viernes, 25 de marzo de 2011

El cartucho (Reflexiones antes de la Eternidad - IV)

Lo puso de pie sobre la mesa de su salón, como un marcial centinela de los últimos días de su vida. Vigilante e impertérrito, tan distante como el horizonte, tan bruñido como un lejano sol. Tan inquietante como el heraldo de otro mundo.

A veces, con el rabillo del ojo, percibía su movimiento, tan imaginario como los diálogos que mantenía con él. Pero no, seguía impasible, mudo y expectante. Aguardando la misión que le había sido encomendada, y que cumpliría ciegamente. No podía ser de otro modo. Hay cosas que sólo es posible hacer a ciegas…

Una madrugada reparó en una paradoja que se le antojó curiosa… Su fin como persona estaba unido al fin de él. Pero mientras este esperaba sin perder la compostura, contando las motas de polvo que se posaban sobre la mesa, aquel era devorado por el miedo, convirtiendo su lecho en el lúgubre escenario de las pesadillas que le asaltaban. Se levantó de la cama… allí estaba, iluminado por la tenue luz de la luna, como un cantante de éxito en un plató. Como si estuviese disfrutando de las vísperas de su efímero estrellato. Y le dirigió la palabra…

- No tienes motivos para estar tan pagado de ti mismo…

Evidentemente, el cartucho no le respondió. La pólvora siguió tranquilamente alojada en la vaina, y la bala que coronaba el conjunto ni se inmutó por el reproche.

- Sé que me estás oyendo. Te consideras muy afortunado porque ya tienes un blanco sobre el que impactar. Pero no es mérito tuyo, ¿sabes?, en todo caso de aquellos que me han empujado a elegirte para ponerte en la recámara de una pistola antes de apuntar contra mi sien. En realidad no eres nada.

El cartucho continuó en su inconmovible inmovilidad. Erguido e inalterable, bien parecía que se podría estremecer toda la faz de la Tierra antes de que cayese y rodase por la lisa superficie del mueble.

- Vale más morir maldito que una vida de lacayo descerebrado como la tuya…

No espero contestación, le dio la espalda y se encaminó nuevamente a la cama. No hay nada como desahogarse para dormir mejor, y cantar las verdades al lucero del alba personificado en un triste cartucho, cuyo único momento de gloria sería atravesar de parte a parte la frente de un suicida, destrozando todos los lacerantes recuerdos y vivencias que le habían llevado hasta esa decisión. Muchos suicidas no lo serían si pudiesen sacar de sí mismos, para golpear y agredir, aquello que les hace insoportable vivir.

Otro día tuvo la sensación de que era como un billete de avión. Un salvoconducto a un lugar tan remoto que sería imposible regresar. Un viaje a ninguna parte en el que cualquier equipaje, empezando por los propios recuerdos, tendría que quedarse aquí. La idea le regocijó al principio, luego advirtió de que también echaría de menos las infinitas imágenes y experiencias que tanto había disfrutado. Ninguna vida es tan mala o corta como para no salvar algo, que se lleva en lo más profundo del alma, como una maravillosa bacía de oro que portamos en nuestras manos mientras pasamos por este valle de lágrimas… para restañarlas y recogerlas a medida que las vamos derramando.

- Hoy no será, ¿me escuchas? – Le espetó con rabia - Así que puedes relucir lo que quieras porque es lo único que harás. Y cuando te utilice no serás más que una vaina renegrida y humeante… una bala manchada de sangre, y perdida Dios sabe donde. Triste existencia la tuya, en la que tu logro se cifra en acabar con una vida y terminar desmembrado.

Al fin y al cabo ese era el Destino de muchas personas también. El cartucho se hubiera encogido de hombros si los hubiera tenido. Pero no los tenía, como tampoco entendimiento, por lo que permaneció imperturbable, dejando que la luz del sol y de la luna, consecutivamente, hiciesen brillar su dorado rostro de metal.

Y llegó la jornada elegida. Agarró el cartucho con displicencia. Se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Condujo hasta un acantilado, donde se podía contemplar el inabarcable océano. Era un buen sitio para morir. Se colocó unos auriculares en los oídos. Había escogido una canción, una de sus favoritas, cuando era más joven decía bromeando que “no le importaría morir escuchándola”. Una premonición acaso. Sí, era una buena canción para morir. Buscó el cartucho en la chaqueta y lo colocó de pie en lo alto de una piedra. Supuso que el viento podría derribarlo sin esfuerzo, pero increíblemente, el cartucho soportaba estoicamente el arreciar del aire, como si su cometido estuviese por encima de los efectos del meteoro, y este no pudiese tocarle.

- ¿Crees que te prefiero a la Vida? Pues no te ufanes, porque no era vida lo que yo tenía, sino un castigo impuesto por otros que viven muy bien a costa del sufrimiento ajeno.

Pero el cartucho insistió en su contenida actitud y no varió su reiterada ausencia de argumentos, hecho este largamente observado en multitud de objetos, ya sean estos animados o inanimados.

Extrajo una pistola automática del bolsillo, desmontó el cargador, colocó el único cartucho (no necesitaría más) en ello, volvió a insertarlo en la empuñadura, quitó el seguro y montó el arma para que la recámara recibiese el cartucho… Se llevó el cañón a la sien derecha, sólo había que apretar el gatillo para cruzar el umbral del Infinito y dejarlo todo atrás…


Fue entonces cuando el dulce semblante de ella le sonrió. Se acercó a él, le quitó el arma suavemente y le besó en los labios. Luego apuntó con la pistola al firmamento y disparó…

La vaina salió despedida al suelo, pero la bala ascendió, ascendió y ascendió hasta fundirse con la deslumbrante luz de ese sol que tanto lo había acariciado con su calor cuando estaba sobre la mesa… Y si pudo pensar, pensaría que ninguna bala había disfrutado de tan hermoso galardón.

Él razonó, solamente, que mientras la Vida sea la promesa de una esperanza, es mejor esperar despierto el crepúsculo antes que permitir que las tinieblas nos engullan. Cogió la mano de ella y ambos miraron el mar que se abría a sus pies...