domingo, 12 de enero de 2014

El vuelo (El error)

En algún futuro cercano...

Llegaron al aeropuerto. Un vuelo anodino, salvo por una fuerte tormenta y las turbulencias que padeció sobre el Atlántico Norte. La pericia de los pilotos logró que pasase a formar parte del anecdotario de los pasajeros, algunos con historias más inquietantes en su recuerdo de anteriores viajes intercontinentales. El avión tomó tierra suavemente, lloviznaba sobre Barajas y nada trascendió del nerviosismo y desconcierto que se estaba viviendo en la cabina desde hacía casi hora y media. No era en vano que esa hermética frontera, permeable únicamente para azafatas de eterna e imperturbable sonrisa, fuera la garantía de que el pasaje no entrase en pánico en determinadas ocasiones y que siguiera volando, como afirmó un comandante jubilado con una hoja de servicios impoluta.

Habían llegado, y los viajeros más observadores empezaron a reparar en detalles que les resultaban llamativos. Por ejemplo, resultaba insólito que les hubieran “escoltado” dos cazas españoles del Ejército del Aire, reconocibles por la Cruz de san Andrés en los estabilizadores verticales o derivas y sus coloridas escarapelas rojigualdas, desde que entraron en su espacio aéreo nacional. Sin embargo, correspondían a un diseño que nadie supo reconocer. Sí, era el aeropuerto de Barajas, estaba la cercana, blanca e inmensa Cruz del cerro de san Miguel de Paracuellos del Jarama para recordar a las víctimas del Frente Popular; pero el horizonte que contemplaba Madrid no era el mismo, y el trazado de las pistas se había complicado. Había más aeronaves, que básicamente eran iguales a la que les había traído desde Nueva York, al contrario que los aparatos del Ejército, pero desprendían algo que las hacía diferentes. Los edificios, las carreteras, los vehículos que alcanzaban a ver... tampoco eran los acostumbrados, más numerosos y distintos, muy distintos.

El avión continuaba rodando por la pista, pesadamente, como si nunca fuera a detenerse, acompañado por un séquito de camiones y coches militares, de bomberos, de policías, de la Cruz Roja, del servicio del aeropuerto... y otros sin distintivo ninguno, ocupados por personas bien vestidas y con gafas de sol... En un día en el que brillaba por su ausencia. Los ocupantes empezaron a plantearse el motivo que causaba tanta expectación. Se trataba de un vuelo normal, sin ninguna celebridad a bordo, si es que se puede distinguir ya entre la farándula y la política, nada más que grises hombres de negocios, turistas, familias y otras personas comunes con sus vidas a cuestas que no llamaban la atención por nada. Surgió la chispa del recelo. ¿Y si algún miembro de una organización subversiva, guerrillera, se hubiera infiltrado? El cuchicheo entre el pasaje subió de tono como se incrementó la inquietud, que ya no podían contener las sonrientes auxiliares de vuelo, titubeantes ante la ausencia de información, el ininteligible y aislado barullo de los pilotos y las preguntas que les formulaban los pasajeros.

Y el Boeing 707 de la PanAm se detuvo finalmente bajo la débil lluvia que arrojaba el velado cielo de Madrid, aletargado en esa labor, mientras miraba esos diminutos seres que se echaban encima de un pájaro metálico, blanco con una raya azul, del mismo modo que un depredador se abalanza sobre su presa.



Frenética actividad en la Torre de Control del aeropuerto de Madrid-Barajas. No se había redactado un Manual de Procedimiento para una contingencia así. Faltando un protocolo, se hicieron cargo del asunto los militares... Y unos individuos trajeados que llegaron con ellos, lacónicos, con cara de póquer y de pocos amigos, que relevaron al personal de servicio con cajas destempladas. Los que alzaron la voz por ello fueron arrestados, encañonados y sacados por la fuerza de sus dependencias, lo que intimidó lo suficiente al resto para que siguiese sus indicaciones sin rechistar. Las armas siempre poseen argumentos muy convincentes si se tiene en estima la propia integridad física.

Se informó del asunto al Cuartel General de la OTAN y ellos ordenaron que despegasen dos McDonnell Douglas EF-18 del Ala 12 de la Base de Torrejón de Ardoz para avistar y seguir al vuelo 12 de la PanAm que iba de Nueva York a Madrid. Se le comunicó a su comandante que aterrizaría en esa Base Aérea, lo que rechazó rotundamente por tratarse de un avión comercial, negándose a cumplir las instrucciones de una cadena de mando “ajena” a la suya propia y que no reconocía de ninguna manera, quejándose además, vehementemente, de la “vigilancia” de los cazas españoles. Para evitar males mayores ante la terquedad del jefe de su tripulación, se concedió que la aeronave terminase su trayecto donde estaba previsto. Pero nadie, ni en la cabina del avión, ni en Barajas, ni en el Centro de Operaciones Aéreas de la Región Sur de la OTAN, situado en la Base de Torrejón, llegaba a comprender nada de nada. La aeronave de la PanAm, vuelo 12 Nueva York-Madrid, aterrizó sin novedad en el aeropuerto de Barajas, seguido por un rosario de vehículos puestos al servicio del Gobierno que realmente gobierna, y dispuestos a que un suceso tan extraño no trascendiese, no fuera que la opinión pública comenzase a plantearse algunas cuestiones “espinosas”. Porque a menudo sucede que llega la realidad para abofetear sin consideración la soberbia del Hombre. Una realidad que no tiene nada de racional ni de explicable, para vergüenza de los masones que promovieron esa estafa que se denominó la “Ilustración”. Dicen que las que mejor funcionan son aquellas que tienen un nombre más “sonoro”...



El vuelo 12 de la PanAm, que cubría el itinerario Nueva York-Madrid, era una aberración de la Naturaleza, un error que producía terror. Se le dio por desaparecido, sin dejar rastro alguno, el 15 de octubre de 1968, en medio del Océano Atlántico, en plena Guerra Fría, con el conflicto de Vietnam en ebullición y con el ánimo de la Humanidad aún encogido por la Crisis de los misiles soviéticos en Cuba y por el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, acaecidos años antes. Se escenificó el fraude con chatarra, diciéndose que procedía del avión, que había estallado a 35.000 pies de altura, cuando “subía escalones” para eludir una potente tempestad. Se metieron despojos de animales en ataúdes para acallar la curiosidad de los familiares de los desaparecidos más inquisitivos, al resto se les despachó con una cuantiosa y rápida indemnización, nada que ver con otros acontecimientos similares cuyas causas sí que estaban claras. Resulta que los gobiernos son especialmente eficaces cuando atienden los deseos de cierta criptocracia. La cuestión pasó al olvido, no interesó a nadie, ni siquiera al polvo que acumulan las hemerotecas; y las familias fueron enterrando a quienes recordaban a los que viajaban en ese misterioso vuelo perdido inexplicablemente.

Apareció en los radares de los controladores casi medio siglo después. Un destello que no tendría que estar ahí. Un error, un vuelo imposible, perteneciente a una compañía aérea que ni siquiera existía ya por haber dado en quiebra en 1991. Surgió de la nada, para despecho de autoridades y científicos, que no sabían que hacer con un grupo de personas que había estado en el limbo durante décadas y que habían aterrizado en un mundo muy diferente del que dejaron en 1968, plagado de hippies, de no-violencia y con el Hombre acariciando la Luna. Eran peligrosos, por edad muchos de los pasajeros ya deberían de haber fallecido, aunque para ellos sólo habían pasado unas horas desde que dejaron Nueva York a sus espaldas, y el mezquino siglo XXI, que ya llevaba dadas unas cuantas dentelladas al Hombre, significaba una distante promesa de futuro mejor gracias a una segura colonización del espacio. Se darían de bruces con todo lo contrario porque se vivía una distopía totalitaria y paranoica. Tanto que algunos de los gobernantes que manejaban esta crisis sopesaban si eliminarlos en secreto. Al fin y al cabo se trataba de poco más de 150 personas que “oficialmente” estaban muertas. Si dejaban hablar en público a esas personas, la sociedad entera se tambalearía. Quizás por esa razón se da sepultura a los difuntos bajo pesadas lápidas... Para que no vuelvan y señalen nuestra incompetente miseria.

Pero habían regresado. Y el Mundo entero contenía el aliento porque el “error” no era un caso excepcional, estaban retornando del sueño que los había hurtado de su tiempo. Las torres de control de numerosos aeropuertos recibían solicitudes para aterrizar procedentes de vuelos que habían sido engullidos por el cielo. Y el Cielo, no sólo metafóricamente, les permitía retornar para que la Humanidad pudiera verse reflejada en un espejo con la seguridad de que la imagen que vería no sería de su gusto.

También, ¿por qué no?, para propinar una formidable bofetada a esa élite ignorante y malvada que se fía de “sus” científicos y tecnócratas, que basan todos sus cálculos en una realidad de la que apenas saben nada para incurrir, y perseverar, en el error. Ya lo dijo san Agustín: “Los que no quieren ser derrotados por la Verdad, lo serán por el error”...