domingo, 30 de marzo de 2014

La dama del callejón

Dicen que las horas en las que el cielo guarda vigilia por la ausencia del sol tienen su propio ritmo, ajeno al cartesiano de los sesenta minutos de sesenta segundos cada uno. Bien lo sabían los romanos, cuyas noches se distribuían en cuatro partes, de duraciones diferentes según la época del año, frente a las racionales doce horas en las que se desarrollaban las actividades cotidianas. También lo sabemos bien los que hemos hecho guardia durante las interminables en las que hemos dialogado con nuestros propios demonios interiores. Pero eso pertenece a otra historia. La noche no es una franja temporal, no es un cúmulo de horas en las que se aprovecha para dormir porque no hay luz natural para hacer otra cosa, no... La noche es un estado de ánimo, un grado de conocimiento, si se quiere decir de ese críptico modo. Suele ocurrir que las tinieblas pueden dar fe de nuestros más inconfesables actos, también de los que nos redimen. Redención... Quien la tiene a mano la rehúye por la penitencia que implica, y quien la desea ya no está en la suya porque forma parte de su propio sacrificio para alcanzar el perdón.

He hecho reiteradas referencias a mi afición de pasear por cementerios. Como estos tienen el mal hábito de protegerse durante la noche de las profanaciones de algunos que se dicen vivos; de mis horas de insomnio, a veces, han sido mudos testigos las calles del viejo Madrid que han contemplado mis pasos de niño y de joven. Hay callejas y callejuelas tan pintorescas que permanecen como en otra dimensión, al margen del irrespetuoso bullicio de turistas y juerguistas, que con frecuencia son los mismos.

No fue hace mucho. Paseaba por la penumbra de las tortuosas vías que nacen o mueren cerca de la calle Mayor, escondidas del engañoso relumbrón procedente del Palacio Real y de los acertijos que propone lo que fue la muralla musulmana, durmiente y amenazante bajo el tráfico rodado de una de las grandes capitales europeas que, desgraciadamente, hoy es Madrid. Si uno se detiene y escucha en ciertas esquinas y bocacalles, es posible escuchar las desengañadas carcajadas de Quevedo, el melancólico caminar de Bécquer o los alborotos de Valle Inclán, que de todo guarda memoria esta ciudad que tanto ha visto y sufrido en la carne y en la sombra de sus hijos.

Debían de ser cerca de las tres de la madrugada, fresca y húmeda pues había llovido la tarde anterior de un abril tan lluvioso como el del refrán. No recuerdo bien si venía o iba, es lo que tiene deambular pendiente de las cuentas que uno tiene consigo mismo, sólo sé que enfilé la calle del Cordón y apenas hube andado unos escasos metros, a mi derecha, se abría una esquina que jamás había contemplado antes. Me asombró sobremanera porque no recordaba bocacalle alguna a esa altura, y uno sujeta un haz de años en su cuerpo que no permiten esa clase de descuidos. Miré el cartel: Callejón de la Escalera, no “de la Escalinata”, que bajaba o subía, según, cerca de allí. Y efectivamente, una escalera, con sus fieles peldaños, descendía delante de mí sin decirme adonde porque una enigmática penumbra velaba sus secretos.

Estuve tentado de dar media vuelta y dejar la exploración para mejor ocasión, que los remordimientos son mala cosa para encararse con acontecimientos extraños, sin embargo pudo más la curiosidad y fue esta amazona la que espoleó mis piernas como los caballeros hacían con sus monturas. Se trataba de una calle estrecha, como muchas de ese antiguo barrio, sin más iluminación que la de un cielo abarrotado de estrellas y completamente en silencio, tan abrumador que opté por acallar mis prevenidos y espaciados pasos, como soldado en territorio enemigo.

Me llamó la atención que no diese ninguna ventana al vía, ni balconada ni portal, lo que le confería un amenazante aspecto de zulo, de ratonera, de trampa, detalle que se confirmó cuando llegué a su final y comprobé con creciente desasosiego que estaba en un callejón sin salida, cerrado por una enladrillada pared que se alzaba imponente hasta el cielo. Haciendo ostentación de la frialdad que tanto se me ha reprochado, giré sobre mis talones y me puse a desandar lo andado hacia la escalera para ganar la salida de esa inquietante calleja en la que nunca había reparado antes.

Quizás un par de pasos, puede que tres o cuatro a lo sumo, como duelista sorprendido por la espalda a causa de la felonía de un adversario, alguien me llamó por mi nombre. No fue un susurro, ni el aire retorcido en el fondo de una tronera. Sonó claro y limpio, como gota de agua precipitada a lo más profundo de un pozo. Me volví como si un resorte se hubiera disparado.

Una dama, muy joven y hermosa, de apenas veinte abriles, de piel tan blanca que parecía transparente, ojos grandes, tristes y grises; largo cabello rubio recogido y rasgos que delataban proceder de Europa Oriental. Vestía ropajes de otra época, no supe situar su indumentaria, acaso de mediados del siglo XVI, de riguroso negro en el que parecía brillar la extrema blancura de la seda que formaba la gorguera, adornada por unas pequeñas gemas celestes es sus bordes. Repitió mi nombre, me percaté de que en sus labios tomaba el acento de otras tierras, al tiempo que extendía su mano hacía mí, como invitándome a cogérsela o en ademán de auxilio. No se me concedió tiempo para más. Se hundió en el suelo que había bajo sus pies y desapareció atravesándolo sin que se moviese un solo adoquín.

Impresionado, hice acopio de ánimo y palpé la superficie del pavés que había acariciado la piel, o lo que fuera, de tan extraña dama. Aparentemente se hallaba más cálidos que los circundantes, pero no supe si ello era debido a mi propia sugestión o al paso de la aparición a través de su estructura. Ahora sí, tenía todas las alarmas encendidas y retrocedí apresuradamente los metros que me separaban de la calle del Cordón, más familiar y conocida, sin dejar de correr y tropezar hasta la esquina con Sacramento, donde apoyé mi espalda contra la Casa de Cisneros para recobrar resuello. Señal de que lo recuperé con presteza es que miré a mi alrededor cerciorándome de que retirada tan deshonrosa no había sido observada por nadie. Nadie. La vergüenza se lleva lastimosamente si es pública. Estaba completamente solo en el centro de Madrid, en una noche sin luna, sin más compañía que la de la lluvia que comenzaba a caer de nuevo, suave, silenciosa, sinuosa, como los nostálgicos acordes del Réquiem de Dvorák, justo cuando escasos segundos antes acababa de contemplar un espectacular cielo estrellado. Ahora, contrariamente, un manto escarlata de nubarrones adornado con jirones blanquecinos ocupaba todo el firmamento. No sabía lo que había presenciado, menos aún que se dirigiese a mi para dejarme sumido entre tinieblas. Es como si la misteriosa dama se hubiera llevado toda la luz del universo prendida sobre sí, tal que una presea o alhaja más. La calleja se había esfumado.

Aguardé un par de días antes de realizar ninguna indagación. Estaba seguro de lo que había visto, es lo que tiene no consumir alcohol ni ningún tipo de drogas, que se posee una certeza sobre la realidad fuera de toda duda, incluso cuando esta se resquebraja abruptamente para mostrarnos un lamento. Sí, un lamento, la muchacha no transmitía gozo alguno, sino un infinito y perpetuo quebranto, un llanto sin lágrimas, como el que se padece cuando se han agotado de tanto llorar. Volví al lugar del suceso, esta vez a plena luz del día, aunque debilitada por las traviesas nubes que cubrían Madrid. Crucé la plaza de la Villa en diagonal pues venía desde Bailén, y me encaminé hacia la calle del Cordón, examinando detenidamente que, esta ocasión a mi izquierda, en efecto, allí no había el menor indicio de un “callejón de la escalera”, ni siquiera un resquicio que pudiera dar a entender que el edificio que ocupaba su espacio estuviera segmentado en el pasado. Así que acudí a los planos del Madrid antiguo, empezando por el más conocido, realizado por Pedro Teixeira en 1656. Advertí que en aquel tiempo el trazado de la calle del Cordón era más o menos idéntico al actual. Tercamente, lo rechacé: El atuendo de la aparecida era anterior a esa fecha, en al menos un siglo. Seguí buscando hasta dar con el más pretérito, que andaba por alguna de mis estanterías, durmiendo plácidamente el sueño del conocimiento, rechazando recreaciones o suposiciones contemporáneas que pasan por encima de los detalles. Necesitaba la precisión del ilustrador que estuvo allí, en ese momento. La encontré en el plano de Marcelli (1), datado en 1622...


Ahí estaba. Viniendo desde la plaza de la Villa, a mano izquierda, una estrecha y larga abertura por la que únicamente se podrían cruzar dos personas si se arrimasen a las paredes, con un nivel más elevado en su entrada por la calle del Cordón, que descendía merced a unos cuantos peldaños y continuaba en ligera pendiente hasta toparse con la fachada occidental del Colegio de los Ingleses, que la cerraba por completo dejándola sin salida. Años después, en los difíciles días que sacudieron la Monarquía Católica, el callejón fue condenado y enterrado bajo un edificio, y ya nunca más volvería a ver la luz, salvo que se descerrajase algún hechizo. Las alucinaciones adolecen de rigor histórico. La coherencia que me ofrecían las evidencias que había ido reuniendo ante mis ojos me mostraron que estaba frente a una historia que tenía que desentrañar. Una historia. Imposible resistirse.

Me dí de bruces con toda la burocracia municipal, tan celosa de guardar la memoria de las ciudades y de los que fueron sus moradores que olvidan que de nada sirve conservarla y custodiarla si no se pone a disposición de los contribuyentes. Una paradoja que se repite hasta el aburrimiento con excavaciones, museos, bibliotecas y cualquier apéndice de la sabiduría sobre el pasado: Hay amores que matan, y algunos que dejan enterrado bajo instancias y oficios al objeto de sus desvelos. Los estudiosos investigamos, no deberíamos de lidiar con funcionarios y políticos que ni comen ni dejan, cual bostezante, ocioso y odioso perro del hortelano.

Cuando ya estaba a punto de desistir por lo prolijo de las gestiones acerca de un asunto que iba perdiendo intensidad frente a mi presente, alguien me llamó a mi móvil. No acostumbro a atender llamadas de números “ocultos”, pero la precipitación o la casualidad, si es que aceptamos que exista, quiso que aquella ocasión fuera una excepción. Descolgué con el habitual “diga”. Nada más que el zumbido de la línea, de que alguien estaba a la escucha. Repetí, “diga”, arrepentido de haber aceptado la comunicación y resuelto a desconectar inmediatamente. Entonces oí una voz metálica, inexpresiva, que asocié a un hombre más por intuición que por timbre.

- Angyalka. Se llama Angyalka. Ese es el nombre de la Dama del Callejón. Ningún archivero o chupatintas podrá darle razón de Angyalka. Acuda a Hadradian, sí. Ella le contará. Ella lo sabe todo...
- ¿Cómo sabe que ando buscando información sobre esa señorita?... - Pregunté - ¿Quién es usted? ¿Quien es Hadradian?
- Vaya a hablar con Hadradian. Esta noche, cuando ya no haya luz. La encontrará caminando por la calle del espejo...
- ¿A quién voy a encontrar andando por esa calle? ¿Es una tomadura de pelo?

La interrogante no halló interlocutor. Quien fuera la persona que me había telefoneado, ya no estaba al otro lado de la línea. O al otro lado, sin más.

Confieso que mi primer impulso fue desoír la cita e ignorarla. Lo malo es que lo inexplicable, y ya había demasiadas datos bajo ese denominador, tiene un imán que nos atrae, que nos seduce para entregarnos, como único y solitario galardón, comprender sucesos extraordinarios que se salen de eso que llamamos, ramplona y aburridamente, “realidad”.

Así que debidamente prevenido, por aquello de ese modo se vale como dos, me dirigí a pasearme por la calle del espejo, arriba y abajo, como solitario centinela a la espera de alguien cuya apariencia desconocía, como aún que fuera a presentarse allí, si es que existía y no fuera el señuelo de algún bromista con demasiado tiempo libre. El crepúsculo civil fue oscureciendo el singular anochecer madrileño en primavera, con nubes que tuvieron a bien visitar la capital para arroparla y que no se enfriase en exceso durante esas vagas e indefinidas horas nocturnas que iban cercando el día para verlo morir. El duelo que anuncia ese desenlace fue dejando la vía libre de transeúntes, como si estar ubicada en el centro de Madrid no implicase obligación de tener tránsito a todas horas. Y llegó el momento en que estuve solo por completo, refugiado bajo la tenue iluminación de las farolas y una densa niebla que fue enseñoreándose de todo como si algo o alguien quisiera hurtar cierto encuentro de la vista de curiosos o impertinentes.

Un gato negro salió corriendo para esconderse en las brumas. No acerté a hallar lo que le espantó pues el silencio era total, como mi soledad. No había nadie, por más que mirase alrededor, como tirador en guardia, presto para manejar su estoque contra lo primero que se moviese. Entonces alguien, que no estaba décimas de segundo antes, me cogió del brazo.

- ¿Es vuestra merced el caballero que busca a Hadradian?

Se trataba de una anciana, de largos y blancos cabellos y ojos tan claros que parecían transparentes; cargada de años y de sinsabores, puede que inexpresiva por todo ello; vestida de un modo sumamente peculiar porque pasaría por hippie o por una menesterosa. Quizás por ambas. Me desasí instintiva y bruscamente sin responderla.

- No he tenido la voluntad de asustarle. Para encontrarse con Hadradian no hay más que desearlo, en este mismo lugar...
- Y bien pues, - repliqué secamente - ¿dónde está?
- Es la que le habla. Hace mucho, mucho tiempo que nadie ha tenido la bondad, o el interés, de querer verla. Los jóvenes, como vuestra merced, rechazan creer en nada distinto que en sus pasiones...

Había rabia contenida en su voz. Un odio indefinido que se percibía por debajo del respetuoso y dulce tono que empleaba

- Le agradezco que me incluya entre los “jóvenes”, pero uno ya va dejando atrás esa época.
- En comparación con Hadradian, vuestra merced nació la hora pasada, hará bien si lo cree. Empero no ha venido a charlar de años y edades, ¿estamos en lo cierto? Además, el lamento de las eras no es audible para quien solamente puede contemplar una. Por mucho que llegue a saber...

No quise entrar en su enloquecida dialéctica. El arcaico español que usaba, referirse a sí misma en tercera persona, cada una de las arrugas que surcaban un rostro que destilaba indiferencia y desdén, la atmósfera irreal que nos rodeaba, comenzaron a infundirme un temor indefinido.

- Alguien me llamó, – expliqué lacónicamente, – y me dijo que una tal Hadradian me diría quien es una dama que vi en un sitio que ya no existe.
- Lo que existe y no existe... – Clavó sus ojos en los míos. – Se toma con ligereza una separación que no “existe”, – jugó con las palabras – pero que serena extraordinariamente a los nacidos de madre. Si no existe, no hay que preocuparse; y si existe, ya lo hará quien padece ese sufrimiento por la cuenta que le vale... El callejón de la Escalera. Hubo quien lo temió porque desciende hasta el mismísimo infierno y el que baja sus peldaños corre el peligro de no retornar. Como la dama.
- ¿Se llamaba Angyalka? – Inquirí intrigado. - ¿Qué le ocurrió?
- Ella no es de aquí. Es curioso que los cronistas no sepan de personas y que los que estudian la Historia tengan que valerse de otras “fuentes” para llegar a conocerla.

Me percaté de que Hadradian había usado el presente de indicativo. Guardé silencio para que siguiese hablando.

"Angyalka... Ya le digo a vuestra merced que ella no es de aquí. En realidad no es de ningún sitio. Vino de Bohemia (2) aunque llegó a este mundo en lo que era la Hungría que combatía al turco mientras los Austrias miraban a otro lado. No tiene padres, ni familia que la consuele, Angyalka es distinta a todos, hasta el punto de que ni siquiera ella misma sabe ya a qué Señor ha de servir, si al que le dio la Vida o al que la trajo aquí. Un ángel rebelde la tiene prisionera y la Salvación del Señor no la alcanza por no estar ni viva ni muerta. Edificaron y condenaron la calleja para conjurarla, para que nadie compartiese su desdicha. Pero en noches de Novilunio, solamente a algunas personas, se obra el prodigio de que la calleja vuelva a aparecerse como estaba hace quinientos años, como está todavía en un misterioso rizo de la Eternidad... Mientras transcurren los siglos a la espera de que un amor de Hombre la convierta en mujer para burlar el sortilegio de ese ángel maldito."

Esa última palabra sonó con la gravedad de una condena. Quise recapitular...

- Es una leyenda emocionante. Pero yo sólo contemplé una aparecida, seguramente el errante espíritu de una joven que murió hace mucho...
- ¡Es vuestra merced el que está errado! – Exclamó furiosa – ¡No está muerta, no puede morir lo que no ha nacido de la Carne, porque la hicieron regresar! – Suspiró como ejercicio de contención. – No tiene idea de lo que era Madrid entonces... ¡Era la capital del mundo, de un imperio que no tenía rival! Naves con la Cruz de Borgoña, que esa es vuestra olvidada bandera, iban y venían por todos los mares del Globo Ad Maiorem Gloriam Dei (3). Londres, París y el Sacro Imperio eran cuna de herejes; Roma, una guarida de zorras lascivas, y Trento (4) no pudo poner orden en todo ese aquelarre para Aflicción del que Entregó Su Vida por vosotros. Aquí venía lo natural y lo sobrenatural mientras Felipe “el Prudente” se propuso cerrar una de las bocas del infierno con la Basílica de El Escorial. El Santo Oficio estaba desbordado sólo con lo que se invocaba entre Sevilla, Toledo y Madrid.
- Está bien, - concedí afanándome en no perder el hilo, - ¿entonces qué o quién es Angyalka?
- Algunos son hijos de la Lujuria y otros son hijos de la Virtud. Ella es hija de la soledad que sintió uno de los que quiso ser como Dios. Puede que Él sintiese lo mismo la noche anterior al Primer Día de la Creación.
- ¿Quién es ese “uno”?
- Eso no lo habrá de saber vuestra merced. Hay cosas que es mejor ignorar.
- ¿Y porqué acabó Angyalka así?
- Es que no ha acabado “así”. Ella sigue esperando a que un hijo de vuestra estirpe la rescate. Ya le he dicho que ese callejón baja hasta el infierno... Quien tenga el valor de entrar para sacarla de allí, la liberará.
- ¿No lo ha logrado nadie en estos siglos?

La anciana titubeó, como dudando si contarlo o no contarlo. Debió decidir lo primero, pero de una manera somera, sin entrar en detalles “complicados” a tenor de su contestación.

- Nadie lo ha logrado. Hubo un caballero, el desocupado hijo de un noble, pero le mataron en la luna nueva de julio de 1834 (5), pocos días antes de la matanza de religiosos (6) que hubo en Madrid . Nadie se interesa por un muerto cuando poco después empiezan a llover.
- Una fatalidad.
- No hay casualidades, y estoy segura de que vuestra merced tampoco es de los que despachan una contrariedad con la convención de esquivas suertes o azares que no lo son.

Asentí en cómplice silencio.

- Angyalka seguirá esperando a un hombre que la ame... – Sentencié a medio camino entre la afirmación y la presunción. - Cuyo valor esté por encima del miedo y cuyo amor esté por encima de su vida.
- Angyalka seguirá aguardando, con la angustia añadida de vivir en un tiempo en el que están ausentes el valor y el amor, si es que hay alguna diferencia.
- ¿Y quién es Hadradian? – Interpelé a quemarropa. - ¿O quién dice ser?
- Hadradian... – Sonrió por esa única vez mientras retrocedía para ser engullida por la niebla... – Hadradian ya no recuerda quien es.

Desapareció ante mis ojos. Al punto, la impenetrable niebla comenzó a aclararse. La desierta calle del Espejo recobró su apariencia habitual y segundos después advertí a una pareja de chicos, bien agarrados el uno a la otra, paseando azoradamente a un desquiciado perro que ladraba chillonamente en todas direcciones.

Acaso esa mascota tenía capacidad para percibir lo que había pasado...



Regresé la siguiente luna nueva, sin embargo, nada pasó. Y la siguiente. Y la siguiente a la siguiente. Perdí la cuenta. Ya estaba considerando la posibilidad de desistir la que sería la postrera, una desapacible y pluviosa noche de finales de septiembre, cuando el callejón de la Escalera, una de las puertas del infierno, se abrió ante mí, lo que contemplé con la incredulidad que se alberga en un suceso sobrenatural. La alta fachada de ladrillos fluctuó, como un holograma, y al segundo siguiente ya estaba allí, como si nunca hubiese faltado de su pretérito sitio.

Me acerqué y me asomé. Me vinieron a la memoria las palabras de Hadradian.... “un tiempo en el que están ausentes el valor y el amor”. Bajé los peldaños de uno en uno. El cielo, majestuosamente estrellado y despejado, lo contrario del que se contemplaba en la calle del Cordón, a escasos pasos. Una oscuridad casi absoluta. Y en un destello, Angyalka, irradiando tanta luz como tristeza y belleza, extendiendo lánguidamente su mano derecha hacia mí mientras me llamaba por mi nombre...

Ni toda la ígnea luz del Erebo me deslumbraría. Me santigüé, inicié un Padrenuestro y sentí una poderosa fuerza que me arrastraba fuera del callejón maldito hasta que mi espalda chocó con la pared opuesta y caí al duro empedrado de la calle del Cordón. Levanté la cabeza. Otra vez los ladrillos en procesión como si quisieran tocar un cielo que siempre estaría dramáticamente remoto y distante. Ni rastro de la aparición. Únicamente el lejano eco de un lamento en lo más hondo de mi corazón.

Dicen que no hay distancias para los sentimientos...

NOTAS

(1) También llamado “De Wit”, porque no se tiene claro el autor. Algunos estudiosos lo fechan en 1635, pero recientes investigaciones lo sitúan en abril de 1623, momento en que el regidor abonó 350 ducados por ese trabajo.
(2) Región del este de la actual República Checa.
(3) A la Mayor Gloria de Dios.
(4) Concilio de Trento, celebrado como respuesta a la herejía de Lutero, a mediados del siglo XVI.
(5) Fue la noche del seis al siete de julio de 1834.
(6) En Madrid, durante la jornada del 17 de julio de 1834 se asesinan a cerca de ochenta personas, la mayoría religiosos, víctimas del bulo que los acusaba de envenenar las fuentes de la ciudad, mentira urdida y planificada en las logias masonas para desencadenar una revolución.





domingo, 9 de marzo de 2014

Los muertos de los muertos

Hace años, no tantos como para que la ausencia haya sembrado la cizaña del olvido, tuve una gran amiga. Una amiga de esas por las que darías la vida ya que simbolizaba todo lo bueno que han ido construyendo generaciones y generaciones de personas que pretendían dejar un futuro mejor a sus hijos, bastante más halagüeño que el presente que ellos habían padecido con cristiana resignación.

Sabía sobradamente que tenía sus defectos, pero no los consideraba entonces lo suficientemente graves como para ensombrecer sus meritorios hechos a lo largo de los años. Uno siempre tiene el vicio de pensar que las cosas, como las personas, tienden a mejorar en su propio Camino de Redención. El paso implacable del tiempo nos saca de ese error cuando acumulamos unas cuantas cicatrices en nuestro cuerpo debido a sus letales efectos, que es lo que vulgarmente se conoce como canas en los cabellos y arrugas en el rostro. Nos percatamos demasiado tarde que lo que para algunos es Sendero de Arrepentimiento, para otros, demasiados acaso, es un lento e inexorable descenso a los Infiernos. Para no retornar.

Sí, durante una época, quizás por la juventud que se me va, hubiera dado la vida por ella y por todo lo bueno que significaba para mí. Sentía una profunda y auténtica admiración por ella, como sólo puede sentirse por una madre, aunque no lo fuera en su biológico sentido. Conocía la forma en que había tratado a muchos de sus hijos que habían rendido su existencia por conseguir su mayor Gloria. Desdén y un frío sepulcro que nadie recordaba es lo que recibieron como pago a su sacrificio. Pese a ello pensaba terca y honestamente que cambiaría. Que contemplaría con respeto y gratitud a todos los que tanto habían hecho de buena fe en su nombre, equivocados o no, para que su nombre alcanzase la preponderancia que se merecía. Ahora sé con la amargura de ese inexplicable conocimiento que concede la madurez que no se pueden pedir peras al olmo, como también sé que se halla en la naturaleza del alacrán del cuento picar a la rana que le está salvando la vida mientras cruzan una charca.

En realidad no tengo idea de cuándo comenzó esta desafección, este irreversible distanciamiento. Dicen que la traición es tan mezquina que nunca se sabe a ciencia cierta quien es el felón, si el que la lleva a cabo o el que la inspira, que a menudo es el propio traicionado porque previamente ha renegado de lo que se propuso defender. La Vida viene sin manual de instrucciones y cada uno se busca, como buenamente puede, referentes, asideros donde tender un lazo para no precipitarse en el abismo de una conciencia que no perdona. Claro que hay quienes por no tener incluso llegan a ser ellos mismos un abismo inabarcable. Yo soy de los que piensan que no es necesario ser el mejor, sino sencillamente una buena persona, sin tanta competitividad y tanta milonga que tanto gusta a los políticos, expertos en vivir sin dar golpe. Porque ser buena persona es lo mejor, ya saben lo que me complace los juegos de palabras. Los que Creemos en Cristo, según me dijo un ateo, somos envidiados por no tener dudas. “Las tenemos”, le contesté, “pero no falta la Luz para que pierdan importancia”. Son frases nada más, pero encierran clavos ardiendo a los que agarrarse cuando se pretende escapar de ese desgarrado acreedor que es Pedro Botero.

Frases. Las arengas están formadas por encendidas frases, para que la propia muerte duela menos a causa de la Esperanza que dejaremos como legado. Pero en realidad se viene solo y solos nos iremos cuando Dios disponga. Ella nunca trata bien a los suyos, supervivientes o no. Nunca hace caso a los que la quieren bien. Siempre presta oídos a vecinos que únicamente buscan su propio provecho. Y siempre, siempre, prefiere creer a los que desean dañarla, precisamente por lo que implica su significado. Ahora está enferma, muy enferma, en manos de médicos que la mienten sistematicamente. “Señores, no me encuentro bien”, dice, “tengo infinidad de deudas que me reclaman, he perdido la secular fe en el Señor que me ha caracterizado, me desangro, me duele todo y aún tengo la sensación de que regiones de mi cuerpo quieren apartarse de mí”. Y sus quejidos lastimeros no conmueven ni un ápice a esa nómina negra y corrompida de médicos que la tratan, o maltratan a tenor de sus hechos, que bien se dijo “que por ellos los conoceréis”. Simplemente se limitan, como los carroñeros, a esperar el fatídico desenlace, para ver cuánto se pueden llevar de la casa de la difunta en ese río revuelto que acompaña como plañidera todos los óbitos. Mintiendo. Mienten por activa y por pasiva, despiertos y dormidos, cuando hablan y cuando callan. Mienten todos, y los que no mienten son amordazados para que sus tesis y tratamientos no lleguen a ser conocidos por ella, por esa paciente que está como está por haberse creído toda la ponzoña que le inoculaban, poco a poco, con paciencia y sin piedad. “No se preocupe, señora, que está usted muy bien, sana, moderna y progresando, como los vecinos de su entorno”. Nunca faltan bobadas de ese estilo, como otras que dijeron cuando crearon una charlotada para reforzar su posición. Tantas dudas sembró desde el principio que para tapar el asunto tuvieron que envenenarla, no sé bien con qué, en el mismo año, y echaron la culpa a cierta clase de aceite adulterado. Ella tiene escasa memoria, y hoy sólo nos acordamos de ello los que tenemos cierta edad, porque nunca se volvió a saber de la cuestión, hasta el punto de que un doctor que quiso investigar el asunto falleció misteriosamente cuando estaba en ello. Ocurre que quienes conspiran en tan alto grado no se detienen cuando han de eliminar a los personajes secundarios de una tragedia, del mismo modo que nadie repara en los muertos de los muertos porque los únicos que se echan en falta son los que hemos conocido, no aquellos que eran añorados por los que amábamos de un modo tan egoísta.

El entusiasmo de la juventud es tan ruidoso que no deja escuchar otra cosa que la música que hace palpitar nuestro corazón. Afortunadamente es una enfermedad que se cura con algo de escéptica sordera, desengaños, desencanto y tiempo. Hay quienes lo llaman “experiencia”, sea como fuere, el gato escaldado huye del agua fría. Salvo que sea un poco estúpido y se crea los embustes de los que quieren dejarle sin vidas. Continuó el tratamiento, ya que se trataba de un proyecto a largo plazo. Esos médicos fueron sin ambages contra los Principios que habían sustentado los actos de ella al tiempo que empleaban otros medios para ir desgastando la fortaleza y la integridad de mi amiga. Pequeñas pero repetidas dosis de relativismo, crimen y corrupción fueron socavando y minando las estructuras de la conciencia. Cuando se deja de creer en Dios, se empieza a creer en cualquier tontería, y ellos sabían, y saben a la perfección, que una demolición salvaje tiene una contundente respuesta como reacción, pero no sucede de ese modo si la erosión es continuada, callada, ocultada y mentida. El resultado final es el mismo, únicamente una cuestión de tiempo, pero sin arriesgarse. Los cobardes no tienen grandeza moral. Ni moral, obviamente. Ya he dicho que no se pueden pedir peras al olmo.

Y llegó un día. Siempre termina llegando un Día. Ese Día en que la Vida te pregunta qué eres y tienes que dejarte de tapujos para proclamar en qué crees realmente. El Día que te reserva un lugar para la Eternidad, el Día en que se justifica una vida, que vale por una muerte; puede durar un segundo o varios años, sin duda alguna es el que nos redime o nos condena. Hubo un “avance” en el perverso tratamiento. Un acontecimiento tan grave que debería haber puesto del revés a todo el equipo médico habitual. No obstante, no pasó nada. A ella se le arrugó el poco ánimo que le restaba y siguió creyendo a pies juntillas todas y cada una de las falsedades, embustes e imposturas, ya multiplicadas hasta la náusea. De nada sirvieron las advertencias, los avisos, las reconvenciones... Se nos acalló de mala manera, se nos tachó de alarmistas, conspiranoicos, de desleales. Muchos arrojaron la toalla y se marcharon lejos. Algunos tardamos un poco más pero hemos llegado a la indiferencia que también es un sentimiento que aleja... La situación se agravó más y la enferma está agonizando mientras se la expolia sin compasión ni medida. Los engaños de los médicos son escandalosos, sabedores de que cualquier estupidez es aceptada sin objeción. Siguen con su discurso de que la enferma está cada vez mejor cuando ya apenas respira y cuando partes de su cuerpo están claramente en rebeldía con tumores extendidos y muy avanzados, con infecciones y gangrenas mortales de necesidad. Ya no se trata de que pueda haber curación, lo que sería un milagro, sino de lo que va a tardar en expirar, que lo acabará haciendo por mucho que la actual situación que se padece favorezca a esos matasanos y a los que les pagan, porque va en su ser llevar a término esta ejecución, como el escorpión de la fábula citada más arriba. Los muertos tienen la costumbre de morir porque quizás sólo esa sea la forma de alumbrar algo nuevo a pesar de que no se espera heredero que ponga orden. Mientras, unos pocos seguimos acordándonos de los muertos de los muertos, de su esfuerzo baldío, de sus desvelos arrojados por la borda, de tanto para nada.

¿Y yo? Se me puede decir que es reprochable abandonar a alguien que se ha amado cuando está rodeada de personas sin escrúpulos y muriéndose. Lo malo es que es ella la que eligió rodearse de esas malas compañías y que las escogió pretiriendo a las buenas. Uno no puede ser leal a alguien que ni siquiera es leal a sí mismo. Cada cual es responsable de quien se rodea y, por supuesto, de sus amistades peligrosas. La primera vez que se sufre un engaño es culpa del engañador, pero las siguientes ya son demérito propio y no se puede salvar la vida permanentemente a un suicida compulsivo y reincidente: Tarde o temprano logrará su objetivo. Hay personas que buscan su mal y ni siquiera son conscientes del perjuicio que se causan.

Cansado, hastiado y, ¿por qué no decirlo?, también herido en mi devoción hacia ella, una tarde arrié la bandera de nuestra amistad y la sustituí por los estandartes de mis ancestros, que esos muertos de mis muertos, errados o no, fueron fieles católicos, coherentes y honestos hasta el final. En este siglo XXI del “sálvese quien pueda”, que no augura nada bueno, he tomado la determinación de ser leal a pabellones en los que me vea reflejado, por sangre y por Principios, siendo estos los citados de mis antepasados y los de mi renovada Fe en Cristo. No seguiré más a alguien que ha ignorado el llanto de sus hijos más desfavorecidos y ha corrido en pos del favor de personajes poderosos y tenebrosos que en el fondo detestan a la que, una no muy lejana jornada, fue la diana de mis sueños.

Porque resulta que, a fin de cuentas, uno se debe y está aquí por lo que creyeron esas elegantes personas de semblante difuminado en antiguos retratos de tonos sepias. Los muertos de los muertos que jamás habrían tolerado que se alcanzase el nivel de decadencia y podredumbre que comúnmente, y erroneámente, se denomina “progreso”.