jueves, 27 de octubre de 2016

Chloe

El capitán Cuthbert Livingstone era médico. Había estudiado en Oxford con la intención de sanar personas, tan desmesurada vocación poseía que no dudó en enfundarse la roja casaca de los soldados de Su Británica Majestad y acudir al Nuevo Mundo para combatir a los súbditos que se habían alzado contra el rey Jorge. “¿Qué mejor manera de servir a mi rey que curando a sus guerreros?”, se preguntaba retóricamente.

Pero aquella experiencia le cambió. Aprendió que, en el fragor de la batalla, había soldados que morían desangrados porque lo prioritario era zurcir a aquellos que tenían alguna posibilidad de contarlo. Los que sufrían heridas fatales morían sin que nadie les consolase en sus últimos momentos. La medicina militar es pragmática, acaso tanto como la propia Vida.

También aprendió a luchar contra la resignación. Un poso de rabia se iba acumulando en el fondo de su alma y amenazaba con reventar sus esclusas de devoto cristiano y buen caballero inglés. Cada soldado que se iba a la fosa común era una afrenta personal contra él. Cada carnicería que quedaba sobre el campo le suponía una humillación intolerable, hasta el punto de que ya no le importaba, como médico, si el caído lo había sido a mayor gloria de la Union Jack o de la bandera de Betsy Ross. Había estudiado para sanar, y ese propósito alcanzaba a un desafío aún mayor: El Siglo de la Razón no podía permitirse llegar a su término sin haber vencido a la muerte.

El capitán Cuthbert Livingstone regresó al final de la contienda, en la primavera de 1783. Los Estados Unidos habían logrado su objetivo y la vuelta la realizó en precarias condiciones, rodeado de heridos, de mutilados, de ex – prisioneros de guerra con la salud muy quebrantada. Nadie recibe a los soldados que retornan sin gloria, pero ellos trajeron el soplo de nuevas ideas, que desembarcaron en el puerto de Southampton; en Cádiz si eran españoles, o La Rochelle en el caso de los franceses. Los Tiempos estaban gestando un cambio radical en la manera de entender la Creación entera…

Se instaló en Londres, en el selecto barrio de Mayfair. Abrió una consulta, no tardó en labrarse una buena reputación por ser un médico innovador que no abusaba de sanguijuelas y sangrías, aplicando incluso tratamientos indoloros merced a los conocimientos que había adquirido de algunos indios iroqueses. Mas esa aptitud no fue la única que vino con él…

Amplió su consulta con un pequeño laboratorio. Aquella ya no era tan modesta, en la londinense esquina de Beaufort Gardens con Brompton Street, y los carruajes se anunciaban sobre el pavés, junto con los cascos de los caballos, trayendo nuevos pacientes para ser examinados por el joven capitán Livingstone, veterano de América.

Entonces apareció ella. Con sus esplendorosos veinte abriles, acompañaba a su señora madre, aquejada de una afección respiratoria, bastante común en el viejo y húmedo Londres. De muy buena posición, lady Daralis Vernon-Wildemere deslumbró al médico, que se enamoró perdidamente de ella. Y ella de él. La familia abrigaba la idea de un pretendiente de mejor alcurnia, pero la insistencia y la sinceridad de los enamorados venció todo obstáculo. Eran nuevos tiempos, sin duda…

Contrajeron matrimonio. Tanta felicidad no podía acabar bien, y la semilla del miedo fue sembrada. Livingstone no soportaba la idea de perder a su amada, algo frecuente en una época en que muchas parturientas, por ejemplo, no superaban el esfuerzo de traer una nueva vida a este valle de lágrimas. Pasaba encerrado largas horas en su laboratorio… Hasta que dio con la fórmula que sustraería a su amada de la muerte. No pensó en probarla él mismo. Imposible errar, tanta fe había depositado en sus conocimientos. Movilizó a sus contactos, encargando raras especies vegetales a los capitanes que navegaban hasta el otro extremo del mundo; se relacionó con sujetos de mala catadura que venían de madrugada con sospechosos paquetes, aduló a viejos libreros que nada querían saber de lo que había más allá de sus anteojos y de sus polvorientos volúmenes, todo para conseguir antiguas obras escritas en latín medieval… Con el aburrimiento de Daralis cuando curioseó descuidadamente sus páginas. Una actividad febril, bien empleada no obstante. Una oscura redoma, mellada levemente en uno de sus bordes y erguida orgullosamente sobre la mesa daba testimonio del esfuerzo. Su amada Daralis no moriría. Jamás. Ya no perecerían mujeres en los partos, algo que era especialmente lacerante para Cuthbert, porque no comprendía el sinsentido de que la vida se cobrase una para alumbrar otra, dejando a esta sin el cariño de una madre. Y, desde luego, ya no morirían más soldados en guerras. Ni siquiera el Rey de reyes merecía tal sacrificio.

Sonreía por la blasfemia, cuando la criada anunció que la cena estaba servida. Livingstone le pidió una botella de vino de Madeira. A Daralis le gustaba mucho. ¿Qué mejor forma de acceder a la eterna juventud, sino degustando el excelente vino de su bodega? La mujer trajo puntualmente lo que le habían solicitado. Cuthbert ordenó que avisase a la señora para que se reuniese con él y que no fueran molestados. Bajo ningún concepto.

Ignoraba el porqué. Acaso por esa sutil intuición que tienen las mujeres. Aquella noche estaba bellísima, con un peinado que dejaba caer su larga y rubia cabellera sobre el hombro derecho. Una dama digna de ser inmortalizada, en el sentido más literal del término, no por obra de un retrato que languidecería colgado de una pared, en el mejor de los casos, a lo largo de los siglos…

- ¿Qué celebramos? – preguntó sonriente – Te noto exultante, querido.
- Siempre hay motivo para celebrar que estamos vivos… – Respondió mientras llenaba su copa, le ofreció la que había preparado para ella – Y que siempre estaremos juntos
- Hasta que la muerte nos separe, como se dice, ¿no?…

El capitán alzó su copa, con satisfacción mal contenida.

- Entonces brindemos porque muera la muerte… Ningún marido ha obsequiado mejor a su esposa…

Daralis rio por la ocurrencia, sin recelar por la redoma que había visto en las manos de su amado, ni del contenido de su copa que apuró hasta las heces. Se sorprendió a sí misma ya que era de mal tono beber de esa forma, pero la fragancia y el dulzor del caldo le parecieron irresistibles, y el gesto de su esposo le animó a ello…

Fue un leve hormigueo al principio, en el abdomen, durante unos minutos. Luego el dolor la arrojó al suelo doblada sobre sí misma y perdió el conocimiento. Intentó reanimarla por todos los medios pero fue imposible. Murió a las pocas horas. El capitán no podía soportar el remordimiento por haber envenenado a su amada Daralis, ni siquiera lo apaciguaba el hecho de que su intención fuera completamente opuesta. Creyó enloquecer. Apenas fue capaz de asistir a las exequias. Buscó en vano la maldita redoma, cuyo contenido le había administrado, para procurarse un antídoto que la rescatase de la muerte o para envenenarse él también… Fue completamente infructuoso porque no lo halló por ningún lado, como si la Desdentada le hubiera gastado una doble y macabra broma.

Daralis fue inhumada en la lóbrega y sombría cripta de la familia, y él la lloró largamente, durante las interminables noches de invierno, levantando la cabeza cada vez que escuchaba crujir el suelo de madera, o estremecerse el cristal de las ventanas azotado por el inmisericorde viento que traía el recuerdo de su dolorosa soledad… Por si era ella que regresaba del Infinito con el único salvoconducto de su sonrisa…

Pero no retornó. Los días se acumularon en semanas, y las semanas, en meses. Siempre la tenía en su recuerdo. Y el perro rabioso del remordimiento devorando su corazón a dentelladas….

Un lluvioso día de noviembre, un domingo, mientras se hallaba en su laboratorio, la criada le informó que una desconocida y distinguida mujer le aguardaba en el vestíbulo de la casa. Él dijo que no pasaba consulta los domingos. La criada le replicó que ya se lo había comunicado, pero que insistía en hablar con él. Iba a despachar el asunto de mala manera, cuando la sirvienta añadió…

- El señor se sorprenderá de lo mucho que se parece a la difunta señora, que la Gloria del Señor la acoja.

Dejó lo que estaba haciendo. Y siguió a su empleada escaleras arriba. Apenas pudo pronunciar palabra… La semejanza era increíble, el mismo cabello dorado, sus ojos color aguamarina, la tersa y blanca piel… pero el gesto no era dulce sino frío y sarcástico… No era ella.

- Me llamo Chloe Bacqueville, le agradezco que me reciba porque…

No. No era ella. No siguió escuchando aunque asentía con la cabeza como esos autómatas de feria. El negro manto de su ausencia le devolvió a su infierno personal. ¡Daralis!…

Sin embargo, muy a menudo, hasta la misma compañía del príncipe de las Tinieblas es mejor que un corazón flagelado por la culpa. Ella no era como Daralis, alegre, confiada y cariñosa, todo lo contrario, como su tenebroso reflejo. Finalmente se prometieron y se casaron. La admiración que provocaba la similitud se disipaba en cuanto su desdén saltaba de interlocutor en interlocutor. “Es que, claro, no es ella”, se decían. Pero la comparación no le afectaba en absoluto. Incluso le divertía cuando su esposo se la confió con el objetivo de que suavizase su carácter y trato. La criada sufrió incontables humillaciones hasta que decidió abandonar el servicio de su señor, al que apreciaba de veras. Chloe contrató a otra que se movía sigilosa como un fantasma por la casa. Se estaba quedando solo nuevamente, pero la tenía a ella. Los amigos se fueron distanciando, a muchos les inquietó sobremanera que Chloe usase los vestidos de la difunta, pues tenían la misma talla. A su marido no le importaba, más bien le confortaba. Cuando no hablaban, la miraba con fervor y podía olvidar lo sucedido. Ese rabioso perro que desgarraba su corazón quedaba sosegado…

No por mucho tiempo. Una tarde en que la ventisca de una furiosa tormenta de finales de octubre golpeaba la casa, Chloe hizo distraídamente alusión al vino de Madeira, comparándolo con un elixir que proporcionase la inmortalidad. Efectivamente, podía ser casual, fuera de contexto. Mas el tono, la mirada maliciosa, el desprecio que arreciaba en el fondo de sus ojos, la sonrisa hiriente y afilada como un sable le hizo concebir una posibilidad… ¿Y si realmente fuera ella, y si fuese Daralis?

Rechazó de plano la posibilidad. Él mismo, con indescriptible dolor, certificó su fallecimiento. No había acudido a su entierro, roto como estaba por la pérdida, pero no se había movido de su lado mientras la velaba, escrutando su inerte rostro, en busca del menor signo de vida. Cerraron el féretro porque ya daba muestras de descomposición, más rápida de lo normal incluso. Tuvieron que forcejear con él cuando cerraron la tapa. Estaba muerta, más allá de cualquier esperanza. Una multitud de testigos contempló como sellaron la sepultura y cerraron a cal y canto las tres puertas, una tras otra, que vedaban el acceso a la cripta. Como si no bastase el océano de lágrimas que nos separa para asegurarnos de que no volverán nunca.

Días más tarde, ya había anochecido, el capitán Livingstone tomó una decisión súbita y descabellada. Estaba en la alcoba de su esposa, ella le había llamado para preguntarle algo relativo a un nuevo vestido puesto que iban a acudir a uno de los escasos eventos a los que eran invitados. Le dijo que esperase un momento… la mirada del médico revoloteó por la estancia. El lecho, algunos viejos cuadros, un armario, el tocador… ¡El tocador! Allí estaba la redoma, mellada en su borde, la agarró al instante…

- ¿Adónde has encontrado esto? – Inquirió con enojo - ¿Sabes lo que contiene?
- Es mío. – Espetó sin inmutarse – Y contiene perfume
- No puede ser – Abrió el envase y lo olfateó, era una esencia exótica - ¿Adónde has puesto lo que contenía?
- Ha contenido siempre perfume, querido... – De nuevo ese odioso sarcasmo -¿No querrás que huela a vino de… Madeira?

Cuthbert retrocedió hasta chocar con el quicio de la puerta. Se tambaleó un paso más, tropezó con la criada y corrió escaleras abajo. Agarró un manojo de llaves, se puso gabán, sombrero y salió a toda prisa a la calle, ni siquiera pensó en ir a caballo. Diluviaba sobre Londres, los relámpagos iluminaban sus pasos en dirección al Cementerio de Gracechurch. Atravesó Westminster, y luego se dirigió levemente a su derecha, hacia Whitechapel, siempre por la ribera norte del Támesis. Llegó ante la verja del cementerio: estaba cerrada. No se arredró, debatiéndose su alma entre la luz de una tenue esperanza y el negro abismo de una certeza, saltó la tapia como Dios o el demonio le dio a entender. Se orientó ayudado por los destellos de las centellas celestes, con paso decidido pero trémulo pulso por el temor a la verdad, abrió la antigua cerradura de la cripta. La oscuridad era absoluta. Pensó que ese lugar era el idóneo para que Cerbero cuidase el umbral del Infierno, reparó en que quizás aquel mitológico perro era el que había estado ensañándose con él, recreándose en su dolor. A tientas encontró una lámpara que encendió con gran dificultad. Giró la cerradura de la siguiente puerta… la débil llama se agitaba como el corazón en su pecho, haciendo fluctuar la luz fantasmagóricamente… la tercera y última franqueó el paso al capitán, estaba en una capilla, cuyas paredes, a modo de estanterías, acogían el descanso de sus moradores hasta el Día del Juicio.

Se acercó a la sepultura de Daralis. Había restos de flores marchitas. Los ramos de su sepelio habían sido retirados por alguna diligente visita de la familia. No tenía aspecto de haber sido removida. Livingstone titubeó durante un segundo. Era una locura, sin embargo, había llegado a la conclusión de que las reiteradas y veladas alusiones, y la extraordinaria coincidencia de sus rasgos físicos no eran fruto del azar. Espoleado por todo lo que se agolpaba en su memoria, como pasaje de un barco que se va a pique, arrancó la lápida, descubriendo el ataúd. Con un seco golpe, utilizando un candelero como cortafrío, desencajó la tapa… y la retiró.

Espantado, con el rostro extraviado, completamente lívido, contempló que la caja estaba vacía. Una gélida corriente apagó la luz del vacilante farol que le había guiado hasta allí, casi simultáneamente el sonido de un portazo le indicó con desesperación que estaba encerrado y en tinieblas. Buscó las llaves en los bolsillos sin hallarlas, aprovechando los intervalos luminosos de los relámpagos colándose por un pequeño ojo de buey que la puerta tenía. En ello estaba cuando percibió que había una sombra al otro lado. Se acercó con denuedo, con el valor que da un peligro que no se comprende, tan antiguo como la propia vida… y miró.

Eran los azules ojos de Chloe… ¿O siempre fue Daralis?

Imagen libre de derechos. Cortesía de Pixabay

jueves, 14 de enero de 2016

La melodía quebrada

A Almudena

Es curiosa esa silente vida que nos ofrecen los cotidianos objetos que adornan, bien estéticamente o por su utilidad, nuestras vidas. Están ahí, inmóviles, como absortos o estupefactos espectadores que contemplan la implacable forma en que nos van cayendo años encima hasta que quedamos sepultados por su peso para seguir nuestro Camino donde Dios nos diga.

Nos resistimos, como desesperado náufrago que se agarra a un escollo, a despedir esas cosas que nos recuerdan tiempos pretéritos, acaso más felices, pero seguro que vinculados a nuestra jubilosa juventud. Es lo que tienen las promesas, que enseñándonos menos que las decepciones, son más apreciadas que estas… Los heraldos de la verdad son tan inoportunos como los viejos amigos que señalan, inmisericordes, nuestros detestables defectos. Sin motivo detallado, por tan sólo una madeja informe de sentimientos que avalaban su presencia, allí estaba, sobre una cómoda, una musical bola de nieve, de esas que al agitarse con vigor desatan una serena ventisca sobre la casita que contienen. Desgraciadamente su interior mecanismo de cuerda, como el de muchas personas, se hallaba averiado y la nieve que contenía ya no cabalgaba su viento porque ya no había música que la hiciese soñar… De ese modo, veía pasar los días como una anciana despierta sus recuerdos de juventud, como un desfile de fantasmas, sin dolor, sin llanto, y sin nadie que desgranase su melodía quebrada.

Fue en una desabrida anochecida de invierno, callada y recatada tras el embravecido bullicio vacuo que trajeron las fiestas navideñas, en esa barahúnda informe de mercaderes que han profanado nuevamente el templo de una celebración íntima, alegre y promisoria de la Resurrección. En la sigilosa oscuridad de la alcoba, que es donde la existencia cobra vida y el verbo se hace carne por voluntad del amor entre una mujer y un hombre; sucedió que alguien que fue reparó en ese modesto y enmudecido adorno, tan helado estaba como su blanco suelo, como el gélido aire que arañaba los ventanales, como las blancas manos de la noche que se arremolinaba sobre esta parte del mundo que añora la luz del sol que ha muerto al otro lado del horizonte.

Recordó la deliciosa música que escuchó cuando la tierra de las alamedas, de los encinares, de los infinitos olivares, de las fértiles huertas que contempló, sintieron el vigoroso compás de sus pasos al tiempo que la fresca brisa de estío rozaba con mimo su rostro. Ellos ya no lloran porque las lágrimas se quedan en este sombrío valle, patria de desdichas, dolores y decepciones, sin embargo, una invisible mueca de nostalgia asomó a un semblante que nadie podía ver. 

Recordó, sí, recordó más cosas, que incluso cuando no hay páginas que escribir, lo que siempre se conserva, mientras a Dios le sea útil, es la memoria de las sombras que fuimos en el sueño que es la vida, que ya describió el magnífico Calderón. Recordó cómo la música sacaba el baile que dentro llevaban las personas, como si las corcheas, semifusas y redondas fuesen los mágicos dedos de marionetistas y nosotros, pobres y efímeros seres humanos, no fuéramos más que muñecos animados por el hábil movimiento de unos hilos. Recordó cómo las costurerillas remendaban los sietes y los descosidos con esas mismas hebras bajo el mortecino alumbrado que quemaba sus luminosos ojos. Recordó las estrellas en su danza celeste, y las constelaciones que el hombre urdió con su inagotable imaginación.

Recordó al adusto sacerdote leyendo el Evangelio de Juan, el espanto de pensar en Lázaro, fallecido y enterrado en su tumba, pudriéndose en esa oscuridad que no traía vida sino ausencia y horror; y los sollozos de Jesús por una simple persona que le había amado, como tantos y tantos fueron después de Él, enfilando la Eternidad para seguirle.

Simplemente acarició la inerte bola de cristal al tiempo que deseó con todas sus fuerzas que volviera a nevar mientras giraba y giraba al son de su maravillosa música.

Y se obró el prodigio: La nieve saltó y se puso a bailar en torno a la casita que contenía la bola de cristal. El mecanismo volvió a funcionar como el primer día, gozosamente, rabiosamente, entusiasmadamente, como el cautivo que vuelve a saborear la libertad, como el ciego de Betsaida al sentir la Luz y el sol sobre su vista.

Como Lázaro, que regresó de las Sombras para dar fe de que ni la Muerte, ni la angustia, ni la barbarie podrán derrotar jamás a la única palabra que lo explica todo: El Amor.