martes, 21 de septiembre de 2010

La Virgen de los sueños

En algunas ocasiones me he referido a mi afición a dar largos paseos. En compañía de alguna buena amistad o en solitario, para que los pensamientos fluyan al ritmo de mis pasos, todavía bajo la marcial influencia de mi estancia en el Ejército. De ese modo he recorrido parajes, montes y… cementerios, excentricidad que rehuyen mis amigos que la disculpan como una licencia de mi militante Romanticismo.

Confieso que los días desapacibles tienen un encanto especial. Los colores están liberados de rendir pleitesía a la luz solar y brillan con unos matices muy especiales. Hay también una hora mágica, la que precede al crepúsculo, donde la penumbra estimula la imaginación, ya se sabe que es una delicada flor que precisa de poca iluminación. El ambiente fresco del otoño, el aroma a tierra húmeda, a espicanardo, hierbabuena, pino y romero… El espectáculo de la bóveda celeste con su escala cromática de grises, azules y blancos tornándose violetas y rosas en la línea del horizonte tras la que cabalga el astro rey para esconderse, suscita un estado del espíritu muy peculiar, fuera del tiempo, del espacio y de la lógica. Las historias brotan espontáneamente y se entrecruzan con voluptuosidad. Ha llegado el momento del embrujamiento.

A menudo mis pisadas me arrastran a descubrir una abandonada y apartada ermita, o me llevan deliberadamente hasta algún lugar que conozco para sorprenderme y regalarme detalles que estaban ocultos. Suele ocurrir que no se mira adecuadamente lo que está a la vista. El día que nos ocupa había finalizado mi camino donde lo inicié al apearme del vehículo. Jirones de niebla descendían del cielo, encapotándose por momentos, como un ejército de fantasmas dispuestos a expiar sus pecados. Estaba oscureciendo y el viento silbaba amenazante por encima de los riscos que rodean el convento de San Miguel de Santorcaral, un bello ejemplo del gótico castellano que contempla desafiante el discurrir de los siglos desde su impresionante atalaya en las estribaciones de la Sierra de Guadarrama. Mi intención era emprender la vuelta a mi hogar pero hubo algo que llamó mi interés. Quizás fuese porque el portón de la Iglesia anexa se hallaba abierto en contraste con la completa soledad en la que estaba, la cuestión es que decidí entrar en la nave.

Desde los candeleros, las danzantes velas iluminaban el interior tenuemente. El silencio dialogaba con el sonido del aire que gemía al chocar contra los sillares, los postigos, haciendo crujir las cristaleras y el rosetón que vigilaba la entrada con su enorme ojo. Avancé por el pasillo central para tomar asiento frente al altar y musitar alguna plegaria, acaso mejor escuchada en medio de tan desolada grandeza. Entonces, a mi derecha, advertí algo que no recordaba.

Era la talla de una Virgencita, pequeña, de unos 50 centímetros, primorosamente esculpida, hermosamente policromada. Representada encinta, lo que ya resultaba singular, aunque hubiese venerado otras imágenes en estado de gravidez. No acertaba a datarla, si pertenecía a la escuela flamenca como era probable, la fecha de realización se remontaría al siglo XIV más o menos. Por un momento colegí que había sido recién restaurada, motivo por el que resplandecería tanto y que esclarecía el hecho de que no la hubiese visto antes. No obstante, mi intuición me decía que lo racional me estaba engañando. Así estuve unos minutos, estudiándola minuciosamente para resolver un misterio. Hasta que oí una voz a mi espalda…

Simplemente me saludó con educación. Era una mujer joven, con el cabello rizado, oscuro y unos ojos tan azules que parecían trasparentes. Aunque refulgente en su belleza destilaba un profundo pesar. Le devolví el saludo y nos quedamos callados frente a la estatua. Súbitamente, como si hubiera acabado una oración se acercó a ella, depositó un beso en su mano llevándolo hasta el vientre de la talla, introdujo una moneda en el cepillo, encendió una de las bujías y me preguntó sin mirarme…

- ¿Conoce la historia de esta Virgen?
- No – respondí – De hecho estaba examinándola porque es la primera vez que la veo.
- ¿”Examinándola”? – repitió impasible - ¿Por qué le parece fuera de lo común?
- Soy profesor de Historia Medieval – acerté a decir en tono de disculpa – No deseaba decir eso exactamente, es lo que… inspira – al decirlo averigüé el motivo de mi curiosidad – Está demasiado bien conservada si no ha sido sometida a un proceso de restauración.
- ¿Y qué le “inspira”, profesor? – inquirió mientras se volvía, mirándome y sonriendo abiertamente para arrojar todo el destello de su luz alrededor – No, no ha sido restaurada.
- Entonces se puede calificar como “milagro” el aspecto que presenta. Cualquiera diría que ha salido ayer de las manos del artesano. Tampoco son muy habituales las Vírgenes embarazadas…
- Es que esta talla es única. “Milagro”, es extraño que haya empleado ese término… Si tiene tiempo y le apetece, le contaré lo que sé de Ella.

Asentí con la cabeza, dispuesto a escucharla con la mayor consideración para no perderme una sola de sus palabras, que tenían un efecto hipnótico sobre mí al combinarse con el brillo celeste de su mirada.

- Fue a finales del siglo XX. En algún momento, cerca del ecuador de la década de los noventa. En la vieja Europa se había vuelto a desatar el horror de una guerra, sangrienta y devastadora, para zarandear el corazón de una generación que se creía invulnerable y fuera del alcance de una situación que habían padecido sus padres y abuelos. Yugoslavia se desangraba entre el estupor y la indiferencia de la comunidad internacional. Fue en algún punto entre Bugojno y Travnik. Un coche de mando de la OTAN, de los que habían asignado a los observadores, avanzaba por una carretera semidestruida sorteando los socavones que el fuego de la artillería había dejado como testimonio del combate. Llovía incesantemente y el metálico cielo se mostraba completamente plúmbeo, como si fuera a derrumbarse de un momento a otro por el peso del tormento de los Hombres.

“Al salir de una curva, el soldado y el teniente que iban en el todoterreno pudieron contemplar un BMR (Blindado Medio Rodado) perteneciente a la Agrupación que España había destacado como contribución a la UNPROFOR. Estaba parado. El teniente utilizó los prismáticos para detallar la escena. Un legionario estaba hablando acaloradamente con dos milicianos a los que el tirador de la torreta apuntaba descaradamente. La tensión era palpable. Cuando los milicianos se percataron del acercamiento del vehículo emprendieron la marcha apresuradamente. Uno de ellos señaló su muñeca como indicando una hora, y se internaron en la espesura del bosque. El teniente se apeó de un salto sin esperar a que el coche se detuviese totalmente tras el blindado. Se podía escuchar el ruido de ametralladoras a lo lejos. El legionario se acercó y se cuadró como animado por un resorte. El oficial le preguntó…

- ¿Qué ocurre, sargento?
- No nos dejan pasar, mi teniente. No sabe cuánto me alegro de que usted también sea español, aunque venga bajo pabellón de la Alianza. Estamos patrullando el área comprendida entre Donji Vakuf y Novi Travnik. Dicen que aguardemos aquí un par de horas o que abrirán fuego contra nosotros.
- ¿Ha informado al mando?
- Sí, mi teniente… pero ya sabe – titubeó – Me han comunicado que no “provoquemos”…

El oficial pasó los dedos por su mejilla, contrariado, como si estuviese harto de oír algo.

- Sargento, ¿por qué cree que les han cerrado el paso?
- Mi teniente, estoy seguro de que sabe lo que significa un tableteo de ametralladora que se repite cada intervalo de tiempo, procedente de la misma dirección. No quieren testigos. Cuando hayan terminado nos dejarán pasar para que hagamos de sepultureros.

El teniente lo había presumido, pero es frecuente que se niegue la evidencia de la barbarie. Miró al suboficial. Aparentaba más edad de la que tenía, justo lo contrario de lo que le pasaba a él, que siempre le adjudicaban menos años de los que había cumplido en realidad.

- ¿Qué haría usted, sargento, qué haría si tuviese las manos libres?
- ¿Puedo darle mi opinión? – dijo disciplinadamente; el oficial confirmó con un leve movimiento de cabeza – Iría adelante, mi teniente. Es un farol. Saldrían por piernas. Salvaríamos vidas, que se supone que es lo que debemos hacer aquí: evitar que se maten entre ellos. Tengo el convencimiento de que son un hatajo de asesinos que han entrado en alguna aldea para hacer “limpieza étnica”… llevan armamento personal y alguna ametralladora robada a los holandeses, digo yo, porque no suena a nueva, no ha sido comprada a un traficante de armas, está fogueada de sobra… lo deduzco por el ruido que hace. Como mucho alguna pieza de mortero de 60 milímetros, con la munición contada… Tendrán a unos cuantos francotiradores armados con Kalashnikovas y escondidos a lo largo de la carretera. Nada más. Pero las órdenes se dan para cumplirlas.
- Soy de su parecer, sargento. Sólo se escucha ese martilleo, no hay disparos de respuesta. Nosotros nos dirigíamos a Zenica. Unos y otros hacen lo mismo: entran a saco en una localidad poco o nada guarecida, violan y matan para después prenderle fuego o volarla con explosivos. Hacer de don Tancredo lo llaman ahora “misión de paz”, eso cuando no juegan al pim-pam-pum con nosotros.

El sargento de la Legión le ofreció un cigarrillo. El teniente lo rehusó porque no fumaba.

- Ese es un buen hábito, mi teniente. Yo no fumo mucho, casi lo llevo para consolar a los vejetes que lo han perdido todo cuando llegamos… tarde, como bien sabe. No es muy normal cruzarse con un oficial español en un coche de la OTAN, si me permite la observación.
- No siempre he estado en Bruselas. También he servido en Regulares, en Ceuta. Hemos sido casi vecinos.
- Lo sabía, mi teniente, sabía que usted no era un pistolo*… - mostró entusiasmo - Yo aprecio mucho a los Regulares. Tengo un hermano que es Guardia Civil y me comenta que cuando tenían la misión de patrullar la frontera correteando tras los contrabandistas, los Regulares de la Torre de Mendizábal les dejaban tomar resuello si apretaba la calor o ponerse a cubierto si caían chuzos de punta. Ya sabe que allí diluvia si le da por llover, no como esta cortina de agua que te cala hasta las ideas… Caramba, las veces que nos habremos metido en la barriada del Príncipe junto a ellos para ajustar las cuentas a los candaos** que se pasaban de listos… ¿Hace tiempo que no va por allí?
- Sí, unos cuantos años ya. En realidad estuve poco. Lo suficiente para que forme parte de mi alma. Hay destinos en los que se ha estado y destinos que son parte de uno “per secula seculorum”.
- Lleva mucha razón, mi teniente. Hay unidades cuyo espíritu se le mete a uno en la sangre y ya no se le puede desprender, porque son parte de nuestro carácter. Creo que yo no sabría vivir fuera de la Legión. Me lo ha dado todo y me ha apartado de malos senderos. Me enseñó que había cosas mucho más importantes que mis caprichos y que servirlas como soldado me haría mejor persona. Sencillamente persona. Mi familia se ríe pero les he dicho que quiero que me amortajen vestido de legionario. No pido más. Sólo seguir vistiendo este uniforme allá donde Dios me ponga. Uno se lleva al otro barrio lo que ha hecho… y nada más.

El oficial guardó un respetuoso silencio. Comprendía perfectamente el sentimiento descrito por su interlocutor.

- Con su permiso, mi teniente, voy a decirles que pongan el BMR junto al coche de ustedes que está más protegido, aquí estamos muy expuestos a su vista.

Seguía lloviendo como si nunca hubiera hecho otro tiempo. Con desgana, con desidia, como si el sol se hubiese olvidado de brillar. El teniente oyó el motor del blindado y se encaminó hacia su vehículo para consultar el mapa. Fue entonces cuando cayó un proyectil de mortero, a unos cien metros. Y luego otro.

- ¡Maldita sea! Esos malnacidos nos están atacando – gritó el suboficial – No podemos quedarnos aquí.
- Han debido creer que nos poníamos en marcha, sargento – explicó el teniente – No queda otra que salir de aquí antes de que nos frían. Vayan delante lo más aprisa que puedan, abriéndonos paso, ustedes llevan blindaje, nosotros no. Les seguiremos – explotó otro más, acercándose – Hay un pueblo llamado Putucno, a unos cuatro kilómetros, esperemos que esté despejado, si es así pararemos allí.
- A la orden, mi teniente, ¡vámonos!

La pequeña e improvisada columna se puso en movimiento. El teniente intentó tranquilizar en su idioma al soldado conductor, que era italiano.

- Tranquillo, non devono vedere i lati del blindato, appena dietro, vicino, molto vicino dal BMR; si deve seguire il pneumatico marchi… attenzione il fango... e pregate ciò che si sa, se credi in Dio. (N. del A. “Tranquilo, no tienes que ver los laterales del blindado, justo detrás, cerca, muy cerca del BMR; debes seguir las marcas de sus ruedas… cuidado con el barro… y reza lo que sepas, si crees en Dios.”)

El chófer hizo rugir el motor y siguió las indicaciones del oficial. La carrocería se estremeció mientras caían sobre ambos vehículos fragmentos de tierra y árboles. Podían ver como el BMR recibía algunos impactos, pero avanzaba seguro gracias a la pericia del conductor que lo manejaba. Los disparos se iban apagando hasta que cesaron. También advirtió que la ametralladora había enmudecido. Silencio sepulcral más allá del zumbido de los motores. Y humo, a medida que se aproximan al pueblo donde tenían previsto detenerse. El olor a quemado lo envolvía todo. La aldea estaba empezando a arder, mas la lluvia mitigaba sus efectos y era de esperar que terminaría por extinguir la combustión. Todo estaba desierto. El blindado se detuvo en lo que debió ser la plaza principal de la pequeña localidad, apenas un puñado de casas, y la dotación se desplegó.

- Han debido irse hace unos instantes, mi teniente, como le dije. Se habrán internado en los bosques. Unas sabandijas. Los de la carretera han debido de avisarles por radio de que veníamos y han salido pitando. Nada más que un hatajo de asesinos.
- Hay algo más, sargento. Mire…

A un centenar escaso de metros, al pie de una tapia que presentaba innumerables marcas de disparos, se podían contar varios cuerpos. De lejos parecían ropa tirada entre los arbustos, pero un examen más minucioso del panorama escupía la verdad. Habían sido fusilados. Se allegaron a los infortunados y descubrieron varias hileras con más cadáveres. Efectivamente, habían salido corriendo… sin dejar a nadie vivo. Pero no era así. Uno de los legionarios informó que en la Iglesia había mujeres, niños y algún anciano. El teniente dedujo que los iban sacando de allí para ametrallarlos, sistemáticamente, metódicamente. Primero los que podían combatir: hombres jóvenes, más maduros y adolescentes, para continuar luego a discreción. El sargento ordenó que comunicasen al cuartel general de la Misión que precisaban ayuda.

Se encaminaron a la iglesia. Era de reducidas dimensiones. Quisieron hablar con el sacerdote. Imposible, le sacaron de los primeros. Al parecer, muchas personas de los alrededores se habían ido refugiando en la aldea, perdida en el monte. Esa opinión les hacia sentirse a salvo de las partidas de milicianos… hasta que llegaron el día anterior. Primero les robaron, luego violaron a sus mujeres y después… después la silente elocuencia de los cadáveres daba fe del resto. Hubiesen asesinado a todos, pero aparecieron los soldados y se marcharon precipitadamente. El llanto era la nota predominante porque habían salvado la vida pero lo habían perdido todo. A sus hombres, hijos, padres, maridos, hermanos. El teniente observó unos cables que le intranquilizaron. Los siguió con la vista. Una caja. Se acercó. Eran explosivos. Ordenó desalojar la parroquia inmediatamente. Sin embargo, no explotó nada.

Quizás fuese por efecto de la humedad, la cuestión es que no consiguieron el objetivo último de acabar con todas las vidas de la aldea. El temporizador se paralizó un segundo antes de que el automatismo se activase. Habían puesto ocho cargas, su propósito era que la iglesia se derrumbase, colapsase, para rematar la masacre que no habían podido culminar. No se explicaba el porqué. Dicen que la casualidad es caprichosamente mágica. Se fijó en el rostro del suboficial…

- Mi teniente… tiene que ver esto – apuntó agitadamente – nunca me he topado con nada igual.

Salieron afuera, rodearon la iglesia y se adentraron en el bosque, donde la neblina se hacía más densa, hasta lo que parecía una capilla en ruinas. Ninguno de los lugareños les habló de ella. La estatua de una Virgen, no era grande, parecía brillar con luz propia por el colorido tan vivo de sus ropajes, de su piel. El forjado se había venido abajo pero no tenía ni rastro de escombro. Un charco oscuro a sus pies, en el suelo. Y dos regueros que salían de sus ojos. Estaba llorando sangre. El teniente restañó una lágrima con su dedo índice. Sí, indudablemente, era sangre. Y continuaba brotando, goteando hasta el suelo sin causa que pudiese aclararlo. Otro elemento prodigioso era que la lluvia no mojaba la talla, ni siquiera la hornacina donde permanecía, como si el agua mostrase de esa manera su respeto por el milagro, comenzaba a arreciar.

- Hay que llamar a las autoridades eclesiásticas, a Roma, - afirmó el oficial poco convencido, se dejó llevar por un pálpito - quizás… ¿Qué haría usted, sargento?
- La llevaría a un lugar seguro. Lo más extraño es que los lugareños no saben nada de esta ermita. No la conocen, es como si… hubiera caído del cielo, con la lluvia – sonrió con tristeza – No echarán de menos lo que no han tenido, mi teniente. La trataría como un exvoto…
- Yo no he visto nada. No sé nada de este asunto. Sólo le pido que la lleve a ese sitio seguro, un monasterio acaso, y que comunique este suceso a los religiosos que se hagan cargo de ella. No se me ocurre mejor escolta que un pelotón de la Legión para sacar esta talla del mismísimo corazón del infierno. La dejo en sus manos. No tardarán en llegar los refuerzos. Yo tengo que seguir mi camino.

Se despidió del suboficial. El conductor arrancó el todoterreno cuando vio que el teniente se acercaba al vehículo. Una voz le llamó, era el sargento.

- Mi teniente, – se cuadró ruidosamente y le saludó – a sus órdenes… sin novedad en la patrulla.

“El oficial miró alrededor. Los cadáveres, mujeres llorando desconsoladamente, niños con la mirada perdida, casas destruidas… No comprendía la razón de que unos viviesen y otros no. De tanta crueldad y cobardía…. “Sin novedad”. Se cuadró solemnemente y devolvió el gesto, marcando los tiempos del saludo. Nunca han vuelto a encontrarse, pero ambos se recuerdan con respeto. El sargento trajo personalmente la talla, y las religiosas la pusieron aquí. Y aquí lleva desde entonces…”

- No puede ser, – señalé – he venido en muchas ocasiones y jamás la había visto antes.
- No todos pueden ver lo que tienen ante sí – replicó con una sonrisa enigmática – hay quienes ni siquiera ven lo que tienen en su corazón...

La alarma del coche comenzó a sonar. Supuse que por culpa de un fuerte golpe de viento, me excusé con fastidio y salí. Ya estaba en el exterior cuando escuché con claridad, como si estuviese junto a mi, puesta su cabeza sobre mi hombro, susurrándome, “y alarmas hay más importantes que la de un vehículo...”

La sirena se paró al punto. Me hallaba completamente solo. Las tinieblas se enseñoreaban del firmamento, acaso como luto por la desaparición del sol. Únicamente silencio. Quise regresar con la misteriosa dama para interrogarla, empezando por su pintoresca despedida. El umbral había sido velado por la recia puerta de la iglesia, una operación que requería tiempo y que era imposible haber realizado en silencio. Los vetustos goznes se hubiesen quejado sin remedio. Me sentí burlado por un suceso que al que no hallaba explicación.


Me costó retornar. No por falta de ganas, sino porque los compromisos me iban tendiendo celadas que no podía soslayar, como si una mano invisible se hubiera propuesto impedir que volviese. Finalmente, uno fue pospuesto. Era la ocasión. No me arredró la lluvia, mansa, imperceptible, como la que describió la bella mujer en su historia. Tuve suerte porque se hallaba el sacerdote. Ahí acabó, porque no sabía de lo que le hablaba. Incluso tuve la sensación de que le estaba incomodando mi visita. Ya había desistido, dispuesto a marchar con el pesado lastre del fracaso de mis pesquisas, cuando alguien me agarró del brazo. Era el cura.

- Discúlpeme - miró a ambos lados como si quisiera cerciorarse de que estábamos completamente solos – No es la primera vez que vienen preguntándome por este prodigio. Normalmente son chafarderos ociosos, charlatanes con afán de notoriedad o curiosos sin escrúpulos con ganas de ridiculizar a este pobre sacerdote que le atiende. No suelo hacerlo, ya lo ha comprobado, pero le he visto por aquí a menudo y usted desprende algo que descarta que pertenezca a alguno de los grupos que le he relacionado y que temo… - cogió aire – Esta conversación no existe, tómela como si fuera secreto de confesión – rió suavemente - Sí, yo también la he visto. A la Virgencita y a esa mujer, no se aparecen la una sin la otra.
- ¿Aparecen? – repetí asombrado - ¿Cómo es posible? ¿Quién es ella?
- No lo sabemos. No hay un patrón definido. Ya sabe que estos andurriales son muy solitarios. Usted es afortunado porque le habló. Lo ha hecho muy contadas veces. Y esta es la primera que cuenta una historia… Cuando comenzó, finalizando el siglo, informamos de ello al Obispado… Vino un experto de Roma con celeridad, por los antecedentes, estuvo aquí varias semanas y nada de nada. Obviamente su informe fue negativo, que aquí no pasaba nada al respecto y todo eso, ya sabe, y se dio carpetazo al asunto. Punto final. Pero sigue surgiendo cuando menos lo espera uno. Es una Virgen del Gótico espectacular, desde luego. Y la dama parece rezarle. Una señal que Dios nos envía aunque no sepamos interpretarla. Hay explicaciones que sobran, amigo mío, porque no las necesitan los sucesos que nos toca vivir. Ni el dolor desaparecerá porque sepamos explicarlo. Como tampoco la Libertad, la Vida o la Esperanza de Redención que albergan nuestros sueños.

Le agradecí su confianza. Regresé a mi domicilio reflexionando sobre las palabras del religioso y acerca del excepcional fenómeno que había vivido semanas atrás. En ello andaba ocupado cuando mi memoria se tropezó con los versos de Calderón de la Barca…


¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.


En efecto, lo que llamamos realidad puede que no sea más consistente que el material del que están tejidos nuestros sueños… o nuestras pesadillas. La autovía se arrastraba sinuosamente por el paisaje hasta ser engullida por la niebla…

Notas:
* Jerga cuartelera. Mote que reciben los militares que no pertenecen a unidades de choque.
**Jerga cuartelera. Apelativo referido a musulmanes.