lunes, 8 de junio de 2015

La memoria de una afrenta

No quedaba tiempo para nada más. Lo que se había hecho y lo que no. Constantino lo sabía muy bien. Había intentado reconciliar la iglesia cristiana oriental con Roma, pero su pueblo le dió espalda. Había pedido ayuda a la Cristiandad, y sólo Génova, Venecia y el Papado habían respondido enviando efectivos, testimoniales, escasos ante la gigantesca y artillada ola otomana. Algunos no podían, metidos en reyertas como estaban, Castilla sumida en problemas internos, con la culminación de su Reconquista pendiente y enfrentada a Aragón; Portugal interesada en el norte de África e indiferente al Mediterráneo oriental; Francia derrotando a los ingleses en la Guerra de los 100 años; Inglaterra con Enrique VI de Lancaster sumido en la locura, venteando las vísperas de la guerra civil de las Dos Rosas; Hungría deshilachada entre Bohemia y el Sacro Imperio, y estos dos últimos tratando sus cuitas comunes. Otros no querían, como los franceses, despechados aún por haberles derrotado en Morea. Están solos, la desdicha es solitaria como la felicidad bulliciosa. El miedo a los turcos había llenado Santa Sofía de una multitud doliente, atemorizada pero orgullosa de saber que su emperador morirá combatiendo por su libertad. Los otomanos traen llanto y esclavitud. Primero devoraron los reinos latinos de Tierra Santa, y era cuestión de tiempo que viesen la vulnerabilidad del antaño gigante bizantino, que nunca levantó cabeza después de que los cruzados saqueasen Constantinopla.

No quedaba tiempo para nada más. Lo que se había hecho y lo que no. Constantino lo sabía muy bien. Los desastres sobrevienen porque se han sucedido hechos, a menudo muy pequeños, simples detalles, que como teselas de mosaico van tejiendo el dantesco espectáculo de la muerte de una sociedad. La culpabilidad se reparte equitativamente entre dirigentes incapaces y populacho indolente, hogaño transformados en perdidos actores de una tragedia que nadie explica pero que todos conocen. Bizancio se había desangrado, poco a poco, calladamente, en rivalidades estériles entre verdes y azules, el sexo de los ángeles y otras locuras que habían debilitado hasta el colmo los recursos del imperio: imposible para resistir el paso de los siglos. Siempre hay alguien que se aprovecha de las reyertas entre hermanos. Siempre hay alguien cuyo botín es la desgracia de los inocentes.

No quedaba tiempo para nada más. Lo que se había hecho y lo que no. Constantino lo sabía muy bien. Los turcos no iban a soltar la presa que tenían cogida por el cuello, asfixiándola, como las serpientes constrictoras hacen con sus víctimas. Le constaba que las ofertas de una paz honrosa que le hacía Mehmed II eran tan falsas como sus lisonjas: conocía sobradamente a sus enemigos, toda una vida guerreando y negociando avalaba esa certeza. Hay "paces" que son infamantes. Puede que uno no pueda vivir como quiere, pero sí puede escoger la manera de enfrentarse a la muerte. Él lo haría como un soldado, mirándola con altivez y desdén, la postrera de un emperador romano.

No quedaba tiempo para nada más. Lo que se había hecho y lo que no. Constantino lo sabía muy bien. Quizás la Historia obligaba a pagar así una arrogancia de siglos, primero con el Imperio Romano de Occidente, luego con hispanos, sicilianos y con almogávares, con tantos que no se pueden enumerar. Sabía muy bien que la estela ininterrumpida de emperadores romanos que inició Octavio Augusto acabaría con él. Sus soldados llevaban combatiendo desde la madrugada. Elevó la mirada al espectacular cielo de la primavera mediterránea. Amanecía. El último amanecer que le sería dado contemplar sobre la faz de la Tierra. El último amanecer para un basileus dei romei en el día que se ponía el sol para siempre en un Imperio bimilenario. Constantino XI Dragases Palaiologos se despojó de todas las insignias que delataban su dignidad y se aprestó a luchar y a morir junto a los bravos soldados que tenía el honor de mandar. Los otomanos arremeten con furia, el Destino espera. Si no se puede vivir en libertad es mejor morir peleando.

No quedaba tiempo para nada más. Lo que se había hecho y lo que no. Constantino lo sabía muy bien. Vale más una muerte de héroe que mil vidas de esclavo.