viernes, 1 de noviembre de 2013

Noche de Difuntos (Iria)

El viento sacude los postigos de las ventanas haciendo crujir amenazadoramente los cristales que protegen, mientras la lluvia golpetea con desgana, con reiterativo desprecio, los voladizos del antaño orgulloso pazo de los Urdoa, noble linaje con más de mil años, cuyo caserón presentaba un aspecto que no contradecía tan grande antigüedad.

Iria de Urdoa es la última de su solar. Joven, hace poco tiempo que ha enviudado de un marido al que no amaba, pero que respetaba y tenía afecto porque siempre fue cortés y educado con ella, no como esos brutos engreídos de su apellido que consideran a la mujer con la que se casan como parte de un botín que se disfruta en el lecho. El esposo fue abatido por las tropas que la reina gobernadora, una usurpadora que se encamaba con un tal Muñoz, había enviado para sofocar la insurrección carlista en las misteriosas tierras gallegas. Se echó al monte con una partida orgullosa de su Enseña de la Cruz de San Andrés que portaban, y valeroso como era se batió con el mosquetón hasta agotar la munición. Después se lanzó contra los soldados cristinos blandiendo el sable que su señor padre se había traído de Trafalgar. Iria consideró que se trató de un fusilamiento, porque no les dieron cuartel para rendirse y los balearon con crueldad. Cosas de liberales que niegan a Dios. Fue al inicio de la primavera, y sus tierras y casa guardaron solemne luto por la pérdida en los meses posteriores porque apenas hubo día que pudieran desprenderse de una lánguida niebla, que no quería marcharse y dejar tan sola, tan triste, a su viuda.

Ella se encerró en su imponente casa con la luz de sus azules ojos y su dorado cabello, que contrastaban con el negro riguroso de sus ropajes, como si la Vida que Iria podía simbolizar se revolviese indefensa ante una bandada de tenebrosos cuervos, arremolinados en torno a ella para su tormento. Ni siquiera se dignó recibir a sus aparceros en ese periodo. De todo se encargaba el secretario de su marido, un enjuto y anciano escribiente que la visitaba una vez a la semana para despachar los asuntos pendientes. La reducida servidumbre se preocupaba por la señora, era muy buena con ellos, pero no se atrevían a mitigar el dolor que producía la ausencia, que hay límites que no cabe traspasar, y cuyo doliente silencio al pasar junto a ellos era el más vivo llanto que pudieran percibir. Y había llegado la tarde de la víspera de Difuntos, en el día de Todos los Santos. La señora escuchó misa temprano, apenas comió unos dulces, ordenó que no se le molestase, rezó el Rosario, se recluyó en la biblioteca, al amor del fuego, y estuvo leyendo la Biblia hasta que llegó la hora de cenar, cuando las sombras que confirman que el sol se ha hundido, más allá del Finisterre, se van adueñando de los cielos para cabalgar sobre las cabezas de los mortales...

Luego, sin saber el porqué, fijó su acuosa mirada en un viejo libro situado en el estante más alto, paciente y seductor como la manzana que tentó a Eva. Iria lo agarró para leerlo. Se sobresaltó cuando la criada llamó a la puerta para traerle una bandejita sobre la que descansaban un gran tazón de caldo con picatostes. “Mire vuestra merced, que no puede estar sin comer”, le dijo la solícita mujer, que ya no sabía qué hacer para llamar la atención de su señora y que empezase a cuidarse. “Gracias, déjelo sobre la mesita, no dude de que me lo tomaré en atención a sus desvelos...” Respondió con fría gratitud Iria, más interesada en quedarse sola que en tomarse el consomé. La ama iba a preguntarle si precisaría del servicio para alguna cosa, pero la señora le replicó, sin permitirle acabar la frase, que podían acostarse, que no necesitaría nada más de ellos en esa noche. Sola otra vez. Y con un libro en sus manos que no recordaba haber visto antes.

Estaba escrito en latín, pero no el de los curas. Le sonaba más vulgar, más cercano en el tiempo que el hablado y escrito en los Tiempos de Cristo. Decidió leerlo por encima, más que nada porque estaba cansada de que sus ojos paseasen por los mismos corredores y pasillos de negro sobre blanco que son los renglones de la Biblia, y de detenerse en esas plazas que eran las ilustraciones del motín de Lucifer, o de Adán y Eva expulsados del Jardín del Edén bajo la displicente mirada del ángel Uriel, o Moisés separando las aguas del Mar Rojo... o Cristo Resucitado apareciéndose a los apóstoles.

Cristo Resucitado. Una lejana Esperanza, la de ver a Nuestro Salvador bajando para poner las cosas en su sitio mientras se devuelve a la vida, no, a la Vida de Verdad, a todos los que han sido engullidos por sus propias sepulturas a lo largo de los siglos. Sin embargo Iria tiene la negra sospecha de que ese siglo XIX acabará como acabó el anterior, sin que tengamos otras noticias del Redentor, de su Santa Madre o de los Santos, más que por milagros diseminados, aquí y allá, que le permitan al Hombre seguir creyendo en un Dios que le ama, sin volverse loco en un siglo enloquecido, vaciado de sentido y de sentimientos, donde lo más parecido al latido de un corazón es el mecánico palpitar de las entrañas de esos monstruos de metal que habitan las negras y humeantes fábricas que manchan los virginales verdes de la geografía de Europa.

No comprendía casi nada de ese dichoso libro, era como recorrer desconocidas y enigmáticas veredas. Al principio pensó que se podía tratar de un antiguo recetario, verdaderamente antiguo, porque sin detallar fecha podía pasar por coetáneo de los que Gutenberg rescató de los scriptoria de los monasterios para que pudiesen ser leídos, y discutidos, en universidades, tabernas, plazas y dormitorios. Pero no se trataba de un recetario. Ni siquiera de un códice que describiese las distintas fórmulas magistrales de un boticario. Así que, finalmente, no tenía idea de lo que contenían sus palabras, que comprendía una sí y dos no, salvo por los grabados e imágenes que presentaba. Algunos reflejaban escenas cotidianas, campesinos jugando en el campo, mujeres con palos mirando estrellas, niños pequeños bañándose en curiosas tinas parecidas a ollas, personas con extrañas indumentarias abriendo puertas... Decidió tomarse la sopa antes  de que se le enfriase del todo, acaso por efecto del escalofrío que había recorrido su espalda, como si la mano de un invisible y travieso amante la hubiera acariciado suavemente...

Retornó al volumen que tenía ante sus azules ojos. “Non nobis, Dominus, non nobis, sed nomini tuio da Gloriam” (1), sí, eso lo reconocía por los Salmos y marcaba el inicio de la obra que, ahora reparaba en ello, no tenía título alguno sobre su desgastado lomo. Encuadernado en oscuro cuero, curtido por siglos, no ofrecía el menor indicio de su contenido en sus tapas. Nada. Y las páginas estaban sin numerar. Volvió a abrirlo, al azar. “Ego sum Alpha et Omega, Primus e Novissimus, Initium e Finis, qui ante mundi principium e in saéculum saéculi vivo in aeternum” (2), que también le era familiar. Un poco más adelante, “De Profundis, Domine, clamavi ad te, ¡Domine exaudi voce mea!” (3). Tuvo un pálpito. Lo cerró, dejando una de sus uñas como testigo de la plana que acababa de visitar. Aguardó unos segundos... Con cuidado, como quien se asoma a un lugar que no se debería de visitar, lo abrió despacio desde donde había dejado el extremo de su dedo...

Había cambiado. “He movido la uña sin darme cuenta”, pensó para tranquilizarse, pero por más que buscó hacia atrás y hacia delante, ya no estaba el párrafo del “De Profundis”. Sí, había cambiado, como si tuviese vida propia, y se dio de bruces con una frase...

“Mors Eternitas est, via vitae in perpetuum, solus per tornare e solus per amare” (4)

No llegó a comprender su sentido, pero su intuición femenina dedujo que se trataba de algo blasfemo, de algo que subvertía la más profunda de sus creencias. Golpearon la puerta con gran estruendo, tres golpes, como si el furioso viento y el agua que estaban derramándose desde el firmamento se hubieran conjurado para llamar a su casa. Miró el gran reloj que presidía su biblioteca, ya había pasado medianoche, su sereno e imperturbable tic-tac la tranquilizó. Se acercó al ventanal para ver quien podía ser tan a deshora, en noche de difuntos... Nadie había.

“Habrá sido una ráfaga de viento”, se dijo. “Una rama arrastrada por la ventisca, acaso”. Se sonrió por asustarse como una chiquilla. No. Volvían a aporrear la madera de la puerta hasta hacerla gemir, como quejido de madera que no soporta lo que espera al otro lado. Uno... Dos... Tres. Silencio. Agua y aire. Truenos en la lejanía. Apartó ligeramente la cortina que cegaba el exterior. Un relámpago lo iluminó cortésmente. Nadie había.

Se giró y lo que vio helaría la sangre al regimiento de húsares más aguerrido. La estancia había cambiado: Se hallaba casi en tinieblas, como si los cirios que pretendían alumbrarla luchasen por un imposible. Seis monjes encapuchados, tres a diestra y tres a siniestra, velaban un ataúd, cuyo ocupante tenía un libro entre sus manos. Llevada por una terrible sospecha, se aproximó para averiguar quien era el difunto. Se trataba de su esposo. Con lágrimas en los ojos, sin entender nada, quiso recuperar ese maldito libro que se había convertido en heraldo de su propio fallecimiento. Pero no pudo. Su exangüe marido la cogió repentinamente de la mano al tiempo que la llamó por su nombre.

Iria se sacudió con toda la fuerza de la que fue capaz empujando a los monjes que quisieron inmovilizarla, cayó al suelo mientras gritaba...



Despertó al oír un estrepitoso trueno. Aún impresionada, cayó en la cuenta. “Así que todo ha sido una estúpida pesadilla...” Afirmó para sosegarse. Se había quedado dormida. No había tenebroso velatorio, no había libro, y no había sopa alguna. Nada. El reloj dio las doce campanadas, una tras otra como el desfile de los segundos camino de esa Eternidad que mencionaba el libro con que había estado soñando... Llovía, y la lluvia era el instrumento que el viento tañía para acompañar su melancólico canto. Medianoche en la triste, interminable como letanía de ánima de Purgatorio, e infinitamente oscura noche de Difuntos.

Y fue entonces, justo en ese instante, que llamaron a la puerta con furia, con destemplada violencia. Uno... Dos ... Tres....



El viento sacude los postigos de las ventanas haciendo crujir amenazadoramente los cristales que protegen, mientras la lluvia golpetea con desgana, con reiterativo desprecio, los voladizos del antaño orgulloso pazo de los Urdoa, noble linaje con más de mil años, cuyo caserón presentaba un aspecto que no contradecía tan grande antigüedad como postrer desafío a la Eternidad, a un tiempo adormecido que ya no transcurre...



NOTAS:
(1) No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre da la gloria.
(2) Yo soy el Alfa y el Omega, el Primero y el Último, el Inicio y el Fin, el que (era) antes del principio del mundo y por los siglos de los siglos vive eternamente.
(3) Desde lo más profundo, Señor, te llamo, ¡Señor, oye mi voz!
(4) La Muerte es Eternidad, camino de Vida para siempre, único para volver y único para amar.