martes, 27 de abril de 2010

Innominata - Introito (Romancín de la Santa Sin Nombre)

Ni respira de tan callada,
como pecado, enterrada.
Encontrada por fatalidad,
lágrimas, el cielo llovía.
Sueño maldito, no dormía…


Sin sosiego, mal descansaba,
tierra cruel, que la apresaba
en su eterno y lívido letargo.
En altares no todos los santos
se cuentan, por contarse tantos…

Nota del autor:
El cuento titulado "Innominata" es antecedente de otro. Ambos saldrán publicados en un próximo libro. Esta es la razón por la que ha sido retirado del blog, a excepción de su introito.

viernes, 2 de abril de 2010

Sólo entonces

Una de las experiencias más trágicas con que la vida nos recuerda lo efímero que somos, es la muerte de un ser querido. Es un “memento mori” dirigido implacablemente contra nuestro corazón, llamado a impactar y hacer temblar los mismos cimientos de nuestras convicciones más férreas. Es el mismo dedo de Dios señalándonos durante unos instantes para que comprendamos que nada de nosotros quedará aquí, salvo un rosario de recuerdos y lágrimas entre aquellos que nos conocieron, trataron y acaso amaron.

No puedo evocar cuándo la conocí. Algún punto difuso a mediados de los ochenta, tan exultante de vida que cada una de las palabras que pronunciaba parecía una cascada de musicales acordes saliendo de su boca. ¿Cómo no enamorarse de ella? ¿Cómo no deslumbrarse ante la cegadora luz del sol en su cénit? Éramos jóvenes y pasamos juntos ese verano entero. Después, la misma casualidad que nos unió nos volvió a separar. Nuestra voluntad no es siempre más terca que la dirección de los acontecimientos, movidos desdeñosa y caprichosamente por alguien que puede más que nosotros. Pudo ser y no fue. Fue pero no pudo ser.

No me llamó, tampoco advertí por entonces lo mucho que anhelaba escuchar sus palabras al otro lado del auricular. Volví a saber de ella con brusquedad, en forma de una invitación de boda. Se casaba con un funcionario de una organización supranacional, de esas que se suponen que fueron creadas para evitar nuevas guerras sin impedir que nos matemos como siempre. No asistí. A cambio mantuvimos una prudente y correcta amistad durante años, sin volver a mencionar ni uno solo de los besos que rasgaron las tórridas madrugadas de aquel estío, como mudo testimonio de lo anclados que estaban, cada uno de ellos, en nuestros corazones. Un sepulcro lleno de vida a juzgar por el rítmico palpitar que se podía intuir bajo la piel.

Y llegó algo en lo que no gusta pensar. Me llamó una tarde de abril para decirme lacónicamente que se estaba muriendo. Sin artificios literarios, sin figuras retóricas… le quedaban pocas semanas porque tenía una enfermedad terminal. Uno de esos silenciosos asesinos que dan la cara de manera inocente para que la puñalada del Destino sea más dolorosa, más profunda y más cruel. Se marcharía, y nada podría evitarlo. A menudo uno se da de bruces con lo Absoluto para cerciorarse de lo frívola, pequeña, ruín y mezquina que es esa ficción que genéricamente se acepta denominándola “realidad”. Lo que no deja de ser sarcástico.

Es en esos momentos cuando puede comprobarse la materia que compone el espíritu de las personas. Ella ya había perdido a su marido pocos años antes, en un accidente de tráfico, como negro presagio. Mantuvo su modus vivendi inalterable mientras pudo. Trató su enfermedad con ese desprecio que nos sale tan natural a los que llevamos la soberbia grabada a fuego en los genes. La mataría, pero no toleró que la hiciera hincar de hinojos. Eso ya lo haría cuando compareciese ante El que Todo lo Sabe, según decía ella misma. Una mañana no se pudo levantar… para entrar en coma al atardecer. La misma tarde que besé su mano con el convencimiento de que sería el postrero que me arrebataría. Regresé a mi casa, dejé el móvil encendido temiendo la fatal llamada. Por contraste me vinieron a la memoria los luminosos días en los que tanto deseé que me llamase… y que partieron para no retornar. Me quedé dormido, traspasado por la pena, como los apóstoles que acompañaban a Jesús en el Huerto de los Olivos. Como aquellos, suscribiendo implícitamente la frase de que “el espíritu está presto, pero la Carne es débil”…


Tocaban el timbre con insistencia, lo que me sacó brutalmente del inquieto sueño al que había sucumbido. Tardé un par de segundos en percatarme de que estaba completamente a oscuras porque la noche ya había dejado caer majestuosamente su estrellado manto. A tientas, tropezando torpemente, alcancé la puerta y la abrí. Era ella. Estaba radiante, como si fuera a alguna elegante cena. Me impresionó.

- ¿Eres tú? Pero si estabas… ¿Y tu familia? ¿Qué haces aquí?

Me sonrió como únicamente ella sabía.

- ¿Así me recibes? Me encuentro mejor y he salido. Estaba sola y he venido a verte… Al menos podrías decirme que estoy guapa… aunque me mientas lo agradeceré – se acercó y me besó, como siempre hacía.
- Sí… claro, estás preciosa, pero… no entiendo nada… Esta misma tarde… y ahora…
- Sí, creo que me tomaré ese café que me estás ofreciendo – dijo riéndose, como quien está tomando el pelo a un amigo – y no olvides tu famoso té con leche… Vamos, no te quedes ahí como un pasmarote – palmeó las manos para despejar mi estupor – cualquiera diría que estás viendo un fantasma…

Y volvió a reírse, “siempre a cuestas con el humor negro”, pensé. Ese peculiar sentido del humor que nos dejaba solos desternillándonos mientras éramos blanco de reprobatorias miradas. Me dirigí a la cocina para atender su petición.

- No puedo quedarme mucho tiempo, ¿sabes? – me decía desde el salón - Pero no podía dejar de agradecerte ese beso que me has dado en la mano esta tarde. Ya has visto que ese no ha sido el último. Me ha gustado tanto que te he escrito algo… espero que te agrade, señor-exigente-con-tus-alumnos… recuerda que, en algo, yo fui tu maestra, así que sé indulgente y no me olvides nunca…

Me sonreí ante la alusión. Iba a coger una cuchara cuando advertí el parpadeo del móvil. Una llamada perdida y un mensaje. Al estar dormido no lo había escuchado. Metódico siempre, primero leer el mensaje y luego ver la llamada para devolverla, en su caso. Me informaban del fallecimiento de la mujer que estaba esperando en mi salón el café que preparaba. Se trataba de una broma o de un disparate.

Me acerqué con paso quedo al salón, llamándola por su nombre. No podía ser una alucinación, aún podía percibir su perfume. Nadie.

Salí lo más deprisa que pude para comprobar la noticia. Llegué a su casa. Ya estaba amortajada. La defunción se había producido al poco de irme de allí. No había sido una broma de mal gusto. ¿Entonces?

Entonces desanduve el camino hacia mi domicilio. Una salida tan precipitada que ni siquiera apagué las luces. Mezcla de esperanza y de temor irracional, estaba seguro de lo que había vivido. Franqueé el umbral de mi puerta y observé la estancia. Todo estaba como lo había dejado… Todo, salvo un folio cuidadosamente doblado sobre la mesa.

- ¡La carta! – exclamé, y la desplegué para leerla apresuradamente…

Y qué importa lo que me decía en ella... Eran cosas que ya sabía, algunas que pude recordar para no olvidarlas ya… y otras que hablaré tranquilamente con ella, cuando la Eternidad no sea más que un redondo e inmenso reloj sin saetas, como un ojo sin párpado, vigilante, expectante y vacío de tiempo...

jueves, 1 de abril de 2010

Reflexiones antes de la Eternidad (III)

Lo peor del combate es que no sabes nada de nada. Todo es confuso y equívoco. Apenas puedes distinguir tus hombres de los enemigos porque los uniformes se hallan cubiertos de polvo y sangre. Las órdenes son contradictorias, dictadas por políticos, por militares con oportunismo político, o por carniceros sin escrúpulos a cientos de kilómetros del frente. Es el propio instinto el que nos mantiene con vida. Cuando todo es un caos, la única bandera que se mantiene visible, para salvarte o condenarte, es la de sobrevivir como sea. Lucha hoy para vivir mañana. Lucha hoy para tener un mañana.

Recuerdo los primeros tiempos de mi vida en Madrid. Miembro de una aristocrática familia prusiana, mi padre estaba destinado en la Embajada Imperial de Alemania. Era un deslumbrante edificio del Paseo de la Castellana, cerca de la Cibeles. Uno de sus salones estaba presidido por un gran retrato del emperador Guillermo II. Puede que sean los recuerdos de la adolescencia, ellos hacen más refulgentes los objetos que han presenciado los bellos momentos que han quedado atrás. Eso explicaría que no se olvide el sabor del primer beso. El primer beso…

Ella se divertía con un jovencito, apenas hombre, que tenía 19 años. Su frivolidad era legendaria y seducir al hijo pequeño de un diplomático le debía parecer algo de lo más excitante. Una tarde, su coqueteo se sumó a mi galantería y dimos el siguiente paso… dejó su esencia en la boca de su inexperto amante… para siempre. Jamás pude desprenderme de las caricias de aquella mujer, nunca abandonaron mi piel. Todas las que vinieron después fueron un recordar permanentemente aquella primera vez. Su mirada diciéndome adiós iluminó las noches más oscuras y las jornadas más terribles. Como la de hoy. Simplemente se marchó de Madrid. Como ella misma era, de manera tan abrupta como imprevisible. No sabía qué negocios tenía con mi padre y con otro personal que entraba y salía de la Embajada. Mi madre suspiró con satisfacción cuando se enteró de su partida. Se fue y no la volví a ver más. Fue fusilada por espía. Desde entonces miré el enorme retrato del Káiser con antipatía.

Es espeluznante esta devastación. El humo de las bombas, la ceniza en suspensión y los fuegos por doquier apenas permiten ver que estamos en verano. Ayer llegamos a combatir cuerpo a cuerpo, más por desesperación ante la muerte que por heroísmo, intentando parar a toda costa la caballería de los T-34 soviéticos que tanto daño están haciendo en esta sección del frente, donde aguantamos la 137º división de infantería motorizada a sangre y fuego. El objetivo es resistir para luego embolsar las unidades de infantería que tenemos justo delante, hacia el este, y caer sobre Kursk desde el norte, completando la pinza desde Belgorod, en el sur. Por las noches, una inquietante luna nos testimonia lo lejos que estamos de nuestros sueños.

Después de la derrota y de la humillación que sufrió el imperio en la gran guerra tuve un hijo. Una madrileña de antigua ascendencia inglesa y buena posición me arrebató el entendimiento con sus grises ojos y nos encaprichamos mutuamente. Jugamos con la llama del amor y nos calcinamos en ella deliberadamente porque las dos familias no aprobaban nuestros devaneos… y como suele suceder, su oposición fortaleció nuestro empeño. Hasta que quedó encinta. Nunca me casé con ella y no reconocí el fruto de nuestra pasión. Hice mal. Un mal que no he enjugado, siquiera estando cerca de mi hijo. He intentado olvidar mis pecados en las turbulentas aguas de una vida disipada, saltando de cama en cama, finalizando cada relación que me impidiese seguir atentamente la evolución de mi hijo; alardeando con cinismo de un conocimiento sobre las cosas que, en realidad, he intentado rehusar. Hoy sé que el resentimiento que leo en sus ojos lo he procurado yo. He sido un caballero con todo el mundo, menos con las dos personas que tendría que haber cuidado más: la madre de mi hijo y él mismo. Quizás esté purgando mis faltas. Quizás haya estado buscando la manera de ajustarme las cuentas conmigo mismo.

“Usted, padre, no ha tenido arrestos para cuidar de su familia, la que usted fundó con mi señora madre; ni tampoco para defender sus Principios en la nación que le acogió cuando se lo debía sobradamente a ambas… Siendo un cuarentón, ¿cómo va a tenerlos ahora para combatir por su país? Pues sepa que su hijo, que soy yo, los tendré por los dos… mientras usted sigue calentito en el lecho de su penúltima querida.” Se me habían quedado grabadas indeleblemente en la memoria esas palabras. Cada una de ellas la sentí como una bofetada. Mi hijo ya era un hombre curtido, las guerras maduran a las personas a empellones y otorgan la licencia para hablar así a los padres si se lo merecen. Yo había sido como una presencia fantasmal para él. Estaba pero no estaba. Era el “señor” a quien el marido de su madre miraba con franco recelo y hostilidad. Era el “señor” con quien daba paseos por el Retiro algunos domingos por la mañana, en esas espectaculares mañanas de primavera que Madrid regala a todos los que quieran disfrutarlas. Era el “señor” que desaparecía durante largas temporadas y que al retornar daba un sobre bien grueso a su madre ante el incómodo silencio de un padrastro que no quería a ese niño. Era el “señor” elegante, de sonoro apellido germano e impecable acento castellano que iba siempre colgado del brazo de sucesivas mujeres, a cual más bella. Su padre era el “señor” que él nunca querría ser y que haría todo lo posible por no imitar. Si aquel no combatió, él sí lo hizo. Si aquel se vanagloriaba de su descreída, irónica y mordaz actitud ante la vida; él rendiría su vida, si fuese necesario, por defender hasta la postrera de sus creencias. Si aquel nunca pasó por el altar para jurar amor a una mujer, él sí que lo hará, hasta el final de sus días… si aquel, en definitiva, tuvo sólo un hijo por el que no se tomó mucho interés; él llegará a engendrar seis, de los que sobrevivirán cuatro, preocupándose por todas sus cuitas. Demasiado tiempo perdido creyendo que siempre habría un mañana redentor.

Una redención que llegaría tarde. Resulta que la opinión de mi hijo era lo que más valoraba después de todo. Bien relacionado gracias a mi familia paterna, conseguí que me enviaran al recién estrenado frente oriental con el grado de Hauptmann (capitán). Es curioso el patriotismo. Mi familia era liberal y denostaba todo lo que oliese o llevase el término “socialista” a cuestas. Hasta reían de buena gana los chistes acerca de que un cabo austriaco alcanzase la máxima dignidad en la nueva Alemania… hasta que tocaron a rebato para defender el Reich. Entonces comenzaron las veladas insinuaciones acerca de mi “postura” por vivir tan ricamente en España, que ya era mi hogar, y cerraron los ojos ante todo lo demás. Lo primero era Alemania. Y se alegraron cuando recurrí a ellos para ir a pelear contra los soviéticos. Los oficiales me hicieron muchas preguntas, pero la movilización en la que nos hallábamos allanó cualquier suspicacia. Al fin y al cabo era alemán de pura estirpe, además de católico: lo primero lo llevaba en mi sangre y no podía deshacerme de ello; lo segundo… lo segundo lo seguía sintiendo formalmente, pero no recuerdo en qué maldita esquina de mi vida había optado por conformarme con cruzarme de brazos ante el disparate que era la vida… O acaso sí, pero prefería no recordarlo.

No recordar. Cuántas cosas que uno quiere retener acaban bebiendo del río Leteo para dormir el dulce letargo del olvido, y cuántas más se adhieren a nuestra mente para martillearla incesantemente, para roerla con los remordimientos que la conciencia arroja sobre nosotros como aceite hirviendo. La guerra es lo más parecido al infierno que puede haber sobre la faz de la Tierra. Y Kursk es el infierno en el infierno. Pero hasta en el infierno puede encontrarse un ángel extraviado. Mis soldados hallaron a una chica, no tendría más de veinte años, desharrapada, perdida y asustada. Estaba embarazada y no le quedaban familiares, no tenía adonde ir, los bombardeos parecían perseguirla como se acosa a algo que está fuera de lugar en un escenario de pesadilla. La vieja disciplina prusiana sigue intacta, la cogieron y me la trajeron, mis soldados tenían miedo de que fuera una espía. Muy mal tenía que andar el enemigo si tenía que valerse de informadoras en estado de gravidez y por ello dolorosamente frágiles. La vida parece burlarse a menudo del Hombre con guiños como ese, pero no es así: es una total y absoluta afirmación, un rotundo manifiesto, una promesa que se nos hace, porque, después de todo, sí habrá un mañana… aunque no lleguemos a ver su amanecer.

Tenía unos ojos grises enrojecidos por llanto de días. Estaba cansada y hambrienta. Un auténtico milagro que se aguante tanto… y mucho más, si se está rodeado del amor de una madre, flotando en ese amable limbo donde suena la rima del latido de un corazón que da la vida. Le di mi ración gustosamente que devoró con ansia. Tenía la intención de que se la llevara el primer oficial de enlace que nos pasase cerca y la condujese a retaguardia para que la pudiera ver algún médico. Para sacarla del infierno. En ello estaba pensando cuando la aviación soviética, con sus “Sturmovik”, ha empezado a acribillarnos…

Los pilotos rusos evitaban tener la luz de la luna a sus espaldas para no convertirse en un blanco fácil. Los centinelas habían escuchado los motores pero se confiaron en que pasarían de largo amparados en la penumbra. El tableteo de sus ametralladoras les sacó del error. Demasiado tarde. Estaban recibiendo fuego por todas partes. El capitán ordenó que se desplegasen y se pusieran a cubierto porque tras los “Sturmovik”, vendrían los fusileros de Rokossovsky para romper ese sector de frente y sorprender por detrás, si tenían éxito en su enésima intentona, a los blindados que dirigía el mariscal de campo Walther Model. El caos era total y las pasadas que hacía la aviación enemiga se antojaban interminables. Luego el silencio. Luego los gritos. Los soviéticos se habían lanzado al ataque. El capitán, pistola en mano, ordenaba la disposición de sus subordinados para resistir la acometida… entonces la vió. Despuntaba el alba y contempló como el pánico la hacía correr hacia una cota en la que no debería haberse fijado porque tras ella aguardaban pacientemente los francotiradores enemigos. La llamó y reparó en que ni siquiera le había dado tiempo a preguntarle su nombre. Corrió con todas sus fuerzas para salvarla mientras un teniente le rogaba que desistiese y que la dejase ir. Advirtió con horror como un combatiente soviético le salió al paso y la interceptó.

No lo pensó, apuntó y disparó. Sabía que el fogonazo de la pistola delataría su posición, pero tenía que darle esa oportunidad a la joven. El soldado se desplomó, la mujer se volvió y titubeó mientras miraba al capitán que le hacía señas para que cambiase de dirección. Le entendió.

Pudo ver que le comprendió porque advirtió cómo la mujer se llevaba las manos a la boca, no sabía el porqué, para empezar a correr nuevamente hacia un área más despejada. Inmediatamente sintió un húmedo calor resbalando por su rostro y que las piernas no le sostenían ya.

¿Por qué había tanta luz si apenas clareaba el día? Una luz como la de esos ojos grises, tan acuosos. Como la de los ojos que le enamoraron un día para concebir una nueva vida…