martes, 3 de diciembre de 2013

Ellos y nosotros (La Flamigerina)


Como si te tocase la lotería. Es lo que le ocurrió al doctor Fleming. Ahora era yo el afortunado. La verdad es que dí con ello de pura casualidad, una fugaz mención en una publicación especializada provocó que se me encendiese la bombilla con la que los cómic ilustran las ideas que tienen sus personajes. ¿Qué probabilidades existían de que un científico treintañero asociara algunos de sus experimentos con el contenido de ese artículo? Casi nula porque esa revista lanzaba una tirada mínima, hasta que decidieron que los suscriptores accedieran a ella a través de Internet, por aquello de la Ecología y de los recursos del planeta. Resulta que “casualidad” es el otro nombre que pueden recibir los milagros.

Era vox populi que los antibióticos tenían sus días contados. Las sucesivas e incontables generaciones de bacterias habían logrado desarrollar creciente resistencia a sus efectos, hasta que estos se convirtieron en una suerte de cosquillas para las nuevas cepas, y la rama de estudio de esos medicamentos se había agotado en los noventa del siglo XX. Así que me esmeré en conseguir el principio activo de una planta del Amazonas que estaba amenazada de extinción. Eso fue lo que me ocupó durante mayor tiempo. Una vez acabado el proceso reductivo, apliqué la sustancia a una de las cepas más agresivas del Bacilo de Koch y del Clostridium Botulinum, germen patógeno cuyas toxinas causan el Botulismo. Mis colegas Duchesne, Ehrlich, Florey, Chain o el propio Fleming palidecerían de envidia, si estuvieran en vida. El exterminio fue fulminante y completo, como si una bomba nuclear microscópica hubiese sido arrojada sobre sendas colonias de microorganismos para incinerarlos, como si un ángel vengador microscópico los quemase con una espada flamígera. “Flamigerina” era un nombre que me complacía, alejado de los trabalenguas de las benzodiacepinas y otros compuestos. Habría que evaluar los posibles efectos secundarios, pero el camino estaba trazado. Se podía agradecer a los antibióticos sus encomiables servicios para relegarlos a los manuales de Historia.



Marcos Vega estaba exultante. Consideraba como justicia poética que un afectado de la diáspora causada por las corrompidas políticas que asolaban España, y que había dejado la investigación científica española como un solar, descubriera un medicamento revolucionario contra los efectos de las infecciones bacterianas y, ¿quién sabe si prosiguiendo la experimentación se derivaría un marcador contra los virus? Se trataba de un hito que abría nuevos senderos en la Medicina. Un bactericida natural y barato en su producción, llamado a sustituir a los antibióticos en los cajones y estanterías de las farmacias y reboticas de todo el mundo. Con los resultados plasmados en un informe, tuvo la previsión de guardarse algún detalle sensible para que se respetase su autoría. No estaba de moda respetar patentes en una sociedad en la que el plagio, en todos los sentidos, estaba a la orden del día. Ser un benefactor de la humanidad colmaba sus expectativas, pero eso no era incompatible con que quisiese pasar por caja. Confiado, se puso en la labor de acudir a una importante multinacional del sector, convencido de que ni siquiera le dejarían marchar sin firmar un suculento contrato. No fue tan exagerado, pero le citaron al día siguiente para negociar un acuerdo. Multimillonario, por supuesto. La Vida puede ser un experimento maravilloso.

En la sala había varias personas, dos hombres y una mujer, más o menos de su edad, cuya indumentaria delataba su pertenencia al variopinto gremio de los abogados; un hombre más maduro, entre los cincuenta y sesenta, del que dedujo que era un alto directivo, y una joven señorita a la que adjudicó el papel de secretaria. No tenía elementos de juicio para razonar el reparto de papeles que había efectuado, pero se guió por su intuición, lo mismo que lamentó no haberse acompañado de un letrado. Después de saludos, presentaciones y demás cortesías que sólo sirven para esconder un embarazoso silencio entre desconocidos, habló el hombre más mayor.

- Celebramos que haya pensado en nosotros para cerrar un acuerdo. Estos son los términos del contrato... - Le alargó un portafolios de plástico, en su interior había un documento en el que figuraban varias cláusulas. - Por supuesto que puede consultarlo con quien crea procedente, pero si lo firma en este acto, hoy mismo le ingresaremos los cien millones de euros, libres de impuestos, en los que ciframos sus “servicios”.

Al doctor Vega no le gustó la entonación de la palabra “servicios”, apenas tapada por la música celestial de tan elevada cantidad de dinero. Además, en el contrato que estaba hojeando a toda velocidad no hallaba ninguna referencia a porcentajes sobre ventas, ni exclusividad para continuar la investigación. Y una condición que le hizo daño a los ojos... “La parte que cede la patente registrada bajo el nombre genérico de flamigerina según patente cuya copia se adjunta como anexo a este convenio, se desliga por completo de realizar nuevas investigaciones en el futuro y declara que renuncia bajo juramento a publicar sus contenidos, ya sea total o parcialmente y que guardará absoluto silencio sobre ello, cuyo compromiso se extenderá a sus herederos”.

- No comprendo estos términos. - Alegó perplejo, con enojo mal disimulado. - No se menciona nada relativo a regalías, ni porcentajes de beneficio... Es como si no fuera a salir al Mercado nunca. Deben de haberse equivocado en algún “corta y pega” al elaborar este contrato... No culparé a sus becarios, - ironizó - ya se llevan bastantes reproches.
- Es evidente que no lo ha comprendido, señor Vega... - Replicó la abogada. - No le pagamos una fortuna por fabricarlo. Si es una cuestión de dinero, ponga una cifra y olvídese de este hallazgo.
- Pero... - Marcos vaciló como el boxeador que ha encajado un golpe en la cara sin esperarlo. - Es una locura, ¿saben los beneficios que podemos sacar de esto? - Apeló a su codicia, para continuar con el argumento humanitario. - ¿Y cuántas vidas podremos salvar? A los antibióticos no les queda ni un suspiro, volveremos a la situación que padecíamos antes de la II Guerra Mundial, con el agravante de una oleada de bacterias que tendrán una resistencia inusitada frente al debilitado sistema inmunitario de la especie humana.
- Ya. Es una pena. - Sentenció fingiendo el hombre de más edad. - No queremos que siga adelante, simplemente asegurarnos de que se olvidará de esto para siempre. Podríamos hacerlo por otras “vías” pero resultaría sumamente molesto porque siempre hay algún maldito conspiranoico dispuesto a tocar las narices y no queremos alboroto. Además, poseer dinero hace a la gente sumamente cobarde. ¿Para qué preocuparse por los demás cuando se ha alcanzado el paraíso? Como este que le ofrecemos... Dicen que el Caribe está precioso todo el año...

El doctor Vega quiso ganar algo de tiempo. Agarró su copia del contrato sin firmarlo, aduciendo que se quería asesorar legalmente. “Nos parece correcto”, le dijeron casi al unísono. “Denme unos días, quizás una semana, puede que les pida más dinero”, aclaró para contentar sus escrutadoras miradas, que parecieron pensar, “bueno, ya es una negociación sobre importes, no la irritante discusión ética sobre que algo esté bien o mal”. Se encaminó a su domicilio, cerciorándose con frecuencia de que no le seguía nadie. En esas jornadas se dirigió a otras empresas del mismo ramo, pero le pareció curioso que ni siquiera tuvieran interés: Como si estar en tratos con la primera le hubiera apartado de ulteriores conversaciones, una coordinación tan precisa entre ellos que llevase a deducir que formaban un cártel, un oligopolio de dimensiones gigantescas. Y él solamente era un afortunado investigador de segunda fila. “Demasiados molinos para tan poco Quijote”, reflexionó. Nunca había prestado oídos a las diversas teorías, de diferentes conspiraciones, para explicar algunos sucesos históricos. “Imposible porque, ¿cómo podían callar a tanta gente? No impedirían que al final alguien terminase hablando.” Y la tranquilidad que le daba ese argumento de cajón, en apariencia, le permitía seguir adelante con sus pequeñas cosas cotidianas. Hasta que llegó a su mente la luz de un descubrimiento vital para el ser humano, que él se negaba con terquedad a enterrarlo bajo un montón de dinero. Por mucho que fuera para él mismo.

Decidió hablar con el CEO del grupo farmacéutico que le había hecho la única oferta, saltándose toda su cadena de mando. Le parecía inconcebible lo que estaba sucediendo. Le ofrecían una fortuna por... Callarse y desvincularse de su fenomenal medicamento. Buscó por la Red, no le supuso mucho esfuerzo. Un par de horas de avión, residía en Londres. Preparó una pequeña maleta con lo justo, se despidió de los suyos y casi cogió en marcha el primer vuelo hacia Heathrow... Mirando una vez y otra quienes estaban a sus espaldas... Porque albergaba esa desasosegante sensación de que le estaban observando.

No subió a su habitación. Dejó su solitario equipaje en la recepción del modesto hotel donde pernoctaría. Aún quedaba día. Lo bueno de esos vuelos a horas intempestivas es que te dejan casi toda la jornada para hacer cosas, compras, etcétera. O una visita que no se había anunciado. Miró a su alrededor para ver si algún taxi estaba cerca. No era así. Quien se detuvo a su altura fue un imponente “Bentley” con un ocupante, una señorita, en el asiento de atrás, además de su conductor, lógicamente. Le exhortó a subir en español con marcado acento británico. Vega rehusó la proposición. “Sabemos quien es y a lo que ha venido. Puede perder el tiempo llamando a un taxi o venir conmigo para hablar con nuestro Consejero Delegado. Usted decide...” Entonces no había sido una ilusión, le estaban controlando los movimientos todo el tiempo...



Cerré la puerta casi a la vez que el vehículo se puso en marcha. No me sentí amenazado pero sí inquieto. Por lo tanto, mi intuición no me engañó, habían estado siguiendo mis pasos. Me tranquilizó, a medias, llegar a la conclusión de que si hubieran querido hacerme daño, nada lo habría evitado. La mujer iba muy maquillada, alguien del entorno más cercano al directivo, puede que su secretaria, pero lo descarté porque la situé sobre los cuarenta. Una persona de su confianza indudablemente. No se identificó. No abrió la boca en todo el recorrido hasta una gran casa en las afueras de Londres, lejos de la ostentación de los barrios de Belgravia, Mayfair o Knightsbridge. La casa, más bien mansión, se levantaba en una parcela enorme, el coche tardó unos minutos desde que se abrió la verja automatizada hasta que se detuvo al pie de una pequeña escalinata, ante la puerta principal. Mi acompañante me hizo un gesto para que siguiera su estela de pasos. Cruzamos el vestíbulo, un largo pasillo, ascendimos unos peldaños y entramos en una sala, bastante grande, que presumí como un despacho o una biblioteca, decorada de un modo ecléctico y con poco gusto. Una confirmación de que el dinero, por sí solo, no tiene estilo.

Y un hombre, de unos cuarenta y muchos, hablando en alemán por teléfono. Un tal Adam Greenberg, fotogénico pero poco amigo de hacerse publicidad. Cabello cuidadosamente cortado y con aspecto de recién afeitado. No llevaba puesto el traje que imaginaba que tendría. Era una licencia desde hacía pocos años, que los directivos utilizasen aquel tipo de prendas nada más que lo inexcusable, luciendo ropa “casual wear” en su vida normal, eso sí, de notorias marcas caras. Muy caras. Bueno, yo mismo tampoco iba demasiado “formal”, aunque sus zapatos ya valían lo mismo que todo lo que pudieran contener mis armarios. E incluso sobraría. Era cierto que los tiempos cambiaban. Exclusivamente en lo formal, porque lo demás seguía igual, como esa canción que cantaba no-sé-quien antes de que me llamasen a este mundo... El señor Greenberg me hizo una seña, me ofrecía asiento educadamente. La despreocupación con la que continuaba su diálogo telefónico me daba a entender que sabía perfectamente que no conocía ese idioma. El sol colaba sus rayos con tímida calidez a través del ventanal que presidía la estancia. Paseé mi vista por la mesa que se interponía entre nosotros. Un tronco piramidal de marfil exquisitamente labrado como si estuviera construido de ladrillos, usado de manera original como pisapapeles. Ignoro que le parecería al pobre elefante del que procedía... Mobiliario informático de última generación. Ni un solo papel. Tan pulcro como si lo hubieran acabado de limpiar, o tan limpio como si su uso fuera meramente testimonial. Dejó el teléfono sobre la mesa.

- Buenos días. Le ruego que me disculpe, - solicitó en impecable español – hablaremos en su idioma, si no le parece mal. Seguramente se expresará con más facilidad en su lengua vernácula que en inglés...
- Sí, buenos días, - contesté azorado, no esperaba que hablase mi idioma con tanta fluidez – se lo agradezco de veras. Tengo que dominar la lengua inglesa por mi profesión, pero prefiero mi idioma, obviamente.
- Estupendo, ¿le apetece un té? ¿Un café con leche, quizás?
- Un té solo estará bien, gracias.

Llamó por un intercomunicador y pidió dos tazas de té.

- Bien señor Vega... Ha sido usted muy osado saltándose a sus interlocutores de nuestra filial para venir a hablar conmigo. Claro que este asunto bien lo vale. ¿Qué es lo que quiere? O debería preguntar “¿cuánto?”...
- Por lo visto, no es algo que no tuviesen previsto. O sabido. ¿Eran ustedes los que me seguían?
- ¿Seguir? ¿Por qué? – Aparentó sorpresa. - ¿Acaso ha visto a alguien tras sus pisadas?
- No. Desde luego que no. Sin embargo, eso no quiere decir nada.
- La vieja pelea entre apariencia y realidad, ¿verdad? Como en esa película de Antonioni sobre un fotógrafo y un parque... ¿Cómo se llamaba?
- “Blow-up”, - aclaré con la intención de ver adonde llevaba la conversación – se basaba en un relato de Cortázar.
- La Literatura ofrece los mejores guiones. – Sonrió aséptica y artificialmente. - ¿Por qué piensa que le hemos estado vigilando?
- Yo no he pronunciado ese término... – Procuré mostrar frialdad. - No obstante, es lo que se puede deducir cuando han ido a buscarme a la puerta de mi hotel.
- Cortesía británica. No estaría bien ofrecerle cien millones de euros y permitir que llegase hasta mi residencia en un simple taxi. ¿No le parece?
- Si usted lo dice... Ya que menciona una paradoja, le sugiero otra... – Me invitó con sus manos a plantearla. – Me hacen una oferta, de ese descomunal importe, por un descubrimiento... ¿Para no explotarlo?
- Créame que lo rentabilizamos de ese modo, - su gesto no disimuló que la pregunta le había incomodado un poco – aunque no como usted piensa. Hemos llegado a un punto en que los márgenes de beneficio que podamos obtener son una consideración secundaria en numerosos casos. Como si hiciéramos una inversión a largo plazo...
- Razón de más, - creí que le había puesto frente a su propia contradicción - si no entran en cálculos de beneficios o de riesgos, ¿qué les impide fabricar un producto que salvará millones de vidas y que mejorará la existencia de toda la Humanidad? ¿Qué mejor prueba de fraternidad universal, de pura filantropía?

Greenberg fijó sus ojos en mí como quien valora dar una estocada.

- Es curioso ver como cambian ciertas palabras según quien las diga. – Volvió a usar la misma sonrisa forzada y el amable tono monocorde de su voz. – Mire, le ofrecemos esa cantidad justo por lo contrario de lo que pretende. Ya está: Implícitamente ha recibido la luz, ha demostrado su valía, merece que le saquemos de la masa, de la sociedad. Y es esa cantidad precisamente para que forme parte de un nuevo orden de cosas, de un statu quo, que le haga desistir de ponerlo en peligro aunque proceda de fuera, ¿comprende? Cuando se tiene mucho que perder es cuando más leal se vuelve uno a determinados conceptos.
- Pero... ¿Por qué?

Entró una persona del servicio trayendo una bandeja con las dos tazas y un platito con galletas. Greenberg ordenó que lo dejase a un lado y que se fuera. Ahora sus modos eran los de alguien muy familiarizado con el ejercicio de mandar. Cogió distraídamente una “cookie” y se la llevó a la boca, degustándola durante unos segundos.

- Verdaderamente esa cuestión vale la cifra que le hemos sugerido. Hay personas que morirían por saberlo y otras que morirían para que no se supiese. Pero todas matarían por estos millones, ¿sabe? Cada persona tiene un precio, como los artículos que están en los supermercados. Sospecho que usted sabe la respuesta de la interrogante que me formula... A pesar de ello, se obstina en no reconocerla por mucho que sus conclusiones científicas le hayan puesto, accidentalmente o no, frente a ella... Hablábamos de cine, ¿no es cierto?
- Sí, - respondí pensando que iba a cambiar de tema – aunque no veo que...
- Por favor... - Alzó su mano para que le dejase continuar. – Vamos con ejemplos concretos... Una fastidiosa sensación la de aguardar su turno en la fila, para luego quedarse sin las entradas de la película que tanto deseábamos ver... Ni que decir lo detestables que resultan algunos vecinos ruidosos. ¿Y la frustración de ir a comprar algo que han agotado? O los medios de transporte públicos, atestados de personas, muchas de ellas con poca afición a los hábitos higiénicos... ¿No se ha sentido agobiado, como si le faltase el aire, en medio de una multitud? ¿No ha pensado nunca que el principal problema de la sociedad humana, en su conjunto, es precisamente que hay demasiada gente en el mundo?

Así que habíamos llegado al fondo del asunto. Era cierto que me rondaba la cabeza, sin embargo, me negaba a darle credibilidad, cosas de conspiranoicos, como se intenta ignorar un amenazante e inexplicable ruido en el pasillo de casa, en medio de la oscuridad de la madrugada.

- Creo que nadie tiene autoridad para decidir eso, y menos para nombrar a los que no debieran de estar aquí, no, bajo ningún criterio.
- Es muy loable su filantrópico modo de pensar, - me señaló con su dedo índice, como si fuera a sentenciarme por algún delito – poco práctico también. No podemos permitir que la vida de cientos, miles de millones de personas sin importancia, completamente prescindibles, hagan peligrar los recursos, finitos le recuerdo, de nuestro planeta. La realidad es que la vieja Tierra está harta de esta Humanidad que se comporta como un tumor desbocado. La buena noticia es que la metástasis se puede corregir. De hecho, la estamos corrigiendo...
- Nunca hablaría... – Repliqué entrecortadamente. – No, jamás, del género humano en esos términos.
- Es muy sencillo: Menos gente, más recursos para repartir. – Respiró profundamente y empezó a hablar bajo, como si contase algo muy confidencial. - No aportan nada, solamente procrean, procrean y procrean. Son animales. ¡No merecen vivir! ¿Tan ingenuo es usted que piensa que no se ha descubierto un remedio para curar el cáncer, el VIH, el Alzheimer...? Pues sí, evidentemente que existen sobre el papel. Pero no verán la luz. Sería el colmo, multiplicaríamos la población humana entre los que no se mueren y los que siguen naciendo pese a nuestros esfuerzos. Desprestigiamos la maternidad y la paternidad; nos hemos empeñado en cizañar, en convertir en insoportable, la despreciable, oscurantista y vetusta institución que es la “familia”... ¿Ve como no es una cuestión de beneficios empresariales, del montón de dinero que ganaríamos? No nos interesa porque tenemos más del que usted pueda imaginar en todos los días de su vida... Más aún, ¿por qué cree que les estamos enfermando con los artefactos, bebidas, alimentos y fármacos que les vendemos? ¡Quítese la venda de los ojos! Ha demostrado estar por encima de ellos, ¡disfrútelo, caramba! ¿Por qué cree que los gobiernos están implantando políticas de interrupción del embarazo con tanto apresuramiento? ¿A qué cree que obedecen los recortes en sanidad y otras materias? Estamos fomentando una, ¿cómo llamarlo?... “Eugenesia encubierta”, porque esto no da más de sí. Y tampoco queremos que dé más de sí. Siguiendo en esta línea hasta nosotros nos quedaremos sin nada, y no lo permitiremos, no lo dude, querido amigo Vega. Cien millones no son nada si lo logramos. ¿Qué quiere?, ¿doscientos? ¿Trescientos? ¡El mundo es nuestro! Los tendrá si acepta nuestras condiciones, que ya serán completamente suyas porque formará parte de nosotros.

“Nosotros”. Primera persona del plural que había estado presente todo el tiempo. Monolítico, intimidante, atento, paciente, cauto y sin escrúpulos, como un ojo sin párpado que abarcase cada nacido en este Valle de Lágrimas. “Nosotros”...

- Y ¿quiénes son ese “nosotros”?



La luz del sol brillaba de un extraño modo sobre el tronco piramidal que había sobre la mesa, estrellando su reflejo sobre el techo, como si un misterioso ángel caído recordase, con su fulgor, que la blasfemia de alimentar el anhelo de ser más que Dios no es una peculiaridad específica de ángeles rebeldes.



viernes, 1 de noviembre de 2013

Noche de Difuntos (Iria)

El viento sacude los postigos de las ventanas haciendo crujir amenazadoramente los cristales que protegen, mientras la lluvia golpetea con desgana, con reiterativo desprecio, los voladizos del antaño orgulloso pazo de los Urdoa, noble linaje con más de mil años, cuyo caserón presentaba un aspecto que no contradecía tan grande antigüedad.

Iria de Urdoa es la última de su solar. Joven, hace poco tiempo que ha enviudado de un marido al que no amaba, pero que respetaba y tenía afecto porque siempre fue cortés y educado con ella, no como esos brutos engreídos de su apellido que consideran a la mujer con la que se casan como parte de un botín que se disfruta en el lecho. El esposo fue abatido por las tropas que la reina gobernadora, una usurpadora que se encamaba con un tal Muñoz, había enviado para sofocar la insurrección carlista en las misteriosas tierras gallegas. Se echó al monte con una partida orgullosa de su Enseña de la Cruz de San Andrés que portaban, y valeroso como era se batió con el mosquetón hasta agotar la munición. Después se lanzó contra los soldados cristinos blandiendo el sable que su señor padre se había traído de Trafalgar. Iria consideró que se trató de un fusilamiento, porque no les dieron cuartel para rendirse y los balearon con crueldad. Cosas de liberales que niegan a Dios. Fue al inicio de la primavera, y sus tierras y casa guardaron solemne luto por la pérdida en los meses posteriores porque apenas hubo día que pudieran desprenderse de una lánguida niebla, que no quería marcharse y dejar tan sola, tan triste, a su viuda.

Ella se encerró en su imponente casa con la luz de sus azules ojos y su dorado cabello, que contrastaban con el negro riguroso de sus ropajes, como si la Vida que Iria podía simbolizar se revolviese indefensa ante una bandada de tenebrosos cuervos, arremolinados en torno a ella para su tormento. Ni siquiera se dignó recibir a sus aparceros en ese periodo. De todo se encargaba el secretario de su marido, un enjuto y anciano escribiente que la visitaba una vez a la semana para despachar los asuntos pendientes. La reducida servidumbre se preocupaba por la señora, era muy buena con ellos, pero no se atrevían a mitigar el dolor que producía la ausencia, que hay límites que no cabe traspasar, y cuyo doliente silencio al pasar junto a ellos era el más vivo llanto que pudieran percibir. Y había llegado la tarde de la víspera de Difuntos, en el día de Todos los Santos. La señora escuchó misa temprano, apenas comió unos dulces, ordenó que no se le molestase, rezó el Rosario, se recluyó en la biblioteca, al amor del fuego, y estuvo leyendo la Biblia hasta que llegó la hora de cenar, cuando las sombras que confirman que el sol se ha hundido, más allá del Finisterre, se van adueñando de los cielos para cabalgar sobre las cabezas de los mortales...

Luego, sin saber el porqué, fijó su acuosa mirada en un viejo libro situado en el estante más alto, paciente y seductor como la manzana que tentó a Eva. Iria lo agarró para leerlo. Se sobresaltó cuando la criada llamó a la puerta para traerle una bandejita sobre la que descansaban un gran tazón de caldo con picatostes. “Mire vuestra merced, que no puede estar sin comer”, le dijo la solícita mujer, que ya no sabía qué hacer para llamar la atención de su señora y que empezase a cuidarse. “Gracias, déjelo sobre la mesita, no dude de que me lo tomaré en atención a sus desvelos...” Respondió con fría gratitud Iria, más interesada en quedarse sola que en tomarse el consomé. La ama iba a preguntarle si precisaría del servicio para alguna cosa, pero la señora le replicó, sin permitirle acabar la frase, que podían acostarse, que no necesitaría nada más de ellos en esa noche. Sola otra vez. Y con un libro en sus manos que no recordaba haber visto antes.

Estaba escrito en latín, pero no el de los curas. Le sonaba más vulgar, más cercano en el tiempo que el hablado y escrito en los Tiempos de Cristo. Decidió leerlo por encima, más que nada porque estaba cansada de que sus ojos paseasen por los mismos corredores y pasillos de negro sobre blanco que son los renglones de la Biblia, y de detenerse en esas plazas que eran las ilustraciones del motín de Lucifer, o de Adán y Eva expulsados del Jardín del Edén bajo la displicente mirada del ángel Uriel, o Moisés separando las aguas del Mar Rojo... o Cristo Resucitado apareciéndose a los apóstoles.

Cristo Resucitado. Una lejana Esperanza, la de ver a Nuestro Salvador bajando para poner las cosas en su sitio mientras se devuelve a la vida, no, a la Vida de Verdad, a todos los que han sido engullidos por sus propias sepulturas a lo largo de los siglos. Sin embargo Iria tiene la negra sospecha de que ese siglo XIX acabará como acabó el anterior, sin que tengamos otras noticias del Redentor, de su Santa Madre o de los Santos, más que por milagros diseminados, aquí y allá, que le permitan al Hombre seguir creyendo en un Dios que le ama, sin volverse loco en un siglo enloquecido, vaciado de sentido y de sentimientos, donde lo más parecido al latido de un corazón es el mecánico palpitar de las entrañas de esos monstruos de metal que habitan las negras y humeantes fábricas que manchan los virginales verdes de la geografía de Europa.

No comprendía casi nada de ese dichoso libro, era como recorrer desconocidas y enigmáticas veredas. Al principio pensó que se podía tratar de un antiguo recetario, verdaderamente antiguo, porque sin detallar fecha podía pasar por coetáneo de los que Gutenberg rescató de los scriptoria de los monasterios para que pudiesen ser leídos, y discutidos, en universidades, tabernas, plazas y dormitorios. Pero no se trataba de un recetario. Ni siquiera de un códice que describiese las distintas fórmulas magistrales de un boticario. Así que, finalmente, no tenía idea de lo que contenían sus palabras, que comprendía una sí y dos no, salvo por los grabados e imágenes que presentaba. Algunos reflejaban escenas cotidianas, campesinos jugando en el campo, mujeres con palos mirando estrellas, niños pequeños bañándose en curiosas tinas parecidas a ollas, personas con extrañas indumentarias abriendo puertas... Decidió tomarse la sopa antes  de que se le enfriase del todo, acaso por efecto del escalofrío que había recorrido su espalda, como si la mano de un invisible y travieso amante la hubiera acariciado suavemente...

Retornó al volumen que tenía ante sus azules ojos. “Non nobis, Dominus, non nobis, sed nomini tuio da Gloriam” (1), sí, eso lo reconocía por los Salmos y marcaba el inicio de la obra que, ahora reparaba en ello, no tenía título alguno sobre su desgastado lomo. Encuadernado en oscuro cuero, curtido por siglos, no ofrecía el menor indicio de su contenido en sus tapas. Nada. Y las páginas estaban sin numerar. Volvió a abrirlo, al azar. “Ego sum Alpha et Omega, Primus e Novissimus, Initium e Finis, qui ante mundi principium e in saéculum saéculi vivo in aeternum” (2), que también le era familiar. Un poco más adelante, “De Profundis, Domine, clamavi ad te, ¡Domine exaudi voce mea!” (3). Tuvo un pálpito. Lo cerró, dejando una de sus uñas como testigo de la plana que acababa de visitar. Aguardó unos segundos... Con cuidado, como quien se asoma a un lugar que no se debería de visitar, lo abrió despacio desde donde había dejado el extremo de su dedo...

Había cambiado. “He movido la uña sin darme cuenta”, pensó para tranquilizarse, pero por más que buscó hacia atrás y hacia delante, ya no estaba el párrafo del “De Profundis”. Sí, había cambiado, como si tuviese vida propia, y se dio de bruces con una frase...

“Mors Eternitas est, via vitae in perpetuum, solus per tornare e solus per amare” (4)

No llegó a comprender su sentido, pero su intuición femenina dedujo que se trataba de algo blasfemo, de algo que subvertía la más profunda de sus creencias. Golpearon la puerta con gran estruendo, tres golpes, como si el furioso viento y el agua que estaban derramándose desde el firmamento se hubieran conjurado para llamar a su casa. Miró el gran reloj que presidía su biblioteca, ya había pasado medianoche, su sereno e imperturbable tic-tac la tranquilizó. Se acercó al ventanal para ver quien podía ser tan a deshora, en noche de difuntos... Nadie había.

“Habrá sido una ráfaga de viento”, se dijo. “Una rama arrastrada por la ventisca, acaso”. Se sonrió por asustarse como una chiquilla. No. Volvían a aporrear la madera de la puerta hasta hacerla gemir, como quejido de madera que no soporta lo que espera al otro lado. Uno... Dos... Tres. Silencio. Agua y aire. Truenos en la lejanía. Apartó ligeramente la cortina que cegaba el exterior. Un relámpago lo iluminó cortésmente. Nadie había.

Se giró y lo que vio helaría la sangre al regimiento de húsares más aguerrido. La estancia había cambiado: Se hallaba casi en tinieblas, como si los cirios que pretendían alumbrarla luchasen por un imposible. Seis monjes encapuchados, tres a diestra y tres a siniestra, velaban un ataúd, cuyo ocupante tenía un libro entre sus manos. Llevada por una terrible sospecha, se aproximó para averiguar quien era el difunto. Se trataba de su esposo. Con lágrimas en los ojos, sin entender nada, quiso recuperar ese maldito libro que se había convertido en heraldo de su propio fallecimiento. Pero no pudo. Su exangüe marido la cogió repentinamente de la mano al tiempo que la llamó por su nombre.

Iria se sacudió con toda la fuerza de la que fue capaz empujando a los monjes que quisieron inmovilizarla, cayó al suelo mientras gritaba...



Despertó al oír un estrepitoso trueno. Aún impresionada, cayó en la cuenta. “Así que todo ha sido una estúpida pesadilla...” Afirmó para sosegarse. Se había quedado dormida. No había tenebroso velatorio, no había libro, y no había sopa alguna. Nada. El reloj dio las doce campanadas, una tras otra como el desfile de los segundos camino de esa Eternidad que mencionaba el libro con que había estado soñando... Llovía, y la lluvia era el instrumento que el viento tañía para acompañar su melancólico canto. Medianoche en la triste, interminable como letanía de ánima de Purgatorio, e infinitamente oscura noche de Difuntos.

Y fue entonces, justo en ese instante, que llamaron a la puerta con furia, con destemplada violencia. Uno... Dos ... Tres....



El viento sacude los postigos de las ventanas haciendo crujir amenazadoramente los cristales que protegen, mientras la lluvia golpetea con desgana, con reiterativo desprecio, los voladizos del antaño orgulloso pazo de los Urdoa, noble linaje con más de mil años, cuyo caserón presentaba un aspecto que no contradecía tan grande antigüedad como postrer desafío a la Eternidad, a un tiempo adormecido que ya no transcurre...



NOTAS:
(1) No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre da la gloria.
(2) Yo soy el Alfa y el Omega, el Primero y el Último, el Inicio y el Fin, el que (era) antes del principio del mundo y por los siglos de los siglos vive eternamente.
(3) Desde lo más profundo, Señor, te llamo, ¡Señor, oye mi voz!
(4) La Muerte es Eternidad, camino de Vida para siempre, único para volver y único para amar.



lunes, 14 de octubre de 2013

El Beso


Hay historias que revolotean por la Historia y que tienen la virtud de crepitar permanentemente, sin que se consuman sus ecos, en esa implacable hoguera que todo lo devora y que llamamos, con aséptica benevolencia, “Tiempo”.


Lo contaban los ancianos junto al fuego del hogar, con voz queda y crédula, mientras los rigores del invierno acompasaban su coro con los aullidos de los lobos, a la luz de una luna coqueta y esquiva que se complacía en jugar al escondite entre mortajas y tocados, para espantar y deslumbrar, todo a la vez, los ojos de los mortales que osaban alzar su mirada hacia ella.

Lo contaban los sabios ancianos de otras eras, desde el púlpito que les daba su edad, y lo contaban, no sin orgullo, el mismo que da el saberse superviviente de tantas calamidades, de esta manera...


Eran los años en que Castilla guerreaba contra sí misma. Dos hermanos de padre, pero uno nacido de reina y el otro bastardo, Pedro y Enrique, los dos hijos de don Alfonso el onceno, de feliz memoria, se disputaban su corona en una contienda sangrienta que dividió linajes, haciendas y aún almas.

Don Pedro de Borgoña-Ivrea (1) era el legítimo rey y sucedió a su augusto padre, fallecido en los aciagos y atribulados días en que la Muerte Negra desplegó su funesto pendón por Europa entera. Toda Castilla, desde el dolor por la pérdida, saludó la llegada del jovencísimo monarca al trono del baluarte hispánico contra el Islam; y las pueblas, villas, burgos y concejos juraron lealtad al nuevo soberano con el entusiasmo y la esperanza de que no terminaría aquel siglo sin que el antiguo Reino de Toledo (2) se viese restaurado.

Sin embargo, no fue así. El rey comenzó a mostrar un celo extremo por el cumplimiento de sus órdenes, a menudo ajenas a la lógica, y el castigo por no cumplirlas era terrible. Empezaron a circular extrañas noticias acerca de él por todos los rincones del Reino del Castillo y el León. En una de ellas se decía que volviendo de madrugada de un lance amoroso, había matado a un insigne caballero del lugar, de nombre Fadrique, en duelo. Estando prohibidos en esa ciudad, él mismo mandó buscar al asesino para juzgarlo. Los alguaciles dieron con una anciana que había sido testigo del suceso, pero temerosa, se resistía a comparecer ante el soberano...

Velis nolis (3), la llevaron en volandas ante el joven rey, cuya presencia desprendía la majestad que se les supone a los que ostentan tan alta dignidad, y le preguntó...

- ¿Sabéis quién dio muerte a don Fadrique de Peñaclara?

La anciana titubeó antes de contestar un tembloroso “sí”...

- Habéis de saber – retumbó la voz de Pedro de Castilla - que incurrís en un odioso delito si no nos decís, aquí y ahora, el nombre de su matador.
- Por mi vida que no puedo, mi señor... – Respondió aterrada la mujer. – Aunque quisiera no puedo, lo juro por mi vida, que la Santísima Virgen y san Frutos me asistan como lo hicieron con la Despeñada (4).
- ¡Nada impedirá que se haga la Justicia del rey! – Exclamó el regio juez. – ¡Que si incluso al mismísimo rey fue a quien visteis, al punto os emplazo a que lo digáis presto!
- ¡Mi señor me quiere condenar! ¡Que los Cielos me guarden! El rey fue el que mató en duelo a don Fadrique, que yo lo vi con estos ojos que la tierra se comerá.

Los asistentes quedaron estupefactos, aguardando que la cólera real dictase la tremenda sentencia contra la viejecita.

- Pues hágase justicia. – Dijo serenamente el monarca. – Puedes ir en paz. Ordeno que se aprese la efigie de mi real persona, que inmediatamente sea decapitada a espada en respeto a su alta cuna y que se pasee su cabeza por las calles de aquesta ciudad de Segovia, para público ejemplo y escarmiento; y que después se sepulte en fosa común sin oficiar responso, sin lápida y sin recuerdo, como costumbre es.

Hechos como este le hicieron ganarse el sobrenombre de “el Justiciero”, simultáneamente con el de “el Cruel” que finalmente pasó a las Crónicas, acaso por aquello de que las escriben los vencedores, y, al cabo, Pedro I de Castilla fue un rey derrotado. Premonitoriamente fue un duelo el que acabó con una de sus estatuas, porque un duelo fue, deshonroso para los que le abatieron, el que acabó con su vida y con su reinado.

Pero todavía no había llegado aquel día, sin ser mejores los que les precedieron. A los azotes de la Peste y de las plagas que malograban cosechas, se sumó el de la guerra civil (5), un conflicto que no respetaba neutralidades y obligaba a elegir bandería, si no por devoción, sí por venganza. Las mesnadas de los señores leales a Pedro I y a Enrique de Trastámara cabalgaban por todo el reino sembrando dolor y llanto. Si aquel exhibía que era hijo de reyes legítimos, el otro alegaba que más reina era la que Alfonso XI llevó en su corazón que la llamada María de Portugal, y que él era primogénito (6) del difunto rey. Tan grande y enconado era el odio que se tenían los hermanos entre sí que los ecos del enfrentamiento llegaron a distantes cortes, que quisieron procurarse el apoyo del monarca vencedor para tenerle como poderoso aliado, ya que la fama de la Armada castellana empezaba a despuntar. De ese modo el rey de Inglaterra envió a sus hijos, el Príncipe Negro (7) y el Duque de Lancaster (8) para auxiliar a Pedro I, mientras que su rival francés envío a un experimentado comandante, de nombre Bertrand du Guesclin (9), al frente de las “Compañías Blancas” (10) para socorrer al sublevado señor de Trastámara.


Y fue por entonces que esas tropas capturaron al conde de Vundorio, Servando Alonso, un noble afecto a la causa real que resistió con sus escasos efectivos la razia que las huestes francesas hicieron en su feudo. Derrotado y blandiendo valerosamente su espada, dispuesto estaba a vender cara su vida como habían hecho sus soldados antes que él, cuando Bertrand hizo gesto a los suyos de que lo cogiesen vivo porque era de mal caballero permitir la muerte de quien tan denodadamente había defendido a sus vasallos y servidores. Preso fue, en efecto, y muy presumible que le aguardara un largo cautiverio.

Enteróse su joven esposa, de nombre Clara Luna, y presa fue también, pero de la desesperación de ver a su señor lejos de ella y prisionero, pues estaban muy enamorados, fenómeno que suele darse incluso en los matrimonios. Mandó que su servidumbre le preparase cabalgadura con sus mejores arreos y dorado bocado para impresionar al Príncipe Negro, Eduardo de Woodstock, cuyo campamento estaba a pocas leguas de sus dominios, y convencerle de que debía rescatar a su esposo sin tardanza.

Los ingleses le dispensaron un desconfiado recibimiento. Primero habló con ella Juan de Gante, hermano menor de Eduardo, porque pensó que los franceses estaban urdiendo una estratagema y dama tan hermosa era una esplendorosa carnada para tan mezquina añagaza. No obstante, eludió tomar decisión alguna y la remitió al príncipe de Gales para que dictaminase qué era lo que convenía hacerse. El heredero de la corona inglesa le prestó toda su atención y fue tratada con la cortesía de los Plantagenet, que se había convertido en legendaria. Todo quedó en silencio cuando la castellana señora hubo terminado la exposición de los motivos que la llevaban a solicitar su petición de socorro, mientras el lucero de la tarde se empeñaba en abrir bien su único ojo para no perder detalle.

- Si su esposo está en manos del perro de Bertrand, – afirmó el príncipe – es seguro que os exigirán un rescate tan alto que no podréis pagarlo. Y si lo pagáis, ellos incrementarán la cifra, yendo en ello nuestra perdición porque lo emplearán en traer más gajeros para combatirnos. A pesar de ello, no puedo arriesgar la vida de mis caballeros y soldados por un solo hombre, por muy noble y marido vuestro que sea. Siendo vasallo del rey don Pedro, debería su majestad – la mujer captó el sarcasmo - prestaros auxilio en este asunto.
- ¡Vive Dios que no hacéis honor a vuestra divisa! (11) – Replicó encolerizada. - El rey Pedro está muy lejos y bien sabéis que le abandonaría a su suerte, aún estando cerca. Mi feudo se halla indefenso y os reclamo a vuestra alteza que lo defendáis y me traigáis sano y salvo a mi señor como aliado del rey que sois...
- Mi señora, vos lo habéis dicho: Ayudamos al rey de Castilla contra los bastardos, - concedió sosegado - ya sean franceses o su propio hermano, mas en este asunto no veo más que quebrantos para los nuestros cuando pretendemos destrozar al enemigo en campo abierto merced a la puntería de nuestros arqueros. No nos interesa una escaramuza sangrienta en la que no podamos encontrar gloria alguna. Somos soldados normandos, bravos, abnegados y esforzados, y vivos además, precisamente porque todavía tenemos cordura en esta casa de locos en la que se ha convertido la Cristiandad, mi señora.

Un veterano caballero de luengas barbas le acompañó hasta la humilde pero confortable tienda que habían preparado para que pernoctase. Los caminos estaban infestados de bandidos y partidas de flagelantes que predicaban que había llegado el Apocalipsis, y con frecuencia era así si alguien tenía mala fortuna en toparse con ellos. Sopesó marcharse, en dirigirse directamente a parlamentar con ese dichoso caballero du Guesclin que le había arrebatado lo que más amaba en esta demente vida, en mil cosas a la vez, como vertiginoso carnaval en aquella soledad cercada por las sombras que había dejado un sol inexorable e imperturbable, completamente sordo y ciego a las razones que se ven inspiradas por el amor.

Dando vueltas en su tienda como tigresa en invisible prisión, así estaba cuando advirtió que un joven pálido, de largos cabellos rubios, muy delgado y ataviado como un rico caballero había entrado sin anunciarse.

- ¿Quién sois? – Preguntó asustada - ¿Cómo os atrevéis a presentaros así?
- Soy alguien que puede traeros a vuestro marido. – Respondió inmutable – Sí, lo traería a vuestro lado, sano y salvo... Con eso, creo que no necesitáis conocer mi nombre o dignidad.

Al principio no comprendió muy bien cómo lograría algo a lo que no se atrevía ni el mismo Príncipe Negro. Luego, con esa fina intuición que todas las mujeres poseen, cayó en la cuenta.

- ¿Así de sencillo? ¿Cómo sacar un manto de un arcón?
-  Señora, yo más bien diría – centelleó una chispa de jocosa maldad en los oscuros ojos del soldado – que es tan fácil como retornar una llave a su cerradura.

La dama pasó por alto la sicalíptica ocurrencia y se concentró en que alguien que no era de este mundo le estaba ofreciendo lo que más le importaba. Lo único que le importaba.

- Supongo que querréis algo como recompensa a cambio de vuestro servicio.
- Poca cosa, señora. Nada de lo que no dispongáis. Antes del amanecer os devolveré a vuestro esposo, sin un rasguño, pero me habréis de entregar vuestra alma.
- ¿Y si os dijese que no me complace vuestro trato?
- Me encargaría personalmente de que acabasen con él de la manera más atroz. Presumo que os figuráis que nunca perdemos guerras porque jugamos en cada bando. – Sonrió siniestramente y añadió. -  El mejor modo de ganar a las cartas es teniéndolas a todas en nuestras manos. Los Hombres pierden, luego yo triunfo...

Así que ella le perdería igualmente. Sin embargo, su alma le daría la vida a su amado, y le pareció precio pequeño para tan gran tesoro.

- Está bien. - Afirmó resuelta. - Decidme que debo hacer...

Se encaminaron a un apartado claro que la luna alumbraba y la Vía Láctea vigilaba. Por el sendero se cruzaron con centinelas, pero ninguno de ellos les cerró el paso. Llegaron y el joven alzó su mano: Una estrella de cinco puntas, fosforescente como fuego fatuo, invertida desde la posición en que la observaban, se presentó ante ellos surgida de la nada. Una fantástica y grotesca procesión de informes criaturas se materializó para rendir pleitesía a su oscuro señor, y el aroma a azufre inundó los rincones más cercanos mientras que el Ángel Caído pronunciaba extraños, aterradores y antiquísimos conjuros en una lengua que la noble no comprendía...


Eduardo de Woodstock no había conciliado el sueño en toda la noche. La madrugada enfilaba su último rato, y el luminoso manto que anuncia al sol se asomaba por el horizonte. Pidió su montura para revistar personalmente los puestos de los centinelas y recibir las novedades que hubieran acaecido de primera mano y no a través de su comandante de guardia. No tardó mucho cuando un inquietante y penetrante olor sulfúreo y a tierra quemada llegó hasta su olfato. Levantó la cabeza para indagar su procedencia y picó espuelas hacia el lugar del que presumía que procedía...

Cuando llegó no daba crédito a lo que estaba viendo: Una mujer de pie en el centro de un dibujo geométrico pintado en el suelo, cuyas aristas, ángulos, lados parecían desprender luz propia... Y luz también, pero terrible e amenazadora, la que emanaba un individuo alto, muy rubio, vestido con rica cota de mallas y bruñidas lorigas, quijotes, rodilleras y bregas, que tenía una multitud de demonios indescriptibles a su izquierda. Sin salir de su asombro, contempló como aparecía del vacío, junto a la dama, un caballero impedido por unos grillos en los pies y que se abrazó a la que, sin duda, era su señora.

Entonces pudo entenderlo todo. Desenvainó su espada, decidido a entablar desigual combate con el mismísimo señor del Infierno para liberar a la pareja, se encomendó a san Jorge, a la Virgen María y a Nuestro Señor Jesucristo... Corría a su encuentro mientras le gritaba al conde que besase raudo a su esposa, estimulado por esa difusa certeza que tenemos en numerosas ocasiones sin fundamento lógico pero que sabemos de modo sobrenatural, como si una inaudible pero clara voz, tan transparente como el más puro cristal de Bohemia, nos dictase lo que debemos hacer y como si en ello nos fuera la vida...

Y estalló el beso en el instante preciso en que los dedos del sol acariciaban generosamente la castigada, herida y siempre hermosa Tierra. Fue un beso largo, dulce, apasionado, enamorado. Un beso sin otro cuartel que el propio espíritu, que se ofrece sin condiciones como la más valiosa presea a la persona amada.

Satanás aulló vencido, profiriendo pavorosas y horribles maldiciones contra el príncipe inglés, pero únicamente fue un escalofriante segundo porque el bullicio demoniaco con su general al frente se escabulló por un diminuto y refulgente punto, como lodo por la cloaca, y nadie más que los tres, el matrimonio y su valedor que se abrazaron ante tamaño prodigio.

Porque es de sobra conocido que...

En los libros se ha leído,
además es bien sabido,
que donde vive amor
Satanás no trae dolor.

NOTAS:

(1) Tradicionalmente se ha apellidado a dicho rey como “Pedro de Borgoña”, pero dado que existen diversas ramas, y en diversas épocas además, con el mismo nombre de estirpe, he considerado apropiado añadir la diferenciación moderna de “Ivrea”
(2) No me interesa ser políticamente correcto, ni mantener una falsedad muy extendida entre medievalistas “tolerantes” a la moda de estos días: El objetivo último de toda la Reconquista fue la restauración de la unidad hispana que existió bajo los reyes godos, o “Reino de Toledo”, así se le refirió toda la Edad Media, distinguiéndolo de la taifa musulmana de Toledo.
(3) Velis Nolis: Locución romana, significa “quieras o no quieras”.
(4) “La Despeñada” es una leyenda de Segovia, muy popular, en la que una mujer acusada de adulterio es salvada gracias a san Frutos, que obra el milagro de detener, en medio del aire, su caída al vacío.
(5) Sin olvidar la guerra contra Aragón, que empujó a un dubitativo Pedro IV “el ceremonioso” a apoyar definitivamente a Enrique de Trastámara.
(6) Enrique de Trastámara nació en 1333, mientras que Pedro de Borgoña-Ivrea vino al mundo en 1334.
(7) Eduardo de Woodstock, llevaba una discreta armadura oscura sin brillo para ser considerado como un soldado más en el fragor de las batallas, sin ánimo de recibir privilegio alguno por su alcurnia.
(8) Juan de Gante (1340-1399), ascendiente directo de este modesto escribidor.
(9) Bertrand du Guesclin (1316-1380) fue un afamado gajero (mercenario) de su siglo, de noble familia procedente de Bretaña que nunca perdió el sentido último de sus lealtades, que no eran otras que las que se obligaba como vasallo del rey de Francia, incluso por encima de las que se deducen de su procedencia bretona. Si Bretaña es francesa hoy en día, ello es debido a sus fidelidades o traiciones, según desde el lado del que se mire.
(10) Las “Compañías Blancas” deben su nombre al color de su manto, que era claro, el propio de la lana sin blanqueo artificial. Es lo único claro al respecto porque diversas fuentes no se ponen de acuerdo sobre ellas, lo que es cierto es que se trataba de mercenarios contratados personalmente por su comandante, Bertrand du Guesclin, entre segundones y desheredados de familias nobles y que muchos de ellos, bien por sus padres o por otras vías, tuvieron contacto con la extinta Orden Templaria. Tras la tremenda e inútil derrota de Nájera (1367), du Guesclin solamente conservó los más cualificados, licenciando más que generosamente al resto, con dinero del pretendiente de Trastámara, que se repuso del desastre con prontitud gracias a la torpe crueldad de su hermanastro. En todo caso, hasta bien entrado el siglo XV, en Castilla se asustaba a los niños díscolos diciéndoles que vendrían a castigarles “los blancos de Claquín” (“Claquín” fue la forma castellanizada de su apellido). Recomiendo una novela, sumamente interesante, de Tomás Salvador, titulada “Las Compañías Blancas”, es fácilmente deducible su argumento.
(11) El lema más antiguo (desde el siglo XIII) de los príncipes de Gales es “ich dien” (“yo sirvo”).




miércoles, 18 de septiembre de 2013

La Encartada (basado en una leyenda astur)

En los últimos días de la Vardulia, en los tiempos en que Castilla comenzaba a ser referida como Castilla, tierra de frontera, de libertad y de sangre como pocas han existido a lo largo de las Eras; justo durante aquel siglo IX vestido con delicados ropajes tejidos de negro olvido y blanco satén, cuando Abderramán II convirtió a Córdoba en el rico galán que pretendía la perdición de la Esposa de Cristo; fue que sucedió lo que cantan los viejos trovos que todavía resuenan en los solitarios recodos donde el viento hace tirabuzones con los ambarinos pétalos de los alhelíes... Sucedió y aún sucede el prodigio en las claras noches de llena luna para espanto y maravilla de los extraviados viajeros que osan hollar la espesura de los montes que acompañan al arroyo de Miranda.

Miranda. Miranda era una doncella de diecisiete primaveras, hermosa y tocada por la gracia de encandilar a cuantos tenían la fortuna de conocerla. De dorados cabellos, parecían los rayos del sol acariciando el claro azul de la mar que tenía en su mirada. Todos los mozos de las cercanías la buscaban y la envidia hacía presa en los labios de las mujeres que cantaban...

“De mi alma se llevó el mozo,
en banquete buscaba bocado
mala mujer que ha hechizado,
a aquel que ansiaba mi gozo.”

Y su fama se iba acrecentando por toda aquella comarca a la par que su belleza, que no se ponía el sol sin que los suyos se preguntasen quien era esa que se acostaba más deslumbrante de lo que se había levantado, acaso porque entre tinieblas la luz es más cegadora.

Una mañana se cruzó con el señor de Verantraz, dueño de aquellas tierras, montado en su oscuro corcel y ataviado con todo lo que demostraba, a aquel que lo quisiese ver, su posición de ilustre y esclarecido vasallo del rey de Asturias. Miranda, que venía de recoger unas flores del campo, quedó arrebatada por el donaire y gallardía que lucía el noble con la insolencia de la juventud, seguido de un escudero que portaba sus armas e impedimenta. Ella se hizo a un lado del camino respetuosamente, aguardando impaciente que el caballero cruzase sus ojos con los de ella para que el amor pudiese lanzar sus dardos sobre su corazón. Pero no. Pasó junto a Miranda sin detenerse, como si no estuviese allí.

Sintió como sus entrañas se inflamaban de pasión y se juró que habría de verle arrodillado suplicándole su amor, el mismo que buscaban con ahínco los muchachos que ella despreciaba cizañándoles entre ellos para que tuviesen reyerta por sus atenciones, lo que le causaba reservado y discreto júbilo.

No había misa ni festejo señalado en la que Miranda no estuviese presente sin que se prestase a las más sutiles industrias para alcanzarle, para hablarle, para enseñarle el esplendor de sus atractivos, que eran numerosos y notables; sin embargo y a pesar de la reputación del señor, cuyos devaneos en la Corte eran conocidos, él no mostraba menor atisbo de interés por ella. Como quien lee bajo la luminosidad de la luna sin reparar en el astro que la proyecta. Nada.

Enfurecida por la indiferencia del noble, se propuso llegar a la morada de una bruja para adquirir algún filtro, un bebedizo que rindiese al altivo vasallo del rey y le pusiera a sus pies. Nadie deseaba tratar con la hechicera, que habitaba una retirada casa en la vieja calzada romana que subía a las escarchadas montañas del norte. Circulaban extrañas historias acerca de ella y se contaban con voz queda, temerosa, como si fuese capaz de escuchar en la distancia. Unos decían que ya estaba allí antes de que llegasen las legiones de Octavio; otros, que las nieves, los vientos, los calores y las tormentas seguían sus dictados y caprichos. Miranda, resuelta, se armó de valor y se dirigió a su encuentro. Lo que fuera por convertirse en dulce vaina de carne para tan briosa espada, y que “su” caballero amaneciese en sus brazos camino del altar.

Salió casi de madrugada, cuando la coronilla del sol apenas se anunciaba por los inabarcables, deshabitados y frondosos bosques del sureste, que llegaban hasta Toledo, donde se ocultaban esas criaturas que se alimentaban de desventurados buhoneros; y hacían su hogar bandidos y enigmáticos ermitaños que hablaban con Dios, y con el demonio también, sobre la Eternidad. Cosas de la Hispania que innumerables leyendas y rumores protagonizó en las bulliciosas plazas y calles de la que fue, no tanto ha, inexpugnable capital de un imperio cuyo recuerdo no existía más que en el devoto interior de los monasterios. Tuvo especial cuidado en no tropezarse con nadie y su presuroso andar delataba que su corazón quería caminar más aprisa que ella.

Apareció ante sí, como por arte de magia, tras sortear unas peñas. Una villa, pequeña, semejante a las que había visto en ruinas en otros parajes. Golpeó el recio batiente con todo el vigor que le fue posible reunir. La casa no tenía aspecto de estar abandonada, incluso había creído percibir el inconfundible aroma de la leña arrojada al fuego, pues el otoño ya venía galopando sobre su alfombra de colorida hojarasca y agua fresca. Alguien abrió la puerta.

Era una mujer joven, no mucho mayor que era. De suaves facciones y ojos brumosos, con un largo pelo oscuro que le caía en pequeñas y cuidadas trenzas por toda la espalda. No llevaba tocado. Ignoraba si se trataba de una muchacha de la servidumbre o, simplemente, se había confundido. Aunque no tenía conocimiento de ninguna otra casa en las proximidades.

-         No te has equivocado. Me buscas a mí, - le dijo como si supiese lo que se preguntaba a sí misma mientras le sonreía misteriosamente – Soy Letezbel y vivo aquí. Pasa a mi humilde residencia.


Miranda contempló un salón ricamente decorado, con sedas de Oriente y brocados de Bizancio, pero no era este el motivo de su sorpresa por mucho que fuera la vez primera que veía tanto lustre.

-         ¿Cómo puedes saber...?
-         La brisa de la alborada – le interrumpió – me trae las pesadillas de la madrugada. Así que tú eres Miranda, la que se ha encaprichado del muy noble y esforzado señor de Verantraz...

La doncella se ruborizó y bajó la vista sin reparar en el sarcasmo que asomaba en las últimas palabras de Letezbel. No había confiado a nadie su secreto, sin duda que su interlocutora era la bruja que buscaba. Esta la examinó pormenorizadamente mientras asentía a su propio cavilar. 

- ¡Voto al Sublevado Ángel, que si no has sido concebida por la Lujuria, la Lujuria sí que te ha concebido como su blasón! Eres una hembra digna del rey, aún más, incluso diría que del emir de Córdoba, del propio Papa, o...

Letezbel detuvo su entusiasta relación en seco, mientras un relámpago rasgó la niebla gris que tenía por color de ojos...

-         ¿O? – Preguntó Miranda con renovado valor. – He venido aquí, parece que ya lo sabes, porque deseo ser la esposa del señor de Verantraz.
-         Sí, ya lo sé... – Respondió la jorguina. – Y es una lástima.
-         ¿Por qué dices eso? No hay nada que ansíe más que compartir lecho y mesa con él.
-         Lo digo porque podrías aspirar a servir a señor más dadivoso en sus mercedes con los que le son leales... Alguien que te cubriría de todo aquello cuanto puedes imaginar y desear a cambio de bien poco.
-         ¡Todo cuanto puedo imaginar y desear es que él sea mío...! – Replicó encolerizada. - Y de nadie más. Si puedes ayudarme seguiremos hablando, y si no, marcharé por donde he venido.

La joven bruja escrutó el grado de decisión de la doncella, clavando sus ojos en los suyos, como espesa boira que se desliza sobre la mar.

-   ¿Tanto le amas? – Inquirió Letezbel. – Veo demasiado galardón para tan poco propósito.
-         Le amo con todas mis fuerzas, daría mi alma para que mi cuerpo sea predio donde germine su simiente.
-         Ya. Despecho, amor. Tanto me da. – Concluyó displicentemente mientras se levantaba para salir de la sala. – Muy bien. Espera aquí.
-         Entonces, - la impaciencia se apoderaba de su ánimo - ¿me ayudarás o no?
-         Si te vas no te ayudaré. – Sentenció. – He dicho que aguardes.

El tiempo tiene la censurable costumbre de frenar su marcial paso cuando se espera algo o se desespera por un sufrimiento. Más despacio cuanto mayor es nuestro anhelo de que llegue el fin, el objeto o el sujeto, de nuestro deseo. Miranda no quería que los suyos la echasen en falta y se preocupasen, más que nada para no tener que contestar a preguntas embarazosas. En esas reflexiones andaba cuando se asustó: Letezbel estaba justo detrás de ella y no había sentido que volviese a la estancia.

-         No te he oído... ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
-         En realidad... Creo que siempre he estado aquí. Como siempre estaré.
-         No comprendo lo que afirmas...
-         No hablo para que me comprendas. Sólo si me conviene. – Abrió la palma de su mano y le enseñó una diminuta redoma que contenía un líquido de color miel. – Escucha con atención: Esta noche busca un cauce de agua... Río, arroyo, manantial, da igual, encuentralo... Cuando la luna llena de hoy esté en lo más alto del firmamento, ábrela y bebe hasta la última gota de esta pócima. Después, mete en esta vasija – le entregó un pequeño cuenco de barro cocido – el agua del río que tenga el reflejo de la luna llena. 
-         ¿Y después?
-       ¡Oh!, no te preocupes, sólo tendrás que esperar un poco. Y no se te ocurra rezar ni un solo Padrenuestro, ¿oíste? Ni uno solo desde este momento.
-         Sí, así lo haré... Esperar... ¿A qué tengo que esperar?
-    Al Prodigio... – Afirmó remarcando cada sonido de la palabra. – Algo que superará todas tus esperanzas.
-    Bien. – Miranda sintió como la satisfacción anidaba en su pecho. - ¿Cuánto he de pagarte?
-    Me pagarás, descuida, - comenzó a reír a carcajadas - ahora vete con presteza y recuerda todo lo que te he indicado.

Miranda recorrió sus pasos en sentido inverso. No se percató de que el silencio sepulcral marcaba el compás de su airoso andar, quizás por el agitado palpitar que pretendía despuntar, como sol en el horizonte,  por el valle que formaban sus soberbios pechos para pregonar que conseguiría al hombre de sus sueños.

Sueños. Delgada es la línea que marca la frontera entre la angustia y el regocijo, y el despertar no trae alguacil que ponga orden. Miranda albergaba un punto de desasosiego, su femenina intuición le aconsejaba que olvidase todo aquello, que sería víctima de un terrible engaño, pero las tenaces llamas del deseo habían prendido en su alma e incendiaban cada átomo de su ser, consumiéndola en el personal infierno que padecen los enamorados.

El sol se recostó por el occidente y la noche, serena y quieta, era anunciada por su fiel heraldo, el Lucero de la Tarde, que no desperdiciaba la ocasión de expresar sus anhelos de ser como la refulgente estrella que se había escondido bajo las olas del impenetrable océano, como el ángel que desafió al Señor. Ya las tinieblas se habían enseñoreado del mundo; dejando la casa recogida y en silencio, fue en busca de un arroyo que cerca había, de límpidas y cantarinas aguas, que parecían llamarla por su nombre.

El plateado satélite bañaba todo con su equívoca luz, brillando más la oscuridad que la delirante lumbre que destellaba cada objeto que se hallaba expuesto a su caprichoso toque. Era el instante. Extrajo el tapón de la redoma y se bebió de un trago el líquido contenido. Sabía un poco amargo y ácido, pero no había retorno. Acto seguido, localiza el reflejo de la luna sobre el agua y recoge agua de ese preciso punto.


El tiempo. Ciertamente que es ese familiar desconocido que siempre está junto a nosotros pero del que apenas sabemos nada, como un embaucador profesional que te va sacando los cuartos, o los días, hasta que te deja sin ninguno. Dicen que se puede observar las noches de plenilunio, cerca del río Carrión, en el instante en que la luna impera sobre los cielos sin mayor luz que le haga sombra. Una hermosísima joven está recogiendo su reflejo del agua, estática, quizás extática también, aguardando el Postrero de los Días porque...

Ni a Dios ni al diablo quiso escuchar,
sortilegio, por amor, urdió sin dudar.
Un segundo que último ha de pasar
que el Señor, la primera va a Juzgar...

Encartada está, que está encantada,
con la luna llega y la luna se la lleva,
no hay doncella que fuera más bella,
orgullosa Miranda de marina mirada.

FIN