lunes, 14 de octubre de 2013

El Beso


Hay historias que revolotean por la Historia y que tienen la virtud de crepitar permanentemente, sin que se consuman sus ecos, en esa implacable hoguera que todo lo devora y que llamamos, con aséptica benevolencia, “Tiempo”.


Lo contaban los ancianos junto al fuego del hogar, con voz queda y crédula, mientras los rigores del invierno acompasaban su coro con los aullidos de los lobos, a la luz de una luna coqueta y esquiva que se complacía en jugar al escondite entre mortajas y tocados, para espantar y deslumbrar, todo a la vez, los ojos de los mortales que osaban alzar su mirada hacia ella.

Lo contaban los sabios ancianos de otras eras, desde el púlpito que les daba su edad, y lo contaban, no sin orgullo, el mismo que da el saberse superviviente de tantas calamidades, de esta manera...


Eran los años en que Castilla guerreaba contra sí misma. Dos hermanos de padre, pero uno nacido de reina y el otro bastardo, Pedro y Enrique, los dos hijos de don Alfonso el onceno, de feliz memoria, se disputaban su corona en una contienda sangrienta que dividió linajes, haciendas y aún almas.

Don Pedro de Borgoña-Ivrea (1) era el legítimo rey y sucedió a su augusto padre, fallecido en los aciagos y atribulados días en que la Muerte Negra desplegó su funesto pendón por Europa entera. Toda Castilla, desde el dolor por la pérdida, saludó la llegada del jovencísimo monarca al trono del baluarte hispánico contra el Islam; y las pueblas, villas, burgos y concejos juraron lealtad al nuevo soberano con el entusiasmo y la esperanza de que no terminaría aquel siglo sin que el antiguo Reino de Toledo (2) se viese restaurado.

Sin embargo, no fue así. El rey comenzó a mostrar un celo extremo por el cumplimiento de sus órdenes, a menudo ajenas a la lógica, y el castigo por no cumplirlas era terrible. Empezaron a circular extrañas noticias acerca de él por todos los rincones del Reino del Castillo y el León. En una de ellas se decía que volviendo de madrugada de un lance amoroso, había matado a un insigne caballero del lugar, de nombre Fadrique, en duelo. Estando prohibidos en esa ciudad, él mismo mandó buscar al asesino para juzgarlo. Los alguaciles dieron con una anciana que había sido testigo del suceso, pero temerosa, se resistía a comparecer ante el soberano...

Velis nolis (3), la llevaron en volandas ante el joven rey, cuya presencia desprendía la majestad que se les supone a los que ostentan tan alta dignidad, y le preguntó...

- ¿Sabéis quién dio muerte a don Fadrique de Peñaclara?

La anciana titubeó antes de contestar un tembloroso “sí”...

- Habéis de saber – retumbó la voz de Pedro de Castilla - que incurrís en un odioso delito si no nos decís, aquí y ahora, el nombre de su matador.
- Por mi vida que no puedo, mi señor... – Respondió aterrada la mujer. – Aunque quisiera no puedo, lo juro por mi vida, que la Santísima Virgen y san Frutos me asistan como lo hicieron con la Despeñada (4).
- ¡Nada impedirá que se haga la Justicia del rey! – Exclamó el regio juez. – ¡Que si incluso al mismísimo rey fue a quien visteis, al punto os emplazo a que lo digáis presto!
- ¡Mi señor me quiere condenar! ¡Que los Cielos me guarden! El rey fue el que mató en duelo a don Fadrique, que yo lo vi con estos ojos que la tierra se comerá.

Los asistentes quedaron estupefactos, aguardando que la cólera real dictase la tremenda sentencia contra la viejecita.

- Pues hágase justicia. – Dijo serenamente el monarca. – Puedes ir en paz. Ordeno que se aprese la efigie de mi real persona, que inmediatamente sea decapitada a espada en respeto a su alta cuna y que se pasee su cabeza por las calles de aquesta ciudad de Segovia, para público ejemplo y escarmiento; y que después se sepulte en fosa común sin oficiar responso, sin lápida y sin recuerdo, como costumbre es.

Hechos como este le hicieron ganarse el sobrenombre de “el Justiciero”, simultáneamente con el de “el Cruel” que finalmente pasó a las Crónicas, acaso por aquello de que las escriben los vencedores, y, al cabo, Pedro I de Castilla fue un rey derrotado. Premonitoriamente fue un duelo el que acabó con una de sus estatuas, porque un duelo fue, deshonroso para los que le abatieron, el que acabó con su vida y con su reinado.

Pero todavía no había llegado aquel día, sin ser mejores los que les precedieron. A los azotes de la Peste y de las plagas que malograban cosechas, se sumó el de la guerra civil (5), un conflicto que no respetaba neutralidades y obligaba a elegir bandería, si no por devoción, sí por venganza. Las mesnadas de los señores leales a Pedro I y a Enrique de Trastámara cabalgaban por todo el reino sembrando dolor y llanto. Si aquel exhibía que era hijo de reyes legítimos, el otro alegaba que más reina era la que Alfonso XI llevó en su corazón que la llamada María de Portugal, y que él era primogénito (6) del difunto rey. Tan grande y enconado era el odio que se tenían los hermanos entre sí que los ecos del enfrentamiento llegaron a distantes cortes, que quisieron procurarse el apoyo del monarca vencedor para tenerle como poderoso aliado, ya que la fama de la Armada castellana empezaba a despuntar. De ese modo el rey de Inglaterra envió a sus hijos, el Príncipe Negro (7) y el Duque de Lancaster (8) para auxiliar a Pedro I, mientras que su rival francés envío a un experimentado comandante, de nombre Bertrand du Guesclin (9), al frente de las “Compañías Blancas” (10) para socorrer al sublevado señor de Trastámara.


Y fue por entonces que esas tropas capturaron al conde de Vundorio, Servando Alonso, un noble afecto a la causa real que resistió con sus escasos efectivos la razia que las huestes francesas hicieron en su feudo. Derrotado y blandiendo valerosamente su espada, dispuesto estaba a vender cara su vida como habían hecho sus soldados antes que él, cuando Bertrand hizo gesto a los suyos de que lo cogiesen vivo porque era de mal caballero permitir la muerte de quien tan denodadamente había defendido a sus vasallos y servidores. Preso fue, en efecto, y muy presumible que le aguardara un largo cautiverio.

Enteróse su joven esposa, de nombre Clara Luna, y presa fue también, pero de la desesperación de ver a su señor lejos de ella y prisionero, pues estaban muy enamorados, fenómeno que suele darse incluso en los matrimonios. Mandó que su servidumbre le preparase cabalgadura con sus mejores arreos y dorado bocado para impresionar al Príncipe Negro, Eduardo de Woodstock, cuyo campamento estaba a pocas leguas de sus dominios, y convencerle de que debía rescatar a su esposo sin tardanza.

Los ingleses le dispensaron un desconfiado recibimiento. Primero habló con ella Juan de Gante, hermano menor de Eduardo, porque pensó que los franceses estaban urdiendo una estratagema y dama tan hermosa era una esplendorosa carnada para tan mezquina añagaza. No obstante, eludió tomar decisión alguna y la remitió al príncipe de Gales para que dictaminase qué era lo que convenía hacerse. El heredero de la corona inglesa le prestó toda su atención y fue tratada con la cortesía de los Plantagenet, que se había convertido en legendaria. Todo quedó en silencio cuando la castellana señora hubo terminado la exposición de los motivos que la llevaban a solicitar su petición de socorro, mientras el lucero de la tarde se empeñaba en abrir bien su único ojo para no perder detalle.

- Si su esposo está en manos del perro de Bertrand, – afirmó el príncipe – es seguro que os exigirán un rescate tan alto que no podréis pagarlo. Y si lo pagáis, ellos incrementarán la cifra, yendo en ello nuestra perdición porque lo emplearán en traer más gajeros para combatirnos. A pesar de ello, no puedo arriesgar la vida de mis caballeros y soldados por un solo hombre, por muy noble y marido vuestro que sea. Siendo vasallo del rey don Pedro, debería su majestad – la mujer captó el sarcasmo - prestaros auxilio en este asunto.
- ¡Vive Dios que no hacéis honor a vuestra divisa! (11) – Replicó encolerizada. - El rey Pedro está muy lejos y bien sabéis que le abandonaría a su suerte, aún estando cerca. Mi feudo se halla indefenso y os reclamo a vuestra alteza que lo defendáis y me traigáis sano y salvo a mi señor como aliado del rey que sois...
- Mi señora, vos lo habéis dicho: Ayudamos al rey de Castilla contra los bastardos, - concedió sosegado - ya sean franceses o su propio hermano, mas en este asunto no veo más que quebrantos para los nuestros cuando pretendemos destrozar al enemigo en campo abierto merced a la puntería de nuestros arqueros. No nos interesa una escaramuza sangrienta en la que no podamos encontrar gloria alguna. Somos soldados normandos, bravos, abnegados y esforzados, y vivos además, precisamente porque todavía tenemos cordura en esta casa de locos en la que se ha convertido la Cristiandad, mi señora.

Un veterano caballero de luengas barbas le acompañó hasta la humilde pero confortable tienda que habían preparado para que pernoctase. Los caminos estaban infestados de bandidos y partidas de flagelantes que predicaban que había llegado el Apocalipsis, y con frecuencia era así si alguien tenía mala fortuna en toparse con ellos. Sopesó marcharse, en dirigirse directamente a parlamentar con ese dichoso caballero du Guesclin que le había arrebatado lo que más amaba en esta demente vida, en mil cosas a la vez, como vertiginoso carnaval en aquella soledad cercada por las sombras que había dejado un sol inexorable e imperturbable, completamente sordo y ciego a las razones que se ven inspiradas por el amor.

Dando vueltas en su tienda como tigresa en invisible prisión, así estaba cuando advirtió que un joven pálido, de largos cabellos rubios, muy delgado y ataviado como un rico caballero había entrado sin anunciarse.

- ¿Quién sois? – Preguntó asustada - ¿Cómo os atrevéis a presentaros así?
- Soy alguien que puede traeros a vuestro marido. – Respondió inmutable – Sí, lo traería a vuestro lado, sano y salvo... Con eso, creo que no necesitáis conocer mi nombre o dignidad.

Al principio no comprendió muy bien cómo lograría algo a lo que no se atrevía ni el mismo Príncipe Negro. Luego, con esa fina intuición que todas las mujeres poseen, cayó en la cuenta.

- ¿Así de sencillo? ¿Cómo sacar un manto de un arcón?
-  Señora, yo más bien diría – centelleó una chispa de jocosa maldad en los oscuros ojos del soldado – que es tan fácil como retornar una llave a su cerradura.

La dama pasó por alto la sicalíptica ocurrencia y se concentró en que alguien que no era de este mundo le estaba ofreciendo lo que más le importaba. Lo único que le importaba.

- Supongo que querréis algo como recompensa a cambio de vuestro servicio.
- Poca cosa, señora. Nada de lo que no dispongáis. Antes del amanecer os devolveré a vuestro esposo, sin un rasguño, pero me habréis de entregar vuestra alma.
- ¿Y si os dijese que no me complace vuestro trato?
- Me encargaría personalmente de que acabasen con él de la manera más atroz. Presumo que os figuráis que nunca perdemos guerras porque jugamos en cada bando. – Sonrió siniestramente y añadió. -  El mejor modo de ganar a las cartas es teniéndolas a todas en nuestras manos. Los Hombres pierden, luego yo triunfo...

Así que ella le perdería igualmente. Sin embargo, su alma le daría la vida a su amado, y le pareció precio pequeño para tan gran tesoro.

- Está bien. - Afirmó resuelta. - Decidme que debo hacer...

Se encaminaron a un apartado claro que la luna alumbraba y la Vía Láctea vigilaba. Por el sendero se cruzaron con centinelas, pero ninguno de ellos les cerró el paso. Llegaron y el joven alzó su mano: Una estrella de cinco puntas, fosforescente como fuego fatuo, invertida desde la posición en que la observaban, se presentó ante ellos surgida de la nada. Una fantástica y grotesca procesión de informes criaturas se materializó para rendir pleitesía a su oscuro señor, y el aroma a azufre inundó los rincones más cercanos mientras que el Ángel Caído pronunciaba extraños, aterradores y antiquísimos conjuros en una lengua que la noble no comprendía...


Eduardo de Woodstock no había conciliado el sueño en toda la noche. La madrugada enfilaba su último rato, y el luminoso manto que anuncia al sol se asomaba por el horizonte. Pidió su montura para revistar personalmente los puestos de los centinelas y recibir las novedades que hubieran acaecido de primera mano y no a través de su comandante de guardia. No tardó mucho cuando un inquietante y penetrante olor sulfúreo y a tierra quemada llegó hasta su olfato. Levantó la cabeza para indagar su procedencia y picó espuelas hacia el lugar del que presumía que procedía...

Cuando llegó no daba crédito a lo que estaba viendo: Una mujer de pie en el centro de un dibujo geométrico pintado en el suelo, cuyas aristas, ángulos, lados parecían desprender luz propia... Y luz también, pero terrible e amenazadora, la que emanaba un individuo alto, muy rubio, vestido con rica cota de mallas y bruñidas lorigas, quijotes, rodilleras y bregas, que tenía una multitud de demonios indescriptibles a su izquierda. Sin salir de su asombro, contempló como aparecía del vacío, junto a la dama, un caballero impedido por unos grillos en los pies y que se abrazó a la que, sin duda, era su señora.

Entonces pudo entenderlo todo. Desenvainó su espada, decidido a entablar desigual combate con el mismísimo señor del Infierno para liberar a la pareja, se encomendó a san Jorge, a la Virgen María y a Nuestro Señor Jesucristo... Corría a su encuentro mientras le gritaba al conde que besase raudo a su esposa, estimulado por esa difusa certeza que tenemos en numerosas ocasiones sin fundamento lógico pero que sabemos de modo sobrenatural, como si una inaudible pero clara voz, tan transparente como el más puro cristal de Bohemia, nos dictase lo que debemos hacer y como si en ello nos fuera la vida...

Y estalló el beso en el instante preciso en que los dedos del sol acariciaban generosamente la castigada, herida y siempre hermosa Tierra. Fue un beso largo, dulce, apasionado, enamorado. Un beso sin otro cuartel que el propio espíritu, que se ofrece sin condiciones como la más valiosa presea a la persona amada.

Satanás aulló vencido, profiriendo pavorosas y horribles maldiciones contra el príncipe inglés, pero únicamente fue un escalofriante segundo porque el bullicio demoniaco con su general al frente se escabulló por un diminuto y refulgente punto, como lodo por la cloaca, y nadie más que los tres, el matrimonio y su valedor que se abrazaron ante tamaño prodigio.

Porque es de sobra conocido que...

En los libros se ha leído,
además es bien sabido,
que donde vive amor
Satanás no trae dolor.

NOTAS:

(1) Tradicionalmente se ha apellidado a dicho rey como “Pedro de Borgoña”, pero dado que existen diversas ramas, y en diversas épocas además, con el mismo nombre de estirpe, he considerado apropiado añadir la diferenciación moderna de “Ivrea”
(2) No me interesa ser políticamente correcto, ni mantener una falsedad muy extendida entre medievalistas “tolerantes” a la moda de estos días: El objetivo último de toda la Reconquista fue la restauración de la unidad hispana que existió bajo los reyes godos, o “Reino de Toledo”, así se le refirió toda la Edad Media, distinguiéndolo de la taifa musulmana de Toledo.
(3) Velis Nolis: Locución romana, significa “quieras o no quieras”.
(4) “La Despeñada” es una leyenda de Segovia, muy popular, en la que una mujer acusada de adulterio es salvada gracias a san Frutos, que obra el milagro de detener, en medio del aire, su caída al vacío.
(5) Sin olvidar la guerra contra Aragón, que empujó a un dubitativo Pedro IV “el ceremonioso” a apoyar definitivamente a Enrique de Trastámara.
(6) Enrique de Trastámara nació en 1333, mientras que Pedro de Borgoña-Ivrea vino al mundo en 1334.
(7) Eduardo de Woodstock, llevaba una discreta armadura oscura sin brillo para ser considerado como un soldado más en el fragor de las batallas, sin ánimo de recibir privilegio alguno por su alcurnia.
(8) Juan de Gante (1340-1399), ascendiente directo de este modesto escribidor.
(9) Bertrand du Guesclin (1316-1380) fue un afamado gajero (mercenario) de su siglo, de noble familia procedente de Bretaña que nunca perdió el sentido último de sus lealtades, que no eran otras que las que se obligaba como vasallo del rey de Francia, incluso por encima de las que se deducen de su procedencia bretona. Si Bretaña es francesa hoy en día, ello es debido a sus fidelidades o traiciones, según desde el lado del que se mire.
(10) Las “Compañías Blancas” deben su nombre al color de su manto, que era claro, el propio de la lana sin blanqueo artificial. Es lo único claro al respecto porque diversas fuentes no se ponen de acuerdo sobre ellas, lo que es cierto es que se trataba de mercenarios contratados personalmente por su comandante, Bertrand du Guesclin, entre segundones y desheredados de familias nobles y que muchos de ellos, bien por sus padres o por otras vías, tuvieron contacto con la extinta Orden Templaria. Tras la tremenda e inútil derrota de Nájera (1367), du Guesclin solamente conservó los más cualificados, licenciando más que generosamente al resto, con dinero del pretendiente de Trastámara, que se repuso del desastre con prontitud gracias a la torpe crueldad de su hermanastro. En todo caso, hasta bien entrado el siglo XV, en Castilla se asustaba a los niños díscolos diciéndoles que vendrían a castigarles “los blancos de Claquín” (“Claquín” fue la forma castellanizada de su apellido). Recomiendo una novela, sumamente interesante, de Tomás Salvador, titulada “Las Compañías Blancas”, es fácilmente deducible su argumento.
(11) El lema más antiguo (desde el siglo XIII) de los príncipes de Gales es “ich dien” (“yo sirvo”).