lunes, 30 de junio de 2014

El duelo (Reflexiones antes de la Eternidad - VII)

Ha recibido el disparo y se desploma, aunque piensa que no le ha alcanzado de gravedad. Le arde la cabeza y no sabe lo que está sucediendo. ¡Qué paradoja! Ahora le sobraban todos los parabienes y lisonjas de la Fraternidad de la que era miembro desde no hacía mucho. Oye a Antonio (1) decir algo pero no lo comprende muy bien, es como si estuviera a mucha distancia o hablase bajito. Todo es confuso... Salvo escenas del pasado que vienen traídas como oscuro presagio.

Realmente no comprende la razón de que le vengan esas imágenes, como atropellado tropel de tropa en desbandada, en fantástica barahúnda que danza el callado acorde de una orquesta que teje su melodía al ritmo de un corazón desacompasado... No puede evitar revivirlas, pero de una extraña forma, con el ropaje de antiguas pesadillas, con una distancia que le asombra porque ya no le importan tantos desvelos, tantos esfuerzos, tantas intrigas. Contempló con sonrojo como una familia, su propia familia, era un rosario de traiciones, engaños, desencuentros, conspiraciones... Y lo peor es que se trataba de la familia que regía los Destinos de España. ¿Muertes...? Sí, también. Demasiadas y dolorosas.

¿La de él? No, no podía tratarse de eso. La bala le ha rozado sin duda y está postrado por la impresión, en cuanto pasen unos minutos y esté recuperado acudirá a Lhardy (2) para celebrar que todo ha sido un susto, que Antonio no se atrevió a hacer puntería en la cabeza de su primo. Quizás solamente estaba aturdido por la emoción, por el caballeresco gesto que había mostrado, una vez, otra más y otra, hacia su primo, ese fatuo francés que aspiraba a suceder a su cuñada tras haber financiado una revolución que no tuvo nada de “popular” y del que se decía que andaba incluso detrás del mismísimo Prim, otro masón como ellos.

- No lo dude, don Enrique. Acabe con él. O él acabará con todos nosotros. Se ha vuelto loco, ¿me oye? Nos pone en bandeja de plata la ocasión de quitarle del medio. – Recordó esa voz, un militar de alta graduación barbado al que había visto en las tenidas, un hermano, indudablemente. – A menudo el Gran Arquitecto actúa valiéndose de la casualidad...
- El problema es que yo no estoy acostumbrado al uso de las armas. Acaso el florete, hace muchos años... en la Armada... Pero no es el caso. Y al fin y al cabo es mi primo, concuñado de mi hermano... (3) Estudiamos juntos en el Liceo... Cierto que nunca nos llevamos bien, él quiere un trono a toda costa y yo que los hombres sean iguales como es voluntad del Gran Arquitecto. ¿Por qué habríamos de matarnos? Tenemos enemigos comunes... Todo quedará en una bravuconada y en un rasguño, él seguirá con sus disparatadas ambiciones y yo continuaré escribiendo contra curas, opresores y arribistas como ese truhán que es Antoñito...
- Vuestra Merced sabe, don Enrique, que no eran “accidentes” (4) los sucesos que le sobrevenían a su real cuñada....

No logró reconocer la voz en medio de tanta confusión. No acertó a explicarse la razón por la que llegó hasta la política. ¿España? Puede. ¿Ambición personal? También era posible. ¿Despecho por no haber sido el elegido para casarse con Isabel? Sí y no. Isabel estaba enamorada de un militar de antigua y noble familia irlandesa por mucho que se desviase la atención hacia apellidos de inspiración catalana. Nunca llegó a comprender lo que motivó que se escogiese a su afeminado hermano menor. “Presiones de la Inglaterra”, le dijeron, y no quiso darle más vueltas. También le sedujeron para ser emperador de Méjico, y dijo que no a ese asunto. ¿Por qué echar de menos a España en América cuando podía hacerlo aquí mismo?

La cuestión es que largaron el fardo a Maximiliano, ferviente católico, que estaba loco por su mujer, y ella también, enamoradísima de él. Aún se oían las burlas en las Cortes y Cancillerías europeas que recorrió para salvar a su esposo cuando cayó en manos del masón de Benito Juárez. Al final le fusiló. Son terribles y sangrientas las reyertas entre hermanos, no deberían de quejarse los cristianos por una crueldad que era escandalosa incluso cuando se enfrentaban entre ellos. Le costaba mucho esfuerzo rememorar como había llegado a ser un Hijo de la Viuda. Acaso fuera que ellos habían llegado hasta a él... Las familias de las Monarquías europeas estaban empezando a ser infiltradas implacablemente y ya no eran únicamente los británicos y los franceses los que podían recibir la luz desde sus testas coronadas (5). Las Casas Reales que resistiesen serían destronadas sin contemplaciones. Todo es válido para que Prometeo pueda llevar la Luz a los hombres, y ya se encargarían de que el Gran Arquitecto enterrase a los que osasen castigarle.

Sigue percibiendo bultos y sombras a su alrededor y frases inconexas, sin sentido... “¡Ahora sabrán esos parásitos quien soy yo!”, “Debe marcharse de España Vuestra Alteza, le formarán Consejo de Guerra...”, “No saldré corriendo como mi padre...” (6), “Entonces puede que Vuestra Alteza acabe como su señor abuelo ...” (7) “Nada ni nadie me detendrá o apartará de proclamarme rey de España...”, “le habéis matado, don Antonio, es que no veis como le ha dejado la crisma vuestra bala...”, “sólo de él es la culpa...”, “don Enrique cometió yerro adrede, ¿es que no podía haberse arreglado Vuestra Alteza sin tener que taladrarle el cráneo?”. “¿Cómo? ¿Después de haberme ofendido tan gravemente? Voy a ser rey, todos han de saber que mi honor es intocable...” La voz de Antonio sonaba entre arrogante y temerosa, con un matiz que hubiera pasado por alto en otra situación, aunque continuaba sin entender el porqué de tanto alboroto cuando se sentía bien, a excepción de ese doloroso ardor en la mitad derecha de su cabeza, que parecía ir cediendo en su furia. Intentaron incorporar su cabeza, le formulaban preguntas a las que respondía pero no le oían, como si sus orejas hubieran sido condenadas a no escucharle más, como si sus labios estuvieran sellados por lacre, igual que se hace con una carta que alguien ya había enviado a la Eternidad. Pero no, no podía ser, no podía acabar así. Tenía muchos asuntos pendientes por resolver.

No obstante, todavía conservaba claridad en sus mudos pensamientos. Rey de España. Sí, reconoció que albergó y abrigó en su corazón esa posibilidad, que sus correligionarios no habían frañido, más bien al contrario, dando alas a un enfrentamiento entre logias, tal como ya sucedió en la Revolución de Francia, donde todos le hincaron el diente y zarandearon, como despojo, al reino de su lejano tío, de otra rama Borbón, la de Luis Capeto (8), el decimosexto de su nombre. Se percató con pavor, como si una venda se le hubiese caído de los ojos, de que era un crimen execrable lo que pretendían realizar sus hermanos y él mismo, barrer a la Iglesia, exterminar a los católicos, todo, lo que fuera, en nombre de una diosa Razón que amadrinaba la peor de las locuras, que extendía su guadaña manchada con sangre de inocentes sobre épocas, generaciones, naciones y continentes.

Aquella era una clara mañana que anunciaba la primavera, fresca, llena de vida, con el rocío colgando de las hojas de los árboles, como lágrimas de extáticos santos, que saludaron su trayecto hasta el lugar convenido para el duelo, en la Dehesa de los Carabancheles, habiendo hecho parada antes en los Exportazgos de la Venta de Alcorcón. Había disfrutado del aroma campestre que se había subido al coche sin permiso, como una adolescente traviesa embromando a su amado... Sin embargo, se estaba nublando su vista y apenas lograba distinguir bultos que se movían caóticamente, como demonios ciegos peleándose en las tinieblas que le tenían atrapado, como un negro monstruo hace con su indefensa víctima.

No, quiso darle la espalda a ello. Se obstinaba en negarlo, el disparo ni le rozó casi, Antonio tenía muy buena puntería y no lo habría hecho de otro modo. Primera sangre, el honor intacto y cada mochuelo a su olivo, era sábado y en la tenida de la noche se reiría de todo lo acaecido mientras su primo Antonio podía seguir alardeando de sus ires y venires por el bien de España, que él la amaba más que nadie y nadie mejor que él para remediar sus males, patatín y patatán, que la Dinastia no había levantado cabeza desde la muerte de Carlos III con los idiotas que le sucedieron y que tenía que ser una rama secundaria de la Familia la que salvase los muebles y el país, que se descosía por todos lados... Por culpa de la poca cabeza que habían mostrado algunos de los que podían haberla sacado del atolladero.

Culpa. Sí, se sentía culpable, era como si las certezas fuesen floreciendo a medida que el mundo se despedía de él, ya no oía nada, no sentía nada, ni tacto, ni movimiento, ni frío ni calor. Se preguntó si estaba soñando, como en la noche precedente. Recordó un mal sueño así, en medio de esa nada que le rodeaba, articulando gritos y palabras que ni él mismo era capaz de escuchar. Había cometido infinidad de errores. Acaso vivir no es otra cosa que coleccionarlos, como un entomólogo obsesionado por hacerse con el insecto más desagradable, más nauseabundo. Reparó en que eso es el pecado, una palabra que no había pronunciado, rechazándola con altivo desdén, desde sus años mozos, aquellos dulces días en que sus padres acariciaban la idea de que entrase en la carrera eclesiástica y alcanzase la dignidad cardenalicia, ¿quien sabe si habría un Papa Borbón, después de ese pragmático y poco escrupuloso “París bien vale una misa”? (9). El auténtico triunfo de su linaje sería ese. Pero no encajó entre sotanas, crucifijos, hisopos y agua bendita. Él buscaba la remisión de los males que aquejaban a la Humanidad a través de su liberalismo extremo y anticlerical, como ser dios sin necesitar a Dios para nada porque el Hombre se bastaba y sobraba para ventilar sus asuntos y contiendas. La Iglesia ya había tenido su oportunidad durante casi mil novecientos años y su tiempo estaba acabado. Los Estados Pontificios serían borrados del mapa en breve (10) por los patriotas italianos, bien dirigidos por la Masonería. El Mundo aguardaba alborozado una Nueva Era de Progreso, un Nuevo Orden, en el que sería fundamental superar, de alguna manera, los conceptos nacionales de los que ahora se servían los hermanos y sus patronos, para derruir y laminar a la Iglesia Católica en particular y al Cristianismo en general. Sí, sin duda. Pero entonces, ¿Por qué sentía, repentinamente, que todo eso, en lo que había creído y por lo que había trabajado, estaba profunda y dramáticamente instalado en el Pecado?

Pecado, otra vez esa palabra, y de nuevo esa espantosa sensación de querer alzar una voz que se niega a salir de su ahogo, de su anegado silencio, desde su garganta...

Se empeñó en recordar otra vez el agradable recorrido hasta la Dehesa de los Carabancheles, el sol caminando serena y majestuosamente hacia su cénit... El trinar de los pajarillos, el intenso colorido de las flores, más vivo ahora si cabe que cuando lo contempló. La clara y suave brisa acariciando las hojas de los árboles, animando el vivo diálogo de las hojas entre sí, el anárquico aire que se mueve por acá y por allá, sacudiendo las espigas de cereales, las ramas de los pinos, de las encinas, de los alcornoques, que están por doquiera que se posen los ojos, a una orilla y a otra del camino, con la misma marcialidad que los centinelas del Palacio Real, a los que en tantas ocasiones había admirado. El traqueteo del carruaje fue callando paulatinamente. Descendieron e hicieron los trámites propios de la seriedad del acontecimiento. Miró de reojo el furibundo rostro de Antonio. “Bueno,” pensó, “sigo opinando lo mismo de su persona, sin embargo, en el momento de la verdad, considerará las mismas razones que yo para que este dislate no acabe mal”. Examinan las pistolas y cuentan pasos, más y más formalidades. “Venga pues, que no nos vamos matar, ¿es que no se dan cuenta de que todo esto es para que Antoñito pueda pastelear a discreción?” Se dijo esbozando una sonrisa, ya que el motivo del duelo era que Enrique había apodado a Antonio, en uno de sus incendiarios artículos, publicados en “La Época”, como “hinchado pastelero francés”, entre otras lindezas.

Le habían dicho que, a pesar de ser un consumado experto, llevaba tirando al blanco desde la tarde del jueves. No les creyó. El primer tiro lo erró Enrique con disimulo. También falló Antonio... “No puede ser de otra manera”, volvió a tranquilizarse, por mucho que había silbado la bala cerca de su oreja. Nuevamente un poco de teatro, Enrique mandó su turno lejos del cuerpo de su primo. En su réplica, Antonio alcanzó la pistola de su pariente, que fue destrozada por el proyectil, uno de los pedazos de metal fue a arruinar la levita negra que vestía Enrique de Borbón, sin más consecuencias que reemplazar el arma desbaratada por una nueva. Los padrinos y testigos se afanaron en que todo acabase de esa manera. Los duelistas insistieron en proseguir, con mayor énfasis si cabe por parte de Enrique, que alegó que no tenía herida ni contusión alguna, confiado en que todo terminaría bien y con el honor de los dos a buen recaudo. En el tercer tiro, este disparó ostensiblemente al aire, sin ningún tipo de diligencia o esfuerzo por hacer blanco. Antonio de Orleans sí que apuntó, despacio, despacio, muy despacio. Instantes que parecían interminables. Enrique no podía ver la mirada de su primo: El reflejo de la luz blanqueaba sus lentes, dándole un aspecto irreal, como muñeco que tuviese las cuencas albas en lugar de vacías. Fantasmagórico.

Si. Ahora lo sabía bien. Antoñito había acertado de pleno, las tres veces fue su diana... El pánico se enseñoreó de él, en esa soledad, muda, ciega y sorda que tienen algunos cuando son sorprendidos por la Muerte. Se acordó de Cristo en su Cruz, intentó agarrarse a una plegaria, porque supo a ciencia cierta que no acudiría a recibirle Gran Arquitecto alguno: Era una burda impostura para confundir, para perder a tantos y tantos que fueron antes que él y a tantos y tantos que lo serían después.

Tarde. Su corazón acabó de palpitar. Y su postrer latido le llevó la certeza de que él fue un triste figurante en la farsa que, alguien, mucho más poderoso de lo que podía imaginar, había planeado hacía mucho, mucho tiempo.

Extraído del Acta del Duelo entre el infante don Enrique de Borbón y el duque de Montpensier...

Reconocido por los doctores Sumsi, Leira y Rubio, resultó tener una herida penetrante en la región temporal derecha; las arterias temporales estaban rotas; la masa cerebral, perforada; la vida de relación y de sensibilidad, abolida; la respiración, estertorosa.

Acompañado por testigos de una y otra parte hasta que vino una camilla que, recogiéndolo, llevó el cuerpo del señor infante al próximo campamento, se convocaron los infraescritos para la sesión presente y acordaron levantar este acta, en cumplimiento de la ley y de los usos y costumbres de los lances de honor, disponiendo, además, se escriban en el número necesario para entregar, una a los herederos del infante don Enrique de Borbón, otra al duque de Montpensier, una a cada testigo y otra para que el señor Teniente General don Fernando Fernández de Córdova se encargue de depositarla, en tiempo oportuno, el alguno de los establecimientos públicos encargados de la custodia de papeles. Firman: Federico Rubio. Juan de Alaminos y de Vivar. Fernando Fernández de Córdova. Emigdio Santamaría. Andrés Ortiz y Arana. Felipe de Solís y Campuzano.

12 de marzo de 1870



NOTAS

(1) Antonio María de Orleans, duque de Montpensier.
(2) Restaurante de Madrid. Aún existe.
(3) Francisco de Asis de Borbón, marido de Isabel II, era hermano de Enrique, y el duque de Montpensier era esposo de la hermana de la reina.
(4) Isabel II había sufrido varios atentados. Siempre se sospechó de Antonio de Orleans como instigador.
(5) En el caso de la corona británica se acaba antes enunciando quienes NO pertenecen a la Gran Logia de Inglaterra: Ninguno porque todos forman parte, en distintos grados, de la Masonería, hasta el punto de que es sumamente difícil separar la una de la otra. Respecto a Luis Napoleón, Napoleón III por su numeral, había perdido el favor de las logias por su oposición a la unidad italiana, influido sin duda por la religiosidad de su esposa, Eugenia de Montijo, que siempre exhibió un discreto pero enorme resentimiento contra el masón que fue su padre, muerto cuando ella apenas tenía trece años... Y nunca faltó quien afirmó, en determinados círculos, que su hijo, Napoleón Eugenio Luis, se le “dejó morir” (1879) en una emboscada efectuada por zulúes mientras los combatía en las filas británicas para que sus derechos dinásticos recayesen sobre algún hermano, no de sangre sino de otra naturaleza.
(6) Luis Felipe de Orleans, rey de los franceses entre 1830 y 1848.
(7) También llamado a sí mismo como "Felipe Igualdad" (Philippe Egalité) para congraciarse con los revolucionarios siendo más revolucionario que nadie, tuvo un papel relevante en los hechos que se conocen como “revolución francesa” de triste memoria, que este modesto autor ya abordó en “Algaradas, motines,revoluciones...” del 16 de diciembre de 2012, disponible aquí. Murió en la guillotina, por aquello de que siempre hay alguien mas revolucionario...
(8) Luis XVI de Borbón, “ciudadano Luis Capeto” en su sentencia de muerte.
(9) Frase de Enrique de Borbón, cuarto de Francia. La frase, verídica, en francés original es “Paris vaut bien una messe”. Siguió siendo calvinista en el fondo de su corazón, y no es temerario afirmar que ello fue la causa de muchos males que aguardaban en el porvenir de Europa Occidental.
(10) Tal como ocurrió en septiembre de ese mismo año de 1870.