martes, 29 de mayo de 2018

El Violín

Hay personas que han sido favorecidas, antes de nacer, por la fugaz mirada de Dios. Cuando alguien tiene un don, una cualidad que le distingue del resto de los mortales, es porque logró retener brevemente su Interés para que luego se obrase el prodigio. Como el que este Valle de Lágrimas lo sea menos merced a su obra, una continuación de la Creación en su sentido más amplio.

Cecilia fue una de ellas. Aprendió la escala musical antes que pronunciar “papá” o “mamá” correctamente y pronto decidió que el violín sería el intérprete de sus sentimientos. A la edad en que las muñecas cobran vida por misteriosa magia obrada con infantiles e inocentes manos, su violín sumía en el asombro a todas las cortes europeas, desde la soleada España hasta la inmensa Rusia, haciendo brotar la llama de la emoción en todos los espíritus que tenían la dicha de escucharla y que guardarían recuerdo, como si de un tesoro se tratase, de esa música que arrancaba con su arco a las tensas cuerdas de su violín.

Fue en París, entonces rutilante capital del mundo, orgullosa cabeza de un imperio que ponía y quitaba reyes a su antojo. Iba a celebrar una serie de conciertos, apenas había cumplido veinte primaveras y el mundo entero se postraba a sus pies por hacer más soportable la pesada carga que la vida reserva a sus devotos. En su timidez, nunca dirigía la mirada a la platea… simplemente cerraba los párpados y se dejaba llevar por su privilegiada memoria. Entonces la música que florecía podía ser una mar tempestuosa, una leve brisa, enigmática como luz de luna o resplandeciente como alborada de estío. Pero llegó el día en que no fue así. Nunca supo el porqué. Simplemente descorrió el velo que ocultaba su azul mirada y le vió sentado entre el público. Sintió como el amor alanceaba dulcemente su joven ánimo y en las siguientes jornadas se asomaba disimuladamente desde el telón para comprobar que su desconocido se hallaba aguardándola… Y el júbilo sacudía su alma.

Había finalizado la actuación y estaba sentada frente al espejo de su camerino. Llamaron a la puerta. Despreocupadamente la abrió. Era él… con una espectacular rosa roja en su mano, que le tendió como única presentación, galantemente le dijo…

- Sois pálida rosa
a la que el rubor
hace más hermosa;
y esta pierde color
por ser envidiosa.

El fuego del amor prendió en su pecho y se entregó a su caballero por completo. Compartieron el paso solemne de las horas en su infinito desfile, tejiendo sueños, burlándose de un mundo que se obstina en despeñarse generación tras generación, y desafiándolo, además, con una inquebrantable ilusión por el futuro, que es lo que suele caracterizar a los enamorados, acaso porque únicamente ellos son capaces de sumar tanto arrojo.

Cecilia era como un violín en manos de un virtuoso que sabía como colocar cada nota, cada acorde, para concebir la más bella sinfonía. Sus dedos escribían sobre su lozano cuerpo el testimonio de su deseo, abandonándose a los dulces caprichos que el amor sugiere y obsequia a los que le rinden sumiso homenaje.

Por el compás de su pasión mecida,
sintió sus recios latidos dentro de sí,
cruzando su vientre, sin más medida,
sí, sí, sí, sí, venga con total frenesí.
sí, sí, sí, sin resuello, así, que es así.

De su amado, la esencia embebía
hasta el rincón último de su alma.
Como el sol al cielo, sí, le pertenecía;
como sombra en la noche, la tendría,
como besos en los labios, de su dama.

De ese modo transcurrieron algunos días. Cecilia no se preocupaba ya de mirar antes al patio de butacas porque daba por seguro que su apuesto y amado caballero ocuparía su localidad de siempre. “Siempre” es una palabra que a los amantes les resulta sencillo pronunciar. Mas “siempre” es mucho tiempo y una tarde funesta no le vió en su “sitio”. No quiso preocuparse, “algo le habrá sustraído”, pensó, y desdeñó sus temores entregándose con ardor a su otra pasión, tan parecida a la que sentía cuando su caballero se fundía con ella en lo más íntimo de su ser.

Tampoco apareció al término de la velada, le esperó en su camerino hasta entrada la madrugada, cuando la pesadumbre empezaba a ahogarla y la ansiedad la empujó a la calle con la respiración tan alterada como cuando hacían el amor. No tenía idea del lugar donde podía estar, ni tampoco si le había ocurrido algo malo. La clara luna iluminaba sus pasos con diligencia, cuidando de que no se lastimase el cuerpo sediento de cientos de besos que le faltaban con desesperación. Acudió a hospitales, repitiendo su nombre, describiendo su elegante porte, nadie pudo informarle acerca de él.

Humillada por la consternación de su ausencia, reparó en una distinguida pareja que se apeaba de un primoroso carruaje, unos metros por delante de donde estaba ella. El altar al que había ofrendado su vida había sido profanado por una bella mujer que le miró altanera con despectivo mohín, cogida del brazo que la había estrechado contra su piel como quien luce un codiciado galardón. Él desvió los ojos con cobardía, como había abandonado su lecho, como el soldado que deserta del campo de batalla; como el ofensor que no se presenta al duelo concertado; como si la primavera se asustase por los rigores del invierno. Esa fue la última vez que le contempló. Rompió en inconsolable llanto y corrió al teatro para refugiarse. El paso del tiempo, ajeno a los dramas de los que viven en el mundo, no le concedió tregua. Uno de los operarios le advirtió de que se acercaba el momento de la actuación. Prefirió no preguntarle a la hermosa señorita por la razón de que sus azules ojos tuviesen enrojecido cerco a su alrededor, como si un extraviado ángel se encontrase acorralado por una manada de infernales lobos.

Salió al escenario y comenzó a tocar. El sonido del violín impresionó tanto al auditorio que algunas damas se desmayaron por la belleza de las notas que Cecilia iba desgranando con su arco. Lágrimas afloraban en curtidos soldados, que fingían alguna molestia para disculpar su sensibilidad. Acabó la pieza. Un silencio reverente enmudecía al público, que terminó ovacionando con vehemencia mientras la aclamaba. Entonces percibió que el mundo daba vertiginosas vueltas, a gran velocidad, en una espiral cuyo remolino finalizaba en el luminoso interior de su violín. Cayó desplomada con estrépito.

Había muerto. La enterraron en una solitaria sepultura, aguardando paciente a que el Señor devuelva la carne a su propietaria; sin más compañía que un violín labrado en la piedra y el milagro se culmine cuando la resucitada Cecilia lo coja para que el Paraíso lo sea más aún por escuchar la exquisita música de su violín.

Algún tiempo después, paseando, un caballero fijó su atención en un violín que dormitaba tras el escaparate de una destartalada tienda. Sin saber el motivo, o conociéndolo pero sin hacerle caso, entró en el establecimiento para adquirirlo. Estaba extrañamente barato, y le preguntó por ello al dependiente, un viejo de mirada malévola, que se encogió de hombros mientras le respondía, “tiene un pequeño golpe”, le señaló, “debió de caérsele a alguien. Son frecuentes los ataques cuando se toca un instrumento… por eso tiene un precio más bajo, señor, aunque eso ya lo habrá supuesto alguien como vuestra merced”. El caballero no le prestó demasiada atención, pagó el importe demandado y se lo llevó.

No había caminado mucho, puede que un par de manzanas, y la curiosidad le hizo desandar el recorrido para interesarse, interrogando al comerciante, por lo sucedido al último propietario del instrumento. Su perplejidad fue mayúscula: el local estaba en ruinas cuando hacía escasos minutos él había estado en su interior. Se acercó a una anciana y le preguntó. “Su señoría”, le contestó sarcásticamente, “se ha debido de confundir… ese edificio lleva abandonado y cerrado desde los tiempos del rey Luis Felipe”. No. No podía ser cierto, estaba completamente convencido de que el lugar era correcto. Le dio una moneda y se marchó al tiempo que se había levantado un molesto y furioso viento.

Lo depositó en una estantería de su domicilio. Le resultaba familiar, como las caras de esos desconocidos que, en realidad, no lo son. Tenía la fastidiosa sensación de que le vigilaba, de que estaba pendiente de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos. Por las noches, aguzando el oído, casi podía escuchar las imperceptibles vibraciones de sus cuerdas, como crujía el brocado de sus cortinas mientras el travieso aire que se colaba por las abiertas ventanas jugueteaba con ellas. En su pedestal estuvo unos días más, desperezándose quizás, porque…

En noche de verano, tormenta desatada,
No puede dormir, no puede, el caballero.
Por una clara centella el violín se ilumina,
como si fuera un deslumbrante coracero
presentando armas en orgullosa parada.

Celeste artillería tronando en el firmamento,
¿tocará el violín, aunque sea por un momento?
Disgustado, cede el caballero a la tentación.
Tomado el arco, ajustada la cuerda, muy tensada,
se quiebra, al vulnerable cuello le hace gran tajada.

La vida perdió quien despreció verdadero amor,
la amó, sí, mas si la rechazó no fue por su honor,
mudó amor por desdén, se vendió, por el dinero
de otra mujer, como saldo… Como mal caballero.


viernes, 11 de mayo de 2018

Williamson Way

Es curioso ver como el tejido de la realidad enlaza sucesos aparentemente casuales e inconexos. Simultaneados en ocasiones, siguen una secuencia caótica en apariencia. Es luego, con perspectiva, cuando se hacen visibles los vínculos sobre los que se articulan.

Hace tiempo, o puede que aún no haya sucedido lo que se está contando, durante la noche, saltó por los aires el laboratorio del doctor Williamson. Él mismo, que acostumbraba a trabajar sin horarios, fue la única víctima del atentado, reivindicado por una fantasmagórica organización de defensa de los animales denominada “Animal Dawn Forces” (“Fuerzas del Amanecer Animal”). Este grupo ecoterrorista acusaba al fallecido profesor de torturar a animales en sus experimentos y por ese motivo, decidieron acabar con su vida y con el lugar donde llevaba a cabo sus trabajos.

El doctor Williamson era todo un personaje, penúltima edición del científico excéntrico y con aire ausente que suele adornar la imagen tópica de estos sabios. Además era huraño y odiaba el contacto con sus semejantes, razón por la que trabajaba en solitario, sin ayudantes de ninguna clase, celoso hasta la paranoia de los logros obtenidos en la soledad de su laboratorio. Sin duda era un genio, reclamado por las más prestigiosas universidades americanas y el Smithsonian Institute para impartir clase, pero él desdeñaba la docencia por considerarla “el refugio de los fracasados”. Merecedor del premio Nobel por sus descubrimientos sobre nuevos materiales biológicos, nunca se le concedió, precisamente por su carácter. De nada sirve ser un dechado de virtudes científicas si en el lote no va incluido un poco de relaciones públicas. El marketing no le interesó en absoluto, de ahí que su nombre apenas trascendiese el elitista círculo de investigadores relacionados con la Biología y la Química.

Un soleado día de septiembre, una secretaría de voz aterciopelada le llamó desde Nueva York. Le comunicó que dos altos directivos de la empresa farmacéutica que representaba, deseaban ofrecerle un jugoso contrato, que como se dice en estos casos, no podría rechazar. Waits & Walters le pagaría el viaje y todo lo demás, a condición de que cogiese el primer vuelo que saliese desde Inglaterra. En principio contestó que no porque estaba metido en una tarea muy importante (como todas). Lo que le hizo cambiar de opinión fue que la entrevista estaba relacionada con su último artículo en la revista científica “Nature Work Biology”. Como le pareció insólito que un ejecutivo leyese, no ya conociese, tan elitista publicación, el interés le llevó en volandas (nunca mejor dicho) hasta la sede de la empresa, a las afueras de Nueva York.

Las grandes empresas preferían lugares apartados, casi en medio de ningún sitio, después de lo sucedido el 11 de septiembre de 2001. Williamson esperaba en el despacho. Nunca se preocupaba por su aspecto personal, pero en esta ocasión hasta él mismo lo deploraba mientras se contemplaba en el oscuro reflejo que le devolvía el cristal de un armario. A sus 53 años ya no era el joven que rebatía con soberbia a sus profesores de Oxford, pero conservaba esa altanería de quien nunca se equivocaba en sus teorías. Su vida personal era otro cantar.

Repentinamente, entraron dos personas, un hombre y una mujer, impecablemente vestidos que le saludaron en un correctísimo inglés, cuando esperaba ese acento americano que él tanto despreciaba. El hombre se llamaba Robert García y ella Amanda Westerson y ambos eran directores de la firma, lo que sorprendió al científico, que aún pensaba que todas las mujeres que trabajaban en las empresas eran secretarias. Tras los saludos e introducciones impuestos por la cortesía, entraron en detalles.

- Mire, doctor Williamson, nuestro afán es obtener un material textil que nunca se ensucie, ni se deteriore, ni absorba olores. Por expresarlo de alguna manera, buscamos la tela definitiva que eche del Mercado a las demás: Que sea barata para que esté al alcance de cualquiera, que no precise lavado alguno con el consiguiente ahorro y que nunca se estropee, vamos que si alguien es enterrado vestido con prendas de ese tejido, al cabo de cinco mil años se halle el vestido impoluto, como a estrenar, aunque sus restos mortales se hayan consumido, ¿sabe a lo que me refiero?...
- Creo que sí, sr. García, he publicado estudios acerca de una planta modificada que…
La mujer le cortó sin contemplaciones.
- Precisamente por esos estudios, cuya evolución hemos seguido con la máxima atención, es por lo que estamos reunidos. Pretendemos revolucionar el Mercado. Que todos los fabricantes y diseñadores trabajen con ese material. Desterrar el algodón, la lana y el poliéster como elementos trasnochados. ¿Se imagina una camisa que siempre esté disponible y tan esplendorosa como el primer día? Esa es la imagen del éxito que perseguimos. ¿Sabe los beneficios que puede reportarnos algo así?
- Bueno, mmmm, yo creo que es posible, pero cuando todo el mundo tenga repleto su armario de ropa que no se desgaste, nadie comprará más, y respecto a los beneficios, eso será hasta que alguien nos copie o encuentre un material análogo, siempre ha sido así.
La pareja, laboral al menos, se miró como reprimiendo una carcajada. El sr. García, rápidamente recompuesto, añadió.
- Creo que no hemos debido de explicarnos con claridad. El material será patentado por nosotros, sólo nosotros tendremos la manera de destruirlo, diremos “reciclar”, que es lo que nos demanda la sociedad y sobre los armarios llenos que usted nos pinta, le contestaré con una palabra: Moda. ¿De verdad cree que la gente usa sus prendas hasta que las destroza? Claro que no, se cansan antes, como se cansan de lavarlas o de gastarse el dinero en detergentes. Lo de “indeteriorable” es un marchamo de calidad.

“La gente también está cansada de ropa “made in Bangladesh” que destiñe o se deshilacha en cuanto pasa por la lavadora” añadió Amanda. “Le aseguramos más dinero del que nunca podría soñar y el camino directo al Premio Nobel, ¿quién podría negárselo a aquel que permitió vestir dignamente a los pobres, que ya nunca más llevarán harapos? Piénselo, sería una especie de nuevo San Martín…”

“No creo en Dios, así que puede ahorrarse las metáforas místicas”, escupió el doctor inopinadamente, para luego añadir, más suavemente, “pongan por escrito lo que me dicen en un borrador de contrato, y denme 48 horas, hasta el viernes a mediodía, para darles una respuesta”...

- Estamos de acuerdo – contemporizó el sr. García – si quiere llevarlo a un abogado…

La altanería del científico volvió a asomar, “no necesito abogados, joven”, repuso, “si conocen mi trayectoria como dicen, sabrán que junto a mis doctorados en Biología y Química, también ostento una inevitable licenciatura en Derecho, inevitable porque de vez en cuando me tropiezo con personas que pretenden engañarme, no se ofendan.”

La reunión acabó fríamente. Williamson detestaba a esos ejecutivos tan engolados, tan pagados de sí mismos. Como un destello pasó por su mente la idea de que no había tantas diferencias entre ambos, pero la desechó porque él se consideraba un superdotado, uno entre cientos de millones, acaso miles, que estaban en condiciones de cambiar la historia de la Humanidad. No sabía cuánta razón llevaba.

Se propuso darse una vuelta por Nueva York después de estudiar el contrato. La verdad es que la luz natural le causaba una inquietud atroz, por la falta de costumbre, habituado como estaba a la iluminación artificial de su laboratorio. Era una especie de “horror vacui”, incrementada porque su hotel, en pleno Manhattan, parecía un islote entre ríos de gente. La gente y la luz. Vaya combinación, pero como le pagaban el hotel, hubiera sido una descortesía pedir uno más apartado.

Se sorprendió al abrir el portafolios y ver que el clausulado del contrato no ocupaba más de tres hojas. Era sencillo. No había trampas, ni letra pequeña. La compañía pagaría al científico todos los suministros que precisase más una elevada cantidad al mes mientras durase la investigación. Le daban dos años para finalizarla, cuando él sabía que podía tener el resultado en la mitad de tiempo. Todo estaba en su cabeza, lo publicado no eran más que unos estudios preliminares. Si tenía éxito, podría considerarse el hombre más rico de la Tierra y la empresa utilizaría sus contactos para que entrase en la candidatura de algún Nobel. Si no, le gratificarían generosamente. Todo a condición…

A condición de que la patente y todos los derechos fueran para la farmacéutica. Una vez que se acabase el “motivo del Contrato”, él se desligaría por completo. “Qué estúpidos” pensó, “como si un científico digno de tal denominación quisiera quedarse anclado a un proyecto, cuando lo verdaderamente excitante era el siguiente reto, en una frenética carrera por conocer límites”, límites que él aún no había encontrado. No, Williamson no había tenido abuelitas y no creía en la existencia de Dios porque su egolatría no dejaba lugar para más.

Williamson perdió a su madre siendo muy pequeño. Su padre, físico, profesor de bachillerato, quedó destrozado por la muerte de su esposa, nunca se recuperó. Ferviente católico, se esmeró en dar la mejor educación que pudo a su único hijo, fomentándole el amor por la Ciencia tanto como la Fe. Pero esta nunca le interesó. Lo que se convirtió en algo enfermizo fue la Biología, porque dio la espalda a todo aquello que no estuviese relacionada con ella. Hasta el punto de enfrentarle con su padre, que no comprendía la arrogancia de su hijo, ni su ateísmo blasfemo. El día que defendió su tesis doctoral en Biología, su padre falleció en accidente de coche cuando se dirigía a escucharla: Williamson no la suspendió y ante el estupor del tribunal, que le ofreció un aplazamiento, la expuso como si nada hubiera pasado. Ni una mención, nada de nada. La tesis era brillante, espléndida, la obra de un genio, y así fue calificada, pero provocó el espanto de la familia que le quedaba. No asistió al entierro ni a los funerales, pensó que el viejo había pretendido aguarle el acontecimiento y decidió no seguirle el juego. “Al diablo con todo”, se decía, “tengo que hacer algo tan grande, tan sublime, que seré recordado como el que enmendó a Dios”. Y febrilmente, sin descanso, anárquicamente, como si la Ciencia también tuviera su Musa, se dedicó a investigar el secreto de la Vida, la Genética y su aplicación en los nuevos materiales que la Química iba alumbrando. En ello llevaba más de veinte años, y era reconocido por todos sus colegas como el científico más importante desde Einstein, aunque entre sus destrezas no se contaba la sociabilidad, como ya se ha comentado.

Rubricó el contrato que le unía a Waits & Walters. Sólo introdujo una exigencia: que seguiría trabajando en su laboratorio inglés, sin ningún tipo de ayudante, que le ofrecía la empresa, pero aceptando la vigilancia permanente de la compañía de seguridad que escogiese la farmacéutica, que no quería arriesgarse a un robo, del que seguramente se beneficiaría alguna competidora. Así que, de la noche a la mañana, un impersonal edificio sin ventanas, de dos plantas, en los alrededores de Luton, se convirtió en un fortín más vigilado que una sucursal bancaria, con la consiguiente turbación del vecindario, que antes ni reparaban en una casa medio oculta por el entramado de la hiedra.

Y comenzó a trabajar. Cada quince días tenía que mandar por correo electrónico, una pequeña memoria con los progresos (o no) que obtuviese. Y cada mes se entrevistaba por videoconferencia con el director científico de Waits & Walters, un tejano con el que estaba de acuerdo en algo: odiaban tener que comunicarse entre ellos.

El proyecto fue bautizado como “tres uves dobles” con el rechazo del doctor, que pensaba que era un nombre ridículo y parecido al “www” de internet. Se fundamentaba en los resultados de las investigaciones sobre las características de dos vegetales y un animal: una especie de Bambusoideae (vulgarmente conocidas bajo el nombre de “bambúes”); sobre un especimen de la familia de las Amarentáceas, particularmente las del género “beta”; y finalmente, del Reino Animal, la especie Asteroidea. Desde estos basamentos, logró cruzar a las tres seleccionando y manipulando sus códigos genéticos. Las alteraciones resultantes fueron más allá de lo previsto para perplejidad del doctor Williamson, que nunca se equivocaba. No le concedió importancia porque fue mejor de lo esperado…

Tras ocho meses de enardecido trabajo, consiguió la planta que estaba llamada a hacer historia. No poseía una apariencia impresionante. Se podía decir que incluso era desagradable. Tenía una altura de unos 160 centímetros, flexible, se parecía a una caña de un dedo de grosor y de un color claro, indefinido y metálico. Sin hojas, no florecía ni daba frutos, lo anodino en versión vegetal. Lo extraordinario no se percibía a primera vista: podía crecer indefinidamente, no tenía raíces porque no tomaba su alimento de la tierra, por esa razón había que clavarla en el suelo, de otra manera quedaba tirada. No se reproducía por polinización, ni por esporas, bastaba con partirla para que las plantas resultantes siguiesen creciendo de nuevo y todas, absolutamente todas, eran iguales, procedentes de un único ejemplar, el código genético no se combinaba ni se deterioraba, se podía decir que era el mismo individuo en diferentes “partes”, lo de “parte” nunca mejor dicho porque su reproducción no podía ser más sencilla: partiendo o tronchando su tallo. Inalterable a sequías, a exceso de pluviosidad, a lo que fuera: era invulnerable y por ello inmortal. Lo único que no soportaría es verse privada de alimento, pero es tan abundante que es imposible: la luz, cualquier fuente de luz. Por un misterioso mecanismo que ni siquiera el doctor Williamson comprendía, esta especie podía sintetizar la luz y convertirla en materia que incorporaba a su ser: no requería nada más. Ni agua, ni aire, ni fertilizante, ni otro aporte. Sólo luz. Si esta faltaba, la planta se reducía paulatinamente de grosor hasta alcanzar dimensiones microscópicas, pero eso no implicaba su fin, al contrario porque su segura fragmentación facilitaba la aparición de infinidad de nuevos individuos tras la finalización de ese estado latente. Era algo que superaba todas sus expectativas porque se había desviado de sus cálculos y teorías sin saber la razón. “He superado a Dios” pensaba henchido de soberbia, “porque he creado algo que es tan vigoroso que ni la muerte puede tocarlo. Es la perfección de perfecciones. Simple y perfecto”. Y esa noche se fue a dormir. La primera en muchos años.

- Nos llena de regocijo la noticia que nos transmite - decía por videoconferencia Amanda Westerson - sabíamos que usted era el idóneo, el único que podía conseguirlo. Vamos a patentar el resultado inmediatamente. Ahora sólo queda lo sencillo, extraer la fibra para crear el tejido…
El doctor frunció el ceño
- No cante victoria antes de tiempo, señora, por las propias características del producto base, su manipulación puede ser compleja
- “Compleja” no es “imposible”. Le dimos dos años y ha llegado hasta aquí en menos de nueve meses. Seguro que lo conseguirá… ¿o hay algo que le inquiete?, si precisa de ayuda no tiene más que pedírnoslo, nuestro director científico, Jim Roth, estaría encantado de trabajar junto a usted.
- Mire, no lo dudo, pero él es químico y haría falta un perfil más “amplio” para ser una ayuda y no una torpeza andante. Además, yo trabajo solo, tengo todo aquí – dijo señalándose la cabeza – sin embargo…
- ¿sin embargo?...

A Williamson le preocupaban las desviaciones de sus teorías, pero no iba a confesarlo. Él no se equivocaba. Errar era propio de mediocres. “El sinuoso camino de la evolución, catalizado por medio del ensayo y error, es lo que asegura la supervivencia de las especies” decía una chillona profesora que había tenido en la universidad. Era muy guapa, pero cuando hablaba…

- Sin embargo, nada. La próxima vez que hablemos será para comunicarles que ya tienen a su disposición lo que desean tanto.

Williamson había estado a punto de casarse. Como no podía ser de otro modo, era una colega, una bióloga. Al principio, a ella le parecía excitante encerrarse en un laboratorio sin horarios, parando sólo para copular, comer y dormir. Luego formalizaron la relación fijando una fecha para la boda civil, pues ella también era atea, no tan militante como Williamson. Entonces ella empezó a hablar de alguien que había conocido, un profesor de religión y que le había dejado unos libros. Empezó a distanciarse y a espaciar sus visitas. Ya no investigaban juntos, que dejando aparte otras “ocupaciones” era lo único que hacían.

Una tarde, casi noche ya, ella se presentó en su casa. “Tengo algo que decirte, pero no quería hacerlo sin dar la cara”. “No sé que me ha pasado, pero de repente siento como si mi vida se hubiera iluminado. Tengo la sensación de haber vivido la existencia de otra persona y ahora sé que estaba equivocada”. Le miró dulcemente, con sus ojos azules y prosiguió, “no creía en Dios, sé que vas a montar en cólera, pero ahora me he convertido al Catolicismo porque he descubierto la Verdad y nunca me sentido tan libre y tan amada. Siento el daño que te hago, pero así no puedo seguir contigo, porque hemos estado equivocados”. No la dejó seguir, furioso, la cogió del brazo y la echó de su casa gritándole que no quería volver a verla y que no la necesitaba para nada. No la quiso escuchar al otro lado de la puerta, cuando le hablaba de Cristo mientras lloraba, del significado del Amor, del vuelco que su corazón había sufrido en las últimas semanas. Se encerró tras la puerta de su dormitorio y se sentó frente al ordenador durante casi dos días seguidos, interrumpidos solo por perentorias necesidades fisiológicas, menos dormir. No volvió a hablar con ella. Alguna vez estuvieron a punto de cruzarse, veía como se dirigía hacia él, pero Williamson cambiaba de acera o se escabullía. La despreciaba y además había acabado impartiendo clases. “Va a resultar que Nietzsche llevaba razón: El Cristianismo es cosa de mediocres”, pensaba. Un par de años después se enteró de que se había casado y se había marchado al Canadá. Poco después, él también se fue a Luton, ciudad donde residiría hasta su muerte.

Era casi imposible tratar la materia de esa planta. En primer lugar porque estaba viva, y en segundo lugar porque el potencial de regeneración que poseía era extensible a todas y cada una de las partes que se hiciesen, por pequeñas que estas fuesen, eran inmanejables. Además, había surgido otro problema…

El sonido del timbre persistía. Lo malo de vivir en un laboratorio es que no se podía usar el pretexto de “estoy trabajando, no estoy en casa”. Miró la pantalla y vió a Amanda hablando con uno de los vigilantes. Sabía que la empresa farmacéutica terminaría enviando a alguien. No había remitido memoria alguna y no se conectó a la videoconferencia cuando Roth lo hizo. Pero esto fue anteayer. Sí, se habían movido con rapidez.

Abrió la puerta desde arriba. “Suba”, le dijo. Vió como Amanda entraba con cuidado, como una niña en un castillo encantado y salió del área de su pantalla de vigilancia. El centinela volvió al jardín. Llegó al pequeño estudio con rapidez. “Para una persona que no conoce esto, es un récord” pensó el doctor. Desprendía la fragancia de un perfume caro y estaba radiante, nadie diría que acababa de bajarse de un vuelo transoceánico. Llevaba un pequeño maletín, que dejó cuidadosamente sobre el suelo. Cuando le miró, pudo intuir que no se iba a andar con rodeos.

- ¿Qué está pasando?
- ¿No me va a permitir preguntarle por el viaje?
- Sabe perfectamente que estos viajes son aburridos salvo que el avión se estrelle. Afortunadamente, para mí al menos, no ha sido en esta ocasión.
- ¿Quiere un té?
- Mire, ni siquiera me he pasado por el hotel donde, supongo, pernoctaré una noche. Esperamos que tenga una explicación convincente para su actitud. No ha mandado su informe, no se ha reunido con Jim Roth, no ha contestado a los dos e-mails que le envié y tampoco ha atendido el teléfono.
- No hace falta que me diga lo que no he hecho porque soy yo el que mejor lo sabe. Se puede decir que es lo que mejor sé de lo que ha pasado últimamente por aquí.
- ¿Y qué historia es esa de que los vecinos se quejan de que sus perros y gatos han muerto, de que en su jardín siempre hay insectos y roedores silvestres muertos y de que no hay pájaros por los alrededores? ¿Qué tontería es esa, si su vecino más próximo está a 500 metros de aquí por la carretera? Dígame que es una patraña, era lo que nos faltaba, un escándalo con juicio incluido porque a unos paletos se les muere la mascota…
- Veo que le ha cundido la conversación con el vigilante.

Amanda le fulminó con la mirada. Una mirada de tigresa. No había reparado en ella hasta ahora. Era una mujer hermosa. Cerca de los 40, mediana de estatura, rasgos suaves pero bien definidos, pelirroja de ojos verdes. Una muestra genética celta con algún aditamento latino, quizás italiano, francés o español, europeo en cualquier caso.

- Ha fracasado, ¿no es eso? Ha fracasado y no sabe como decírnoslo. Eso: el superdoctor ha fracasado. – añadió sarcásticamente, ladeando la cabeza y chasqueando la lengua, pero Williamson estaba ajeno a ese gesto
- No. El que esté en un callejón sin salida no implica que haya fracasado. Sólo necesito tiempo para tener perspectiva. Pero también me apremia y…
- Todavía le queda más de un año. 14 meses y algunos días para ser exactos. Puede empezar de nuevo, aunque tendría que recortar gastos…
- No puedo empezar de nuevo porque primero tengo que terminar. Ese es el problema. Acabarlo… es… imposible.

Amanda le escrutó, mirándole de hito en hito. Guardó silencio unos instantes, miró su móvil y lo apagó. Caminó unos metros hojeando notas, leyendo los monitores y las lecturas de contadores. Regresó a la mesa de Williamson, cogió una silla y se sentó.

- Soy toda oídos. Quiero que me cuente todo como si fuera nueva y quiero que me lo cuente ya.

Williamson le relató como eligió cuidadosamente los genes de las tres especies para alumbrar el nuevo espécimen. La morfología elegida fue la del bambú porque pensaba que daría menos problemas de almacenaje y transporte. El tipo previsto era una planta con raíces, con fotosíntesis normal, que no tuviera hojas, por superfluas y que no diera fruto por ser estéril. La planta no debería reproducirse en ningún caso para posibilitar que Waits & Walters cobrase siempre. El problema es que tanta diligencia saltó por los aires, en principio colmando y superando las expectativas. El resultado fue una planta (por llamarla de algún modo ya que su disposición celular pertenecía al mundo vegetal), que no arraigaría porque no lo necesitaba, prescindía del agua y de cualquier aporte que no fuera la luz, que estaba en un proceso permanente de crecimiento y que ni siendo cortada, ni tronchada, moría. Al contrario, ese era el modo de multiplicarse. Ante la ausencia de luz, la planta reducía el perímetro de su tallo hasta un límite increíble, favoreciendo su “multiplicación” y enquistándose para eclosionar en cuanto recibiese su alimento lumínico. Desconocía absolutamente las razones de ello porque “no era lo que yo había calculado, estoy en terra incógnita”.

Además, el material de la planta mostraba una rebeldía exasperante cuando era procesada para usarla como tejido. Era muy complicada su manipulación o tinción. El material resultante era de un color macilento, muy rígido, áspero y varias cobayas habían enloquecido autolesionándose, como si la “tela” les causase un prurito inaguantable.

- No me diga que ha creado una línea pret-a-porter para ratones… - ironizó Amanda, pero Williamson continuó como si no la hubiera escuchado.

Lo más alucinante fue descrito a continuación. Cuando incineró el material del espécimen que ya no necesitaba, pero que seguía vivo, “porque lo está en todo momento”, no se desintegró como habría hecho cualquier material vegetal. En su lugar quedó un residuo viscoso, oscuro que no podía clasificar ni entender.

El doctor le mostró varios vasos de precipitados. Cogiendo uno, pesadamente lo acercó a Amanda, que lo observó cuidadosamente, quiso tocarlo, pero el doctor se lo impidió. “Es tremendamente tóxico, tanto como su densidad. Ya ha visto lo que me ha costado moverlo. No lo toque ni se lo acerque a menos de 20 centímetros.”

- Siendo así, porque razón lo tiene destapado.
- Porque rompe los envases. Esto “crece” de tamaño en progresión geométrica cada 48 horas. Todo eso que ve cabía en una probeta normal hace cuatro días. Si lo dejo encerrado en un recipiente, comprime el aire y termina reventándolo, como pasaría con una botella de champán que quedase olvidada en el congelador.
- ¿Pero cuál es su composición?
- Es parecido a un polímero, pero no lo es. No está vivo, pero tampoco está inerte. El código genético está destruido por la combustión, pero se reproduce. Ahoga todo lo que entra en su radio de acción.
Ella cayó en la cuenta
- ¿Los animales?
- Sí. No sé cómo les alcanza, pero lo hace. Basta con que pasen cerca de esta casa.
- Y a nosotros ¿no nos afecta?
- Aún no. Pero si mis cálculos no vuelven a errar, lo hará cuando alcance cierto volumen, cierta masa crítica, debe estar relacionado con el volumen corporal, cuanto más se pesa, más se resiste. A la magnitud actual. Por eso son insectos, pajarillos y mascotas las afectadas, en el caso de estas, se trata de gatos que han merodeado por aquí y de perros cuyos dueños han paseado por la carretera. Son más sensibles, como los canarios que acompañaban a los mineros en las explotaciones de carbón. Como se morían rápido, ponían en guardia a los obreros para evacuar cuanto antes si se producía un escape de gas.

Westerson se arrellanó sobre el asiento, abrió su bolso y encendió un pitillo con aire pensativo.

- Lo siento, pero tengo que pedirle que no fume aquí.
- ¿Es peligroso?
- No, son las normas.
- ¿Normas? Seguro que no va a denunciarme.

El doctor encajó el comentario en silencio. Silencio que se mantuvo hasta que terminó el cigarrillo. Ella le preguntó por las posibles soluciones, empezando por la criogenización para detener el proceso. “Ya lo he intentado y da igual”, dijo, “porque es indiferente a la inmersión en nitrógeno líquido, sigue en ese asqueroso estado viscoso a temperaturas de 4 ó 5 grados Kelvin, muy cerca del cero absoluto, y como si tal cosa. El Elemento contraviene la Termodinámica. Es inverosímil, pero es verdad”.

- ¿Y si lo metemos en recipientes herméticamente sellados? No puede seguir creciendo si no está en contacto con nada, ni siquiera la luz.
- Esa es una opción incompleta. La primera dificultad reside en que hacemos con esos recipientes. Aún es manejable, más o menos, y en ausencia de luz su crecimiento se ralentizará, pero no desaparecerá…
- ¿Cómo es posible?
- Digamos que “rumia” el “aporte lumínico. Es como una esponja, absorbe toda luz. Si se queda a oscuras, desprende energía que vuelve a reabsorber…

Amanda le miraba atónita, había dejado de escucharle. Ella no era científica, estaba muy familiarizada con la ciencia y poseía conocimientos bastante amplios para una gestora, pero en los laboratorios siempre había sido una intrusa, alguien que recorta los gastos en función de la previsión de la rentabilidad de una u otra línea de investigación.

Sólo sabía que tenía un problema muy espinoso entre las manos, como cuando se quedó embarazada en el penúltimo año de carrera. Fue una estudiante ejemplar, con notas muy altas. Se enamoró de un chico que no procedía de un nivel tan acomodado como ella. Les gustaba pasear por el parque y hacer planes. Haciendo planes empezaron a acostarse juntos, les parecía algo consecuente con esos planes. Un día, estos fueron desplazados: estaba embarazada y la tierra desaparecía bajo sus pies. Nunca se lo dijo a su novio. A nadie. Le quería pero rompió con él y abortó. Nada iba a interponerse en sus objetivos, el primero finalizar sus estudios universitarios con la nota más alta posible. El segundo, labrarse un porvenir profesional. Lo mismo que iba a hacer junto a su novio, pero sin cometer nuevos “errores”. Era joven y ya encontraría a alguien. En su momento. Momento que no había llegado, al contrario que el arrepentimiento por lo que ya no tenía remedio. A menudo se le iban los ojos tras niños pequeños y sentía una punzada en lo más hondo. Sangraba en forma de llanto en las interminables noches de soledad e insomnio. Había matado a su hijo y perdido al amor de su vida de un plumazo. No podía evitar, cada vez que se cruzaba con un chico o una chica en el final de su adolescencia, que ese sería el aspecto de su hijo o hija si le hubiera permitido nacer. Para sentir, acto seguido, como la punzada partía su corazón.

Miraba a Williamson, pero no sabía lo que decía. Un problema espinoso este, sí, y la persona que tenía enfrente parloteaba sin cesar y sin entender mucho más de lo que estaba pasando que ella misma. Ella sabía tratar los problemas de ese tipo, desde su “incidente” los afrontaba de forma suicida casi, quizás por compensación. Pero ese tipo de “compensaciones” no suele ser afortunado. Peor aún, una compensación es un error que pretende tapar otro error. No se callaba nunca este hombre…

- ¿Me escucha?
- Sí, claro, claro. Le diré lo que vamos a hacer. Quiero que empaquete todo este “material” o lo que demonios sea. Le proporcionaré recipientes como los que hemos hablado. No es la primera vez que una línea de investigación se “desvía”.

Williamson reaccionó ante las indicaciones que brotaban a borbotones de la directiva.

- Yo no lo llamaría así…
- Calle y escuche. No hay tiempo para estudiar ni para divagar. Ya hablaremos sobre futuras investigaciones, a las que no renuncia mi firma por un puñetero “accidente”. Llamaré a unos operarios especializados para que le asistan .No le admito una negativa. Voy a ordenar que vengan un par de camiones de la empresa y se lleven toda esta porquería, una vez empaquetada. No quiero que se quede con ninguna muestra, que le veo venir. Empiece de cero y olvídese de plazos, mejor aún, olvídese de todo. Le veré en mi despacho dentro de siete días, se reunirán con nosotros Jim y Robert. Mi secretaria le telefoneará para ocuparse de los detalles. Entretanto procure dormir y darse un buen baño.
- Ese material es peligroso y debe ser examinado a fondo. Enterrar el problema no es lo mismo que solucionarlo…

Amanda estaba recogiendo su maletín cuando escuchó esa frase. Se volvió muy lentamente y miró con desprecio al científico que ofrecía un aspecto desaseado y lamentable. Abrió la puerta, “me pagan por gestionar problemas”, dijo, “y me pagan aún mejor si los elimino. Este asunto ya no está en sus manos. Colabore de la forma que le he dicho o le juro que se acordará de mí. Y no con cariño.”

Salió dando un portazo. Pudo oír como daba instrucciones por teléfono mientras enfilaba la salida, y el vigilante casi se cuadró cuando pasó por delante de él abriendo la puerta del automóvil en que había llegado. Ella ni le saludó. Se metió en su imponente coche y marchó a toda velocidad.

No tardaron mucho en llegar seis hombres. Uno de ellos, el que mandaba, iba en traje, los demás llevaban monos oscuros. Aparcaron los dos camiones detrás de la casa, fuera de la vista de la carretera y comenzaron su tarea. El único que se dirigía a Williamson era el tipo trajeado, de unos 35 años, correcto en el trato pero con piedras en las miradas que dirigía al científico. Los operarios no respondían a las indicaciones de este, y ante alguna advertencia sobre la manipulación del material, se volvían hacia el jefe, que aprobaba o desestimaba con un gesto. En menos de una hora habían acabado. El hombre bien vestido debía de ser también un científico porque decidía con excelente criterio que había que llevarse y que no. Se llevaron todo lo relacionado con el proyecto.

Eso creían ellos porque no sabían que Williamson se había quedado con una pequeña muestra, apenas una gota de residuo viscoso. No se resignaba al baldón de una investigación fracasada. Él había creado el engendro y él encontraría la forma de destruirlo, no podía tolerar que algo que él había “diseñado” pudiera resistirse a morir si esa era su decisión.

“Hijo, ante todo, un científico debe ser consciente de su ignorancia. Ese es el más básico principio de toda experimentación. Se experimenta para conocer, para saber si nuestros limitados cálculos teóricos son correctos. E incluso con todo ello no debes olvidar que el observador puede alterar con su sola presencia el resultado del experimento y que siempre habrá factores que escapen a tu control. No es mejor científico el que más acierta sino el que más aprende. El camino del aprendizaje está jalonado de fracasos.”

Su padre fue una gran persona. Alguien del que es casi imposible hablar mal. Es una lástima que se valore a los seres queridos cuando estos faltan. Williamson había estado enfrentado a él hasta bastante después de su muerte, acaso como manera de tenerle vivo. En los últimos años le contemplaba como el reflejo luminoso que él nunca sería. El recuerdo de sus palabras, la dulzura con que le enseñó, se impuso sobre todo lo demás. Más de una vez, en las últimas fechas, se había sorprendido pensando algo como “verás cuando se lo diga a papá”, una centésima de segundo, un triste fogonazo, para caer en la cuenta de que su padre llevaba muerto casi 30 años. “Será la falta de sueño”, se decía, y volvía a lo suyo. Volvía para apartarse de lo mucho que le echaba de menos, ahora que estaba doblando la esquina final de una juventud que quedaba atrás.

Mucho más atrás su infancia. Su padre nunca le falló. Recordaba su infinita paciencia y el cariño con que dejaba todo para atenderle. Cómo le cogía de la manita para ir a misa los domingos y el caramelo que le daba cuando volvían a casa, para jugar con él lo que restaba de día. Cuando le llegó la adolescencia se distanció de su padre, que lo sintió en todo el alma pero que lo disimuló para seguir estando a su lado incondicionalmente, incluso cuando discutían agriamente sobre Dios y sobre la visión de la Ciencia, que no era la misma. Comenzó la universidad, lejos de su padre, en Oxford, como si este se hubiera vuelto un apestado, pero él nunca dejó de interesarse y de escribirle. Se arrepintió mil veces a lo largo de los años de no haber conservado esas cartas. Un día, abruptamente, papá ya no estuvo. Durante años le guardó rencor por sentirse abandonado. Sólo muchos años después, por casualidad, halló un escrito metido en un libro de su padre, parecía el borrador de una misiva, fechada dos días antes de su muerte, decía que “no hay padre más feliz que aquel que ve a su hijo alcanzar su sueño, y que este sea provechoso para sus semejantes y armónico con el Plan de Dios para cada uno”. Nunca comprendió muy bien su significado, pero estaba seguro, ya sin remedio, de que el viejo no había pretendido amargarle la defensa de su tesis doctoral. Y ese día lloró largamente sin saber el porqué.

Trabajó y trabajó, obsesivamente, durante horas y horas. Tan embebido estaba que ni siquiera se percató de que la casa se quedó sin vigilancia. Waits & Walters ordenó que se retirara porque “ya no había nada que cuidar” hasta la reunión. El último centinela llamó y llamó para despedirse, pero viendo que no le hacía caso, se fue mascullando algo sobre la mala educación de algunas personas y montó en su furgón. Williamson ni oyó el timbre porque no estaba pendiente. Todo su conocimiento y atención estaba orientada a un único objetivo: la destrucción de ese maldito ser de diseño, tan rebelde, al que ni siquiera había bautizado. Pero eso ya daba igual. Se sabe que los muertos han existido porque tuvieron nombre. Si algo no ha llegado a tenerlo, es que como si nunca hubiera “sido”.

Tras varias pruebas, lo encontró. Dió con la forma de reducirlo a un desecho inerte que se podía arrojar a la basura. Pegó un brinco y busco el móvil para llamar a Amanda. Era muy tarde, las dos de la madrugada. En Nueva York serían las nueve de la noche, pero lo intempestivo adornaría más a la noticia. Ya destruiría el resto del material luego, que seguía creciendo. Marcó el primer dígito…

Y escuchó un ruido potentísimo acompañado de un agudo dolor que desapareció al instante. Le rodeó la oscuridad, que se tornó luz cegadora, de una belleza descomunal. Vió las consecuencias de sus todos sus actos y se arrepintió profunda y sinceramente de los negativos.

Entonces supo que su padre y su madre estaban a su lado.


Amanda durmió mal esa noche. Era casi una costumbre. Cuando llegó a la oficina, vió que dos hombres hablaban con Robert, lo que le extrañó porque no había ninguna reunión tan temprano. Se acercó a ellos para saludarlos. Era la policía. Le informaron del fallecimiento del doctor Thomas Williamson en su laboratorio de Luton, a causa de un atentado terrorista perpetrado por un grupo del que no sabían nada de nada. Habían acudido a ellos, a petición “extraoficial” de Scotland Yard para ver si podían ayudarlos, en vista de la cantidad de llamadas que había entre la empresa y Williamson. Amanda se tuvo que sentar para no caerse de la impresión. Cuando los agentes se marchaban, uno de ellos les preguntó, de pasada, el motivo por el que la casa había tenido vigilancia privada hasta tres días antes y la razón por la que se retiró, detalle aprovechado por los terroristas para reducir el edificio a escombros. Fue Robert el que les respondió…

- Creo que trabajaba en una línea de nuevos fármacos contra la obesidad. Tendría que ver mis papeles para ser más preciso. La competencia siempre anda espiando, ya sabe… La vigilancia se retiró porque no quedaba nada que vigilar… Ahora no tengo conciencia de nada más…

No repararon en la mirada descompuesta que Amanda le dedicó, ni en la interrogación que asomó a su semblante. Antes de que se cerrase la puerta, el policía de más edad espetó:

- Siempre hay algo que vigilar donde no hay conciencia, ¿no cree?…


Diez días más tarde…

“Estamos retransmitiendo desde el área de Dunstable, cerca de Luton, al norte de Londres. Las autoridades sanitarias no han dado aún con el agente que causa la muerte en pocas horas, en esta extraña epidemia que está diezmando la población en las localidades cercanas, dándose nuevos casos continuamente. Nos confirman que se ha extendido a Watford, Stevenage, Milton Keynes y Bedford. El gabinete de crisis, con el primer ministro al frente, quiere lanzar un mensaje de serenidad y recomienda a los vecinos cerrar puertas y ventanas y no ingerir agua corriente como medidas cautelares. El pánico se ha adueñado de algunas barriadas, en las que el ejército ha tenido que restaurar el orden. Una vez más se ha negado cualquier relación con el incidente del buque “Seastar”, hundido hace cuatro días en circunstancias nada claras, cuando navegaba en medio del Atlántico Norte, trasportando unos misteriosos y pesados contenedores hacia los Estados Unidos”.

“Volviendo a la crisis que ha surgido en Streatley, los vecinos se siguen quejando de un polvo negro, parecido al hollín, que nadie sabe de donde procede pero que está oscureciendo poco a poco calles, parques y jardines, coincidiendo su aparición con esta epidemia. Informa para la BBC News 24H, Helen Wilkes”.

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