viernes, 11 de diciembre de 2009

Apocalíptica - El crimen de la calle Canarias (Capítulo I)

Es como una copa del más puro y frágil cristal. Hasta hace muy poco el ser humano convivía con la idea de la muerte, con la certeza de que podía sorprenderle en cualquier traspié del azar. Un accidente con alguna herramienta, una infeliz saeta en batalla, un alimento tóxico, un mal parto o una invernal madrugada desarropada y se acabó. Llegar a viejo era un lujo y los que lo hacían eran admirados hasta la veneración: un tesoro vivo de experiencia y conocimientos. Ahora cualquiera que tenga un poco de suerte puede alcanzar avanzada edad… y el respeto reverencial se ha perdido, acaso como fruto de ser lo habitual. Tan usual como para no pensar en ello. La muerte se asoma a nuestras vidas para aterrarnos, pero sólo esporádicamente porque siempre es otro el que se va sin alforjas. Y cuando le toca a uno… ya no puede informar a los que se quedaron, salvo en excepciones que la altanera ciencia no es capaz de explicar, siquiera de estudiar, quizás por ese miedo cerval a la última frontera. La que es infranqueable estando vivo, únicamente muerto y para no regresar.

A la inspectora Pereda no le gustan los maniquíes, y rehuye los escaparates porque aquellos le recuerdan los asesinatos que ha tenido que investigar. Esa quietud, ese rechazo al contemplar un pecho estático sin ritmo alguno de respiración, ni trepidar de corazón, como algo apartado de la lógica más cabal. Pero esa es la característica de los difuntos: su inquietante semejanza con un muñeco, lejos del aliento de la vida. Lejos el alma que sintió, padeció, gozó en esa carne. El anagrama sincopado “caro data vermibus” (N. del A. “carne dada a los gusanos”), del que procede el término “cadáver” según aprendió cuando hacía el bachillerato, era un macabro juego de sílabas. Significaba que esa carcasa física que había pasado por este mundo terminaría siendo alimento de un pequeño invertebrado, sin mayor consideración ni análisis. Sólo se puede estar seguro de que hoy se vive, pero el mañana no es más que una quebradiza y endeble promesa tras la que se puede esconder un oblongo cajón forrado de tafetán o satén. Al gusto… es mera presunción.

El crimen. ¿Qué empuja a una persona a acabar con la vida de la otra? ¿A desear y consumar para otro lo que le horroriza para sí? Pereda no tenía una fe a toda prueba precisamente por todo lo que había tenido que ver a lo largo de los años que llevaba de servicio como policía. Esa crueldad irracional y salvaje. Bastaba un segundo para segar una existencia y condenar la otra... Sí, también había conocido psicópatas que estaban al margen de la acción de la ley y de los remordimientos de su conciencia, pero esos individuos no eran los más abundantes, y hay muchas formas de consumirse en los infiernos. Luego estaba la pérdida de su marido, hacía relativamente poco, aunque para ella el dolor era tan insoportable como si lo hubiese sufrido el día anterior. Viuda y con dos hijos en el preámbulo de la difícil adolescencia. ¿Dios? Sí, en algún sitio, pero mirando hacia otro lado, impasible ante el clamor que el padecimiento humano elevaba a lo Alto. Impasible ante tanto Caín suelto…

A menudo se despertaba de madrugada, alargaba el brazo hacia el otro lado de la cama, para cerciorarse de que el cáncer fulminante que lo enterró había sido una agobiante pesadilla… pero no. La enfermedad se lo llevó dejándola en una interminable noche sin luna, en la que el sol no es más que un recuerdo de lejanos y felices días al borde de la mar. Se reincorporó al servicio presionando a su psiquiatra, que consideraba que la depresión no es buena amiga cuando se tratan armas y delincuentes. Sólo buscaba un motivo para levantarse cada día, en aquellas semanas los niños estuvieron con sus abuelos… y ella a solas, andando a gatas por el fondo de sus lágrimas, dialogando con la oscuridad por si su esposo aún anduviese por la casa, tan desolada como un cascarón desvencijado. Tan desolada como ella misma.

“Hombre, blanco, de 53 años, vendedor de libros en un puesto de la Cuesta de Moyano, domiciliado en la calle de Canarias de Madrid. Hallado muerto con visibles muestras de violencia que hacen pensar en un crimen, a la espera de los resultados de la autopsia”… A veces leía sus informes y se preguntaba la razón de que le pareciesen tan estúpidos. Aparece un desdichado atado a su cama, castrado, eviscerado, con la cabeza machacada y todavía había que esperar a la necropsia. Cosas del Procedimiento. Y no tenían nada de nada, ninguna pista a excepción de un testigo aficionado a pasear su perro bajo la lluvia mientras cotillea quien entra y sale y con quien se entra y se sale. “Este trabajo sería imposible sin ellos”, pensaba mientras apuraba un pitillo en el portal y los compañeros hacían su labor arriba junto al juez. También estaba el elegante caballero que había venido antes, el ex-militar a quien había tomado el pelo llamándole “007” porque se había identificado con la acreditación de una organización dedicada a la “inteligencia”… aunque tenía claro que se había callado algo, lo cierto es que le había llamado la atención, y eso era más de lo que podía decir de los hombres con los que se había topado desde que salió parcialmente de su “duelo”. Sabía que nunca lo abandonaría del todo. Hay costurones que no se cierran jamás, igual que un miembro amputado no vuelve a crecer. Entonces, ¿qué podría reemplazar al hombre de su vida, con el que había concebido a sus dos maravillosos hijos? La respuesta era “nadie”…

Vio pasar el cajón plateado de los servicios judiciales, las gotas de la lluvia se estrellaban una tras otra, como si no resignasen a la pérdida, como si pretendiesen despertar al finado con su repiqueteo y devolverle el aliento arrancado. Pero ello sería imposible. La tierra no volvería a escuchar sus pasos, ni sus palabras, ni habría más amaneceres para él. Se acabó. Para siempre.

Habló de formalidades legales con el juez y dio las instrucciones a sus subordinados. Antes de que precintasen el lugar de los hechos, sintió el impulso de volver a inspeccionarlo: su intuición no le fallaba y estaba más a gusto sin la presencia del cuerpo de la víctima, cuyo silencio atronador le impedía concentrarse en otros detalles.

El contraste. La escena de un crimen siempre presenta cierto grado de desorden. Este no. Salvo el dormitorio, todo estaba extrañamente limpio; si en una casa eso es lo normal (también en mayor o menor grado, según el carácter de sus moradores), allí era llamativo. No confiaba en hallar algo que se le hubiera pasado a la gente de su equipo, sino encontrar “algo” que estuviese relacionado, tangencialmente, de momento tenía esa frase, “écrasez l’infâme” escrita en la pared por el presunto asesino, con la sangre del asesinado. La caligrafía pierde sus particularidades personales en trazos grandes, pero era curioso que la frase la tuviera impecable, de escribiente antiguo, con sus líneas, tildes y adornos, como si el que la hubiera plasmado no se permitiese salir de los cánones ni siquiera en medio de un crimen.

Se disponía a marcharse cuando un gran estruendo quebró la quietud del piso. Un libro se había caído de una estantería al suelo, quedando abierto por donde tenía una señal. Era un Evangelio Apócrifo en latín, el de Bartolomé, tenía subrayada una parte, “Vae mihi, quia per mulierem multos decepi et ego ipse a virgine deceptus sum et catenis igneis vinctus et religatus sum per filius virginis et male ardeo! O virginitas quae semper contraria! Adhuc septem millia annis non venerunt et quomodo gannatus sum ut ea confiterer quae dixi?”, que anotó lamentando no haber sido más aplicada con el latín. La casualidad ha sido fecunda aliada del Hombre y ella no iba a permanecer impasible ante lo que podría ser un guiño de la Providencia. Era posible que le fuera útil. Sopesó llamar al caballero que había conocido por la tarde con ese pretexto, pero desechó la idea: hombres “así” no suelen estar “disponibles”. Se avergonzó de que la frivolidad le distrajese de su trabajo. Llamó a sus padres para preguntar si se portaban bien los niños. Ya estaban acostumbrados a pernoctar en casa de los abuelos, pero no toleraba que su labor, estando de servicio, le hurtase una simple llamada de móvil. Luego fue a malcenar algo, se pasaría por su despacho y mientras cavilaría sobre el caso. Bajo la lluvia. Le encanta la fresca humedad del agua, el olor a tierra mojada que le recuerda la fragante piel de su esposo cuando hacían el amor, lo que añora sentir la vitalidad de su hombría colmando con su amor hasta el último rincón de sus entrañas. Tenía la sensación de que iba a ser una noche larga…

La inspectora Pereda tiene en mucha estima a su instinto. Hay cosas que el entendimiento no entiende pero que son accesibles desde la intuición cuando se renuncia a conocer su naturaleza, sólo aprehenderlas si no es posible “aprenderlas”. Le parece hilarante la soberbia del Hombre, que toma las interrogantes del Universo como desafíos que hay que despejar por fuerza cuando puede que nos esté vedado por alguna razón que se nos escapa. No todos pueden todo, ni todo está ahí para explicarlo. Porque puede que sea peligroso.

Había estado buscando en Internet la frasecita. Se atribuía a Voltaire, un poco obsesivo el personaje, que encabezaba sus cartas con ella. Si estuviese vivo le visitaría para interrogarle, pero tenía coartada: murió en 1778. Obsesión… sí, lo que la “Enciclopedia” tuvo hacia el Cristianismo. Los d’Alembert, Diderot, Rousseau, Condillac, Turgot, entre otros, que hicieron de la Fe blanco de sus invectivas por contemplarla como un escollo que el progreso de la Humanidad tendría que sortear. “Progreso”. Ella sí que da fe, por constarle, de un “progreso” incontestable: el de la crueldad, el de un absoluto desprecio por la vida, del que no se salvaban niños, ancianos o embarazadas. Estas últimas le suponían dolor añadido por haber sido madre y porque no podía aceptar que el vientre de una mujer pudiera llegar a ser féretro de carne. Realmente una de las razones que le llevó a la Policía fue la de combatir el delito bajo cualquier envoltorio. Tanto le conmovieron las circunstancias del horroroso asesinato de Sharon Tate que no lo dudó aunque sucediese antes de que naciera: ella sería policía, porque tenía que haber un contrapeso para tanto espanto, para tanto dolor, para tanta injusticia, para tanta sangre. Incluso a costa de la suya.

A esas horas ya debería de estar a punto de acabar la autopsia. Se dirigió al Instituto Anatómico-Forense para recoger el informe y echarle un vistazo, aunque eso podían hacerlo por correo electrónico. Ella quería hablar con el facultativo a pesar de la furiosa tormenta que estaba descargando sobre Madrid. Hay cosas que sólo se pueden ver en los ojos de las personas y no en un frío documento membretado con formato din-a-4. Le franquearon el paso hasta llegar a la sala, donde el médico estaba despidiendo a los auxiliares. Le conocía desde hacía años, una persona íntegra, doctor vocacional que se quitaría la vida antes que violar su juramento hipocrático. Debía de andar cerca de los sesenta, pero aparentaba más, siempre parapetado tras los cristales de sus gafas. Después de los saludos de rigor, Pereda dio por acabado el cuartel.

- ¿Algo que nos pueda ayudar en la investigación?
- No – contestó mientras se secaba las manos - Nada que no se te haya escapado. La precisión de las incisiones indica un grado de conocimientos anatómicos que está por encima de cualquier persona. Sin duda es alguien que si no es médico poco le falta. Aunque suene a humor macabro tengo que decir que el desgraciado ya venía con media necropsia hecha. No creo que los estudios microscópicos y los demás análisis arrojen luz a este “sindiós”…
- ¿Por qué usas esa palabra?
- Porque no veo a Dios en nada de esto, por mucho que digan que está en todos lados.
- Ya – añadió Pereda con indiferencia - ¿Cuál fue la causa de la muerte?
- Te parecen pocas… – señaló el cuerpo tendido en la mesa – Ya sé que te refieres a la principal, era por seguir con el humor negro… Si no fuera gracias a eso, creo que nos volveríamos locos con lo que tenemos que ver… En fin, fue la herida inciso-contusa; vamos, el golpe en la cabeza, región occipital, la causa de la defunción. ¿No tenéis el arma del crimen?
- No. No tenemos nada más que…
- ¿Qué? – la miró por encima de sus gafas, que tenía en la punta de su nariz – Porque es imposible que acarreasen el madero sin que nadie lo viese o sintiese.
- ¿Cómo? ¿Un madero dices?
- Sí, un madero pero no como vosotros – ella le censuró con los ojos – Vale, dejamos los juegos de palabras también… Mira – sacó unas fotografías de un cajón – esto es un cráneo abierto por un bate de béisbol… este lo ha sido por un palo normal y corriente. Este grado de lesiones – se acercó a lo que quedaba de la cabeza – sólo puede haber sido posible con un madero… y alguien con una fuerza extraordinaria para manejarlo. He encontrado esquirlas de “Cupressus sempervirens”, “ciprés” para los amigos, por lo que el arma tiene que presentar rastros del impacto. La víctima se hallaba tumbada, en decúbito supino, cuando lo recibió…
- Eso es imposible, – Pereda le interrumpió - no pudo haber espacio para la trayectoria del impacto, estaba el cabecero de la cama y la pared. Cuando se golpea, el objeto contundente describe un arco hasta la superficie del blanco, arco que le sirve para “armarse” cogiendo potencia… Lo recibió estando acostado sobre la cama, todo lo que lo rodea da testimonio de ello, pero…
- Podía tener la cabeza ladeada, ¿era grande el dormitorio?
- ¿Qué envergadura tendría ese “madero”?
- Vaya, nos sale la vena gallega, ¿eh?... – la policía volvió a fulminarle con la mirada – Bien, entendido, tampoco se aceptan chascarrillos sobre tópicos regionales… Es complicado aventurarlo, un poco más de dos metros de longitud, unos 90 kilos, en torno a veinte centímetros de diámetro, esto sí te lo puedo asegurar a ciencia cierta.
- No puede ser. O te equivocas, o esto es un disparate sin pies, ni cabeza… y no hagas chistes sobre “cabezas”, que te veo venir.
- Que los Cielos me libren, doña Seriedad en persona. Lo peor es que eso no es todo. Estaba drogado con una sustancia que no he logrado identificar… un estimulante sexual presumo, aunque no le veo sentido aparente a la castración…
- ¿Una droga sintética?
- No, de sintética nada, pero nunca la había visto. Todo lo he puesto en el informe preliminar, hasta lo de las “garras”…

La sorpresa se dibujó en el semblante de la inspectora, en su versión mayúscula. Percatándose el forense, continuó…

- En la piel de las piernas y de los brazos hay marcas de “garras”. Y en las cavidades interiores. O bien el asesino que buscas tiene un peculiar sentido del humor y del despiste, o estás buscando algo que no pertenece al género humano.
- ¿Qué me estás contando? – negó con la cabeza – Esto es un homicidio, no una película de terror de serie “B”.
- Un homicidio es motivo de terror, ¿no te parece?, además hay películas muy buenas de ese tipo, no seas despectiva… por cierto, a ti te gustaba la literatura de Poe, ¿me equivoco?
- Sí, pero no capto lo que tiene que ver…
- En “Los crímenes de la calle Morgue” el asesino es un primate. Narra unos hechos anclados en lo verosímil por exclusión de lo sobrenatural pero…
- Tus “peros” son más reveladores que tus premisas, dispara…
- Pues que supongo que puedo decir que ninguno de los dos descarta acontecimientos sobrenaturales, a tenor de los sucesos que a veces hemos presenciado o comprobado por sus consecuencias… Ten cuidado inspectora, no estás ante un asesinato vulgar y corriente, porque hay un último detalle que te va a encantar…
- Me revienta la “originalidad” en este trabajo, a ver, sorpréndeme.
- La víctima tenía escrito algo en la espalda. Lo hicieron con un cuchillo muy afilado. Era normal que no lo vieséis, con tanta sangre yo tampoco lo he visto claramente hasta que lo he limpiado…
- ¿Qué es? – le preguntó con ansiedad - ¿qué dice?
- “Ap. 523”.
- “Ap. 523”… puede ser un apartado de correos. Pero ¿de donde?....
- Difiero agente. Algo me dice que no es “ap” de “apartado”, sino “Ap” de “Apocalipsis”, señalando específicamente un capítulo y unos versículos…
- ¿Cuál es su contenido?

El interminable coro de gotas de lluvia alzaba su monótono cántico en medio de la madrugada. El médico, serenamente, se guardó las gafas en el estuche, enfiló la puerta de la sala mientras cogía suavemente del codo a la inspectora, echó la llave tras ellos, suspiró y repuso…

- Eso te lo dejo a ti. A mi no me dice nada, pero a tu sagacidad seguro que sí. Toma esta tarjeta, es de un profesor, puede que te ayude con cosas de libros, autores, citas y otros acertijos. Jugamos al ajedrez por correo electrónico, sólo le he ganado una vez, el muy desconsiderado. Insisto en que mires por donde caminas. He visto demasiados cadáveres para saber sobradamente que este no es uno más. Cuídate...

La inspectora Pereda regresó lo más rápido que pudo a su despacho. Pidió un ejemplar de la Biblia y se zambulló en las líneas del “Apocalipsis”. El capítulo referido era el quinto, ese libro sólo contiene 22. Versículos dos y tres, este capítulo llega hasta el catorce, quedando descartado que se tratase de un eventual versículo “23”… y leyó, en voz alta para intentar comprender mejor el contenido:

“Vi un ángel poderoso que exclamaba con voz potente: ¿Quién es digno de abrir el libro y de romper los sellos? Y nadie, ni en el Cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra podía abrir el libro y leerlo.”

Lo repitió una y otra vez, pero a excepción de la profesión del asesinado, no extraía conclusión alguna… salvo que hubiera un libro por medio.

Una de las prerrogativas que tienen los superiores en una cadena de mando es que pueden prescindir de llamar a las puertas de los despachos de sus subordinados. Es como si la educación más elemental prescribiese. Están capacitados para hablarte aunque estés en medio de una conversación telefónica o para reclamarte mientras realizas otras tareas, que nunca serán tan importantes como acudir a su llamada.

Era Laredo. Su superior. Un policía de cincuenta y pocos años, bien relacionado y mejor casado, que disponía de amistades entre los políticos de la izquierda. Pese a la irrupción estaba particularmente de buenas, se sentó al otro lado de la mesa, frente a Pereda; le preguntó por los niños; qué buena es la familia; vaya tiempo de perros pero hace falta el agua; sí, además que sí; qué cosas tiene el “cambio climático”, ¿verdad?; “sí, es muy extraño que llueva en noviembre sobre Madrid”, replicó con aire zumbón la inspectora; “menudo pastel el de esta tarde…”

- Quizás es por eso por lo que estás leyendo el “Nuevo Testamento”…
- No, exactamente, pero todo puede tener relación aunque no la percibamos conscientemente.
- Precisamente de ello quería hablarte, ¿te apetece un café? – hizo una seña a través de la ventana del despacho para que se lo trajesen – cada vez soy más entusiasta del “agua sucia”…
- No, gracias, es muy amable. – respondió sin perder la inexpresividad de su rostro – Dígame, pues…
- Caray, un crimen terrible. Pobre hombre. Hoy es arriesgado meterse en la cama con según quien. En fin, he estado leyendo lo que nos has traído, que hay que tener ganas para recogerlo personalmente habiendo faxes y correos electrónicos y… bueno, también he hablado con los mandamases y se ha decidido que la investigación van a acometerla otros.
- ¿Otros? – inquirió Pereda – Es muy irregular, se sale del Protocolo. ¿Por qué nos relevan? ¿Quiénes son esos “otros”?
- Eso no nos incumbe… y es mejor así. Es un caso muy extraño, se sale de lo que ordinariamente manejamos. Tampoco usaría la palabra “relevar”, suena muy tajante. Yo hablaría de “ceder”… Sí, “cedemos voluntariamente” la investigación a “instancias” más “cualificadas”.
- ¿Está insinuando que nosotros no somos competentes?
- No, claro que no. Tanto tú como tu gente sois unos “máquinas”, bueno excepto el que se ha puesto malo al ver el pastel – se carcajeó – hay que ver…
- El agente López es un policía intachable y a lo largo de estos años le he visto arriesgar su vida por compañeros y ciudadanos que se hallaban en situación de riesgo. Respecto al “pastel” le puedo decir que no era de gusto. Por mucho que vea las fotografías no se puede hacer una idea, ni siquiera aproximada. En ellas no se puede oler nada, por ejemplo. Un distanciamiento muy aséptico.
- No, no me malinterpretes – titubeó Laredo mientras pensaba que la inspectora debería tener el periodo, y que si no obedecía por las buenas, lo haría por las malas – Cualquiera se puede poner indispuesto… Créeme, lo comprendo… y yo quiero que tú comprendas que las órdenes están para acatarlas. No dudo de vuestra capacidad, pero se me ha ordenado que no sigáis adelante. ¿El porqué? No es asunto vuestro y yo no voy a preguntarlo. Es lo que hay y punto… - Apuró la taza - Hmmm, muy bueno el café. Siempre es un placer cambiar impresiones contigo, Pereda, si necesitas algo estaré en mi despacho, y si no, llámame al móvil…

Se levantó y salió. “Llámame al móvil”. Se acordó de la nota que le había dado el forense. Marcó el móvil, no esperó que fueran a descolgar, dejó un mensaje en el buzón de voz disculpándose por la hora en que telefoneaba y previniéndole de que iba a visitarle por la mañana, al lugar donde imparte sus clases, para consultarle unas cosas…

La novela continúa en http://www.lulu.com/spotlight/NevernetLancaster, formando parte de "Cuentos y Romancines", disponible como ebook o como soporte impreso.

lunes, 5 de octubre de 2009

Apocalíptica - La Música (Capítulo I)

París, brumario del año 2 (octubre de 1793)

El sol irradiaba los últimos rayos de ese día, creando alargadas sombras en el interior del despacho. Las nubes vestían de novia la bóveda celeste, no del virginal blanco, sino con espectaculares crestas rosas, violetas y azules en una gama que parecía sacada de la paleta de un pintor que hubiese perdido todo freno racional para dar rienda suelta a su creatividad. El viento golpeaba los cristales haciéndolos crujir en cada embestida, como si se hallase enojado por haber quedado al margen de la reunión.

- Y bien, maestro Wolcker, ¿qué opinión le merece nuestra oferta?

El músico retornó su azul mirada a la persona que le interrogaba. Un caballero elegante con la altanería que suelen tener aquellos que se saben protegidos por los poderosos. Tan protegido como para lucir una casaca lujosa sin ser acusado de contrarrevolucionario.

- El maestro Mozart, que en Paz descanse, nunca me habló nada de esto. Ni siquiera mencionó que perteneciera a una de sus sociedades. Menos aún en sus misivas, nada. Y yo no creo que esté a la altura de él como para proseguir esa partitura, que por cierto, presenta un gran deterioro. De los dos, él era el maestro y yo poco más que un pupilo aventajado. De mi nadie se acordará dentro de un siglo. Él lo será siempre.

El atildado caballero le interrumpió con impaciencia mientras se levantaba del asiento.

- No acudiríamos a su talento si estuviese vivo, maestro, y siendo extranjero debería mostrarse tan agradecido como permeable a nuestro generoso ofrecimiento. Si es por dinero, se podría buscar la posibilidad de incrementarlo…

Wolcker escrutaba los parsimoniosos gestos de quien estaba amenazándole veladamente. En realidad, parecía que se estaba escuchando a sí mismo, recreándose en cada término, mientras paseaba de un lado a otro del cuarto. Se llamaba Jacques Bignan, de unos cincuenta y pico años, amigo personal del sanguinario amo revolucionario que era Robespierre. A un extremo de la mesa se sentaba un caballero más joven, muy alto, vestido de oscuro y sin peluca, según los cánones de la nueva moda. Le había presentado como Lucien Chevrèmauvais sin más reseña de cargo o dignidad, pero tanto tiempo sometido al mecenazgo le había conferido una intuición muy sutil y pocos detalles se le pasaban. No había dicho una sola palabra pero intercambiaba miradas de inteligencia con Bignan, por lo que interpretó que Chevrèmauvais era quién realmente mandaba, tanto que un gesto era suficiente para admitir o rehusar.

- ¿Y bien, maestro Wolcker?... ¿me estaba escuchando?

Sorprendido por la pregunta, mintió.

- Si, sí, señor. Creo que aceptaré, tomaré como un halago el que se hayan dirigido a mí, a pesar de que esto excede mis méritos. Por otra parte, el hecho de que yo no sea miembro de la Logia puede perjudicar la terminación de la obra, no es un tema de dinero, aunque todo París es presa del hambre... – advirtió las miradas de reprobación y rectificó - quiero decir, por culpa de los reaccionarios...
- Sea comedido, si París y aun Francia sufren estrecheces se debe al cerco que sufre nuestra revolución a causa de los enemigos del pueblo, y esta gestión no es ajena a su supervivencia.
- Claro, claro, es lo que iba a añadir... refiriéndome al “altruista y patriótico fervor revolucionario” que estremece a toda la ciudadanía. Resumiendo, es preciso que pueda acceder a la Clave Pitagórica de la música de las esferas celestiales que empleó el maestro Mozart para componerla, como me dicen, suponiendo que la tengan… o que exista.

Bignan miró a su silencioso compañero. Sin prestarle atención, Chevrèmauvais repuso:

- Debes creer que existe, ciudadano. Pero esa clave es inútil sin talento como no sirven de nada las extremidades si no se sabe bailar. Claro que tenemos hermanos músicos, grandes intérpretes sin duda, pero precisamos de “algo” más, algo que no tenemos a nuestra disposición en la Fraternidad. Ese “algo” es inspiración creadora. Tu escepticismo es disculpable, la amistad que te unía al maestro Mozart es suficiente aval, incluso albergamos la esperanza de que acabes uniéndote a nosotros. Tu aptitud musical merece que te intentemos atraer. No hay inconveniente en tu petición, siempre que trabajes en las dependencias de la sociedad. Tienes que entrar y salir sin traer o llevarte nada. Entiende nuestros recelos, no tanto por tu hipotética deslealtad sino porque pueden extraviarse, o ser destruidas, como la inconclusa partitura, que ya ha padecido bastante, como bien señalas. París dista de ser un lugar seguro y sabemos que otras “entidades” están infiltradas por espías y agentes extranjeros, conspirando contra la ciudadanía. Es más, sugiero que te vengas a vivir a nuestra sede hasta la culminación del trabajo, no te lo restaremos de sus emolumentos. Serás nuestro huésped.


Wolcker disimuló el respingo que le causó la idea, mayor por la sonrisa y la mirada oscura que destellaba en el rostro de Lucien. Intentando zafarse de la invitación, acertó a decir...

- El problema es que no me quiero separar de Marie, es posible que esté encinta y no quiero dejarla sola...
- ¡Qué bonito es el amor!, ¿no te parece, ciudadano Jacques?... Más a favor de la propuesta, que se venga ella también... ya no admito una negativa por respuesta, el compositor sin su musa no es nada, ¿verdad? No conocíamos la magnífica noticia, pero que sea enhorabuena. El primogénito, o primogénita, bien merece un brindis; que sea doble para celebrar también nuestra avenencia. Vamos, Jacques, saca ese Borgoña que tienes escondido...

El maestro Wolcker se sintió entrampado y no advirtió el estupor en la faz del anfitrión, que sumisamente y sin replicar se dirigió a servir el vino.

Marie no estaba embarazada. Fue lo primero que se le ocurrió al músico para salir del paso, sin resultado. Se sentía prisionero en esa sucia ciudad, en la que todo debía decirse con un “ciudadano” o “ciudadana” por delante, pero conseguir un salvoconducto era misión ardua y arriesgada porque las trabas burocráticas se sumaban a las exhustivas pesquisas que hacían los funcionarios policiales, con tan poca cultura como educación. Esa reclusión, así la sentía por muy hospitalaria que la hicieran parecer, le parecía repulsiva, pero no tenían qué comer. París era una ciudad quebrantada por el hambre y la miseria, mal abastecida, peor administrada, donde lo único que se gestionaba disciplinada e incansablemente eran las guillotinas, repartidas por las plazas donde una muchedumbre sádica, apestosa, espantosa y ociosa gritaba e imprecaba a los ajusticiados. La sangre derramada llegaba a formar grandes charcos por el frenético ritmo de las ejecuciones, hasta el punto de que algunas requerían los servicios permanentes de un afilador, como una carnicería desbocada, como una salvaje orgía de sangre en la que los comensales fueran insaciables. Ebrios no sólo por el vino picado que servían las sucias tabernas, los rojos gorros frigios abundaban por doquier sobre cabezas de patanes vocingleros, más para retener sus piojos que por abrigar cerebros, ya que costaba vislumbrar alguna muestra de inteligencia entre sus portadores.

Parecía que todo había sido dispuesto con anterioridad. En menos de un día, Johann Wolcker y su esposa Marie se vieron trasladados a la nueva residencia con los enseres y demás equipaje que precisaban, que no era gran cosa porque llevaban casados poco tiempo y la pobreza se había instalado con ellos. Al músico le llamaba vivamente la atención el desgaste que presentaba la partitura que le habían encargado proseguir. Más que estar datada en 1787, parecía anterior en medio siglo, o más. Y la melodía... era algo tan maravilloso como aterrador. No era una “fuga”, aunque tuviese pinceladas de ello. Tampoco se podría decir que fuese contemporánea del gran maestro al que adjudicaban la autoría, porque las partes vocales, solemnes, rotundas, sobrecogedoras, recordaban los madrigales del XVI. No cabía etiquetarla de ninguna manera porque era inconcebible que se hubiera llegado a escuchar algo parecido. Otro detalle es que la caligrafía, ni el estilo, se parecían en absoluto a los que había visto brillar en Mozart. Porque su música era resplandeciente.

Además se interrumpía súbitamente, más que inconclusa podía inferirse que faltaba el resto, el manuscrito no tenía una sola corrección o acotación marginal como las obras inacabadas. Y estaba sin firmar por él; añadiendo eso a que no poseía la menor referencia o noticia sobre la existencia de esa obra, la sospecha hizo presa en su entendimiento: era una impostura. Quedaba averiguar el propósito del montaje, importante teniendo en cuenta la suma que le habían ofrecido. Peligroso precisamente por ello. Si habían llevado al patíbulo a un monarca inocente, que no serían capaces de hacer con un don nadie que únicamente sabía componer.



Barreda, septiembre de 1542

- Maldita sea, Inés, es un buen matrimonio. Nuestra familia no tiene nada más que un apellido, y con eso no se come. Atiéndeme y transige. Estás en una edad en la que ya no van a salir peticiones así, superando los 25 que ya has cumplido, y yo no voy a vivir para siempre, cercado por achaques y dolores que me matan.
- No digáis eso, padre, que las desgracias ya vienen sin que se las mencione. No quiero contrariaros, pero hace menos de un año que murió Hernando y... yo aún le quiero y no sé como vivir con esta ausencia suya que me rompe el alma.
- Otro que tal. ¿Quién le dió vela en la Tunicia?, ¿el rey nuestro señor, el emperador don Carlos? No. Fue a conseguir una gloria que no tenía para compensar el oro que tampoco poseía. Lo único que logró fue una cuarta de tierra encima de su cadáver por cortesía de Barbarroja, que los Infiernos se lleven...

La muchacha se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar en silencio. Los tirabuzones del cabello se movían al compás de sus sollozos, mientras que su padre no sabía como consolarla, con la mirada perdida en el paisaje crepuscular que se divisaba más allá de la ventana. Intentando recomponer el diálogo en un tono más sereno, se levantó de la austera silla de caderas y se acercó a su hija que seguía sumida en el llanto. Acariciándole el oscuro y rizado cabello, casi en un susurro, le exhortó...

- Inés, hija mía, que el diablo me lleve con él si quiero algún mal para tí. Tu madre falleció, tus hermanos se han marchado, seguramente para siempre porque la sangre no es tan poderosa como la necesidad. Enrique pasó a las Indias, con Felipe, y Alfonso matrimonió con una dama flamenca. Muchas noches en blanco me preguntó por ellos, y hallo la respuesta en los Evangelios, “por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se juntará a su mujer”. Así que no he de quejarme por ello, pero me llena de temor lo que pueda aguardarte cuando yo falte, por eso quiero dejarte recogida y bien casada. El pobre Hernando se llevó tu honra junto a su promesa de matrimonio, que estoy seguro que hubiera cumplido, pero está muerto y eso ya no tiene enmienda, que el Señor le tenga en su Gloria. Hay que cuidarse de los vivos porque los muertos ya están cuidados. Está decidido, como la fecha. Don Lázaro es acaudalado caballero, ha hecho una fortuna y desea un enlace que limpie su ascendencia marrana. Poco sacrificio a cambio de tu bienestar... podrías seguir tañendo tu querida vihuela y hasta puede que el amor venga con los hijos, ¿quién sabe?...

Inés levantó la mirada. Las lágrimas anegaban sus enrojecidos ojos esmeralda.

- Padre, no mercadeéis conmigo. No necesitamos a nadie, yo puedo socorrer en todo muy bien a vuestra merced, no tenéis que preocuparos por mí, no me imagino esposa de otro hombre que no sea Hernando, os lo suplico...
El viejo caballero apartó su mano y caminó pesadamente hacia la puerta de la estancia. Sin volver la cabeza, sentenció...
- He dicho que está decidido. Es por tu bien. Ahora no lo sabes, pero ya me lo agradecerás...

Apenas pudo contemplar como abandonaba el salón. El llanto inundó todo su ser, como una cascada que brotase de su vista y se precipitase hasta el último rincón de su espíritu en un enloquecido torrente de dolor donde retumbaban como truenos las maldiciones que morían antes de alcanzar su garganta. Después de un buen rato cogió del colgante el crucifijo, que pendía sobre su pecho, se lo llevó a los labios y mientras lo besaba, se dijo, “daría lo que fuera por volver a ver a mi amado Hernando. Lo que fuera. Aquí, venido del Cielo o del Infierno”.

Subió a su cuarto para acostarse sin advertir el aire que arrancaba lamentos de los postigos de la casa y las gotas de lluvia que comenzaban a bailar su húmeda y monótona danza sobre el tejado. Sumida en su pesar, tampoco percibió el creciente bramido que formaban los truenos, en contestación a los relámpagos que iluminaban su dormitorio a ráfagas, proyectando sobre las paredes sombras monstruosas, como si las puertas del Averno hubieran quedado abiertas de par en par y los demonios celebrasen su libertad correteando por doquier...

Era inútil empeñarse en dormir. La tempestad no amainaba. Qué lenta transcurre la noche cuando el miedo es la única compañía bajo las sábanas. Perdió la noción del tiempo. Por fin había llegado a la duermevela, cuando dos golpes secos retumbaron en toda la casa... Sería el viento, acaso el rudo eco del prólogo de un sueño... “Duerme, Inés”, se dijo, sobresaltada como si fuera una moza, un cervatillo asustado por el ruido de una rama caída al suelo. “Duerme, Inés”... ¡Imposible! Ya no había duda. No era la tormenta. Habían llamado a la puerta, cuatro veces seguidas, imitando el ritmo del latido del corazón, como solía llamar... No, no podía ser. Se cubrió y bajó a toda prisa, adelantando a su padre, que bajaba fatigosamente las escaleras.

- Inés, hija, ¿estás loca? ¿Quién podrá ser a estas horas?, no abras. No puede ser de cristianos el venir con lo que está cayendo...

Giró el pestillo. La puerta giró sobre sus goznes y se abrió. No podía creerlo.

Era Hernando.

jueves, 1 de octubre de 2009

Romancín de la niña, el soldado y la esperanza

Díjole el soldado a la niña:

- No sé que aspecto tiene la esperanza
Menos aún cuando falta templanza
Agotadas nuestras fuerzas, no hay lugar
más que para el dolor, la cobardía y el llanto.
En la Patria todo es deserción y quebranto.

Pensativa mírole la chiquilla de hito en hito y le replicó:

-La flaqueza de los fuertes es poder de los viles,
tu honor es defendernos para no acabar serviles,
observa el firmamento, el infinito has de contemplar:
si saber quieres de la Esperanza el aspecto,
sólo has de divisar el limpio amanecer, con afecto.

El soldado la frente le besó
y cantando su camino siguió…

miércoles, 29 de julio de 2009

Apocalíptica - ¿Quieres contemplar un amanecer de fábula?

Desapareció una tarde. Le estuvo llamando por el móvil. Primero con despreocupación. Luego con extrañeza, y comenzó a dejarle mensajes en el buzón de voz. Más tarde, alarmada, y por último con la voz bañada por el llanto.

Acudió a la policía, pero no obtuvo más que buenas palabras. Que si aún era pronto, que pensase en la posibilidad de “otra” relación porque “estas cosas pasan”… Ella estaba convencida de que algo malo le había sucedido. Empezó su espera…

Poco después formalizó la denuncia. Tantas preguntas cuando lo que tenían que hacer era buscar. Tenía que estar en algún sitio. Salió del trabajo con normalidad, la última persona que le vio fue el conserje del edificio donde se hallaba su oficina. “Tan elegante y atento como de costumbre”, declaró a los detectives. El automóvil estaba tan meticulosamente estacionado como siempre. Descartaron el suicidio: “las víctimas de tendencias autolíticas no juegan al escondite post-mortem”, le informó con tan poco gusto como delicadeza el apático inspector que le tocó en suerte. Ella ya había deducido eso mismo por sus berroqueñas convicciones. No, jamás se suicidaría.

Estaba angustiado por las deudas. “Esa es una buena razón para desaparecer”, le dijo el desagradable que llevaba su caso. Pero también porque no le pagaban. Ella ya sabía que tenía problemas, pero no tan graves. Todo se lo callaba para rumiarlo en solitario. Era un hombre de la vieja escuela, educado, cortés, todo un caballero, elegante incluso en vaqueros, podía mantener una conversación sobre cualquier cuestión, pero su “mundo interior” era impenetrable. Era imposible no enamorarse de él.

Le echaba de menos. La cama era un abismo inabarcable y el tic tac nocturno del reloj del salón marcaba el compás de su aflicción. Sólo el agotamiento le traía el sueño. Sueño inquieto, aberrante, enloquecido, pero sueño al cabo para recomponer una mujer que se despertaba sollozando porque había perdido su razón de ser. Una razón de la que no se había percatado hasta que ya no estuvo a su lado.

Tras semanas de pesquisas infructuosas, el policía dejó de llamarla. Sospechaba que habían abandonado la búsqueda. Si la muerte le había sorprendido, podría aparecer en cualquier momento o nunca. Tampoco vivo, y con la que estaba cayendo quien se iba a preocupar de alguien que se había “fugado”. Pero ella sabía que no era así. ¿Acaso le conocían mejor que ella, que le amaba con todo su ser y que se sentía cercenada desde que no podía estrecharle en sus brazos? Él daba la cara en toda ocasión porque era un caballero, “su” caballero. Y un “caballero nunca abandona a los suyos”, como decía frecuentemente.

La compañía de seguros también se desentendió. Si no estaba “legalmente” fallecido, debería cumplir los plazos previstos por la normativa y ese no era problema de ellos hasta entonces. Le asombraba la facilidad con que se despachaba la muerte en el frío mundo jurídico. A veces tenía la sensación de que le estaban hablando de la reparación de un coche o de las características de un mueble. Había perdido lo que le anclaba a la vida, aunque no lo había sabido hasta entonces, y los desconocidos que la “asesoraban” mostraban una frialdad kafkiana.

“¿Quieres contemplar un amanecer de fábula conmigo?”. Así la despertaba innumerables mañanas e innumerables mañanas ella se había dado la vuelta para seguir durmiendo. El frenético ritmo del mundo laboral impone respuestas disparatadas. Claro que le fascinaban los amaneceres, y ahora añoraba dolorosamente todos y cada uno de los que había perdido con tanta ligereza. Él prefería el alba porque era “una promesa lírica”, mientras que el crepúsculo escenificaba “una consumación épica”, un anticipo del final de los tiempos, el sol sumergiéndose lentamente en las tinieblas. El romanticismo está reñido con la rutina de una jornada de trabajo y ella había permitido que esta última hurtase instantes inolvidables junto a “su” caballero. Sí, los había perdido para siempre porque pensaba que ya no habría más…

Los sueños empeoraron casi al mismo tiempo que su familia y amistades la comenzaron a presionar para que se distrajese y saliera. Lo hacían con buena intención, sin duda, pero lo único que ella ansiaba era estar entre sus brazos, otra vez. Sentir que sus cuerpos eran sólo uno y que sus almas se entrelazaban como una melodía. Esa melodía había quedado abruptamente quebrada y sólo lograba escuchar el rumor clamoroso del silencio donde antaño había palpitado su corazón. Un corazón que había olvidado porqué latía.

Tardaba en conciliar el sueño. La doctora le había prescrito unos somníferos, pero ni siquiera los compró. Hubiera dado todo por una receta que le hubiera retornado junto a ella, aunque fuese por unos minutos para decirle tantas cosas que se quedaron prendidas en sus labios egoístamente, para languidecer sin ser dichas finalmente, en ese purgatorio donde acaban las promesas incumplidas, las frases no pronunciadas y los hijos sin nacer, aguardando el alma que las condenó para hacerle compañía en la Eternidad. Un sueño sin sueño.

Eran los griegos, según le dijo una vez, los que representaban a la muerte y al sueño como hermanos gemelos porque es difícil distinguirlos. Hay sueños muy vivaces y las pesadillas que padecía ella eran horribles. En ese escenario onírico siempre era de noche. Se veía en un solitario andén, en medio de sombras, y después de esperar la llegada del tren en medio de espantosos temores, se arrojaba a la vía cuando entraba en la estación envuelto en un estruendo infernal y humo negro. Otras veces intentaba correr pero la calle se empinaba tanto que tenía que agarrarse a algo para no deslizarse hacia el abismo, aunque al final, vencida, se dejaba caer. Frecuentemente soñaba que paseaba por un cementerio, era engullida por una fosa y acababa enterrada viva en un féretro que la aprisionaba, tanto, que queriendo gritar no conseguía sacar nada de su garganta. Porque estaba muerta.

Despertar sin nada más que unas lágrimas anegando su almohada. Un océano de lágrimas usurpando el lugar que antes ocupaba él. Recordaba la canción de los “Moody Blues” que se iniciaba con la estrofa “When I wake up today, I was crying, lost in a lost world”, que tanto escuchaba él, acaso como funesto augurio de lo que estaba por acontecer. Un océano de lágrimas embravecido por el dolor, la ausencia y la muda culpabilidad por tantos besos que quedaron sin vida. Como ella.

Pero una madrugada, tras sobresaltarse a las tres en punto, como de costumbre, percibió el perfume de su piel con total claridad, incluso entre sus propios dedos. Entusiasmada saltó de la cama y recorrió toda la casa buscándole. Nada. Quietud, ni siquiera el viento meciendo el follaje de los árboles. Volvió a la cama antes de que le arreciase la lluvia del desconsuelo. Se durmió.

Y allí estaba él. Sonriente, radiante. Le estrechó contra sí con toda su fuerza. “Sabía que volverías”, le dijo. “Sabía que me esperarías”, replicó él, y añadió “¿quieres contemplar un amanecer de fábula conmigo?, ¿un alba sin fin?”.

“Sí quiero”, respondió, y se fundieron en un beso infinito.

No volvió a despertar. Pensaron que se murió de pena, aunque parafraseando a Bécquer, ¿qué podrían saber ellos, pobres humanos, de los grandes secretos del alma? La encontraron muerta en su lecho, con una sonrisa escrita en su rostro donde se podía leer que le había encontrado. Para siempre.

lunes, 18 de mayo de 2009

Recuerdos de la Creación -

Sabes que igualar es imposible, no puedo,
a maestros como Poe o Bécquer, ni quiero.
Odiosas son las comparaciones, mucho;
mas se sonrojan, tendrás esa corazonada,
ante el celestial fulgor azul de tu mirada.

Si te preguntas cómo es la Eternidad,
sin estar allí yo lo sé, creélo, es verdad.
Dante me lo contó por llamarte como ella,
si es reflejo de tus pensamientos el Cielo,
fijos tus ojos, convierten en fuego el hielo.

Pasarán los años, la tierra nos acogerá,
salvo el nombre, la Sangre nos olvidará.
Aunque así sea, de algo queda segura:
Es imposible mirarte y no creer en el Señor
porque engalanó el firmamento con tu color.

lunes, 11 de mayo de 2009

Crónicas del olvido (II)

“Has de ser como la mañana del día que te conocí”, cantaba la música de Triana, que tanto nos gustaba. Por desgracia tú quisiste ser noche antes que mediodía, y no me dejaste más que mohines de desdén.

Pudiste haber mirado en el fondo de mi corazón. Decías que no te daba vértigo. Decías que no era tan tenebroso como lo describía. Decías que ese era el sitio donde querrías estar el resto de tu vida. A fé mía que lo lograste. Nunca he podido desterrarte de allí.

Hoy tengo las palabras enredadas en mis dedos y las lágrimas aran profundos surcos en mi alma. Un día, cualquier día de hace muchos años, diste la espalda a mis ojos para que la oscuridad los cegase. Y el día se diluyó en las sombras, en una madrugada interminable.

Un hechizo nos separó. Una mala bruja, como de cuento, abrió la fosa que sepultó un sueño sembrando la cizaña en su féretro. Desconfiaste de mí, y yo me refugié en mi arrogancia: un abismo nos alejaba para siempre.

“Has de ser como la mañana del día que te conocí”. No llegaste a cumplir el deseo de la estrofa. En cambio, te convertiste en la deslumbrante luminaria que tortura mis días. Ignoro que pensarás hoy, seguro no me recordarás, pero yo, como Bécquer, aún me lamento de haber callado aquel aciago día.

viernes, 8 de mayo de 2009

Crónicas del olvido (I)

Corre un quinceañero por el túnel. Corre como si le fuera la vida en ello. Corre como si una legión de demonios quisiera arrebatarle el alma. Corre casi sin resuello, corre sin desfallecer. Corre un quinceañero por el túnel.

Aguza el oído para escuchar la entrada del tren en la estación. Aguza el oído más allá de lo que le deja el trepidante palpitar de su joven y enamorado corazón. Aguza el oído por encima del clamor de sus pasos. Aguza el oído pendiente del murmullo de la catenaria. Corre un quinceañero por el túnel.

Ya queda poco para ver a su amada. Ya queda poco. Entra en el andén y se recompone, se atusa para mostrar indiferencia, ya queda poco. Aminora su caminar para que no parezca apresurado. Ya queda poco. Corre un quinceañero por el túnel.

Irrumpe el metro como un trueno. Ya está aquí. Cuenta el quinceañero los vagones, uno, dos, tres… Irrumpe el metro como un trueno. Ya está aquí. La busca de hito en hito, a su diosa, la diana de todos sus pensamientos, de todos sus secretos desvelos, la busca con desesperación, como un condenado escruta el semblante del Señor. Corre un quinceañero por el túnel.

Allí está ella. Ha merecido la pena. Sin apenas aliento, con altivez, él contempla toda la belleza de la Creación en la comisura de sus labios, balcón donde amanece una vida o se puede despeñar a lo más profundo de los infiernos. Allí está ella. Ningún músico podría componer una melodía tan hermosa para que sólo Dios la convirtiese en carne. Allí está ella. Se podría acabar el mundo y nada importaría porque allí está ella, frente a él, y la Eternidad se detiene para venerarla. Corre un quinceañero por el túnel.

Han pasado siglos y nunca más volvió a verla después del bachillerato. Hay momentos en los que se puede morir, como se puede morir toda la vida. Ningún día se esconde el sol sin que la recuerde. Corre un quinceañero por el túnel de su existencia.

lunes, 16 de marzo de 2009

Danza macabra del siglo XXI (I)

Antaño ufano, creías que escaparías
sin penitencia ni pesadumbre,
sin dar al menesteroso fuego que le alumbre;
hogaño mira, avariento, el Maligno
te busca, de los suyos quiere compaña.
¿Ves como por ti viene la Lúgubre Embozada?

Antaño ufano, creías que escaparías
sin penitencia ni pesadumbre,
dando consternación por esperanza;
hogaño mira, corrupto político, el Maligno
te busca, de los suyos quiere compaña.
¿Ves como por ti viene la Lúgubre Embozada?

Antaño ufano, creías que escaparías
sin penitencia ni pesadumbre,
confundiendo para satisfacer tus fantasías;
hogaño mira, lujurioso, el Maligno
te busca, de los suyos quiere compaña.
¿Ves como por ti viene la Lúgubre Embozada?

Antaño ufano, creías que escaparías
sin penitencia ni pesadumbre,
trocando desdén por mansedumbre;
hogaño mira, hereje, el Maligno
te busca, de los suyos quiere compaña.
¿Ves como por ti viene la Lúgubre Embozada?

Antaño ufano, creías que escaparías
sin penitencia ni pesadumbre,
ofreciendo revolución para desesperación;
hogaño mira, felón, el Maligno
te busca, de los suyos quiere compaña.
¿Ves como por ti viene la Lúgubre Embozada?

Antaño ufano, creías que escaparías
sin penitencia ni pesadumbre,
engañando, robando, asesinando;
hogaño mira, criminal, el Maligno
te busca, de los suyos quiere compaña.
¿Ves como por ti viene la Lúgubre Embozada?

No huyas, sabe que no lo querrías,
hechos de viento están los días,
bien que estés en la lejana mar,
pobre, doncella, soldado, rey o cardenal,
también este son os tocará danzar.

lunes, 9 de febrero de 2009

Cae la noche...

Perezosamente, como una amante somnolienta, la noche deja caer su oscuro manto sobre la faz de la Tierra. Las sombras se alargan y las tinieblas lo invaden todo. Las imágenes del pasado se levantan de sus sepulcros para colarse en nuestros sueños y tornarlos pesadillas.

Es el momento sin horas porque ha llegado la hora del remordimiento. Penitencia o condenación, sí, pero también de la redención, del estallido de Luz que es la contemplación de la Gloria del Señor. O puede que el peso de nuestros pecados nos ahogue en las sombras del infierno.

Aquí no hay más frecuencia que la de la inspiración. Siendo la musa caprichosa, nos abandonaremos a sus deseos o a sus desdenes. A veces traerá un rayo de sol, o un llanto del pasado, la expiación o el cumplimiento de una promesa. Sólo ella sabe lo que esconde el mohín de su sonrisa.

Palabras en las sombras, cuales destellos de diamantes o reflejos de puñales. Tened cuidado pues ambos podrían herir como matan algunas miradas.

Escuchad, escuchad, y si pensais que sueño es, bueno será, que por mucho mirar, no lo vereis.