martes, 29 de marzo de 2022

El espejo de los Montgómery

CAPÍTULO I

Mario Herrier es un reputado arqueólogo con más de veinte años de imposibles búsquedas e investigaciones a sus espaldas, y con más cicatrices de las que le gustaría confesar sobre la piel de su conciencia.

A diferencia de sus colegas, don Mario prefiere el trabajo de campo a la sesuda inmersión en un museo o en una biblioteca, que respeta y mucho, sin embargo, a él le agrada respirar la tierra y sudar la lluvia para sentir así, como suele decir “el latido de los que han sido”.

Mario sintió la vocación, y la devoción (¿por qué no decirlo?), de la Historia, que es como una suerte de extraña religión con santos muy alejados de la Santidad por ser sólo hombres; cuando se asomaba a su remota adolescencia, ese ignoto y nebuloso territorio sin demarcar que nos centrifuga inmisericorde desde los doce años hasta una edad sin determinar, según quién, porque hay elementos que siguen disfrutando de esa época hasta su muerte a provectas edades.

Mario recordaba esa tarde noche de un otoño agotándose en diciembre, con el frío que hería sus mejillas, y con la humedad que se enseñoreaba del ambiente mientras que una euforia incontenible inundaba su joven corazón tras haber visto una película en la que el héroe, arrostrando mil contrariedades y adversidades, lograba sobreponerse a todo y a todos, para arañar y rasgar el velo que escondía un episodio trascendental de la Historia de la Humanidad. Sí, hacía siglos de eso, pero ese mismo corazón, ya el de un hombre despidiéndose de su juventud, palpitaba y daba un brinco en el pecho cuando le llegaba o descubría un indicio de algo que le metiese en una arriesgada aventura, tal como ese héroe que le deslumbró en su pubertad.

Fue la mañana de un jueves, al salir de una aburrida reunión con un grupo de posibles inversores que allegasen fondos para encontrar la prueba de que, acaso, sólo acaso, hubiese existido otra Humanidad antes que la actual. Su intuición de investigador no arrojaba conclusiones halagüeñas sobre el resultado de dicha reunión. El escepticismo siempre aletea ruidosamente sobre quienes defienden posturas poco, o nada, heterodoxas; ello sin olvidar que el dinero y quienes lo usan son cobardones por naturaleza.

Pero Mario detestaba ser pesimista. “Eso”, decía con frecuencia, “es de perdedores”.

Abandonó el edificio por la puerta principal mientras se ajustaba la corbata y la chaqueta, se despidió de su colaborador rehusando su invitación para tomar un café, y se dispuso a dar un paseo que le ayudase a aclarar sus ideas bajo un plúmbeo cielo gris que amenazaba lluvia en breve.

- Buenos días, perdone que le moleste, ¿es usted el doctor Herrier?... Es usted, ¿verdad?

Mario bajó de bruces a la realidad. Quien le abordaba era una mujer muy guapa, de unos treinta y pico, arreglada y bien vestida, lo que denotaba un gran respeto por sí misma, lo que irradiaba desde sus grandes ojos claros.

- Hmmm – Dudó antes de responder. – Sí, soy yo… ¿Nos conocemos?

- No – Repuso la aún desconocida. – Perdone que le moleste con tan poca consideración. – Insistió. - ¿Sería tan amable de dedicarme cinco minutos?

- Cinco minutos no es mucho – Mario procuro analizar a su interlocutora. – Si me dice como se llama, tiene esos cinco minutos.

- Disculpe – Volvió a excusarse. – Mi nombre es Celeste Montgómery y deseaba contarle algo acerca de un objeto único que poseía mi familia y…

El arqueólogo interrumpió su atropellada explicación.

- Cálmese, no voy a cronometrar su “exposición” – Celeste sonrió. – Ese apellido… ¿Es usted francesa?

- No. – Contestó la mujer. – Pero mi padre sí lo era. – Una sombra de tristeza intentó nublar su mirada. – Soy española.

- Bueno, eso nos pasa a muchos, afortunadamente. – Mario intentó bromear para espantar ese pesar que acechaba. – Siento lo de su señor padre… Permítame invitarla a tomar algo y me cuenta lo que parece ser un… ¿misterio?

Celeste asintió esbozando la mejor de sus sonrisas, que iluminó su rostro. “Sí”, pensó Mario, “decididamente es una mujer muy guapa. Quizás sea un día de suerte. O no…”

Los aledaños de la madrileña Puerta del Sol no andan escasos de establecimientos relacionados con el sector de la Restauración, por lo que no tardaron en hallar una cafetería. Una vez sentados alrededor de una mesa, uno frente a otro, como si fueran dos ejércitos en orden de batalla, Mario tomó la iniciativa de tal metafórico combate, y tras pedir sendos cafés, le dijo…

El relato completo se puede descargar al precio de €0,99 (sólo costes de publicación) AQUÍ, o bien solicitarlo a través del formulario de contacto de este blog, indicando su correo electrónico para que se lo remitamos, gratuitamente, en formato PDF.


miércoles, 16 de marzo de 2022

Hola, guapo


Todo acaeció en el tórrido agosto de 202… Guarrespolén es un pueblo escondido entre las últimas montañas que velan el Océano Atlántico a los impresionables ojos de quienes gustan de creer que viven en la mejor de las realidades posibles; en ese norte español que siempre parece despertarse en el sueño más disparatado, quizás concebido por Valle-Inclán, por Borges o por Bécquer que, para esto de las pesadillas, los autores del norte nacen donde les viene a dar en gana.

Un somnoliento conductor, de nombre Juanín, cruzaba la madrugada por la solitaria carretera que atraviesa su término municipal, en su viejo vehículo. El hombre no estaba de vacaciones, ni las esperaba, que en el nuevo y competitivo mercado laboral que habían configurado las preclaras mentes que nunca se habían ganado el pan con el sudor de sus mentes, lo de las vacaciones era un abuso intolerable. Así que, diligente tras su agotadora y breve jornada de doce horas, se dirigía a su cercano domicilio que distaba unos cincuenta kilómetros de la empresa donde colaboraba por un sueldo justo. Muy justito para ir tirando y rezando para que no le viniese ningún imprevisto porque lo de ahorrar era tan hilarante como lo de las vacaciones. 

Iba pensando en sus cosas, en sus miserias cotidianas. En los días que le faltaban para cobrar el salario y tapar algo los huecos de su frigorífico, que parecía un bloque de nichos con los cadáveres en excedencia, que no se diga que la Eternidad no lo permite. O en si sería capaz de estirar el gasóleo de su depósito para no tener que repostar, que las distribuidoras de combustible tenían el detalle de no menguar su precio cuando petróleo baja mientras que son raudos si este incrementa sus cifras, al igual que la voracidad fiscal del Estado, acaso para que el consumidor considerase en su debida medida el coste del magnífico progreso que se disfruta, ya se sabe que no se valora adecuadamente lo que es barato. En todas esas cosas iba cavilando el buen hombre, que ya se encarga quien sea de llenarnos las ideas de basura para que no reparemos en lo Fundamental.

Fue en el punto kilométrico 6,660, justo después de tomar una curva a la izquierda y de que la carretera se enderezase inquieta por salir de la frondosa espesura que engullía inmisericorde casi todo su recorrido. La Luna estaba en cuarto menguante y apenas lograba alumbrar lo suficiente para crear esas dudosas sombras que el Plenilunio proyecta para inducir a la locura, y que tanto conocemos los que hemos estado durmiendo (o intentándolo) al raso, en el monte.

Cambió de marcha para acelerar, llegar a casa cuanto antes ya resultaba acuciante por la fatiga y el sueño que le bufaba furioso, por cobrarse otra víctima, en su cogote. Al principio creyó que se trataba del reflectante impactado por las luces de su coche, de un blanco resplandeciente, luego pensó que el parabrisas le jugaba una mala pasada, acaso por algún gran insecto estampado contra el cristal. Pero no, no era nada de eso. Era la silueta de una persona, de una joven con un largo vestido blanco, quizás de color crudo, de estilo un poco hippie, sin bolso, la escasa brisa movía el vuelo de su ropa con señorial donaire. Iba caminando por el arcén, a la derecha de la carretera, al contrario de lo que prescribe el Código de la Circulación, que nuestros servidores públicos siempre, siempre, siempre, están cuidando el bienestar del ciudadano; y nunca, nunca, nunca se rigen por el afán de sablear su bolsillo, faltaría más, dada la legendaria buena voluntad de nuestros políticos.

Eran las tres y once minutos. Levantó el pie del pedal del acelerador y el vehículo fue perdiendo velocidad hasta llegar a la altura de la chica, que era sumamente sorprendente, por inusual, que una señorita anduviese en soledad por una carretera secundaria tan a deshora y por esos andurriales del Señor. Mientras el coche se iba deteniendo la observó con mayor detalle, no tendría más de veinticinco primaveras, morena de largos cabellos, con proporcionado talle y ese vaporoso vestido que tanto espacio dejaba a la masculina imaginación. Bajó la ventanilla…


- Buenas noches, señorita, ¿necesita ayuda?

- Hola, guapo, - le respondió sonriendo – voy a Miralmés. Me harías un gran favor si me acercas…

- Eso le pilla lejos para ir a pie… Claro que sí, mujer, suba que yo también voy allí, es mi pueblo… - La señorita se subió al vehículo y se sentó en el asiento del copiloto. – No la he visto nunca por aquí, si me permite la indiscreción, ¿está en Guarrespolén de vacaciones?

- Algo así… - Contestó enigmática. – Fue una suerte que pasases y me vieses… - Añadió con el acento propio de la región.

- ¿Cómo no habría de verla? Es usted muy guapa, si no le ofende el cumplido. Es que tiene nuestro acentín, pero no la recuerdo… ¿Tiene familia aquí? ¿Acaso es usted la chica de los “Marciales”?

- No me ofendo, gracias… No sé quiénes son los “Marciales” de los que me hablas... Tienes un coche muy moderno…

 

Pensó que le estaba tomando el pelo y le siguió la broma, al tiempo que enfilaba una larga curva a la derecha.

 

- Mujer, si le quita los treinta años que tiene, sería de ayer mismo.

- ¿Treinta años? No puede ser… No puede ser... – Repitió azorada, para exclamar acto seguido, - ¡Por Dios, ten cuidado con esta curva!

 

Hizo ademán de cogerle el volante con su mano izquierda, tan nívea que jamás había visto nada semejante. El automóvil derrapó y frenó bruscamente en medio de la calzada. Ella ya no estaba.

Puso las luces de emergencia y se apeó apresuradamente, por ver adónde podría haberse escabullido la joven… Pero, ¿cómo lo habría hecho?

Estuvo buscando con la mirada, escudriñando la pétrea oscuridad que le cercaba. Incluso extrajo de su guantera una linternita, siempre la llevaba por si acaso. Gritó varias veces “señorita”, “señorita”, con desesperación por no explicar lo acontecido, sin otra respuesta que la caricia del fresco y huidizo viento que acariciaba el follaje de los árboles.

 

Regresó al interior del vehículo. Miró la hora. Las tres y diez. Era imposible, le había echado un vistazo al recoger a la joven y el reloj digital marcaba las tres y once. Entre las dos consultas horarias había parado, subido la chica y llegado hasta ese punto de la carretera, que ahora se le antojaba el lugar más extraño del planeta, como confirmó el escalofrío que le estremeció, pese al calor apenas mitigado por el aire.

Pasó del estupor al miedo, y del miedo al pánico. Metió primera y arrancó el automóvil aprisa con el corazón latiéndole con tal vigor que creía que le iban a estallar las sienes.

No conseguía explicar lo sucedido, “si es una carretera muy tranquila, sólo la cogemos los cuatro que salimos de Miralmés para ir a Ventarán”. Se convenció para acudir al puesto de la Guardia Civil más próximo, que estaba en el pueblo anterior a Miralmés siguiendo por ese mismo camino. Así lo hizo, golpeó la puerta con el viejo aldabón y, tras unos largos instantes, le abrió un agente de la Benemérita…

 

- Buenas noches, ¿en qué podemos ayudarle? – Le inquirió un agente con cara de sueño y malas pulgas a partes iguales.

- Buenas noches, mire usted, es que vengo de Ventarán y en la carretera, a la altura de Guarrespolén, me he encontrado con una chica que andaba por su arcén…

- ¿Y? – Le interrumpió el guardia civil. – No es ilegal pasear a estas horas… - Le aclaró desabridamente el agente.

- No es eso… - Juanín titubeaba nervioso. – Es que la he recogido en mi coche porque iba a Miralmés también y… pues que ha desaparecido. Que estuvo y luego ya no estaba.

 

El agente, que era nuevo en la comarca, le miró de hito en hito buscando algún indicio que le confirmase si Juanín estaba de broma o borracho. Le preguntó, con aire de guasa, “¿qué ha bebido? Ande y váyase a la cama que todavía le hago soplar el alcoholímetro…”

 

- Estoy sobrio, señor agente. Nunca bebo alcohol. Traiga el aparato ese si quiere. Le estoy contando la verdad. La chica se esfumó de mi asiento del copiloto cuando veníamos de camino. Se volatilizó, se lo juro por mis hijos.

 

El miembro de la Benemérita resopló con aire de fastidio y le espetó un autoritario “espere aquí” entre dientes. Después de unos minutos, salió un sargento que saludó a Juanín cuando le reconoció…

 

- ¡Hombre!, ¡Juanín!... Pero, ¿qué haces aquí a estas horas?

- Buenas noches, mi sargento- - Juanín aún conservaba vestigios de la disciplina de su lejano Servicio Militar. – Usted me disculpará… Mire, yo quería poner en su conocimiento que, retornando a mi domicilio, recogí a una desconocida rapaza, de unos veinticinco años a lo sumo, y recién pasamos del Claro de Esteban, pues que desapareció de mi coche.

- Juanín… ¿Qué me estás contando? ¿Una historia de aparecidas y xanas?

- Ignoro qué fue, mi sargento, pero que sucedió lo que cuento, que me caiga muerto si no ocurrió así…

- Ya… Y dices que fue una mujer… Mira, Juanín, por tu bien, yo me callaría lo que te ha pasado y lo dejaría correr. Son cosas que pasan a veces, y ya está. Sí, no enredaría con esto porque si tenemos que abrir una investigación, no te va a traer nada bueno…

- Pero, ¿por qué? Si no hice malo…

- A ver Juanín, - el sargento le agarró el brazo paternalmente a pesar de ser más joven que su interlocutor, – dices que has recogido, en tu coche, a una mujer que no conoces y que, según tu testimonio, se ha desvanecido en el aire ante tus ojos. Si enfocamos este asunto con “perspectiva de género”, tal como preconizan nuestros superiores, lo primero que tendríamos que hacer es detenerte y avisar a la capital para que nos envíen personal cualificado para desmontar y examinar tu automóvil en busca de posibles restos. Y tú, detenido, hasta que el señor juez o señora jueza decida qué hacemos contigo.

- ¿Cómo es eso, mi sargento? Si ni siquiera yo comprendo lo sucedido, que miré el reloj del salpicadero cuando montó, y cuando se esfumó marcaba una hora distinta pero anterior. Sólo quiero que me ayuden a explicar lo sucedido…

- Pues Juanín, te ha pasado, ni más ni menos, lo que les pasa a otras gentes que se lo callan por ser prudentes. En esa zona pasan cosas raras, lo sabemos confidencialmente, ¿qué quieres que te diga? Tú lo has visto, sea lo que sea, otros también. Sin embargo, hay que saber cuándo cerrar la boca, y esta es una de esas. Así que vete a dormir, aquí no ha pasado nada por tu bien y punto. Hazme caso, que no eres un crío, y no está la Magdalena para tafetanes…

 

El hombre no insistió ante la velada amenaza de terminar en el calabozo. Retornó a su casa y se acostó, dándole vueltas al tema de cómo puede acabar una persona en la cárcel si no ha hecho nada malo.

 

Al día siguiente se despertó con un importante dolor de cabeza. Telefoneó al trabajo para excusarse por no ir, el jefe le replicó con un chulesco “tú sabrás, pero día que no trabajas, día que no cobras, y recuerda que tengo dónde elegir”, sin preguntarle, siquiera por educación, sobre la causa de su absentismo.

Tenía la intención de guardar cama para estar mejor al día siguiente. Le llamaron por el móvil impidiéndoselo. “Oye, que el alcalde te está poniendo verde porque, según él, eres un acosador y un maltratador.”

 

- Caramba, ¿qué bobada es esa? – Acertó a decir el asombrado Juanín. – ¿A cuento de qué?

- Pues porque resulta que su sobrino estaba ayer en el cuartelillo de la Guardia Civil y escuchó una conversación que mantuviste con el sargento. Le ha ido con el cuento y como va de feminista y demás, pues que imagínate el resto…

- Sí, hablé con el sargento de madrugada por un asunto, pero no es cierto que yo haya acosado o maltratado a mujer alguna… Recogí a una muchacha que iba caminando por la carretera cuando venía de Ventarán, y cuando salíamos del Claro de Esteban se evaporó en el coche…

- Sí, algo de una chica va contando. Yo te creo, amigo mío, - le aclaró su interlocutor, - sin embargo, este va contando lo que te refiero… Ya sabes, como nunca pasa nada, aprovecha para montar un numerito y hacerse el progre…

- ¿Por qué me crees? – Inquirió intrigado Juanín. - ¿sabes tú de algún suceso similar?

- Primero porque te conozco desde que éramos chicos; y segundo, porque en una ocasión mi hermana y mi cuñado vieron a una joven por esa misma zona. Pasaron a su altura y cuando se detuvieron para ver quién era y si necesitaba auxilio… pues que ya no estaba. O sea, que no eres el único que cuenta “cosas” de ese sitio.

 

El amigo se despidió. Juanín no reflexionó mucho. Se vistió y marchó resuelto a hablar con el alcalde y soltarle cuatro frescas en el bar que regentaba, que funcionaba como una especie de Casa Consistorial bis.

 

- Que qué es eso que vas diciendo de mí… - Le abordó sin miramientos desde la puerta del establecimiento. - ¿Cómo te atreves a contar esas patrañas?

- Para, para y tranquilízate que vienes tú con muchos humos, - le replicó fanfarrón el alcalde, consciente de que estaba ante su público, - Cuento la verdad, lo que me ha referido mi sobrino de la capital, que es tan agente de la Autoridad como yo, y lo que decimos nosotros va a misa, bueno, el que vaya a misa, que aquí ya no tenemos ni cura, - se carcajeó ruidosamente con las chanzas añadidas de la parroquia que actuaba como claque del primer edil, - que eres un maltratador, Juanín, y un acosador, que cogiste a la muchacha y como te dio calabazas, dejaste a la pobre rapaza en medio de la noche y de ningún sitio…

- ¡Eso es mentira! – Gritó. - No le hice nada, sólo iba a traerla hasta este pueblo de chismosos…

- Ya, ya… - Interrumpió incrédulo el alcalde. Ahora estamos ante un “Expediente X”… ¡Pobre muchacha! Tienes suerte de que no la encontremos, porque todos los de tu calaña tienen que estar en prisión como perros rabiosos, no tenéis derecho a vivir en una democracia como la que nos hemos dao…

- Me conoces de sobra para saber que yo soy incapaz de hacerle nada de lo que me acusas, no tienes pruebas, sólo me calumnias por razones que no llego a comprender, y lo que conté anoche en la puerta del cuartelillo de la Guardia Civil es la pura y simple verdad de lo sucedido. Tu sobrino, "de la capital", es un correveidile sin conciencia y sin oído; y tú... Tú eres un mierda.


Le echaron del bar con cajas destempladas, dada la condición de sede consistorial alternativa que disfrutaba el bar. Juanín maldecía la hora en que se le ocurrió acudir al puesto de la Benemérita para relatarles lo que, ya no albergaba dudas de lo vivido, era un fenómeno extraordinario, sobrenatural, de personas que quedan atrapadas en algún punto de aquí y de Más Allá, asaltando a atemorizados espectadores, testigos de lo increíble, que solamente son conscientes del prodigio al que asisten cuando ya ha finalizado, cuando les invade la descarnada certeza de que existen cosas y eventos dolorosamente inexplicables. La racional y cartesiana vida que llevamos se obstina en desbancar y silenciar la Trascendencia, siendo como somos un breve paréntesis entre dos misterios: De uno nacemos, el otro nos engullirá inexorablemente.

 

Juanín volvió a pasar la noche siguiente, y las sucesivas, yendo y viniendo por esa carretera, aproximadamente sobre las mismas horas, para dar con ella. Se obsesionó con lo acontecido, incapaz de pasar página y seguir adelante con ese agujero en lo que era lógico dentro de su personal relación de vivencias. Dejó el trabajo, su existencia se redujo a ir y volver de madrugada por ese solitario camino con patológica insistencia y desesperación, todo por demostrar que ella no fue una alucinación, que demostró tener más vida y lozanía que tantas personas que se presumen reales sólo porque deambulan por ahí y nos cruzamos con ellas.

 

Presa de su angustia y afligido en extremo, se dispuso a dar un último trayecto, vencido por el agotamiento, en dirección a su domicilio. Marchaba a gran velocidad y observó algo parecido a un resplandor. Era ella.

 

Frenó a fondo y detuvo el automóvil. Se apeó y fue a su encuentro, estaba frente a la mujer, apenas a un par de metros de la mujer. Le sonrió dulcemente. “No te disgustes, Juanín”, le comentó despreocupada, “no te disgustes porque ellos son los muertos, no nosotros, lo único es que todavía no se han enterado…”

 

Le ofreció su brazo, del que se prendió el hombre. Ahora daban igual los cotilleos a sus espaldas, los arribistas malintencionados y sin escrúpulos. Ella era más real que todo lo que había dejado atrás, que parecía pequeño y sin importancia; esa barahúnda hipócrita, caótica y malvada, sin orden ni concierto, que no duda, una vez tras otra, en arrastrar a la hoguera de su falsa virtud a multitud de inocentes, cuando los que arderán en el infierno son ellos mismos.

 

FIN DE “HOLA, GUAPO”

A.M.G.D.