarse y a preparar su alma para la batalla, haciendo caso omiso de las provocaciones musulmanas que no respetaron el antiquísimo pacto entre caballeros, no escrito, de que no se combatía en los días que se considerasen sagrados para los contendientes. Quizás por ese motivo hubo una extraña luna llena aquella noche. Cuentan que estaba preñada de malos presagios para los almohades porque de madrugada se tiñó de carmesí, que los lobos aullaban enloquecidos y que en los veneros que brotaban por las cercanías, unas damas vestidas “de noche” entonaban tristes canciones que el viento traía y llevaba caprichosamente, junto con las fervorosas plegarias de los soldados cristianos. 
Después de escuchar misa y de comulgar, se fortificaron con el signo de la cruz. Tomaron sus armas e impedimenta con presteza y se dirigieron a sus puestos con plena conciencia de que ese día no sólo se ponía en juego su honor, sino el futuro de sus hijos como hombres y mujeres libres. No se quejaron de los lugares que les correspondieron, avanzaron en silencio frente al enemigo dispuestos a morir o vencer.
Al clarear del alba los cristianos habían finalizado su despliegue. Tres cuerpos de ejército dispuestos uno junto a otro llenaban la llanura. En el centro, la Infantería castellana de sus concejos y villas, haciendo ondear bien alto todos su guiones y banderines, con Diego López de Haro, señor de Vizcaya, al frente bajo el estandarte de Castilla. Al este, las de Aragón con Pedro II “el Católico” delante de ellos. Al oeste, los navarros del rey Sancho “el Fuerte”, en la, posiblemente, última batalla que portaron el Águila Real sobre fondo dorado (19).

Por detrás del centro, para respaldar la Infantería castellana, se agruparon los caballeros del Temple con su maestre del Capítulo castellano (20); los caballeros hospitalarios, los de la Orden de Santiago y los de la Orden de Calatrava. Y justo por detrás de ellos, para vencer o morir, Alfonso VIII acompañado por el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada y otros obispos castellanos, aragoneses y también por el arzobispo de Narbona, que había preferido la gloria al oro. El monarca ordenó que juntasen las líneas a fin de los caballeros y freires de las órdenes militares protegiesen a los soldados de los Burgos, que no eran profesionales de la guerra, en una proporción de “cinco a siete infantes por caballero” para consolidar en núcleo central sobre el que recaería, sin duda, el peso de la batalla. El rey tenía muy presentes los errores que causaron la derrota de Alarcos y no quería repetirlos.  

Entonces el rey Alfonso exclamó el grito de guerra “Santiago por los cristianos, Santiago por Espanna”. Era la señal. La primera línea central de los aliados se lanza a la carga. Los almohades retroceden mientras sus arqueros comienzan a descargar flechas sobre los cristianos, oleada tras oleada, al tiempo que envuelven por los flancos a la adelantada vanguardia castellana, intentando repetir la táctica que tan buenos frutos les dio en Alarcos. Para impedirlo acuden las demás líneas centrales cristianas, aprovechando el factor de su contigüidad, evitando un fatal embolsamiento. Con todo, pasa factura la superioridad numérica almohade (casi dos a uno), y los infantes flaquean, solo sostenidos por la caballería que les asiste. Alfonso VIII sabe que no es suficiente para impedir el colapso del cuerpo central, que ya estaba arrastrando sobre sí a sus flancos izquierdo y derecho para soportar el contraataque almohade, resisten valerosamente, pero no podrán aguantar mucho tiempo porque ya se ven rebasados por numerosos soldados musulmanes...

Pareció detenerse el tiempo. Unos instantes para la eternidad. El rey se volvió hacia Ximénez de Rada y sin inmutarse, le dijo:

-         Arzobispo, vos y yo moriremos hoy aquí...
-         ¡De ninguna manera! – Replicó el clérigo – Dios no os permitirá morir sin haber vencido hoy aquí...
-         ¡Sus! – Gritó Alfonso de Castilla - ¡Amigos! ¡Todos nos somos españoles! ¡Por Santiago, por Cristo! ¡Adelante!

Los tres reyes cristianos, al frente de la totalidad de sus caballeros e infantes, se sacuden los enemigos y pican espuelas para iniciar una carga a la desesperada, furiosamente, encorajinadamente... Imparable. Los soldados de vanguardia, al ver a sus reyes batirse como un combatiente más, renuevan sus bríos y se lanzan por el enemigo que no sabe reaccionar cuando ya estaban saboreando las mieles de la victoria.

Los flancos aliados se abren contra las alas almohades para facilitar la carga del rey de Castilla, al que se suma el monarca aragonés, y ese movimiento crea un pequeño corredor que aprovecha el rey Sancho VII de Navarra para llegar directamente a la posición del califa. Los caballeros navarros y su monarca, a la máxima velocidad que les permitieron sus monturas, cayeron sobre la guardia de los Mbeselein (14) que se defendieron con bravura pero inútilmente: Su resistencia dio tiempo a Muhammad ibn-al Mansur para escapar precipitada y deshonrosamente. Sancho VII de Navarra se apeó del caballo y clavó su estandarte en el suelo. De dos certeros tajos (21) cortó una sección de las cadenas de los Mbeselein y las colgó de su pabellón (22).

La escena no pasó desapercibida. Los gritos de júbilo de los cristianos ante la huida del califa certificaron que la derrota almohade era un hecho incontrovertible. La desbandada consiguiente de los almohades fue un desastre. Todas las líneas musulmanas fueron barridas por el vendaval cristiano. El arzobispo de Toledo ofició una misa de agradecimiento al Señor ese mismo anochecer, sobre el campo en el que yacían tantos musulmanes y cristianos (23).

Una vez más, un puñado de españoles unidos por un sentimiento, más allá de que fuesen castellanos, aragoneses, navarros o leoneses, habían salvado de unas consecuencias difícilmente previsibles a todo el Occidente cristiano, que saludó el increíble triunfo en todos sus rincones. Tocaron a vuelo las campanas de las iglesias de toda la Cristiandad católica, según iba llegando la noticia del éxito de las armas cristianas. Tañeron en París, en Nantes, en Reims, en Londres, en Nottingham, en Brujas, en Aquisgrán, en Bolonia, en Colonia... Inocencio III ofició en Roma un solemne TeDeum motivado por la resonante victoria en desigual batalla.

Sólo los siglos han puesto sordina al estallido de alegría que provocó la hazaña hispana. Y a pesar de ello, sus ecos se pueden escuchar en las Crónicas medievales, en lo profundo del subconsciente europeo. El entusiasmo, por desgracia, no puso fin a las querellas. Pedro II “el católico” falleció peleando, como no podía ser de otro modo en tan noble rey, contra Simón de Montfort en la batalla de Muret, en 1213. Sancho VII “el Fuerte”, cuñado de Ricardo “corazón de León”, reinó hasta 1234, y se obstinó en mantener Navarra al margen de las rencillas entre normandos y franceses, sin renunciar a sacar provecho de sus diferencias con castellanos y aragoneses. El príncipe de los creyentes, Muhammad ibn-al Mansur se refugió en su serrallo del palacio de Marrakech y murió asesinado en 1214. El culto arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, cuyas palabras estimularon el ánimo flaqueante del rey de Castilla, sobrevivió hasta 1247, siendo uno de los pilares de la Iglesia en Castilla y guía de los reyes que sucedieron al victorioso comandante de las Navas de Tolosa...

¿Y el rey Alfonso de Castilla?

Cuentan que Alfonso VIII de Castilla, yerno de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania, siendo por tanto también cuñado de Ricardo “corazón de León” y de Juan “sin Tierra”, quiso visitar la sepultura de un tal Isidro, que había sido labrador al servicio de Iván de Vargas, en la madrileña iglesia de san Andrés, por razones que nunca confesó. Quizás por la fama de santo que ya tenía en tan lejanos días. Dicen del rey que sentía ya los escalofríos de su propia muerte, acaecida en octubre de 1214, para explicar el motivo de tan inusual visita.

Lo que refiere la leyenda es que, acompañado de varios de sus caballeros más leales y de dos sacerdotes, se presentó en el modesto templo, del que era feligrés Isidro, marido de María Toribia. Manda levantar las lajas que cubren la tumba, a lo que se prestan con vigor sus caballeros. Dejan el interior a la vista. Penumbra, casi nada se ve salvo las humildes ropas de un trabajador del campo y un cuerpo incorrupto. Todos se santiguan, lo consideran signo de santidad. El rey coge una candela que allí estaba y la arrima a la boca de la fosa para ver con más claridad el rostro del difunto...

El rey se tambalea, retrocede un poco y se hinca de hinojos sobre el frío suelo de la Iglesia mientras cierra los ojos y musita en voz queda...

- ¡Dios mío! ¡Bendito sea el Señor! ¡Fue él!

Nunca sabremos a quien vio en el sereno semblante del labriego, pero seguro, seguro... que esa es otra historia.

(C) Angel Nevernet-Lancaster
NOTAS:
(1)  Tuvo que abonar un rescate equivalente a cuatro años de rentas reales, además de otras prebendas y privilegios que pronto pasaron al olvido y que el acreedor tampoco reclamó para sí o para sus descendientes al no haber honor en el modo en que se obtuvo.
(2)   No existía el mismo concepto de lo “nacional” que el conocido desde la revolución francesa.
(3)   Isabel de Hainaut (Flandes), Ingeburga de Lavard (Dinamarca) e Inés de Meránie (Francia).
(4)   “Matadlos a todos, Dios reconocerá muy bien quienes son los suyos”
(5)   “Unido en la fe”
(6)   Incursiones, cabalgadas, raids, para tomar botín o prisioneros que vender en calidad de esclavos.
(7)  Alfonso II acababa de ser entronizado como rey de Portugal. Sabedor de su propia inexperiencia (nunca fue hombre de armas), decidió elegir prudentemente un experimentado comandante para las tropas que envió.
(8)   Inocencio III advirtió que excomulgaría al príncipe cristiano que se atreviese a atacar a Castilla mientras esta hacía uso de casi todas sus fuerzas, tanto de los nobles como de sus concejos y villas, para vencer a los almohades.
(9)   El conde de Noreña, el señor de Quirós, el señor de Ribadavia, el señor de Salas, la Orden de Santiago y algunos otros de menor renombre.
(10)   Término que utilizó Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo, para referirse a los no hispanos.
(11)  El arzobispo de Burdeos, el arzobispo de Narbona, el obispo de Nantes, el conde de Astarac y el conde de Ponthierry, entre otros de menor rango, todos con sus tropas.
(12)    Los nobles normandos Edmundo de Lisieux, Ricardo de Bricquebec, Ricardo de Valognes, Guillermo de Granville y Juan de Shaftesbury, todos ellos con sus mesnadas.
(13)    Federico de Kleve y Otón de Bergheim, también con sus propias fuerzas.
(14)   Los Mbeselein, guardia de élite caracterizada por su extrema ferocidad, provenían de la actual Senegal y Gambia, encadenados por pares y a una gruesa estaca entre los pares, para mostrar su absoluta fidelidad al califa, los más fanáticos hacían enterrar sus pies en el suelo para no retroceder ni abandonar la posición en ningún caso y pelear hasta la muerte o la victoria.
(15)   Hablo de “hispanos” para incluir a los portugueses. Españoles más portugueses igual a hispanos, como se les conocía ya en época romana.
(16)   “Más vale solo con el Señor que mal acompañado por Satanás”.
(17)  Según otros autores, Muhammad Al-Nasir; según los juglares, trovadores y cronistas de la época, “Miramamolín”, que es fonéticamente similar a la frase “príncipe de los creyentes” en su idioma.
(18)  Cuenta Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo: “un home como aldeano o pastor, home mal vestido, e parescía que era el vestido de poco valor, según su manera de parescer. E dijo que él guardara tiempo avía su ganado en aquellos montes, e que tomara por allí en aquel puerto liebres, e conejos. E dijoles que él les mostraría logar por do pasasen muy bien, e sin peligro por la cuesta del monte en derredor, e que los llevaría escondidamente, que aunque los moros los viesen no les pudiesen empecer ninguna cosa”.
(19)   El blasón de las cadenas y la esmeralda, como símbolo heráldico de Navarra, se empezó a usar casi inmediatamente después de la batalla de las Navas de Tolosa, a pesar de que el “Águila Negra” siguiese siendo emblema de sus reyes durante algún tiempo. Un ejemplo más de lo unida que está la simbología heráldica a la historia de los pueblos, por encima de historietas y ficciones separatistas.
(20)   Gómez Ramírez
(21)  Sancho VII, “el Fuerte”, hacía honor a su apodo. Cuentan las crónicas que tenía una fuerza excepcional como se desprende de muchas leyendas que le tienen de protagonista.
(22)   Por esa razón los testigos, caballeros y soldados empezaron a utilizar el blasón de las cadenas con una esmeralda en su centro. Las cadenas porque fueron “ganadas” al enemigo; y la esmeralda porque el Corán que dejó abandonado el califa en su veloz huida, estaba adornado, engastada en su tapa, por una piedra preciosa de esa clase.
(23)   Hoy puede parecer una burla, pero hasta la Reforma protestante era un hábito que el vencedor oficiara un TeDeum in situ, en el mismo campo de batalla.  Ya dijo el duque de Welington, tras vencer en Waterloo, que “con excepción de la derrota, no hay nada más deprimente que una victoria”, a la vista de la multitud de muertos y heridos que salpicaban el paisaje posterior a la batalla.


06 de enero de 2013

Lancaster, York y Tudor: Una pequeña reflexión histórica.

"England hath long been mad, and scarr’d herself:
The brother blindly shed the brother’s blood;
The father rashly slaughter’d his own son;
The son, compell’d, been butcher to the sire.
All this divided York and Lancaster..."

"Inglaterra enloqueció largo tiempo, e hirióse a sí misma:
El hermano derramó ciegamente la sangre de su hermano;
El padre masacró temerariamente a su propio hijo;
El hijo, obligado fue carnicero del padre.
Todo esto dividido por York y Lancaster... "

William Shakespeare, "Ricardo III".


El linaje de los Plantagenet entró en crisis tras la muerte de Eduardo de Woodstock (apodado el “Príncipe Negro”, por el color de su armadura). Una rama secundaria de la estirpe, como la de los Lancaster, pudo heredar la corona inglesa, no sin contestación de otras ramas de la dinastía.

La denominada “Guerra de las dos rosas” (por la roja rosa de los Lancaster y la blanca de los York), en realidad es una sangrienta confrontación intermitente que se desarrolló entre 1455 y 1471, aunque después de esa fecha la inestabilidad siguiese lacerando Inglaterra. Los Lancaster fueron casi completamente aniquilados por los York tras la persecución que estos desataron tras la Batalla de Tewkesbury (1471), en la que murió Eduardo de Westminster (príncipe de Gales). Días más tarde fue asesinado su padre, el rey Enrique VI, en la Torre de Londres.

Este conflicto fue la razón principal por la que Inglaterra acabó siendo derrotada en la Guerra de los cien años y que su rey perdiese los derechos dinásticos al trono francés, que estuvieron siempre bien salvaguardados y defendidos bajo el linaje de los Lancaster. La casa de York no trajo la paz con su política revanchista: si la nobleza inglesa ya había sufrido la pérdida de la flor y la nata de sus caballeros, la purga que siguió terminó de descabezarla, lo que los reyes de la casa de York y más tarde también los Tudor, (que se apropiaron de la legitimidad que asistía a los Lancaster para acceder a la Corona), aprovecharon para afirmar el poder real frente al de los nobles. Su consecuencia más indeseada y dolorosa fue el cisma de Enrique VIII, que no halló a nadie suficientemente poderoso que le contrariase desde la aristocracia.

Finalmente el sentido de la oportunidad de Enrique Tudor agrupó bajo su mando a los combatientes y parientes de la Casa de Lancaster y Beaufort, que se sumaron a la infinidad de proscritos y descontentos por los desórdenes que seguían imperando en Inglaterra, y aumentados incluso tras la muerte de Eduardo IV de York. Su sucesor y hermano, Ricardo III, era un personaje turbio y oscuro que para ser entronizado no dudó en encarcelar a sus dos sobrinos (los jóvenes príncipes Eduardo y Ricardo de York) todo por apartarlos de la corona y quedar vinculado a sus sospechosas muertes para la posteridad.

Así, en la Batalla de Bosworth, en 1485, Ricardo III, magníficamente inmortalizado por Shakespeare, fue vencido y muerto, siendo coronado Enrique de Tudor en el mismo campo de batalla como nuevo rey de Inglaterra. Los Plantagenet, que venían reinando desde el siglo XII, habían pasado definitivamente a la Historia. No fue suya la vergüenza de un monarca de su casa liderando una herejía. No es casual que décadas después el rey de Inglaterra desobedeciese la autoridad del Papa en materia religiosa.

Los derechos que asistían a Enrique Tudor procedían de su madre, Margarita Beaufort. Los Beaufort eran una rama bastarda, fruto del matrimonio entre Juan de Gante y Catalina de Roet-Swynford, a la que un decreto de Enrique IV había negado todo derecho dinástico al trono inglés en previsión de futuras reclamaciones sucesorias. La abuela de Enrique era Catalina de Valois, pero su matrimonio con Owen Tudor se llevó a cabo sin la autorización de Enrique VI, asistido por su Consejo ya que todavía era menor de edad.

Así que se puede deducir que los derechos que reclamaba Enrique Tudor eran los que procedían de la desesperación contra un tirano (Ricardo III); como no quedaban miembros de la Casa de Lancaster con capacidad de reivindicar o hacer valer su prioridad dado que esta había sufrido una auténtica y deliberada masacre, los entonces mermados Beaufort decidieron abanderar a su candidato descartando cualquier otro para derrotar a los York. Objetivo que se consiguió finalmente bajo el tremendo coste de que los Plantagenet dejasen de ostentar la corona inglesa en favor de una nueva y muy ambiciosa Casa.

La historia inglesa y española están muy entrelazadas, de hecho la pretensión inglesa a principios del siglo XVI era constituir un modelo aglutinador a semejanza del español, donde Inglaterra fuera Castilla, Escocia hiciese el papel de Aragón, Gales una suerte de región astur-leonesa e Irlanda (por rebelde), la Granada conquistada. Por ese motivo, los Tudor quisieron emparentar inmediatamente con los Trastámara españoles, que tenían sangre Lancaster al fundirse con el linaje de Borgoña-Ivrea, a fin de dotarse de legitimidad dinástica y aislar a Francia que era el enemigo común y que tantos problemas estaban causando en Italia a los españoles. Catalina de Aragón, hija de Fernando e Isabel, de feliz memoria, contrajo matrimonio con Arturo Tudor, primogénito de Enrique y príncipe de Gales. Como este murió sin consumar el vínculo matrimonial y el rey inglés no quería perder la alianza con la emergente potencia española, pasó a ser esposa de su hermano Enrique, coronado rey como Enrique VIII. La obsesión por tener un hijo varón (la “Cuestión Real”) que despejase finalmente las dudas que aún se cernían sobre la legitimidad de su linaje le llevó a tener sucesivamente seis esposas. El Papa Clemente VII le excomulgó en 1533.

Salvo el corto paréntesis en que reinó María I, (cuyo marido fue Felipe II de España, rey consorte de Inglaterra de 1554 a 1558), la herejía anglicana se extendió por la fuerza. La nueva aristocracia que había surgido tras las guerras era completamente afecta a los Tudor, respaldó su descomunal ambición y lo que restaba de la vieja nobleza normanda, muy diezmada, no pudo amotinarse contra el Acta de Supremacía (la primera, en 1534): fue objeto de martirio o del exilio perdiendo todos sus bienes en beneficio de la Corona, en un conflicto que desgajó a Inglaterra del Catolicismo y abrió una insalvable brecha con España durante siglos.

Pero esa es otra historia...

(C) Angel Nevernet-Lancaster

16 de diciembre de 2012

Algaradas, motines, revoluciones...

Cuenta la tradición, y suele ser más veraz que la historiografía por estar al margen de reyertas ideológicas, que el rey Luis escribió “rien”(1) en su diario cuando terminó la jornada de un aburrido martes 14 de julio. Lo hizo a la dudosa luz de una luna menguante, acaso un mal augurio de lo que la Historia le reservaba…

Soplaban nuevos vientos sobre el lienzo de esas velas que han soportado todo tipo de vendavales en su interminable singladura hacia el Porvenir, y un rey tan cualificado (2) como él iba introduciendo las reformas que su país necesitaba para afrontar los tiempos que se avecinaban. No es aventurado decir que la irrupción de los Estados Unidos en el concierto de las naciones, con su mensaje de esperanza, libertad e igualdad de oportunidades, había supuesto un aldabonazo en la adormecida y autocomplaciente conciencia europea. Y si los Estados Unidos de América eran una realidad triunfante, ello se debía a que tanto el rey Luis de Francia como su primo Carlos de España se habían comprometido a fondo con el pueblo norteamericano para que este conquistase su independencia a “despecho del inglés”, frase que luego haría famosa un romántico español.

Incluso la propia Gran Bretaña no era ajena a los nuevos signos. Los veteranos que habían combatido a los rebeldes se habían impregnado de esos ideales, llegando a afirmar que “ellos defendían su libertad, nosotros sólo a nuestro lejano rey” (3). La sacudida fue tan terrible que se puede decir que tuvo grandes paralelismos con el “síndrome de Vietnam” que atormentó a la sociedad norteamericana, hasta el punto de que el gobierno de su británica majestad llegó a contratar mercenarios tudescos para aniquilar a los rebeldes súbditos de Jorge III, al otro lado del océano. Su crueldad fue tan legendaria que Washington Irving se inspiró en ellos para escribir su maravilloso cuento “La leyenda de Sleepy Hollow”. A pesar de ello, la pérdida de las Trece Colonias fue inevitable, desenlace normal cuando se pelea por la propia libertad, y supuso una decepción enorme en Londres. Los británicos se conjuraron para laminar a sus victoriosos enemigos: Francia y España. El eje de su política exterior, desde ese momento, se concentró en desgastarles por todos los medios…

Francia era un reino con grandes dificultades internas y París, en sí misma, ofrecía todo el claroscuro del siglo XVIII, que no puede haber luces sin sombras. Pero su monarca estaba decidido a contrariar a su predecesor Luis XV (4), y no tenía miedo a una agresiva minoría que vociferaba en las plazas (5). Tanto es así que decidió convocar los Estados Generales (6) para lograr el mayor consenso, necesario para acometer las reformas que el futuro de su pueblo demandaba y que ya había intentado en el pasado con su ministro Turgot. Un rey pusilánime nunca lo hubiera hecho. Su error fue pensar que los agitadores no aprovecharían la ocasión para sembrar la discordia, como así fue, y que esa cizaña imposibilitaría el menor diálogo entre aristocracia, el clero y los representantes (7) de los municipios. El desencuentro radicalizó a todos, hasta el punto de que ni siquiera hubo acuerdo en el criterio de la contabilización de los votos (8). El caos fue tan grande que el rey ordenó suspender las sesiones. Un grupo de diputados decidió seguir unilateralmente la reunión y los agitadores empezaban a hacerse con el control de la calle. El rey Luis había perdido la iniciativa. Y hubo alguien que se percató de ello.

Luis Felipe José de Orleáns era un personaje discreto, como es habitual entre los masones, más cuanto mayor es su altura en su jerarquía, llegando a ser Gran Maestre del Gran Oriente de Francia. Pese a ello, no era señalado por otra característica que ser el duque de Montpensier en sus primeros años, luego duque de Chartres y finalmente duque de Orleáns. Pero se consideraba agraviado por los reyes, sus parientes (primos en grado lejano, pero primos al cabo), muy particularmente por la reina María Antonieta, y vió en todos los sucesos de aquel final de la primavera de 1789 una oportunidad de cobrarse algunas humillaciones, como la de no haber sido designado gran almirante de “la Royale” (9), presuntamente por la oposición de la propia reina, lo que no tiene mucho sentido ya que siguió formando parte del entorno más cercano de la Real Familia.

Pero como no se distinguen las afrentas presumidas de las reales, se esforzó en relacionarse y ser aceptado por los diputados más extremistas, estrechamente vinculados con los promotores de las algaradas que sobresaltaban París. Evidentemente, tenía mucho que demostrarles dada su cuna, así que no le dolieron prendas en alinearse con los más exaltados, entre los que destacaban un tal Marat y un tal Robespierre, el mismo que unos años antes había leído, en presencia del monarca, un panegírico dirigido a su real persona. Ironías de la vida.

Al rey le tranquilizaba la idea de que uno de sus primos estuviese con los más intransigentes, acaso como medio de atemperarlos, por ello aceptó con franqueza y de buen grado la Asamblea Constituyente, en contra de la extendida propaganda jacobino-marxista posterior que se basa en que Necker (10) fue despedido por Luis XVI, lo que precipitó los acontecimientos de julio y agosto de 1789. El monarca tenía poder suficiente para haber atajado por la fuerza la situación, sin embargo no la utilizó porque, después de todo, uno de los objetivos que se había marcado, inspirado en la experiencia británica y norteamericana, era la creación de una Asamblea “permanente”. Lo que no sabía es que los planes de Felipe eran otros, y le sorprendió que rechazase la presidencia de esa nueva Asamblea. Pero la sorpresa no suscitó sospecha en ese momento porque Felipe seguía en el círculo más próximo al rey, que es donde acostumbran a estar los conspiradores.

Y fue ese doble juego el que impidió al rey Luis percibir lo que se estaba fraguando realmente. Cuando lo advirtió, ya fue demasiado tarde, los agitadores se habían convertido en los dueños de la situación, se autodenominaban “Montagnards” (11), aunque hubiese facciones enfrentadas entre ellos. Dominaban las calles y todos los resortes de Poder. Al monarca le había sucedido como a la rana cocida del experimento (12). Y es que, muy a menudo, detrás de la justicia de muchas reivindicaciones a las que son impermeables un reducido número de privilegiados, se esconde una espiral de consecuencias imprevisibles porque, en todos los movimientos revolucionarios, los elementos más violentos y radicales son los que terminan embridando el curso de los acontecimientos.

Y vamos llegando al punto crítico de este modesto ensayo, cuya pretensión es entretener, ilustrar y sobre todo invitar a la reflexión sin mayor lujo de detalles para no ser prolijo. Después de muchas vicisitudes, el rey Luis fue apresado junto al resto de su familia. Sometida a votación su suerte tras un proceso lleno de irregularidades y falsos testimonios, fue condenado a morir en la guillotina, todo un novedoso invento por aquellos días. El monarca escuchó impasible la noticia en su prisión, en la Torre del Temple. Sólo miró a su interlocutor con incredulidad y estupor cuando le informaron de que el voto más significativo a favor de la condena a muerte había sido el de… ¡Luis Felipe José de Orleáns, su primo! Por entonces ya era conocido popularmente como Philippe Egalité (13), para mostrar su lealtad revolucionaria, y un relevante miembro de la facción de los “Cordeliers” (14).

Pero su Destino también estaba sellado, que es lo que les pasa a los que piensan que son capaces de controlar un movimiento que se sabe cuándo y cómo empieza, pero nunca cómo terminará. Las revoluciones acaban engullendo a los aprendices de brujo que pretenden dirigirlas desde su cabalgadura, del mismo modo que los tigres se revuelven contra los que intentan convertirlos en una simple montura. Si el rey había sido ejecutado, cualquiera podría serlo ya. Se había desatado el Terror. Las delaciones eran prueba suficiente para condenar en juicios sumarísimos. Alguien ha escrito que “(…) una muchedumbre sádica, apestosa, espantosa y ociosa gritaba e imprecaba a los ajusticiados. La sangre derramada llegaba a formar grandes charcos por el frenético ritmo de las ejecuciones, hasta el punto de que algunas requerían los servicios permanentes de un afilador, como una carnicería desbocada, como una salvaje y sanguinaria orgía en la que los comensales fueran insaciables. Ebrios no sólo por el vino picado que servían las sucias tabernas, los rojos gorros frigios abundaban por doquier sobre cabezas de patanes vocingleros, más para retener sus piojos que por abrigar cerebros, ya que costaba vislumbrar alguna muestra de inteligencia entre sus portadores” (15). Y Philippe Egalité siguió los pasos que habían llevado a su primo Luis Capeto (16) hasta la guillotina.

Dicen que la traición es tierra sembrada de sal. Después de todo ese desconcierto, de innumerables muertes de inocentes, de guerras, de un general corso que se coronó emperador, de más guerras, de más sangre derramada sobre sangre derramada, de que cambie todo para que nada cambie; un hermano de Luis XVI volvería a reinar sobre Francia.

Pero esa es otra historia...

(C) Angel Nevernet-Lancaster

NOTAS: 

(1)        “Nada”.
(2)         Esto es defendido por Tocqueville, entre otros autores.
(3)         Frase del general sir William Howe.
(4)        Se le atribuye la frase “Après moi, le déluge” (“Después de mí, el diluvio”), como presentimiento del final de los Borbones franceses.
(5)         Aunque los agentes de Londres ya habían comenzado a infiltrarse entre ellos.
(6)         No eran congregados desde 1614.
(7)         Mayores de 25 años, con cierto nivel de ingresos.
(8)     La alta nobleza y clero demandaba el voto por estamento, la pequeña nobleza (“hobereaux”), el clero de “parroquia” y los representantes del Tercer Estado reclamaban el voto a título individual y en conciencia, lo que da idea de lo heterogéneo que eran los “estamentos”, en contra de lo que se ha hecho creer generalmente.
(9)         La Armada francesa.
(10)       El ministro de Hacienda de Luis XVI.
(11)       Literalmente, “montañeses”, ese sobre nombre se debía a que ocupaban los escaños más elevados de la Asamblea mientras que los moderados y monárquicos ocupaban la parte baja.
(12)    Se dice que una rana arrojada a una cazuela de agua hirviendo saltará para escaparse, salvando así su vida, pero que no lo hará si inicialmente el agua está fría. Si luego se calienta paulatinamente el agua, el batracio terminará cociéndose sin que se entere. ¿Por qué? Porque en la segunda situación la rana, confiada, no detecta el gradiente de temperatura sino una agradable tibieza que acaba condenándola: Cuando quiere reaccionar ya es tarde.
(13)      Felipe “Igualdad”.
(14)     “Franciscanos”, pertenecían a la “Montaña”.
(15)   “La Música (De Musicae)” de Angel Nevernet-Lancaster. Editorial Lulu, 2ª edición (2011).
(16)     Luis XVI, “redenominado” Luis Capeto, (los “Capetos” son la dinastía medieval de la que proceden todos los linajes reales).


07 de diciembre de 2012

Los Jinetes del Apocalipsis

Realmente, a lo largo de la Historia, ha habido pocas aflicciones que se le puedan comparar. Las guerras, las caídas de los imperios, las hambrunas… todas han sido mitigadas como se podía, compensando los escasos recursos con irrefrenables ganas de vivir. Pero cuando el mismo Dios cogía la guadaña la histeria colectiva se desataba sin que nadie pudiese contenerla, porque no se podía explicar con los conocimientos que estaban disponibles. Así se percibía en los peores momentos de aquella tribulación. Dios había bajado a la Tierra para esterilizarla, para convertirla en el Infierno, para enviar a la muerte a todos los seres humanos y dar comienzo al Juicio Final…

El siglo XIII se había caracterizado por consolidar definitivamente el pensamiento de Occidente tras el final del Imperio Romano. Las Universidades crecen junto a las estilizadas catedrales góticas y las ciudades prosperan reclamando su antiguo protagonismo. Un Plantagenet (el lector me disculpará este pequeño homenaje familiar), Juan I de Inglaterra, suscribe la “Carta Magna” (1) en 1215 (se considera tradicionalmente un antecedente de las modernas constituciones), sin olvidar las leyes de León (2), Castilla y Aragón, en la misma línea. Es el siglo de la Filosofía Escolástica, de Dante, de san Francisco de Asís, de Marco Polo, de Alfonso X de Castilla, de Roger Bacon, de san Alberto Magno, de Duns Scotus y de Robert Grosseteste, entre otros. Se genera un optimismo que se vino en llamar “Renacimiento Medieval” y que arranca en el siglo precedente: a ello también contribuyeron las sucesivas Cruzadas (muy desiguales en propósitos y resultados) y la decisiva victoria hispánica (3) en las Navas de Tolosa; la apertura de rutas comerciales con el Lejano Oriente merced a los tratados suscritos entre la República de Venecia y el Imperio Mongol… El comercio resurgía con vigor gracias al aval que la Orden de los Templarios (4) otorgaba a innumerables transacciones, impensables antes de su aparición, convirtiéndose de esta manera en la primera fuerza multinacional de la Historia que aunaba poderío económico y militar.

Tras siglos de penurias e invasiones, la Cristiandad florece como no sucedía desde los tiempos de Constantino “el Grande”. Pero no puede haber luces sin sombras y también es la época del enfrentamiento (sobre todo en Italia) entre los seguidores del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (gibelinos) y los del Romano Pontífice (güelfos), o lo que es lo mismo, la preponderancia del Poder político del primero frente a la afirmación del Poder terrenal del segundo. Durante esa centuria se persigue y se pasa a cuchillo a los Cátaros, un capítulo particularmente sangriento del conflicto que Francia mantuvo contra Aragón por el dominio del Rosellón, el Languedoc y la Provenza, y que se cobró la vida del propio rey aragonés Pedro II “el Católico”. La histórica y terrible frase “Tuez les à tous; Dieu connaîtra très bien ceux qui sont à lui" (5), fue proferida por Simón de Montfort en aquellos días, siendo comandante de la Cruzada convocada por el papa Inocencio III contra los albigenses. También en ese siglo se va gestando el enfrentamiento entre franceses e ingleses que culminaría en la Guerra de los Cien Años, y el Sultanato Mameluco recoge el testigo de Saladino para continuar el hostigamiento que venía padeciendo el Reino Latino de Jerusalem.

Pero la Cristiandad se hallaba confiada a pesar de esas oscuras premoniciones… que empezaron a cumplirse con las “vísperas sicilianas” (marzo de 1282), dando pretexto a la ocupación aragonesa de la isla mediterránea; y la caída de San Juan de Acre (mayo de 1291), último enclave cruzado de renombre en Tierra Santa y que arrastró, como fichas de dominó, a las restantes de menor importancia (Sidón y Beirut, entre otras). El Reino de Jerusalem quedó limitado a la isla de Chipre, una incongruencia del propio espíritu que llevó a recuperar Tierra Santa dos siglos antes. Después del acontecimiento, que sacudió la Europa cristiana, hubo varias Cruzadas que ya no tendrían éxito: sus comandantes tenían otros objetivos, y los reyes otras prioridades. Las Órdenes Militares, a excepción de las hispánicas, se quedaron sin la principal razón de su existencia. Los caballeros Hospitalarios y los Teutónicos se vieron obligados a reformular los cometidos que tendrían que llevar a cabo en las nuevas circunstancias y los Templarios sufrieron un descrédito enorme e injusto porque fue la única orden que permaneció fiel al propósito de recuperar los Santos Lugares para la Cristiandad. La conmoción alcanzó a la propia cabeza de la Iglesia que seguía reivindicando el dominio de su autoridad sobre los monarcas cristianos. El papa Bonifacio VIII culpaba abiertamente a los reyes de Aragón (6), Inglaterra, al propio emperador (del Sacro Imperio) y muy especialmente al rey de Francia de la pérdida de los territorios del Reino de Jerusalem, acusándolo de servir los intereses de la Iglesia solamente para su propio provecho, como en el contencioso contra Aragón y los Cátaros. Por todo ello, se llegaba a la conclusión de que el Papa debería ostentar la última autoridad y dignidad sobre todos los mandatarios del Orbe cristiano (7).

Felipe IV de Francia, llamado “el Hermoso” lo considera una afrenta. Ordena a Guillaume de Nogaret, su hombre de confianza, que capture al Obispo de Roma y lo lleve a París para ser sometido a juicio. No lo consigue por la oposición popular, pero el bochornoso episodio se denominó como el “Ultraje de Anagni”, en el que el Santo Padre fue abofeteado y retenido tres días por Sciarra Colonna, aliado de los franceses, alimentado únicamente con pan y agua. La impresión que le causó fue tan grande que el Papa falleció poco tiempo después, siendo elegido como Romano Pontífice el infausto Clemente V, mucho más receptivo a los intereses franceses, hasta el punto de trasladar la Corte papal a la localidad de Avignon, donde el rey francés podía desplegar todos sus agentes y medios de presión. E ironía del Destino, siendo entonces territorio de la Casa de Anjou-Sicilia, se hallaba cerca del centro de las disputas que enfrentaron a Francia y Aragón y que supuso el exterminio de los albigenses. 

Con el Papa Clemente V convenientemente motivado, Felipe IV comienza a concebir una conspiración para acabar con la Orden Templaria, cuya casa matriz radicaba en París. En una operación policial perfectamente coordinada por Nogaret y organizada en el más estricto secreto, los dignatarios templarios son detenidos junto con el resto de sus caballeros. El escándalo sobresalta toda Europa, y algunos reyes (8), no conformes con las argumentaciones, sospechas e imputaciones, crean nuevas órdenes, de caracteres e intereses más “nacionales”, para absorber a los caballeros de la extinta y anatematizada Orden Templaria,  eximiéndolos implícitamente de cualquier culpa. Clemente V no está convencido de la veracidad de los cargos, tras un largo proceso e insoportables presiones que debilitarían la Iglesia hasta el siglo XVI, disuelve la orden sin condenarla abiertamente (9), lo que no impide que Francia entera arda con innumerables hogueras, patíbulo de templarios que eligieron muerte antes que deshonor.

El impacto fue demoledor porque la incipiente vertebración que disfrutaba la Cristiandad se vino abajo con estrépito. La seguridad en los intercambios comerciales desapareció con la consiguiente depresión económica. Pero esto no fue causa sino consecuencia, lo peor fue que un referente, de prestigiosa e intachable trayectoria hasta entonces se había esfumado, engullido por la infamia, desencadenando una auténtica oleada de desconfianza que culminó en una crisis moral, política y económica que cuarteó las sociedades de Occidente desde sus cimientos. Como los males no llegan solos, a ello se unió una gran hambruna, a mediados de la segunda década del siglo XIV, debido al súbito enfriamiento (10) del clima que arrasó cosechas y ganado. Inglaterra pasó de cultivar vides durante lo que se llamó “Óptimo Medieval” (11)  a quedar cubierta por la nieve meses y meses ininterrumpidamente, como sucedió también en gran parte de España, Francia, Alemania y norte de Italia. En la Europa septentrional, la mudada climatología acabó congelando, literalmente, la colonización de Groenlandia (“Tierra Verde” cuando fue descubierta), y, acaso, sólo acaso, posponiendo en casi doscientos años el Descubrimiento de América, moviendo forzosamente más al sur el camino de esa gesta. Parecía que los corceles de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis habían comenzado su cabalgada…

La escasez y la miseria trajeron de la mano los conflictos de todo tipo. Las guerras y los motines encontraron víctimas y victimarios entre los campesinos que lo habían perdido todo. Escocia derrotaba a Inglaterra en la Batalla de Bannockburn (1314), asegurando su independencia en ese momento, y Robert Bruce, que había facilitado a los ingleses la captura de William Wallace, fue coronado como rey escocés. El monarca de Francia contempló la debilidad inglesa y creyó que había llegado el momento de zanjar definitiva y claramente el litigio que el Tratado de París (1259), cumplido a medias, no había terminado de cerrar con el vasallaje nominal que los reyes de Inglaterra debían a los de Francia, por lo que el de este país buscó una excusa para una guerra “relámpago” que mermase aún más los dominios ingleses en el continente, afirmando la hegemonía francesa después del exterminio de la Orden Templaria. El pretexto lo dio el abad de Sarlat, en la localidad de San Sardos, por un contencioso fiscal. Acudió a las autoridades francesas para que fuera eximido de pagar tributo al duque de Aquitania, que era el monarca de Inglaterra. Aquellas le dieron la razón en octubre de 1323, y un oficial del rey de Francia clavó la enseña de las Flores de Lis sobre las puertas de la localidad. Era toda una provocación.

Que no tardó en ser respondida. Sin esperar órdenes del duque, el señor de Montpezat capturó y ahorcó al funcionario francés. El rey inglés, Eduardo II, tenía una personalidad débil y era un comandante poco experimentado. Sabía que su posición y capacidad estaba en entredicho en la propia Inglaterra, empezando por su propia esposa (era francesa) y no quería ver abierto otro frente en medio de una “pinza” franco-escocesa (12). Así que, deshonrosamente, remitió varias cartas de disculpa al rey de Francia, que era además su cuñado, eludiendo cualquier implicación en la ejecución que su vasallo había llevado a cabo contra el oficial que había enviado a San Sardos. No sirvieron de nada porque Carlos IV estaba decidido a aprovecharse de la flaqueza inglesa. Reunió sus mesnadas durante el invierno bajo el mando de Carlos de Valois, tío del rey francés, para lanzar el ataque en cuanto el tiempo lo permitiese. Una vez más, la vacilación atenazó a Eduardo II, que optó por abandonar a su suerte a sus vasallos de Aquitania, empezando por el señor de Montpezat.

El ejército real francés, apoyado por las huestes del conde de Foix y del señor de Bearn, entre otros nobles, invadió Aquitania que tenía que haber sido defendida por el conde de Winchester (13), y la arrasó sin encontrar apenas resistencia, salvo la del conde de Kent, Edmund de Woodstock, que sirvió lealmente a su rey hasta que fue prendido por los franceses. Eduardo II envió a su propia esposa, acompañada de su hijo pequeño, a negociar los términos de la capitulación. “Tan grande afrenta fue para guerra tan corta”, cantaron los juglares, que las conspiraciones para destronar al rey inglés comenzaron a tener sobrado número de implicados. La mayor de todas contó con el concurso de Carlos IV, el papa Juan XXII y su propia esposa, la reina Isabel. El parlamento ordenó prender al rey y llevarle a prisión. Allí abdicó en su hijo, el que sería Eduardo III y meses más tarde murió en circunstancias no aclaradas, posiblemente asesinado porque preparaba su fuga para recuperar el trono.

Mas al triunfador no le fueron mejor las cosas. La Ley Sálica impedía el acceso a las mujeres, y el rey de Francia sólo tuvo dos hijas (una de ellas póstuma). Su persona marca el final de la dinastía de los Capetos en la corona francesa (14), acaso por la maldición que profirió Jacques de Molay en el patíbulo (15). Felipe de Valois, ya como Felipe VI, fue un paso más allá en la exclusión que sufrían las mujeres y decretó que los herederos masculinos de las princesas francesas también fueran descartados de la sucesión al trono de Francia, medida que iba dirigida específicamente contra Eduardo III de Inglaterra, que no lo aceptó porque consideró que esa interpretación no tenía carácter retroactivo. Dado que era hijo de Isabel de Francia y sobrino del difunto Carlos IV, añadió los cuarteles de las Flores de Lis a su normanda heráldica Plantagenet y se proclamó rey de Francia. Felipe VI respondió atacando lo que restaba en manos inglesas del ducado de Aquitania (Burdeos y la franja costera). Era el inicio de la Guerra de los Cien años (16), que se desarrolló en diferentes escenarios. Parecía que iba a terminar en un rotundo triunfo inglés… 

Y entonces apareció, desde el Oriente, sobre verdoso corcel, enlutado jinete blandiendo guadaña…

Todavía hoy, casi siete siglos después, está rodeada por una niebla tejida de interrogantes. Una pandemia tan repentina y violenta que no es posible determinar el agente causante con precisión (17), pero que se aprovechó del fanatismo y de la superchería que existía acerca de los gatos. En aquellos días, desde hacía algunas décadas, el rigor religioso era la estrategia que se aplicaba contra las múltiples herejías que acosaban el cuerpo doctrinal de la Iglesia. Un hostigamiento que halló la disparatada respuesta, entre otras, de sacrificar a los gatos, sobre todo negros, por considerarlos enviados del demonio. Nadie quería gatos cerca, eran ahuyentados a pedradas. Si eran capturados, se les sometía a tortura entre el jolgorio de los asistentes al cruel espectáculo. Fueron diezmados sistemáticamente. La rata negra se multiplicó al desaparecer su depredador natural… y el vector de la enfermedad, las pulgas que porta dicho roedor, pudieron propagarse sin que nada las contuviese. Venían del este, sobre roedores, sobre cualquier animal… por una guerra.

Los mongoles llevaron la enfermedad al asedio de Kaffa, ciudad genovesa en la península de Crimea, catapultando montones de cadáveres al interior del enclave con el fin de someterlo por la enfermedad. La desbandada que causó el asalto de los mongoles sobre Kaffa provocó que la Peste se expandiese con una celeridad sin precedentes a través de los navíos que surcaban el Mediterráneo, a Constantinopla, a Génova, a Chipre, a Venecia, a Marsella… A menudo, los barcos quedaban a la deriva porque toda su dotación había sido víctima de la enfermedad… cuando encallaban en la costa o conseguían alcanzar algún puerto era tomado como funesto presagio de desdichas, significaba que no tardarían en aparecer los primeros contagiados. Se inflamaban los ganglios, y las bubas se extendían por todo el cuerpo, oscuras, casi negras (de ahí el nombre de “Muerte Negra”), purulentas, acompañadas de convulsiones febriles y escalofríos que conferían a la enfermedad la escenografía de un horror de dimensiones bíblicas… el mal se extendía de casa en casa, de familia en familia, con pasmosa rapidez. Las aldeas se despoblaban porque los supervivientes las abandonaban despavoridos, muchos ya infectados, dejando insepultos a los difuntos, llevando consigo el germen de nuevos contagios…

El Pontífice bendijo el Ródano a su paso por Avignon, para que sus aguas acogiesen los cadáveres que la enfermedad iba causando… y porque cada vez había menos enterradores disponibles para darles cristiana sepultura, las fosas comunes se asemejaban a las fauces de un fabuloso monstruo insaciable. Todos caían víctimas sin excepción de cuna, dignidad o fortuna. La Peste irrumpía en fortificados castillos y en míseras cabañas, moría el rey (18), el religioso, el soldado, la prostituta, la madre de familia, el campesino y el mendigo… sin hacer distingo de ninguna clase, sembrando el pánico más desmesurado en cuanto se declaraba el primer caso en cada localidad, en cada pueblo, en cada ciudad. Los campos quedaban sin cosechar, el hambre cabalgaba junto a la afección. Esta igualdad absoluta ante la pandemia, no tardó en generar una manifestación literario-musical sin precedentes: Las “Danzas Macabras”. En ellas, la Muerte en persona, ataviada con una larga túnica negra o simbolizada por un esqueleto, invitaba a “bailar” a personajes disfrazados, desde mandatarios a indigentes, mostrando la absoluta equidad con la que se conducía, en contraste con la Vida, fuente de injusticias…

Pero no fue la única manifestación. Se entendió como una plaga con la que el Todopoderoso castigaba a la Humanidad. Los judíos volvían a ser señalados como culpables y las Juderías fueron el blanco de las iras del populacho, algo que no era nuevo precisamente (19), sin que sirviesen de nada las llamadas al orden de reyes, nobles y autoridades municipales. Los campesinos errantes, que habían perdido todo, se convierten en bandidos para saltear o para amotinarse contra la nobleza (20)… Grupos de penitentes vagaban por toda Europa flagelándose para purgar sus pecados y escapar de la enfermedad mostrando sus sangrantes espaldas a los Cielos, en la creencia de que ello les apartaría de la muerte. La pujante Europa cristiana se tornó una pesadilla de la que no se podía despertar. Hubo quienes quisieron aprovecharse de la debilidad del enemigo… y su ofensiva fue la vía de contagio, como le sucedió a los ejércitos escoceses del senescal Roberto II (21), que llevaron a su retaguardia la enfermedad.

Se cuenta que el gran Petrarca fue un testigo directo de los sucesos de aquellos días sobreviviendo a la enfermedad, no así la mujer que amaba, la misteriosa Laura, que falleció en 1348. Según su testimonio… “casas vacías con la puerta abierta como una invitación al horror que su interior velaba; campos y caminos con los cadáveres de los viajeros que habían sido sorprendidos por los síntomas, descomponiéndose y devorados a medias por las alimañas; todo bañado por un silencio tan absoluto que ni los pajarillos se atrevían a rasgar, parecía que la Naturaleza toda guardaba un riguroso luto por las torturadas víctimas de la ira de Dios… pregunté a un sabio si la Historia, que es maestra de la Vida, guardaba memoria de algo semejante, sólo bajó la cabeza con pesadumbre como respuesta. Cuento esto como evidencia, para que la posteridad crea… porque incluso nosotros, que lo hemos vivido, apenas podemos creerlo.

Un abad de Baviera, contemporáneo de los hechos, refiere que “los hombres y las mujeres erraban como si estuviesen dementes, con la mirada ausente y dejaban que su ganado se perdiese porque ya nadie se preocupaba por el futuro… porque no habría futuro si la cólera del Señor no se aplacaba”. Es posible que los muertos por la Peste alcanzasen la aterradora cifra de treinta millones sobre una población europea de unos setenta millones, no son estadísticas fiables ni tampoco la mortandad se repartió uniformemente: hubo poblaciones que casi no sufrieron la devastación, y otras, por el contrario, fueron borradas del mapa. Florencia, un centro financiero de la época, se vió tan diezmada que toda la actividad económica se colapsó por completo durante años, arrastrando al resto de Italia, cuyas ciudades y familias se enzarzaron en reyertas sin fin. Peste, hambre, guerras…

Pero, después de tanto espanto, la Vida no perdió la partida y siguió adelante, acaso con más fuerza, porque los supervivientes advirtieron que no hay mayor bien que conservar la salud para seguir vivos. La alegría de vivir que caracterizó al Renacimiento se anunciaba en el “Quattrocento”, y con ello se abría el último acto de la Edad Media.

Pero esa es otra historia…

(C) Angel Nevernet-Lancaster

NOTAS:

(1) http://alexpeak.com/twr/mc/ Texto original en latín, inglés, español, francés e italiano
(2) La Curia Regia de las Cortes del Reino de León, en 1188.
(3) Sí, porque participaron todos los reinos cristianos de la península, incluido Portugal, en mayor o menor medida. De ahí que haya optado por el término “hispánico” frente al “español” (que excluiría injustamente a Portugal), o “ibérico” porque este último es ajeno a la Romanización: una de nuestras señas de identidad en aquella época.
(4) Su nombre oficial en latín era “Pauperes commilitones Christi Templique Salomonici Ordo”, traducido como “Orden de los pobres caballeros de Cristo y del Templo de Salomón”, desde el principio, generalmente, eran conocidos como “templarios”.
(5) “Matadlos a todos; Dios reconocerá muy bien quienes son los suyos".
(6) La Reconquista ya era una tarea exclusiva de Castilla, lo que le permitió a Aragón expandirse por el Mediterráneo Central y Oriental (Almogávares) buscando la revancha contra los franceses por la derrota en la Batalla de Muret (1213).
(7) Como queda referido en la Bula “Unam Sanctam”, de 1302.
(8) La Órdenes Teutónica y Hospitalaria acogieron a un gran número de ellos (Sacro Imperio y Polonia, respectivamente), conscientes de su valía militar, los demás se dispersaron entre las órdenes de Montesa (Aragón), de Alcántara y de Santiago (León), de Calatrava (Castilla) y de Cristo (Portugal). En Inglaterra y Escocia fueron simplemente amonestados y posteriormente reclutados para engrosar las huestes de la nobleza.
(9) Ni la Bula “Regnans in Caelis” (1308), ni la Bula “Vox in Excelso” (1312), ya en el mismo Concilio de Vienne, supusieron una reprobación de la Orden fruto de un proceso judicial, sino que se limitó a la disolución por decreto apostólico del Romano Pontífice.
(10) En aquellos años comenzó la “Pequeña Edad de Hielo”, cuyos efectos (gélidos y largos inviernos frente a frescos y cortos veranos), se dejarían notar en el Hemisferio Norte hasta la mitad del siglo XIX.
(11) Me refiero nuevamente al Hemisferio Norte, es la denominación de un periodo muy cálido, de templados y húmedos inviernos, y veranos muy calurosos, que fueron la tónica dominante desde el siglo IX (algunos autores se remontan al VII) hasta el siglo XIV.
(12) Escocia era ya un reino independiente de facto.
(13) Hugh de Le Despensier, un cobarde que pasó a la Historia con deshonor. creyó que rendir la guarnición de varias plazas contentaría y apaciguaría a los comandantes franceses, pero, contrariamente, lo que logró fue enardecer la moral de los soldados y caballeros enemigos.
(14) Por línea agnaticia, aunque su estirpe se difundió entre la nobleza de toda la Cristiandad.
(15) Es cierto que Jacques de Molay emplazó a Guillaume de Nogaret, al Papa Clemente V y al rey Felipe IV a comparecer ante Dios antes de un año para ser juzgados por los crímenes contra la Orden Templaria. Nadie dio mayor crédito a la frase del reo, ese tipo de imprecaciones eran muy usuales… pero la verdad, y de ahí arranca la leyenda, es que el canciller real murió a los pocos días, el Papa falleció al mes siguiente, y el rey Felipe IV rindió su alma en el mes de noviembre de ese mismo año del Señor de 1314. No es de extrañar que la leyenda se completase con el fin de la dinastía tras las prematuras y enigmáticas muertes de Luis X, Juan I, Felipe V y el propio Carlos IV, ya en 1328… sin olvidar que, siglos después, Luis XVI era enviado a la guillotina como “ciudadano Luís Capeto”.
(16) En 1337. La reacción de Eduardo III fue fulminante, su personalidad era completamente antagónica a la de su predecesor. Cerró posibles conflictos internos, neutralizó a los escoceses y rubricó un tratado con el Sacro Imperio con el fin de aislar a Felipe VI. Y se lanzó contra él. Obtuvo las victorias de Sluys (1340) y Crècy (1346), tomó Caen (1346) y Calais (1347).
(17) Peste bubónica y/o peste septicémica. Los expertos se inclinan por la primera posibilidad por estar muy relacionadas, pero lo cierto es que ambas pudieron extenderse simultáneamente.
(18) Alfonso XI de Castilla falleció en 1350 por esta enfermedad, también la reina Leonor de Aragón.
(19) Se considera que las primeras persecuciones contra los judíos arrancan en la época del Emperador romano Tito, debido a la Gran Revuelta judía que se produjo entre 66 a.D y 73 a.D. Aunque no está suficientemente documentado, en Roma hubo alborotos contra ellos precisamente por esta sublevación.
(20) Es la “Jacquerie” de 1358.
(21) Pretendió lavar el honor de David II, derrotado por Eduardo III de Inglaterra.


27 de noviembre de 2012

El retorno de un rey

Sarraceni evocati Spanias occupant (“Llamados los sarracenos, invaden las Españas”). Así se lee en el Epitome Ovetensis, escrita en el siglo IX. Décadas antes, hacia 831, Alfonso III aclara en su crónica que ob causam fraudem filiorum Uitizani sarraceni ingressi sunt Spaniam (“A causa del engaño de los hijos de Witiza, los sarracenos entraron en España”). ¿Cómo es posible que las legiones romanas tardasen casi dos siglos en someter a los pueblos de la península, y los invasores musulmanes lo lograsen en pocos años? Es una de las preguntas más reiteradas que se formula a los estudiosos de la Historia, y aunque la respuesta es compleja, la fundamental se resume en el enunciado de la interrogación.

Los romanos se enfrentaron a tribus muy diferenciadas cuya estrategia de lucha era la españolísima guerra de guerrillas, y tuvieron que derrotarlas una a una, una tras otra, ayudándose de la traición y de la división entre ellas. Al mismo tiempo crearon unas infraestructuras (calzadas, por ejemplo) que no existían. En el siglo VIII la fusión entre godos e hispanorromanos estaba muy avanzada, (pero no conclusa) y la aceptación de un monarca y una religión para todos ya no era un elemento de discusión. De ese modo, los musulmanes se enfrentaron a un poder único que acababa de salir de una guerra civil, siendo ayudados, precisamente por el bando que había sido derrotado. Se puede afirmar, con rotundidad, que sin esa felonía los sarracenos habrían sido aplastados sin dificultad. Muerto Rodrigo, cada uno se preocupó de sí mismo porque cundió un pánico que sólo era comparable al que sobrevino con la desaparición de Roma. Muchos huyeron, otros resistieron hasta el final (Hispalis-Sevilla y Emérita Augusta-Mérida, ambas cayeron en 715); y no faltaron los que se adaptaron a la nueva situación, bien para sacar partido o por salvar la vida.

Los musulmanes se apropiaron de casi toda la Hispania. Allá donde no llegaron, por desinterés, impusieron tributos en especie o en rehenes, como a los vascones, antaño levantiscos, entonces obligados a entregar anualmente un número de doncellas. Se desentendieron de las cordilleras y del corazón de los impenetrables bosques hispanos (se decía que una ardilla era capaz de atravesar la península sin bajarse de las ramas de los árboles) que se convirtieron en refugio de los nuevos proscritos. Los sarracenos establecieron su cuartel general en Corduba (Córdoba) y repartieron pequeñas guarniciones que se comportaron, en todo momento, como una fuerza de ocupación, ya que la figura del soldado musulmán autóctono, diga lo que diga cierta historiografía, no fue relevante hasta el reino de Granada, en el siglo XIV. El invasor reclutaba sus soldados entre bereberes y mercenarios eslavos porque desconfiaba abiertamente del hispano, obligado a convertirse al Islam o a pagar onerosos tributos por su lealtad a Cristo, que además nunca sería pública, llegando a castigarse con la pena capital en tal caso.

Para cada región fue designado un gobernador. Munuza fue el elegido por Asturias, eligiendo Gegionius (la actual Gijón) como su centro de operaciones. Las fuerzas invasoras preferían el combate en terreno abierto y llano, se puede colegir que Asturias no era su medio ideal. Tampoco se puede decir que tuviera suerte. Para colmo, el gobernador se encaprichó de Ermesinda, hija del duque Fáfila y hermana de Pelayo, un espatario del rey Rodrigo que había retornado a su tierra tras la derrota de Guadalete. Munuza pensó que era una buena ocasión para emparentar con la nobleza goda y enviar a su cuñado como rehén a Córdoba porque andaba calentando los ánimos de la gente con su intolerancia. Mataba dos pájaros con la misma saeta. Con tal fin lo apresó y fijó una fecha para el apasionado enlace, en julio de 717. El gobernador no contaba con el coraje de su forzado cuñado y cuentan que se encolerizó cuando le informaron de que había escapado. Audaz Pelayo, como demostraría en toda ocasión, consiguió ver a su hermana para censurar su mansedumbre antes de cruzar el río Piloña (su Rubicón personal) siguiendo la larga y honrosa tradición española de echarse al monte. Desde entonces se ofrece una recompensa por su cabeza, según testimonio de los cronistas árabes, que a raíz de ello le tachan de “asno salvaje” y de “bandolero sin escrúpulos”. Pero era la muestra de la impotencia de los ocupantes porque Pelayo conocía perfectamente la geografía de su tierra y sabía que no podrían tenderle una celada.

Esa noticia era lo que necesitaban los dominados y humillados hispanos de los alrededores que comenzaron a sumarse a su partida. Se presentó en un semiclandestino Concilium (reunión de vecinos) que tenía lugar en Cangas. Reprobó su vergonzosa sumisión al infiel, que permitiesen que el enemigo les robase las mujeres, esposas e hijas para ser carne de serrallo; que prefiriesen pechar por ser cristianos antes que arriesgarse al Martirio; que hubiesen escogido vivir como esclavos antes que pelear como soldados… Se alzaron en armas y Pelayo fue reconocido como su jefe. Comenzaba 718. No habían transcurrido ni siete años desde el Desastre de Guadalete y la postrera derrota de Écija. Alea iacta est… (“La suerte está echada”).

Sin embargo, la vieja nobleza goda que estaba agazapada en el norte de España prefirió especular antes que sumarse a la insurrección. No titubearon por falta de ganas, simplemente no concedían mucho futuro a la partida de Pelayo. Tampoco en la capital del emirato, donde ni pasaba de vago rumor. Las fuerzas islámicas habían recorrido invictas todo el norte de África, siguiendo el camino del sol en muy pocas décadas, y ahora su interés se centraba en superar los Pirineos y dirigirse contra los Francos. Una pequeña mesnada, apenas el número de un par de modernas compañías de Infantería (unos 250 soldados) hostigaba reiteradamente a sus tropas destacadas en un recóndito y agreste lugar de Hispania. Al valí (gobernador de provincia) que dirigía el emirato en nombre del califa le traía sin cuidado porque su afán era penetrar en la Galia desde Narbona, y a tal fin destinaba el grueso de sus efectivos, mientras Pelayo consolidaba sus dominios en los Picos de Europa y rehuía ser tratado como algo más que un simple comandante. Y como tal le reconocían los escasos nobles que se habían integrado en sus filas porque la invicta media luna había sido batida por primera vez…

El valí, en persona, había querido dirigir el asalto contra Toulouse, en 721 y apuntarse un tanto ante el califa estableciendo una cabeza de puente en la Francia sur-oriental que le permitiese, después, dirigirse contra la Lombardía (abriendo el camino a Roma por tierra, como pretendió Anibal) y contra el norte de los Francos. El duque de Aquitania, Eudes, a la desesperada, le venció en Toulouse y se cobró la vida del valí Al-Samah, que murió en el combate y enfrió, temporalmente, las ansias expansionistas musulmanas, cuyo último objetivo era el corazón de la Cristiandad. Cuentan los cronistas que el califa de Damasco, el Omeya Yazid II rompió a llorar de ira cuando le llevaron la blanca bandera de la media luna verde manchada con la sangre del difunto valí. Así que nombró a Anbasa ibn Suhaim-al Kalbi para reemplazarle. Era alguien de su entera confianza, le dio la consigna de que acabase con cualquier vestigio de Cristo en Hispania y que preparase a conciencia la invasión de Francia. Enfurecido, decretó que todos los símbolos cristianos que quedasen en sus dominios debían ser destruidos y sus propietarios ejecutados. Una muestra de la tolerancia islámica.

El nuevo valí llegó a Córdoba a finales del verano de 721 con el propósito de aniquilar, definitiva y ejemplarmente, la resistencia en Asturias y elevar, de ese modo, la moral de sus tropas, deteriorada por su primera derrota en el sureste de Francia. Como no tenía tiempo antes de la llegada del invierno y era hábil estratega, suavizó la medida del califa para neutralizar un levantamiento cristiano generalizado. Organizó una expedición fuertemente armada y entregó el mando a un bereber llamado Alqama, conocido por su crueldad y extremo celo religioso. El obispo traidor Oppas le acompañaría para que instase a los insurrectos a que se rindiesen, en la opinión de que, siendo godo y noble, podría ser escuchado por los rebeldes.

Los cronistas árabes no conceden importancia a la expedición de castigo que tenía que lavar la derrota en Toulouse, pero esa deliberada omisión es la que le confiere su extraordinaria dimensión, sin precedentes en un territorio ocupado por la media luna. Alqama marchó contra Asturias desde la calzada romana que la unía con Asturica Augusta (Astorga) cruzando el Puerto de la Mesa por la calzada de Torrestio. Una vez franqueado, Alqama mandó arrasar todo lo que hallaba a su paso para debilitar y provocar a Pelayo que, inteligentemente, eludió enfrentarse a sus fuerzas en campo abierto, limitándose a replegarse a las montañas y a observarle a distancia. Se jugaban la vida y tenía muy presente la experiencia de la batalla de Guadalete. Finalmente, el comandante musulmán llegó a Gijón y trató displicentemente a Munuza, al que consideraba un incompetente, sin llegar a destituirle.

Alqama recibió información cabal de la situación exacta del campamento de Pelayo y no esperó más: él dirigía más de dieciocho mil soldados y Pelayo no llegaba de lejos al medio millar. Sería rápido y sencillo. Cometió el error de despreciar a sus enemigos por no considerarlos militares, sin saber que cualquier persona armada y desesperada es el soldado más temible. Así se dirigió contra el monte Auseva, iniciando la marcha desde Cangas. Los veedores de Pelayo se lo comunicaron inmediatamente. El comandante cristiano pudo eludir el inminente choque, pero no lo hizo: Hay momentos en la vida que son nuestro testimonio para la Eternidad, y él lo sabía. No huiría más aunque la correlación de fuerzas era de cincuenta enemigos para cada uno de los suyos. Sería victoria o muerte.

Pelayo escuchaba los tambores y chirimías que acompañaban al orgulloso ejército musulmán. Podía ver la media luna verde en albo estandarte de los Omeyas.Incluso pudo distinguir la oronda figura del obispo felón. Ordenó el despliegue de los suyos. Si el enemigo era muy superior en fuerzas, ellos tenían a las montañas como aliados.Y se encomendó a la Santísima Virgen que tenía una ermita en la Cova Dominica desde hacía siglos. No, ya no se esconderían más… a un gesto, previamente acordado, se enarboló la primera bandera de lo que sería la España que nacería ese día: una cruz roja sobre blanco lienzo, el rojo que siempre ha seguido y diferenciado a los soldados españoles en el combate desde antes de la dominación romana, en distintos formatos y diseños; y la Cruz, que si no se ha llevado en la bandera, siempre ha estado guardada en el corazón de aquellos que se han batido por su Libertad.

Ascendió el ejército sarraceno hasta el Cueto (un cerro boscoso cercano) y Alqama contempló los movimientos de los soldados de Pelayo, desde su izquierda, rodeando sus fuerzas. Pagado de sí mismo, le dijo a Oppas que “un hilo no podrá contener a un elefante”, mientras miraba despectivo el estandarte cristiano, y siguió adelante unos centenares de metros más para encerrar al comandante hispano entre él y el monte. Justo donde Pelayo quería que se situase. Se detuvo y alzó la mano en ademán de parlamento, como era tradicional. Había llegado el turno del obispo felón. Sucede que en la Historia de España, a menudo, los representantes de la Iglesia se olvidan de su Magisterio y prefieren arrimarse a los poderosos verdugos de su grey; lo que ennoblece todavía más a los que entregaron la vida por su Fe antes que abjurar… pero dejamos que sea el rey Alfonso III quien nos cuente lo que salió de los labios del traidor…

El obispo Oppas se encaramó a un montículo sito frente a la cueva y habló así a Pelayo: “Pelayo, Pelayo, ¿dónde estás?”. El interpelado asomó a un saliente y respondió fiero: “Aquí estoy”. El obispo le dijo entonces: “Juzgo, hermano e hijo, que no se te oculta cómo hace poco se hallaba toda Hispania unida bajo el gobierno de los godos y brillaba más que los otros países por su doctrina y ciencia, y que, sin embargo, reunido todo el ejército de los godos, no pudo sostener el ímpetu de los ismaelitas, ¿podrás tú defenderte en la cima de este monte? Me parece difícil. Escucha mi consejo: vuelve a tu acuerdo, gozarás de muchos bienes y disfrutarás de la amistad de los caldeos”. Pelayo respondió entonces: “¿No leíste en las Sagradas Escrituras que la Iglesia del Señor llegará a ser como el grano de la mostaza y de nuevo crecerá por la Misericordia de Dios?”. El obispo contestó: “Verdaderamente, así está escrito".

Pelayo continuó reprochándole su intolerable vileza en la batalla de Guadalete, su deslealtad a la Fe de Cristo... y como colofón, una frase para la posteridad que sería cantada por los juglares…

Traidor y muerto será
quien de traidor fiará…
Del Padre cerca, tenemos por buen abogado
a Nuestro Señor Jesucristo, por Él será dado
que de estos paganos el rey quedará vengado.

El comandante musulmán dio por acabado el parlamento y resolvió atacar sin más demora porque el viernes (análogo al domingo cristiano) se echaba encima. Era el mediodía del jueves, 28 de mayo de 722. Gritó Alláh achbar ("Dios es el más grande")...

Una lluvia de flechas y piedras, lanzadas por los honderos, se precipitó sobre las posiciones cristianas. Estos, conociendo que lo angosto y escarpado impediría cualquier maniobra de los sarracenos, se lanzaron contra ellos desde sus lados cortando en dos el grueso de la expedición de castigo. Viendo Pelayo que el enemigo estaba inmovilizado por no disponer de espacio mínimo para ello, ordenó atacar de frente cargando directamente contra la posición de Alqama, que fue herido de muerte recién comenzada la batalla, dejando desconcertados a sus soldados que se veían acosados desde todas partes por unos rabiosos cristianos… Oppas fue cercado y preso, el terror se apoderó de los musulmanes que se desbandaron en dirección a Cangas. Vae victis!, ("¡ay de los vencidos!") que dijo el galo Brno, no dieron cuartel a los derrotados porque ellos tampoco lo hubieran recibido. Los que escaparon del campo fueron perseguidos y cazados como animales por los vecinos de las poblaciones que se habían visto arrasadas. Fue tal la matanza que aún hoy es posible hallar por las cercanías restos enterrados de los caídos en aquella batalla, y los seculares topónimos de la región dan fe de la carnicería.

La victoria de Covadonga hizo que la mayoría de la nobleza hispana, refugiada en Asturias, que se había mantenido al margen de Pelayo para no crearse problemas, acudiera a engrosar las huestes que habían derrotado, en muy desigual lid, a los otrora invencibles invasores. Tanto que se consideró un milagro. Munuza salió despavorido de Gijón: tan atolondrada fue su marcha que se perdió y le dieron muerte en los caminos. Su guarnición reagrupó todos los destacamentos y marchó por el valle de Olalíes con el fin de copar a los cristianos, lo que fue inútil porque todos los cristianos, no solamente los rebeldes de Pelayo, se habían alzado contra el califa en una revuelta que el pueblo de Madrid repetiría, más de mil años después, frente al invasor francés. No hicieron prisioneros. Se puede asegurar, sin ningún género de dudas, que en aquellos días no quedó ni un musulmán vivo en toda Asturias: Deus nobiscum est ("Dios está con nosotros"), era el grito de libertad de todo un pueblo que llevaba diez años sufriendo los atropellos y arbitrariedades del conquistador. Estaban decididos a resistir al precio que fuese y proclamaron que Pelayo era su rey.

El valí recibió la noticia con fastidio. Era la primera vez que perdían un territorio, muy pequeño y aislado sin duda, mas seguía siendo una pérdida al cabo. Dispuso que sus cronistas refirieran el episodio como una refriega aislada y sin importancia y que no se diese publicidad a la derrota, porque el objetivo principal eran los Francos para despejar el camino a Roma. No obstante, la noticia inflamó el deteriorado ánimo de los hispanos que se fugaban para engrosar las fuerzas del nuevo reino constituido por la espada y la Gracia de Dios.

Anbasa murió en 726 tras acosar con toda la dureza que le fue posible a los cristianos y a los judíos, que se arrepintieron de pasadas colaboraciones con los musulmanes. Le sucedería Abd-al-Rahman al Gafiki, por pocos años. El paso del tiempo mostró que el emirato tenía dos frentes abiertos, uno contra los Francos y otro contra los “asnos salvajes” de Asturias. En el primero, el valí se empleó con enorme crueldad asesinando a cuantos cristianos se encontró entre Aquitania y la Septimania. El segundo sirvió para que Abd-al-Rahman no pudiese concentrar todos sus efectivos operativos contra Carlos Martel. El Mayordomo de Palacio, abuelo de Carlomagno, que nunca quiso para sí el título de rey, fue el que consiguió poner punto final a los sueños expansionistas musulmanes en Europa occidental obteniendo la crucial victoria en la batalla de Poitiers (732).

Pero esa es otra historia…

(C) Angel Nevernet-Lancaster


21 de noviembre de 2012

El ocaso de los dioses

Fue una conmoción. Hay acontecimientos que quedan grabados a fuego en el subconsciente colectivo y que el paso de los siglos no logra borrar porque quedan guardados como un temor mudo e indescriptible. Es cierto que las dificultades venían arrastrándose desde el final de la dinastía Antonina, cuyo postrer emperador fue el indigno Lucio Aurelio Comodo Antonino (161-192), pero siempre se pensó que Roma era un Bien de la Humanidad y que hasta los bárbaros, zafios e incultos, ansiaban traspasar sus limes (fronteras) para disfrutar de la prosperidad que la “Pax Romana” proporcionaba. Suele ocurrir que cuando algo se percibe como indestructible es porque está empezando a mostrar síntomas de corrupción.

El grado de refinamiento del mundo romano es muy similar al que se conoce hoy día. Un viajero en el tiempo, de nuestro siglo XXI, no se extrañaría al ver, paseando por sus calles, como existían establecimientos hosteleros que ofrecían llevar comida a domicilio, lista para consumir “al mejor precio”. No le sorprendería contemplar paredes y muros cubiertos de inscripciones y dibujos realizados por adolescentes para desdicha de propietarios o ediles. Tampoco le llamaría la atención la propaganda mentirosa de los políticos para atraerse electores. Y le parecería lo más normal que la comidilla, en el foro, o acaso en las termas (ahora tan en boga), fuera la escandalosa relación entre el gladiador de moda y una ociosa famosae. Hay muchos más paralelismos fuera de lo anecdótico, pero dejaré que sean mis lectores los que saquen sus propias conclusiones.

Mas era un ciclópeo edificio que se venía abajo. La natalidad decreció porque la maternidad fue preterida ante las grandes y atrayentes posibilidades que ofrecía la diversión (la segunda palabra de la frase “panem et circenses”). Las legiones no contaban con suficientes efectivos para atender las necesidades defensivas porque el Imperio alcanzó su máxima extensión con Trajano y después se limitó a la contención, lo que se traducía en que no había posibilidad de ganar botín, dejando de ser una lucrativa opción. El estado, hipertrofiado y corrompido, valga la redundancia, era un agujero negro que consumía y dilapidaba todos los recursos que obtenía de sus incesantes exacciones… Los sucesivos emperadores lo intentaron todo para atajar los males. Es difícil sintetizar dos siglos en unas pocas líneas: Persiguieron a los cristianos cruelmente porque les acusaban de fracturar la cohesión social, concedieron la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio para que nadie quedase al margen de su sostenimiento, quisieron descongestionar Roma delegando parte de su administración, emprendieron reformas como la “tetrarquía”, se convirtieron al Cristianismo de buena fe, otros hicieron apostasía pública o privada y hasta hubo alguno que murió en el campo de batalla… Finalmente Teodosio “el Grande”, decidió partir el Imperio en dos, la parte oriental, con capital en Constantinopla, gobernada por su primogénito Arcadio (379-409); la parte occidental seguiría teniendo su capitalidad en Roma y sería gobernada (es un decir) por su segundo hijo Honorio (384-424). El objetivo de todo ello era mejorar la defensa desde dimensiones más razonables para la época… y que algo de la civilización pudiera librarse de la ruina.

Roma seguía atrayendo inmigrantes de todo el mundo conocido, pero, avispados, ya había quienes vendían su domus (casa unifamiliar, de alto nivel), o abandonaban su miserable chiscón en una insulae (bloques de viviendas, generalmente realquiladas) para escapar al campo, más seguro que las calles de las civitas (ciudades), infestadas de bandas de delincuentes y que sufrían frecuentes incendios y derrumbamientos de edificios. Sí, el ciudadano normal pensaba que Roma era intocable, sus más de mil años avalaban que sobreviviría a todo lo que el Destino pudiera reservarle. Que los bárbaros se terminarían “integrando”, como los Visigodos, convirtiéndose en un pueblo “foederatii” y llegando a auxiliar como“socii" a las legiones. Que todas las dificultades se terminarían superando, que volverían los dorados tiempos de “leche y miel”, que Dios no castigaría a los romanos tan dolorosamente porque el Imperio, precisamente, era el pilar de la fe cristiana desde el Edicto de Milán promulgado por Constantino (313). Las autoridades habían ayudado a que se consolidase por todos los confines de su vasto territorio, a los que ya había llegado vigorosamente y en clandestinidad durante los tres siglos anteriores, como daba testimonio la sangre de los mártires. No, Dios no llegaría a ese extremo.

Esta era la opinión generalizada. Es cierto que Alarico (370-410), autoproclamado rey godo, se revolvió contra el emperador y saqueó Roma en 410, un hecho que sacudió el mundo en su época, pero su muerte, en ese mismo año, permitió que las aguas volviesen a su cauce y se publicitó hábilmente por la propaganda romana como un castigo del Cielo por su osadía. También era cierto que alanos, suevos, vándalos y sajones asaltaban impunemente todo el territorio de Occidente, pero había un emperador, a veces incluso varios simultáneamente, en Roma, Rávena o donde fuera, lo que constituía toda una referencia en aquel mundo que se tambaleaba. Mientras aquel representase una esperanza de reacción, el ciudadano romano soportaba que le robasen, le violasen, arrasasen las cosechas, le secuestrasen y le asesinasen porque, tarde o temprano, vendrían las legiones a restaurar la Justicia. Así que se acostumbró a los sobresaltos como quien lo hace al mal tiempo.

Un anticipo del final fue Atila (405-451). Este era un caudillo huno, semisalvaje, sin apenas instrucción contrariamente a lo que afirman algunas fuentes, pero con una inteligencia innata para la oportunidad. En su tiempo se le apodó como el “azote de Dios”, fue dueño de un imperio sin estructura administrativa alguna, sin capital y gobernado desde la montura de un caballo. Hostigó Constantinopla, y aunque se le atribuía una valentía extrema, no lo fue tanto como para atreverse a conquistarla conformándose con un reducido tributo entregado por Teodosio II. Así que volvió sus codiciosos ojos hacia Occidente. Como un relámpago atacó la Galia con más de 600.000 soldados y se dirigió, de norte a sur, contra Roma, devastando todo a su paso y exigiendo un matrimonio que le emparentase con la familia imperial. El Magister Militum (general) Aecio precisaba tiempo para sumar efectivos ya que no tenía capacidad para detenerle y el emperador Valentiniano III huyó cobardemente de Rávena a Roma. Entonces sucedió algo que no tenía precedentes. Un hombre solo, desarmado, acompañado de tres altos dignatarios de Roma, pidió ver al caudillo en medio de una brumosa madrugada, en las cercanías de Mantua. Después de conversar durante una hora larga, Atila ordenó dar media vuelta y retirarse del campo. Su interlocutor fue el Papa San León I “el Magno”. Lo que le dijo, si le amenazó o le exhortó, pertenece a la leyenda. Lo que ocurrió después, a la Historia.

Aecio no desaprovechó la oportunidad de sorprenderle en su retirada y acabar con él. Le alcanzó por la retaguardia el jueves 28 de junio de 451, a la altura de los Campos Cataláunicos (una explanada cercana a la actual Chalons, en la ribera occidental del río Marne, Francia) con la infantería de la última legión romana operativa (la Legio XXX Ulpia Victrix), auxiliada por la caballería pesada visigoda del rey Teodorico. Se considera una de las batallas más sangrientas de la Historia. Los cronistas de la época cifran las bajas en doscientas mil, Teodorico fue una de ellas, siendo sucedido por Turismundo en el mismo campo de batalla, tal como tenían por costumbre los visigodos. Parece ser que Atila logró huir, pero su cabeza tenía precio y la derrota le despojó de su carisma, por lo que fue asesinado poco tiempo después. Aecio, el Magíster Militum que le venció, excelente diplomático además de militar, no corrió mejor suerte. El emperador Valentiniano ordenó asesinarle como infame pago por su lealtad: se puede afirmar que la suerte quedó irremediablemente echada con la desaparición del que fue llamado el “último de los romanos”. Las intrigas y las conspiraciones se sucedían ante la indiferencia de los ciudadanos que se afanaban en sobrevivir mientras los invasores se iban asentando en los territorios que el Imperio les había asignado para su defensa en nombre del emperador, en pago a los servicios bélicos prestados… o porque era un hecho consumado.

Los castra (campamentos) estables de algunas legiones fueron el germen de nuevas ciudades, (como León, en España) más fácilmente defendibles por su concepción militar y con una guarnición que ya estaba plenamente fusionada y arraigada con la población que tenía que proteger hasta el punto de que hicieron suyo el emblema que las identificaría desde entonces. La mayoría fueron abandonadas por las continuadas depredaciones. Muchas localidades decidieron arrancar de las calzadas los hitos y las señalizaciones que delataban su posición al objeto de que las hordas bárbaras no pudieran dirigirse contra ellas y salvarse de ese modo. Otras usaron los estandartes de las Legiones más cercanas como manera de infundirse valor y disuadir al enemigo. Casi todas, abandonadas a su suerte por guarniciones que eran presa de deserciones o de matanzas, empezaron a acometer su propia defensa armando a los vecinos o encomendando su defensa a los duces bellorum (“señores de la guerra”) que disponían de soldados propios, antiguos eques (caballeros) romanos, legionarios y guerreros bárbaros atraídos por una buena paga. Barbarus (“bárbaro”) era un término que designaba de manera aséptica al forastero que no era ciudadano romano. Se podía traducir por “extranjero”. En el siglo V sumó la acepción (“fiero, cruel”) por la que es más conocido y que ha llegado hasta nuestros días.

Roma no era ya capaz de asegurar su propia integridad. Los emperadores se sucedían sin orden ni mayor concierto que sus huidas o asesinatos, en función de un jefe germánico (hérulo concretamente), que se había convertido en árbitro de la anárquica situación, cobrándose en oro el apoyo a unos u otros pretendientes, encumbrándolos para luego eliminarlos si llegaban a molestar. Aconsejado por un oscuro druida, llamado Erdevarges (puede que este personaje sea sólo una leyenda) decidió liquidar el Imperio Romano de Occidente definitivamente. Una noche de sábado sin luna, el 4 de septiembre de 476, se proclamó rey de Italia y mató a todos los altos cargos imperiales excepto al último césar. Rómulo Augústulo, apenas un niño, fue depuesto y desterrado a Neapolis (Nápoles), se libró de la muerte porque fue el único que no mostró miedo al caudillo germánico cuando le llevaron a su presencia. Odoacro mandó que llenasen un baúl con las insignias y sellos del Imperio y se lo remitió a Flavio Zenón, emperador bizantino, como símbolo del final de una era. Este, agobiado por sus propios problemas internos, aceptó la evidencia y le nombró su lugarteniente con el objetivo de reivindicar más adelante, si podía, la parte occidental del Imperio, como sí haría Justiniano. Odoacro desdeñó el cargo que Bizancio le ofreció: no lo necesitaba, pero eso le enemistó abiertamente con el basileus (emperador bizantino).

La noticia se extendió con formidable rapidez, causando la conmoción que refería al principio de este ensayo histórico-legendario. No había precedentes para tal aflicción, la congoja se apoderó del ánimo de todos los ciudadanos romanos frente a la indiferencia, cuando no abierto regocijo, de los barbari, cuyos jefes dejaron de actuar como funcionarios de Roma, algo que, por otra parte, no era más que una impostura. Sin embargo, los ciudadanos romanos de Hispania siguieron jurando su fidelidad a un emperador que no existía hasta casi un siglo después, ya con el visigodo Leovigildo como rey. Es curioso comprobar como el ser humano se aferra a los símbolos cuando estos se convierten en la referencia de una identidad.

Britannia no fue una excepción. Era hostigada desde el norte por los pictos, hibernios por el oeste, sajones y anglos desde el sur y el este, y contemplaba con agonía como el mundo romano, al que pertenecía desde los tiempos del emperador Claudio (10 a.C.-54 a.D.), era completamente derruido. Fue entonces cuando un mando legionario, un eques de familia romana, llamado Lucius Artorius Castus fue nombrado Regissimus Britaniarum, es decir, el máximo mando militar en la isla en nombre de una Roma que ya no existía. Con los restos de la Legio VI Victrix y asesorado por un erudito cuyo nombre era Dubricius de Caerleon (el Merlín de la leyenda) consiguió restaurar el orden romano desde Camulodunum (actual Colchester, a unos 75 kilómetros al nordeste de Londres) utilizando la nueva caballería pesada romana como fuerza de intervención rápida para resolver cualquier contingencia. Ello le fue posible reparando la red de calzadas que los romanos habían construido y estableciendo unos pequeños puestos de vigilancia, apenas dotados por media docena de efectivos entre soldados y enlaces, que tenían el cometido de advertir inmediatamente al Regissimus en caso de revuelta o invasión.

Como sucedió cuando un numeroso ejército de anglos al mando de Cedric desembarcó en el sur de Britannia. Artorius, al mando de su ejército, les interceptó en la batalla del monte Badon (mons Badonicus en latín, la colina de Salisbury según el monje Gildas). La victoria del Regissimus fue completa ante un enemigo muy superior en efectivos y significó el inicio de una leyenda que impregnó toda la Edad Media y que ha llegado hasta nuestros días como paradigma de la Justicia y la Esperanza.

En mi anterior ensayo “La Pérdida de España”, manifesté que, frecuentemente, la Historia se entrelaza íntima y sugestivamente con el Mito, porque este último también es la expresión de los anhelos y los temores de las personas que han ido desfilando por este teatro del mundo, actores necesarios del drama que es la Historia, por lo que se puede deducir que la Leyenda es una suerte de “Parahistoria”, si el amable lector me consiente el neologismo. Así que descorramos con cuidado el delicado velo que la oculta y observemos con los mismos ojos con los que contemplamos los sueños…

El “Arturo” real fue un personaje que desentonó con los demás gobernantes de su época porque siguió fiel a la herencia de Roma. Para los barbari no era más que inmenso botín, un territorio de conquista. Artorius recogió lo mejor del mundo romano para mantenerlo en pie, a sangre y fuego, mientras la Europa romana era destruida. No es de extrañar que la leyenda se apropiase de su memoria. Merced a su magia, Arturo Pendragon fue un rey; sus comandantes fueron los doce caballeros que se sentaban con él en la “tabla redonda”; la Mesa Redonda (“tabla” es una mala traducción) es un recuerdo de la Última Cena que hizo furor en las cortes europeas medievales. Como no puede haber paladines sin una causa y una misión, la historia, hechizada (porque eso es una leyenda), se abandonó a las más sublimes: la Justicia y la búsqueda del Santo Grial, respectivamente.

Tampoco podía faltar el toque trágico, porque el final de Artorius lo fue. Consciente de que Roma no sería restaurada, dejo de gobernar en su nombre y se autoproclamó imperator. Fue traicionado por miembros de su familia, que no dudaron en llegar a un acuerdo con los barbari (como sucedió en Hispania dos siglos después) para rebelarse contra él y derrotarle. Ganó la batalla decisiva (Calmann), pero su sobrino logró herirle de muerte antes de perecer. Arturo Pendragon también fue objeto de traición, incluyendo el adulterio de su esposa con Lanzarote del Lago. También cayó en batalla y su espada, Excalibur, está preservada por hadas que la entregarán al monarca cuando regrese, lo que hará si Inglaterra se halla en peligro. Sus doce caballeros se lanzaron a los caminos para encontrar la morada del Rey Pescador, último custodio del Santo Grial, con la esperanza de que el Cáliz que recogió la sangre de Cristo Crucificado pudiera devolver la vida a Arturo y que con ella, también retornase la paz a Camelot. Todos fracasaron porque eran pecadores. Todos menos Perceval y Galahad…

El hecho es que Britannia dejó de existir. Los britanorromanos lograron imponer con abnegación y martirio el Cristianismo y terminaron fusionándose con los anglos, con los sajones, y tras la batalla de Hastings, en 1066, con los normandos.

Pero esa es otra historia…

(C) Angel Nevernet-Lancaster


18 de noviembre de 2012

La Pérdida de España

Hay nombres que quedan señalados para siempre. Como ejemplo puede servirnos que uno tan español como “Rodrigo”, no haya vuelto a ser ostentado desde 711 por ningún rey o príncipe peninsular. Hubo un Rodrigo Frolaz, conde de Castilla a finales del siglo VIII, sumido en las brumas de la leyenda por ser anterior a Fernán González. Y un Rodrigo Díaz de Vivar, de feliz memoria. Pero ningún monarca. Es como si esa gracia hubiera quedado indisolublemente unida a la desgracia y a la tragedia. Al mal fario. Tan malo que ninguna reina o princesa, en su maternidad, lo quiso para su hijo.

A menudo, la Historia se viste con ropajes de cuento. Sucesos reales adornados con antiguos mitos y temores atávicos, que de esta forma, logran su más esplendorosa expresión. Esta modesta crónica, tan modesta que no se ha aprovechado de la redonda cifra que se cumplió el pasado año, no va a separar la una de la otra porque el Romance se mezcla con lo verídico y lo onírico con el drama. Y no dejaremos que la verdad, en ocasiones prosaica, quede completamente desnuda… porque es más bella cuando permanece rodeada por la magia y el misterio de las largas sombras que se proyectan sobre trece siglos… Así pues, amigos lectores, caminemos por los vericuetos tortuosos y enigmáticos de unos sucesos que se remontan mucho, mucho tiempo atrás. Cuando se recordaba con añoranza a un gran imperio que abarcó casi toda la Tierra conocida; y sus calzadas y construcciones asombraban, porque las comparaciones siempre han sido odiosas, a viajeros, soldados, herejes, eremitas y a peregrinos. Estamos a principios del siglo VIII, abandonando su primera década, con la sequía y la peste azotando la península…

La Monarquía de Hispania pertenecía a la nobleza visigoda. Oficialmente católicos desde Recaredo, muchos de ellos seguían instalados en el herético Arrianismo y profesaban auténtico odio a la Iglesia Católica, como el propio Witiza, que aparecerá en el próximo párrafo. Siendo germánicos, tenían como norma fundamental el Derecho Consuetudinario, que convivió junto al Romano hasta que Alarico, y más tarde Leovigildo, procediesen a normalizar su fusión. “Consuetudinario” significa que se basaba en la costumbre, y una costumbre de los nuevos señores de la península era elegir a sus jefes. El rey era elegido mediante el voto de la nobleza (sus iguales) reunida como senado y no por herencia. Esta era una reminiscencia que procedía de tener que reemplazar “in situ” al caudillo militar muerto en el campo de batalla para evitar los periodos de vacío de poder que suponía un sucesor demasiado joven, inexperto por ello y débil, por mucho que fuera el hijo del jefe fallecido. La población hispanorromana no era ajena del todo a este aspecto porque los emperadores romanos no siempre eran los hijos de sus predecesores. Lo malo es que ese hábito trajo el “morbus gothorum” (denominado así por el cronista Fredegario): los reyes godos solían caer asesinados por facciones nobiliarias que defendían otras candidaturas, sobre todo antes de Leovigildo.

No sucedió así con Witiza, penúltimo rey godo, que expiró en 710. Había sucedido a su padre, Egica; y albergaba la pretensión de que su hijo Achilla heredase la corona. Un grupo de nobles, reunidos en senado y con suficiente quórum, convinieron que la “dinastía” witizana no tuviera continuidad y eligió al duque de la Bética como nuevo rey. Se llamaba Rodrigo. 

Inmediatamente se desencadenó una guerra civil con los partidarios del duque Achillla. Rodrigo era un consumado soldado, un estratega competente y logró asentar su dominio antes de terminar el fresco verano de 710. El despecho de los partidarios de su rival comenzó a estimular la rebeldía de las tribus vasconas y decidieron contactar con unos recién llegados al norte de África. Portaban las blancas banderas con medias lunas de los Omeya y se hacían llamar los “fieles”. Por esas fechas un grupo de 500 soldados sarracenos, dirigidos por Tarif abu Zara, exploraron las cercanías de Gibraltar para comprobar si era cierto lo que afirmaban los derrotados seguidores de Achilla. Sus conclusiones llegaron directamente a Táriq ibn Ziyad que empezó a valorar seriamente algo distinto a la propuesta de los traidores godos. En esto estaban cuando el invierno extendió su frío y blanco manto por toda Europa y, como era costumbre, (y lo fue con excepciones hasta Napoleón), todo movimiento militar quedó en suspenso.

Fue entonces cuando llega a oídos del rey la existencia de una cueva, cuya construcción era atribuida al mismo Hércules. Sus servidores le explicaron que era tradición que el nuevo rey añadiera un cerrojo a la puerta que la cerraba, para conjurar el peligro que aguardaba paciente tras ella. El orgulloso monarca, flamante vencedor de la corta guerra civil, sufre la lacerante picadura de la intriga y espoleado por la curiosidad, ordena que le conduzcan allí para franquear su umbral, porque el rey de Hispania no permitirá que la púrpura capa con la que ha sido investido se vea mancillada por el miedo a lo desconocido.

Así le obedecen sus lacayos que, llenos de temor y malos presentimientos, van abriendo uno a uno los candados que sellan la puerta. La herrumbre y la humedad impiden que los más antiguos cedan a la acción de la llave. Encolerizado, Rodrigo desenvaina y destroza las cerraduras con precisos tajos de su espada. Las esmeraldas y los rubíes de su empuñadura brillan maliciosamente bajo el reflejo de las antorchas y candiles que portan sus sirvientes. Con el último golpe, el postigo se desliza bajo el lamento agudo de sus goznes. El séquito retrocede aterrado porque una corriente de aire helado sacude sus ropajes. El rey Rodrigo, soberbio, arrebata una de las teas a un criado y entra en la estancia para descubrir el secreto. Nada había, las paredes desnudas, ennegrecidas por el paso del tiempo… y una pequeña arca, labrada exquisitamente, formando arabescos y dibujos fabulosos. Y velando su contenido, una diminuta falleba, que la mano del monarca alcanzó con impaciencia para descorrerla a un extremo. Ya estaba frente a sus ojos lo que tan celosamente habían guardado y protegido sus antecesores…

Como la nieve de tan blanco que era, un lienzo tenía pintados hombres armados con arcos, flechas, cimitarras, lanzas y pendones al viento, cabalgando con fiero donaire. Al pie de la tela, se podía leer…

“Quando este paño fuere extendido
de luz a la pintura dado colorido,
hombres assí vestidos a Hispania conquistarán,
de gentes e villas sennores serán, e la dominarán.”

El valeroso rey no tardó en condenar al olvido el presagio porque conoció a una joven doncella. Florinda, llamada “la Cava” por mostrarse distante e inaccesible a sus pretendientes, era hija del conde gobernador de Ceuta. Rubia como amanecer de estío, de glauca mirada y “blancas e lindas manos”. Se hallaba en la corte toledana para mostrar sus encantos a los nobles y que uno de ellos pudiera alcanzar la merced de llevarla al altar como esposa, sin que ninguno lo hubiese logrado. Mas fue el monarca quien depositó su atención en ella. Lisonjas y requiebros fueron los dardos que Rodrigo lanzó a su corazón para inflamarlo y seducirla, pero Florinda no le otorgó otro galardón que su discreción y respetuoso desdén. La lujuria y el deseo enloquecieron al rey que asedió a la dama cual si plaza a conquistar fuera: no pudo eludirle más. De nada valieron ruegos y lágrimas para que no la deshonrase. Se hizo su voluntad y yació con ella… el mal se había consumado y el remordimiento y los funestos agüeros nublaron la frente de Rodrigo porque…

“Los vientos eran contrarios,
la luna estaba crecida,
los peces daban gemidos
por el mal tiempo que hacía,
cuando el rey don Rodrigo
junto a la Cava dormía,
dentro de una rica tienda
de oro bien guarnecida…”

Llegó la primavera y engalanó Hispania, por entonces mucho más boscosa que ahora. Los mensajeros trajeron noticias alarmantes, las tribus vasconas, instigadas por nobles afectos al duque Achilla, se habían amotinado. El rey abandona Toledo con sus tropas y cursa órdenes a sus comandantes de que sumen sus fuerzas a las suyas para acabar de una vez con las reiteradas revueltas de esos misteriosos “adoradores del fuego” que se ocultaban en los frondosos montes de aquella remota región norteña, al noreste de la Vardulia. Casi simultáneamente, como se había acordado con los partidarios de Achilla, el general Táriq desembarcó al pie del peñón de Calpe, que ese era el nombre de lo que, en lo sucesivo y como homenaje, vendría a denominarse “Yibal al Táriq” (“la montaña de Táriq”) quedando anclado en español como “Gibraltar”. La ayuda del conde don Julián, padre de Florinda, fue fundamental porque sus barcos y naves transbordaron hasta casi diez mil soldados sarracenos. Gracias a su traición se pudo consolidar una cabeza de puente en los alrededores de Gibraltar, Tarifa y Algeciras (antiguamente “Carteia”) que estaban particularmente desguarnecidas porque Rodrigo había desplazado sus fuerzas hacia el norte para sofocar la insurrección vascona.

Los visigodos eran los godos más romanizados. Puede que por ello concibieron su sistema defensivo a imagen y semejanza del romano, con un sistema de fortines protegidos por empalizadas, estratégicamente ubicados y comunicados entre sí a lo largo de la línea que marcaba su “limes” o frontera. Si un invasor copaba o rompía esa línea, el interior quedaba completamente indefenso porque no había otras guarniciones que pudieran socorrer a las aniquiladas y el pánico se adueñaba de pueblas y aldeas. El enemigo podía saquear y avanzar a placer hasta que un jefe militar, con fuerzas reagrupadas, le cortase el paso. Táriq, en cambio, prefirió poner en desbandada las tímidas huestes del conde Sancho, sobrino de Rodrigo, para que difundiese la alarma por todo el reino, recién salido de una guerra civil, fracturado por una herejía inspirada en el Gnosticismo, vivos aún los ecos del Priscilianismo y hostigado por la rebelión en el norte. Sin duda, uno de los primeros ejemplos de “guerra psicológica”. El comandante musulmán, bereber para más información, solicitó refuerzos a Muza ibn Nusayr que se los hizo llegar sin demora. El grueso del ejército ocupante ya sobrepasaba los veinte mil soldados e inició la marcha, pausadamente, hacia Sevilla (Hispalis) por la calzada romana que la unía con Algeciras (Carteia). Táriq sabía que el rey estaba en el norte. No tenía prisa porque presumió que acudiría a interceptarlo con la mayor rapidez que le fuera posible: llegaría cansado y con las fuerzas mermadas. Así que decidió escoger tranquilamente un lugar que le fuera propicio para presentar batalla…

El clamor de la invasión llegó a conocimiento del monarca como las ondas alcanzan la orilla tras una pedrada. Inmediatamente se percató de la seriedad del asunto porque un ejército organizado no era comparable a unas bandas descoordinadas que atacaban y se replegaban como manadas de lobos. Reunió a la flor y la nata de sus nobles, a toda su caballería pesada y emprendieron camino hacia el sur con la máxima premura dejando su cuartel general en Ortola (cerca de Ochandio) con un pequeño destacamento para asegurar aquella marca. Todos los demás infantes disponibles se agruparían e iniciarían la marcha hacía Écija (Astigi) sin tardanza, con el objetivo de liquidar el resto del ejército invasor tras una posible victoriosa batalla en los alrededores de Carmona y Marchena, ya que Rodrigo suponía que tomarían Sevilla para ir luego contra Toledo. El rey no tenía la menor idea de las intenciones del comandante musulmán. Y desgraciadamente tampoco de la traición, seguramente porque uno de los Concilios de Toledo prohibía expresamente que los bandos se aliasen con fuerzas extranjeras para dirimir conflictos fraticidas. Las guerras civiles habían sido casi tan numerosas como los duelos por los difuntos reyes, y no había precedentes de nada parecido desde que los bizantinos se retiraron del sureste peninsular.

El ejército real, tras superar Toledo, fue haciendo levas para ganar consistencia en su improvisada infantería. No le quedaba otro remedio que aceptar la ayuda viniese de quien viniese. Así que no puso trabas a que Ardabasto y Sisberto, hermano y tío, respectivamente, de Achilla, engrosasen con sus mesnadas el ejército que marchaba hacia el sur “magnis itineribus”*. A medida que le llegaban noticias, Rodrigo se sorprendía de la lentitud del enemigo, lo que le llenó de satisfacción. “Si maniobran así en combate”, pensó, “la victoria será completa”. Lo atribuyó al desconocimiento del terreno y a la desafección de la población. Si lo segundo era cierto; no lo primero, porque los nobles traidores, encabezados por el propio duque Achilla acompañaban a los ocupantes.

Achilla y los suyos habían convenido que tras la muerte del rey Rodrigo, (porque era necesaria su eliminación como furibundamente exigía el conde don Julián), se investiría como nuevo rey al duque y tras unas razias sarracenas para cobrarse botín, los musulmanes volverían al norte de África. Eso creían. Finalmente, el ejército real divisó el campamento enemigo. No estaban en marcha, sino que parecían esperarles, lo que inquietó al monarca porque supuso que estarían más descansados que ellos, que habían llegado reventando monturas. Se hallaban muy cerca de un río, de nombre Wadilakka. Un poco más distante existían las ruinas de una localidad romana abandonada, Lacea, muy famosa en tiempo de los Césares por vender aceite y vino a la ciudad que fundó Rómulo. Prudente el godo, decidió observar las fuerzas que invadían su reino e ir laminando su moral con violentas escaramuzas, para darle a entender al jefe enemigo que estaban resueltos a combatir con la mayor ferocidad mientras que los sarracenos tenían la mar a sus espaldas.

A Táriq eso le preocupaba. Una derrota sería el fin porque los irían cazando como conejos al no tener la posibilidad de un reembarque ordenado. La caballería pesada goda era temible, acabaron con Atila, y su potencial devastador cuando cargaba contra el enemigo se había convertido en un mito. De hecho, cuando se cansaron del estatus de “socii” de Roma, esta no tardó en sucumbir definitivamente porque no presentaba el vigor suficiente para defenderse por sí sola al ser víctima de una “tolerancia” mal entendida. Únicamente los Francos de Clodoveo I los derrotaron, pero ya hacía más de dos siglos de aquello y sólo los eruditos tenían noticia de la batalla de Vouillé. Contrariamente, le tranquilizaba que la felonía había anidado entre las huestes del rey… y que algo pasaría en el momento decisivo.

“Ese fildeputa ha impedido que reinase el hijo de nuestro añorado rey Witiza. Nos vengaremos pasándonos al bando del invasor. Estos sólo buscan los despojos del fildeputa y de sus leales, luego de entronizar a nuestro señor Achilla marcharán por donde han venido”, cuentan los cronistas musulmanes que repetían los achillanos como una letanía, acaso para lavar lo que no era más que una vil traición a su nuevo señor y a su patria. Algunos del campo del rey se pasaron a las filas contrarias. En esto amaneció el Día.

Fue un 19 de julio del año del Señor 711. La mañana refrescó el tórrido aliento de la anterior jornada para volver a castigar todo lo que no se podía sustraer de la ardiente mirada del sol. La temperatura subió rápidamente, los observadores hispanos habían informado de movimientos en el campo enemigo desde la madrugada. Como provocación, los sarracenos les obligarían a luchar en domingo. El ejército real se desplegó junto a la orilla del río Wadilakka, dejando el noreste a sus espaldas y evitando que la luz del sol les deslumbrase en combate. Rodrigo se rodeó de su guardia personal, los fideles regis, los gardingos y los espatarios, entre los que destacaba uno, reservado, decidido y gallardo, de nombre Pelayo, al que la Historia reservaba un lugar de honor. El Wadilakka quedaba a la izquierda del rey, en ese flanco lucharían Sisberto y Ardabasto. El otro flanco, que estaba a Occidente, más alejado del río, le había correspondido dirigirlo al obispo de Sevilla, llamado Oppas. Algo le decía al monarca que no confiase en todos ellos, pero no tenía alternativa. Sin embargo, por instinto, escogió personalmente a los caballeros, los mejores y más diestros, que quedarían bajo sus órdenes directas en el centro de la línea de batalla. Mandó que guiones y pendones ondeasen bien alto. Cuenta la tradición oral que sobre el acostumbrado pabellón rojo que distinguía y acompañaba, desde tiempos inmemoriales, a los hispanos en batalla, ordenó poner una cruz dorada para que todos recordasen la Fe por la que también iban a pelear. Mientras, las tropas musulmanas se habían ido colocando frente a ellos en dirección suroeste, siempre con la ribera del río a un lado. Rodrigó recordó sombríamente el episodio que vivió en la Cueva de Hércules…

Táriq conocía de sobra que sus infantes no soportarían la carga de los hispanos. Solamente disponía de un par de escuadras de caballería, ligera además, ya que los árabes, como los bereberes a causa del clima, no iban a la guerra con gran impedimenta que limitase su movilidad. Así que ordenó a sus arqueros que se colocasen en la retaguardia de sus flancos para sorprender a los Hispanos en medio de un fuego cruzado. Puso cada escuadra de caballería en una ala y a todos sus infantes en el centro de la línea, confiando en que el rey Rodrigo no llegase a alcanzarla siquiera…

El general musulmán, como se tenía por costumbre antes de la batalla, envío dos emisarios para instar al rey, en nombre del Profeta, a que se rindiese. Rodrigo les increpó y les dijo que retornasen a la Mauretania enhoramala. Volvieron grupas e informaron a Táriq. Ese era el momento acordado. Los flancos comandados por Oppas y Sisberto atacaron a traición el cuerpo central hispano, cogiéndolo en una maniobra de tenaza. Muchos, al ver la maniobra, huyeron. Táriq ordenó a sus arqueros que lanzasen sus flechas a discreción contra el campo hispano, sorprendiendo al duque Achilla y su hermano Olmundo. Pero a Táriq no le importaba que los que cayesen bajo las saetas fueran aliados o enemigos, porque todos ellos eran cristianos y no prestó atención a sus protestas. Su guardia obedeció un gesto suyo y rodeó amenazadoramente a los nobles godos traidores, que callaron mientras se percataban de las verdaderas intenciones del general. Pero entonces ya no había remedio.

La situación de Rodrigo era desesperada, bajo un cielo ennegrecido por la lluvia constante de flechas, rodeado y atacado por sus falsos costados, decidió morir matando. Lanzó una carga a la desesperada contra Táriq, que confiaba en su rendición porque le habían contado que era débil de carácter. Ahora tenía a la legendaria caballería pesada goda galopando a la desesperada contra sus soldados de infantería. Mandó que sus escuadras, una en cada ala saliesen al encuentro de los cristianos para frenar, al menos, la tremenda embestida, lo que consiguió parcialmente. La carnicería fue brutal. El rey fue malherido por varias flechas mientras blandía su espada con bravura. Así le vieron con vida por última vez. Hacia la hora nona todo se había consumado. El bochorno dio paso a un cielo plúmbeo, enlutado y el viento agitaba las ramas de los árboles que parecían lamentarse con impotencia. El río Wadilakka vio sus aguas teñidas de rojo por la sangre derramada. Táriq quería encontrar el cuerpo del rey para certificar su total triunfo y apropiarse de su espada. Pero fue en vano. Únicamente hallaron su caballo, cubierto de saetas. Muerto. Dicen que Rodrigo fue arrastrado por la corriente del río. Otras fuentes señalan que un grupo de sus leales soldados logró sacarlo del fragor de la batalla y trasladar sus restos hasta un lejano monasterio en Viseu (actual Portugal), donde recibió cristiana sepultura.

El invasor, victorioso, sabía que la resistencia que podía encontrar ya no tendría cabeza que la dirigiese. Aun descabezada, la hubo. Es falso que el avance musulmán sobre la derrotada Hispania fuese un paseo militar y que la conquista se encajase con indiferencia. Si hubiera sido así, Pelayo no hubiera acaudillado a los suyos en cercana fecha posterior. Pero volvamos a nuestro escenario. El terror sucedió a la noticia, que se extendió por todo el reino como reguero de pólvora. Las gentes enterraron sus pertenencias para que no fueran expoliadas. Los nobles pusieron a salvo sus joyas (como el Tesoro de Guarrazar), los sacerdotes y religiosos emparedaron Imágenes (como la Virgen de la Almudena) y Crucifijos que fueron aflorando según avanzaba la Reconquista. Hubo quienes huyeron al norte, a refugiarse en las montañas que tantos quebraderos de cabeza habían ocasionado a las legiones de Roma. Otros pasaron a la Galia.

Y otros prefirieron negociar con los nuevos señores del reino para salvar la civilización o, mucho más probable, para que su pellejo no sufriese daño. Los musulmanes habían borrado todo vestigio del pasado romano en el norte africano desde el delta del Nilo hasta Tingis (Tánger) y se temía con razón que Hispania pudiese correr la misma suerte. Táriq tomó el camino de Toledo y se topó con la infantería a la que Rodrigo había encomendado dirigirse a Écija. La batalla fue terrible, pero apenas quedan testimonios de ella. Para algunos es el bautismo de fuego de la que, siglos después, fue la Infantería más temible del mundo. Sin el apoyo de una traición, el comandante bereber comprobó lo duro que era combatir a un puñado de hispanos que, habiéndolo perdido todo, lucharían hasta morir para alcanzar la Gloria. Táriq volvió a derrotar a los hispanos, pero sufrió bastantes bajas y su plan de ocupación se retrasó nuevamente para recibir nuevos refuerzos de Muza.

Aquel se había cerciorado de que una contienda en tierra extranjera podría convertirse en una sangría para los suyos; así que, inteligentemente decidió mostrarse ambiguamente “flexible” y asequible a pactos “multilaterales” (“ahd” o “suhl”, según fueran los términos de la capitulación del noble godo o alcalde de la ciudad) para ir socavando una eventual reagrupación y unidad hispana bajo otro jefe. De ese modo obtuvo la colaboración activa de los judíos, a los que se garantizó que nada debían de temer por la nueva situación, a diferencia de los pogromos que habían padecido bajo algún monarca godo. Alcanzó Toledo y oficializó la ocupación de Hispania en nombre del califa de Damasco: era el día de San Martín, miércoles, 11 de noviembre de 711. Los traidores fueron humillados porque definitivamente no se entronizaría a su pretendiente. Despreciados, visitaron a Muza “escoltados” por los musulmanes para manifestar sus quejas. Pero Muza no les recibió. Les comunicó por escrito que esa decisión correspondía al califa en persona y que lo mejor sería que viajasen a Damasco para solicitar audiencia. Un viaje de meses, quizás años, del que no regresarían.

Envidioso de los éxitos de su general, Muza decidió ponerse al frente de su propio ejército y relevó a Táriq que quedaba a sus órdenes. Ofertando pacto o terror fue doblegando a los descabezados hispanos. Sevilla fue largamente sitiada, como Mérida, no se rendirían hasta 715. Teodomiro de Murcia se sometió a cambio de una capitulación que permitió cierta autonomía a su feudo, situado entre Caravaca y Orihuela. El conde Casius de Zaragoza se convirtió al Islam para preservar su poder, dando origen al linaje de los Banu Qasi… Ante un “sálvese el que pueda” como fue aquel, cada cual actuó como lo que era de verdad: caballero, bellaco, traidor o cobarde.

Uno de los primeros derrotó en una escaramuza a los invictos sarracenos, en 718 y fue proclamado princeps. Se llamaba Pelayo y su acción inició una titánica labor: recobrar y reunificar Hispania para la Cristiandad… pero esa es otra historia.

*Magnis itineribus: A marchas forzadas

(C) Angel Nevernet-Lancaster


09 de noviembre de 2012

Las rosas de Eduardo

No deja de ser paradójico que estos tenebrosos días sean los que estén iluminando los secretos más íntimos de nuestra herencia genética. Quizás sólo sea para arrojar más tinieblas a la oscuridad, porque desconocemos el resultado de manipular tan sutiles resortes. El Hombre puede descifrar su propio Genoma, sin embargo seguirá ignorando las razones de que haya detalles que trasciendan y otros pasen al olvido.

Como, por ejemplo, que se reconozca el eco de viejas historias del mismo modo que nos es familiar una melodía o un rostro. Dicen que el mundo de los sueños coquetea descaradamente con todo lo que nos sigue estando velado. El que esto escribe, humilde escribidor de cuentos y de alguna que otra poesía, procede de una vieja familia con muchos malos recuerdos, pero también con incontables historias contadas en muy contadas ocasiones (el lector sabrá disculpar mi sabida simpatía por los juegos fonéticos y de palabras) bajo la huidiza mirada del que no sabe lo que está contando realmente. Normalmente ven pasar el tiempo con indolencia, la misma con la que nos ven peregrinar por este Valle de Lágrimas, tal que si fuéramos los caballitos de un tiovivo; pero llega el día en que se desperezan y nos persiguen por los interminables y sombríos corredores de la mente, como el empalagoso amante que no comprende un adiós. Si los sueños y las pesadillas se deshacen al despertarnos, acaso porque la claridad del día es demasiado vigorosa para respetar su tenue tejido, estas historias a las que aludo, que pueden haber sido vividas en primera persona, se tornan aún más impenitentes, imperativas e impertinentes, como si fueran promesa de redención para alguien.

Así que no quedará inédita por mi causa. Se la dedico a todos los que hicieron posible que llegase hasta mí, salvando un abismo de siglos, junto con tantos y tantos otros relatos, que si Dios es servido de ello y parafraseando al maestro Bécquer, irán escapando por el escotillón de mi memoria, camino de la Eternidad.

Descendiente de Juan de Gante como yo, Eduardo de Westminster, hijo de Enrique VI de Inglaterra, es un lejano primo mío de la rama principal (no puede ser de otro modo hablando de “príncipes”) de la Casa de Lancaster (“Láncaster” en español). Llamado a suceder a su augusto padre, siendo por ello Príncipe de Gales, tuvo la desgracia de que su progenitor fuera víctima de la locura que suele atacar a algunos miembros de nuestra familia (triste herencia Capeto), puede que explicación última de la derrota en la Guerra de los Cien Años, en la que se perdieron las antiguas posesiones normandas y francesas. Dicen que Eduardo era un joven alto, de apariencia frágil y dado al ensimismamiento, no siendo disparatado pensar que ese, junto con otros, fuera un síntoma del mal que afligía a su regio padre. No gustaba del ejercicio de las armas, fundamental en una época en la que los príncipes se ponían al frente de sus ejércitos como un soldado más, por lo que trataba con desdén a sus ayos e instructores, que se afanaban en darle la mejor preparación, digna de un príncipe cristiano; prefiriendo dar largos paseos a caballo o a pie por los alrededores de Windsor, o ya durante durante el tiempo que compartió exilio con su madre, Margarita de Anjou, cerca del castillo de Edimburgo, o del castillo del Louvre en París. No obstante lo anterior, presentaba arrebatos de cólera completamente incontrolables en los que farfullaba frases en las que amenazaba con cortar cabezas y regar con sangre de traidores la noble tierra de Inglaterra, para después, abruptamente, retornar al estado de melancolía en el que parecía recrearse, lo que era sumamente extraño en un joven recién salido de la adolescencia, y presto por ese motivo a lances amorosos e interminables bailes.

Como si la flor de su linaje le hubiera seducido y atrapado irremisiblemente, allá donde residió cultivó rosaledas que, a decir de sus contemporáneos, “criaban rosas tan rojas que parescían tennidas por la mesma Sangre de Nuestro Salvador”. Y en esta labor pasaba largas horas en soledad, porque él se ocupaba de todos los quehaceres relativos a sus rosales y no permitía que ningún criado se encargase de lo que era su afición preferida, a la que se dedicaba con delectación. Tanto fue así que la Roja Rosa de los Lancaster pasó a ser uno de los símbolos de la vieja Inglaterra sin que la dinastía York, ni tampoco los Tudor con su heráldica integradora y acomodaticia, fuera capaz de erradicarla del imaginario colectivo de los ingleses que la adoptaron como una de sus señas de identidad nacional.

Margarita de Anjou, su madre, crecientemente alarmada por la violenta reacción que mostraba su vástago cuando alguien de la servidumbre, de manera real o imaginaria, había tocado sus rosas, ordenó que nadie se acercase a ellas so pena de ser degollado, fingida e incruentamente porque no se llegó a ejecutar a persona alguna por ello, como modo de aplacar la terrible ira que asaltaba al joven príncipe de Gales... Pero la reminiscencia de la prohibición, castigada con la vida, sobrevivió y se convirtió en leyenda hasta que un erudito escritor consideró que era merecedora de figurar como pasaje, muy simbólico por cierto, en el cuento que narró a una niña, de nombre Alicia, en el transcurso de una excursión.

Pese a todo nunca sabremos si la proscripción fue efectiva, suponemos que sí porque la gente no suele tomar a broma lo que atañe a seguir con vida, mas lo que no se mitigó fue la espantosa guerra civil que desangraba el reino y diezmaba las filas de la nobleza normanda, la flor y la nata de sus soldados. La Casa de York y de Lancaster combatían largamente por la Corona de Inglaterra. La situación se tornó crítica con la prisión de Enrique VI, y la reina Margarita junto con el príncipe de Gales tuvieron que dirigir sus mesnadas en la batalla de Tewkesbury ante el usurpador Eduardo de York, a la sazón Eduardo IV de Inglaterra. Aquello fue un desastre, una jornada infausta, una masacre atroz en la que ni siquiera se respetó a los soldados de la Casa de Lancaster que se acogieron a sagrado en la cercana Abadía, cuyas paredes y tapias presenciaron una carnicería sin cuento, por lo que tuvo que consagrarse nuevamente tiempo después. Confluyeron dos razones, básicamente, para la derrota, al margen de pormenores tácticos: El príncipe de Gales y su madre cometieron el error de dividir sus fuerzas poco antes de la batalla... y la inexperiencia de Eduardo de Westminster frente a los experimentados comandantes que fueron el duque de Gloucester (luego Ricardo III tras un turbio episodio) y el propio Eduardo IV de York....

Pero, ¿que pasó entonces con el joven Eduardo de Lancaster, príncipe de Gales?

Hay versiones encontradas, alguna radicalmente falsa para llenar de oprobio su recuerdo, como la de que fue ahorcado. Pero siguiendo el hilo de la leyenda, se le contempló perdiendo la vida en un claro de la fronda cercana a la Abadía, cubriendo a los soldados que malheridos huían hacía el recinto eclesiástico para no ser capturados por las tropas yorquistas, a las que intentaba detener espada en mano junto a sus caballeros más leales. Eran otros tiempos, en que los príncipes y generales compartían victoria o muerte, y no se escondían detrás de razones de estados mayores ni en mayores razones de estado. Allí quedó tendido, finalmente fue su sangre la que regó la tierra de la vetusta Inglaterra.

En la degollina posterior, en el mismo campo, fueron ejecutados los partidarios de la Casa de Lancaster; el propio Enrique VI fue asesinado preso en la Torre de Londres y la rama real de la dinastía se extinguió. Sólo quedamos los Beaufort para contarlo y cantarlo; también para reivindicar sentimentalmente, con el orgullo y la lejanía que dan seis siglos y medio casi, el apellido “Lancaster”...

Eduardo fue inhumado en una tumba de la Abadía de Tewkesbury, y allí aguarda el Día que habrá de ser el Último. En las frías noches de noviembre, y también en las templadas de mayo, si uno escucha el estruendo del silencio, sentado en la normanda nave del templo, venciendo todo temor y recelo, aún pueden oírse los chillidos de las espadas al cruzarse y los lamentos de los moribundos pidiendo confesión...

Y afuera, un modesto rosal, donde la tradición indica el sitio en el que cayó muerto el príncipe de Gales, el único que ha perecido en combate, con las rojas rosas más espectaculares que puedan admirarse.

Porque no están teñidas con la Sangre de Nuestro Salvador, pero sí con la del desdichado Eduardo de Westminster.

(C) Angel Nevernet-Lancaster