jueves, 14 de enero de 2016

La melodía quebrada

A Almudena

Es curiosa esa silente vida que nos ofrecen los cotidianos objetos que adornan, bien estéticamente o por su utilidad, nuestras vidas. Están ahí, inmóviles, como absortos o estupefactos espectadores que contemplan la implacable forma en que nos van cayendo años encima hasta que quedamos sepultados por su peso para seguir nuestro Camino donde Dios nos diga.

Nos resistimos, como desesperado náufrago que se agarra a un escollo, a despedir esas cosas que nos recuerdan tiempos pretéritos, acaso más felices, pero seguro que vinculados a nuestra jubilosa juventud. Es lo que tienen las promesas, que enseñándonos menos que las decepciones, son más apreciadas que estas… Los heraldos de la verdad son tan inoportunos como los viejos amigos que señalan, inmisericordes, nuestros detestables defectos. Sin motivo detallado, por tan sólo una madeja informe de sentimientos que avalaban su presencia, allí estaba, sobre una cómoda, una musical bola de nieve, de esas que al agitarse con vigor desatan una serena ventisca sobre la casita que contienen. Desgraciadamente su interior mecanismo de cuerda, como el de muchas personas, se hallaba averiado y la nieve que contenía ya no cabalgaba su viento porque ya no había música que la hiciese soñar… De ese modo, veía pasar los días como una anciana despierta sus recuerdos de juventud, como un desfile de fantasmas, sin dolor, sin llanto, y sin nadie que desgranase su melodía quebrada.

Fue en una desabrida anochecida de invierno, callada y recatada tras el embravecido bullicio vacuo que trajeron las fiestas navideñas, en esa barahúnda informe de mercaderes que han profanado nuevamente el templo de una celebración íntima, alegre y promisoria de la Resurrección. En la sigilosa oscuridad de la alcoba, que es donde la existencia cobra vida y el verbo se hace carne por voluntad del amor entre una mujer y un hombre; sucedió que alguien que fue reparó en ese modesto y enmudecido adorno, tan helado estaba como su blanco suelo, como el gélido aire que arañaba los ventanales, como las blancas manos de la noche que se arremolinaba sobre esta parte del mundo que añora la luz del sol que ha muerto al otro lado del horizonte.

Recordó la deliciosa música que escuchó cuando la tierra de las alamedas, de los encinares, de los infinitos olivares, de las fértiles huertas que contempló, sintieron el vigoroso compás de sus pasos al tiempo que la fresca brisa de estío rozaba con mimo su rostro. Ellos ya no lloran porque las lágrimas se quedan en este sombrío valle, patria de desdichas, dolores y decepciones, sin embargo, una invisible mueca de nostalgia asomó a un semblante que nadie podía ver. 

Recordó, sí, recordó más cosas, que incluso cuando no hay páginas que escribir, lo que siempre se conserva, mientras a Dios le sea útil, es la memoria de las sombras que fuimos en el sueño que es la vida, que ya describió el magnífico Calderón. Recordó cómo la música sacaba el baile que dentro llevaban las personas, como si las corcheas, semifusas y redondas fuesen los mágicos dedos de marionetistas y nosotros, pobres y efímeros seres humanos, no fuéramos más que muñecos animados por el hábil movimiento de unos hilos. Recordó cómo las costurerillas remendaban los sietes y los descosidos con esas mismas hebras bajo el mortecino alumbrado que quemaba sus luminosos ojos. Recordó las estrellas en su danza celeste, y las constelaciones que el hombre urdió con su inagotable imaginación.

Recordó al adusto sacerdote leyendo el Evangelio de Juan, el espanto de pensar en Lázaro, fallecido y enterrado en su tumba, pudriéndose en esa oscuridad que no traía vida sino ausencia y horror; y los sollozos de Jesús por una simple persona que le había amado, como tantos y tantos fueron después de Él, enfilando la Eternidad para seguirle.

Simplemente acarició la inerte bola de cristal al tiempo que deseó con todas sus fuerzas que volviera a nevar mientras giraba y giraba al son de su maravillosa música.

Y se obró el prodigio: La nieve saltó y se puso a bailar en torno a la casita que contenía la bola de cristal. El mecanismo volvió a funcionar como el primer día, gozosamente, rabiosamente, entusiasmadamente, como el cautivo que vuelve a saborear la libertad, como el ciego de Betsaida al sentir la Luz y el sol sobre su vista.

Como Lázaro, que regresó de las Sombras para dar fe de que ni la Muerte, ni la angustia, ni la barbarie podrán derrotar jamás a la única palabra que lo explica todo: El Amor.