sábado, 21 de abril de 2012

Una presencia sin fin (Reflexiones antes de la Eternidad - V)


Se piensa en la Eternidad como una presencia sin fin. El tiempo transcurre incapaz de hacer daño, sin vejez, sin decrepitud, sin dolor. Un ayer difícil de distinguir del mañana en una sucesión de momentos intrascendentes. Una Historia sin historia. Le gustaba pensar en la Eternidad como un interminable bostezo.

Ha llegado el día... O la noche. Siempre somos nosotros los que llegamos a las fechas y no al contrario, que las hojas del calendario siguen su marcial e incansable paso al margen de quiénes estemos para contarlo. La calle seguía cubierta por un manto de inmaculada nieve, y los críos ya se habían recogido pues la noche se había engalanado de escarlata y azul, dejando visibles algunas estrellas, como la misteriosa dama que prefiere insinuar a afirmar.

Ha llegado el día... O la noche. El mundo se preparaba para saludar un nuevo hito, otro nicho en el goloso pasado, que no contento con consumirnos segundo a segundo, nos da estas dentelladas para recordarnos que tenemos un plazo, y que no somos tan distintos de ese anciano, alegoría de los años que marchan para no volver y que contempla espantado como van precipitándose los últimos granos del reloj de arena que marcan sus latidos. Tempus fugit, decían los romanos, “el tiempo vuela”, pero somos nosotros los que nos vamos mientras el metrónomo, que no corazón, sigue impasible, desgranando uno por uno, implacable, los instantes de ese liviano fluido que nos corroe la vida.

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Un niño jugando con un cohete espacial. Cree reconocer el “Apolo XI” entre sus manos, recorriendo cuarto por cuarto de su casa en una doméstica singladura interplanetaria, liberando el módulo lunar “Águila” para que pueda alunizar sobre el Mar de la Tranquilidad de su desarreglado lecho. Los sueños comunes de toda esa generación cuya infancia vivió los viajes a la Luna como el símbolo de que ya no habría más fronteras para el Hombre, y que estaban llamados a cabalgar por el Universo entero porque la vieja Tierra se les había quedado pequeña para seguir jugando en ella.


Todo había ido bien, según lo previsto, un trayecto de meses metidos en una lata. La imagen de Marte ocupaba casi todo su campo de visión. Reiteradas órbitas les habían permitido descubrir detalles sorprendentes del monte Olimpo, de la región de Cydonia, el cañón del valle Marineris. Se distrajeron, acaso por el espectáculo que estaban presenciando, por tenerlo al alcance de los dedos. Fue algo repentino. Un crujido y una vibración que sacudió la astronave. Algunos sistemas dejaron de funcionar inmediatamente. No habían sufrido ningún impacto, sucede que, a menudo, la tragedia se anuncia discretamente. El comandante dejó sus recuerdos y reflexiones abruptamente, alarmado porque sabía de sobra que nadie acudiría a socorrerles estando a sesenta millones de kilómetros de casa.


Un maestro de los de antaño, enjuto, vestido de oscuro, quebrado por tenues manchas de tiza, va preguntando a sus discípulos que desean ser cuando lleguen a adultos. “Futbolista”, responde el primero entre el regocijo de sus compañeros. El viejo maestro, impertérrito, señala a otro mientras vuelve a hacerse el silencio. Bastaba una mirada severa para restablecerlo. “Bombero”, revela el segundo... “Astronauta”, confirma el tercero, levantando un murmullo de admiración. Los siguientes expresarán ya el mismo anhelo, por fascinación y por espíritu gregario. El pensativo maestro detiene la encuesta. “¿Por qué?”, les interrogó. Ninguno habló. Uno de ellos alzó la mirada hacia el cielo que se podía contemplar desde su pupitre, y sus ojos brillaron del mismo modo que los de un ser sucio, vestido con harapos, que apenas se comunicaba con sus semejantes a través de sonidos guturales, cuando salió una noche de la caverna donde pernoctaba y descubrió la sinfonía de luces que interpretaba el firmamento...


La astronave ha entrado en órbita de colisión, girando sobre sí misma sin control, como un mevleví ebrio que acabará estrellándose contra el suelo marciano. El comandante recordó los relatos de Bradbury... Verdaderamente no era muy decoroso que la primera expedición humana al planeta Rojo terminase como el Titanic. La ingeniería más avanzada, los sistemas informáticos más potentes, millones sobre millones de dólares y lo más avanzado de la inteligencia del Hombre puesto al servicio de un objetivo para que todo finalizase destruido en un radio de cientos de kilómetros sobre la fría superficie de aquel planeta. Ningún cálculo de error reducido a su menor porcentaje fue capaz de prever un cortocircuito en un modesto cable, o el descuido de un tripulante relajado en exceso con la rutina diaria. Nos pasamos toda nuestra existencia navegando por un océano plagado de icebergs.


Le vinieron a la memoria todos los accidentes de la Carrera Espacial. Los mecanismos de la mente, tan sutiles, funcionan como un resorte infalible en determinadas circunstancias, con una precisión y lujo de detalles que bien puede calificarse de cruel. Estaban condenados. Habían perdido toda comunicación con la Tierra, pero uno de los tripulantes se obstinaba en recuperarla, como si ello fuera capaz de suavizar el impacto. El tercero simplemente lloraba en silencio. Todo un misterio, que cada persona reaccione de forma distinta ante la misma situación. El semblante del comandante reflejaba una introspectiva resignación. Ya faltaba poco.

Cuando la liviana atmósfera marciana se convirtió en un muro a causa de la descomunal velocidad de entrada, la astronave comenzó a temblar salvajemente. Podía escuchar el Padrenuestro de sus compañeros de misión. No entendió el motivo, pero la oración le hizo acordarse de una antigua canción de David Bowie, “Space oddity”, como si la letanía fuera el pie que aguardaba su alma para recrear mentalmente sus acordes. En efecto, le hubiera gustado ver por última vez el azul de la Tierra, despedirse de su esposa... Y sí, las estrellas parecían más lejanas, diferentes y extrañas. Ya no había nada que se pudiese hacer. ¿O quizás sí?...


El joven bucea en apnea hacia la superficie. Cuando emerge se deleita sintiendo como el aire vuelve a entrar en sus pulmones y el sol templa su piel. Se dirige nadando hasta la orilla, donde le observa embelesada una hermosa chica. Una radiante mañana de verano. Son una pareja de enamorados en una distante cala. “¿Me quieres?”, le pregunta ella mirándole a los ojos. “Sí, te quiero”, le dice él sonriéndole. “¿Cuánto?”, insiste ella. Él calla unos instantes, como si considerase una cantidad mensurable, finalmente responde...

“Cuando se apague el último rayo de luz del último sol del último universo, aún estará brillando mi amor por ti”.