miércoles, 29 de julio de 2009

Apocalíptica - ¿Quieres contemplar un amanecer de fábula?

Desapareció una tarde. Le estuvo llamando por el móvil. Primero con despreocupación. Luego con extrañeza, y comenzó a dejarle mensajes en el buzón de voz. Más tarde, alarmada, y por último con la voz bañada por el llanto.

Acudió a la policía, pero no obtuvo más que buenas palabras. Que si aún era pronto, que pensase en la posibilidad de “otra” relación porque “estas cosas pasan”… Ella estaba convencida de que algo malo le había sucedido. Empezó su espera…

Poco después formalizó la denuncia. Tantas preguntas cuando lo que tenían que hacer era buscar. Tenía que estar en algún sitio. Salió del trabajo con normalidad, la última persona que le vio fue el conserje del edificio donde se hallaba su oficina. “Tan elegante y atento como de costumbre”, declaró a los detectives. El automóvil estaba tan meticulosamente estacionado como siempre. Descartaron el suicidio: “las víctimas de tendencias autolíticas no juegan al escondite post-mortem”, le informó con tan poco gusto como delicadeza el apático inspector que le tocó en suerte. Ella ya había deducido eso mismo por sus berroqueñas convicciones. No, jamás se suicidaría.

Estaba angustiado por las deudas. “Esa es una buena razón para desaparecer”, le dijo el desagradable que llevaba su caso. Pero también porque no le pagaban. Ella ya sabía que tenía problemas, pero no tan graves. Todo se lo callaba para rumiarlo en solitario. Era un hombre de la vieja escuela, educado, cortés, todo un caballero, elegante incluso en vaqueros, podía mantener una conversación sobre cualquier cuestión, pero su “mundo interior” era impenetrable. Era imposible no enamorarse de él.

Le echaba de menos. La cama era un abismo inabarcable y el tic tac nocturno del reloj del salón marcaba el compás de su aflicción. Sólo el agotamiento le traía el sueño. Sueño inquieto, aberrante, enloquecido, pero sueño al cabo para recomponer una mujer que se despertaba sollozando porque había perdido su razón de ser. Una razón de la que no se había percatado hasta que ya no estuvo a su lado.

Tras semanas de pesquisas infructuosas, el policía dejó de llamarla. Sospechaba que habían abandonado la búsqueda. Si la muerte le había sorprendido, podría aparecer en cualquier momento o nunca. Tampoco vivo, y con la que estaba cayendo quien se iba a preocupar de alguien que se había “fugado”. Pero ella sabía que no era así. ¿Acaso le conocían mejor que ella, que le amaba con todo su ser y que se sentía cercenada desde que no podía estrecharle en sus brazos? Él daba la cara en toda ocasión porque era un caballero, “su” caballero. Y un “caballero nunca abandona a los suyos”, como decía frecuentemente.

La compañía de seguros también se desentendió. Si no estaba “legalmente” fallecido, debería cumplir los plazos previstos por la normativa y ese no era problema de ellos hasta entonces. Le asombraba la facilidad con que se despachaba la muerte en el frío mundo jurídico. A veces tenía la sensación de que le estaban hablando de la reparación de un coche o de las características de un mueble. Había perdido lo que le anclaba a la vida, aunque no lo había sabido hasta entonces, y los desconocidos que la “asesoraban” mostraban una frialdad kafkiana.

“¿Quieres contemplar un amanecer de fábula conmigo?”. Así la despertaba innumerables mañanas e innumerables mañanas ella se había dado la vuelta para seguir durmiendo. El frenético ritmo del mundo laboral impone respuestas disparatadas. Claro que le fascinaban los amaneceres, y ahora añoraba dolorosamente todos y cada uno de los que había perdido con tanta ligereza. Él prefería el alba porque era “una promesa lírica”, mientras que el crepúsculo escenificaba “una consumación épica”, un anticipo del final de los tiempos, el sol sumergiéndose lentamente en las tinieblas. El romanticismo está reñido con la rutina de una jornada de trabajo y ella había permitido que esta última hurtase instantes inolvidables junto a “su” caballero. Sí, los había perdido para siempre porque pensaba que ya no habría más…

Los sueños empeoraron casi al mismo tiempo que su familia y amistades la comenzaron a presionar para que se distrajese y saliera. Lo hacían con buena intención, sin duda, pero lo único que ella ansiaba era estar entre sus brazos, otra vez. Sentir que sus cuerpos eran sólo uno y que sus almas se entrelazaban como una melodía. Esa melodía había quedado abruptamente quebrada y sólo lograba escuchar el rumor clamoroso del silencio donde antaño había palpitado su corazón. Un corazón que había olvidado porqué latía.

Tardaba en conciliar el sueño. La doctora le había prescrito unos somníferos, pero ni siquiera los compró. Hubiera dado todo por una receta que le hubiera retornado junto a ella, aunque fuese por unos minutos para decirle tantas cosas que se quedaron prendidas en sus labios egoístamente, para languidecer sin ser dichas finalmente, en ese purgatorio donde acaban las promesas incumplidas, las frases no pronunciadas y los hijos sin nacer, aguardando el alma que las condenó para hacerle compañía en la Eternidad. Un sueño sin sueño.

Eran los griegos, según le dijo una vez, los que representaban a la muerte y al sueño como hermanos gemelos porque es difícil distinguirlos. Hay sueños muy vivaces y las pesadillas que padecía ella eran horribles. En ese escenario onírico siempre era de noche. Se veía en un solitario andén, en medio de sombras, y después de esperar la llegada del tren en medio de espantosos temores, se arrojaba a la vía cuando entraba en la estación envuelto en un estruendo infernal y humo negro. Otras veces intentaba correr pero la calle se empinaba tanto que tenía que agarrarse a algo para no deslizarse hacia el abismo, aunque al final, vencida, se dejaba caer. Frecuentemente soñaba que paseaba por un cementerio, era engullida por una fosa y acababa enterrada viva en un féretro que la aprisionaba, tanto, que queriendo gritar no conseguía sacar nada de su garganta. Porque estaba muerta.

Despertar sin nada más que unas lágrimas anegando su almohada. Un océano de lágrimas usurpando el lugar que antes ocupaba él. Recordaba la canción de los “Moody Blues” que se iniciaba con la estrofa “When I wake up today, I was crying, lost in a lost world”, que tanto escuchaba él, acaso como funesto augurio de lo que estaba por acontecer. Un océano de lágrimas embravecido por el dolor, la ausencia y la muda culpabilidad por tantos besos que quedaron sin vida. Como ella.

Pero una madrugada, tras sobresaltarse a las tres en punto, como de costumbre, percibió el perfume de su piel con total claridad, incluso entre sus propios dedos. Entusiasmada saltó de la cama y recorrió toda la casa buscándole. Nada. Quietud, ni siquiera el viento meciendo el follaje de los árboles. Volvió a la cama antes de que le arreciase la lluvia del desconsuelo. Se durmió.

Y allí estaba él. Sonriente, radiante. Le estrechó contra sí con toda su fuerza. “Sabía que volverías”, le dijo. “Sabía que me esperarías”, replicó él, y añadió “¿quieres contemplar un amanecer de fábula conmigo?, ¿un alba sin fin?”.

“Sí quiero”, respondió, y se fundieron en un beso infinito.

No volvió a despertar. Pensaron que se murió de pena, aunque parafraseando a Bécquer, ¿qué podrían saber ellos, pobres humanos, de los grandes secretos del alma? La encontraron muerta en su lecho, con una sonrisa escrita en su rostro donde se podía leer que le había encontrado. Para siempre.