lunes, 5 de octubre de 2009

Apocalíptica - La Música (Capítulo I)

París, brumario del año 2 (octubre de 1793)

El sol irradiaba los últimos rayos de ese día, creando alargadas sombras en el interior del despacho. Las nubes vestían de novia la bóveda celeste, no del virginal blanco, sino con espectaculares crestas rosas, violetas y azules en una gama que parecía sacada de la paleta de un pintor que hubiese perdido todo freno racional para dar rienda suelta a su creatividad. El viento golpeaba los cristales haciéndolos crujir en cada embestida, como si se hallase enojado por haber quedado al margen de la reunión.

- Y bien, maestro Wolcker, ¿qué opinión le merece nuestra oferta?

El músico retornó su azul mirada a la persona que le interrogaba. Un caballero elegante con la altanería que suelen tener aquellos que se saben protegidos por los poderosos. Tan protegido como para lucir una casaca lujosa sin ser acusado de contrarrevolucionario.

- El maestro Mozart, que en Paz descanse, nunca me habló nada de esto. Ni siquiera mencionó que perteneciera a una de sus sociedades. Menos aún en sus misivas, nada. Y yo no creo que esté a la altura de él como para proseguir esa partitura, que por cierto, presenta un gran deterioro. De los dos, él era el maestro y yo poco más que un pupilo aventajado. De mi nadie se acordará dentro de un siglo. Él lo será siempre.

El atildado caballero le interrumpió con impaciencia mientras se levantaba del asiento.

- No acudiríamos a su talento si estuviese vivo, maestro, y siendo extranjero debería mostrarse tan agradecido como permeable a nuestro generoso ofrecimiento. Si es por dinero, se podría buscar la posibilidad de incrementarlo…

Wolcker escrutaba los parsimoniosos gestos de quien estaba amenazándole veladamente. En realidad, parecía que se estaba escuchando a sí mismo, recreándose en cada término, mientras paseaba de un lado a otro del cuarto. Se llamaba Jacques Bignan, de unos cincuenta y pico años, amigo personal del sanguinario amo revolucionario que era Robespierre. A un extremo de la mesa se sentaba un caballero más joven, muy alto, vestido de oscuro y sin peluca, según los cánones de la nueva moda. Le había presentado como Lucien Chevrèmauvais sin más reseña de cargo o dignidad, pero tanto tiempo sometido al mecenazgo le había conferido una intuición muy sutil y pocos detalles se le pasaban. No había dicho una sola palabra pero intercambiaba miradas de inteligencia con Bignan, por lo que interpretó que Chevrèmauvais era quién realmente mandaba, tanto que un gesto era suficiente para admitir o rehusar.

- ¿Y bien, maestro Wolcker?... ¿me estaba escuchando?

Sorprendido por la pregunta, mintió.

- Si, sí, señor. Creo que aceptaré, tomaré como un halago el que se hayan dirigido a mí, a pesar de que esto excede mis méritos. Por otra parte, el hecho de que yo no sea miembro de la Logia puede perjudicar la terminación de la obra, no es un tema de dinero, aunque todo París es presa del hambre... – advirtió las miradas de reprobación y rectificó - quiero decir, por culpa de los reaccionarios...
- Sea comedido, si París y aun Francia sufren estrecheces se debe al cerco que sufre nuestra revolución a causa de los enemigos del pueblo, y esta gestión no es ajena a su supervivencia.
- Claro, claro, es lo que iba a añadir... refiriéndome al “altruista y patriótico fervor revolucionario” que estremece a toda la ciudadanía. Resumiendo, es preciso que pueda acceder a la Clave Pitagórica de la música de las esferas celestiales que empleó el maestro Mozart para componerla, como me dicen, suponiendo que la tengan… o que exista.

Bignan miró a su silencioso compañero. Sin prestarle atención, Chevrèmauvais repuso:

- Debes creer que existe, ciudadano. Pero esa clave es inútil sin talento como no sirven de nada las extremidades si no se sabe bailar. Claro que tenemos hermanos músicos, grandes intérpretes sin duda, pero precisamos de “algo” más, algo que no tenemos a nuestra disposición en la Fraternidad. Ese “algo” es inspiración creadora. Tu escepticismo es disculpable, la amistad que te unía al maestro Mozart es suficiente aval, incluso albergamos la esperanza de que acabes uniéndote a nosotros. Tu aptitud musical merece que te intentemos atraer. No hay inconveniente en tu petición, siempre que trabajes en las dependencias de la sociedad. Tienes que entrar y salir sin traer o llevarte nada. Entiende nuestros recelos, no tanto por tu hipotética deslealtad sino porque pueden extraviarse, o ser destruidas, como la inconclusa partitura, que ya ha padecido bastante, como bien señalas. París dista de ser un lugar seguro y sabemos que otras “entidades” están infiltradas por espías y agentes extranjeros, conspirando contra la ciudadanía. Es más, sugiero que te vengas a vivir a nuestra sede hasta la culminación del trabajo, no te lo restaremos de sus emolumentos. Serás nuestro huésped.


Wolcker disimuló el respingo que le causó la idea, mayor por la sonrisa y la mirada oscura que destellaba en el rostro de Lucien. Intentando zafarse de la invitación, acertó a decir...

- El problema es que no me quiero separar de Marie, es posible que esté encinta y no quiero dejarla sola...
- ¡Qué bonito es el amor!, ¿no te parece, ciudadano Jacques?... Más a favor de la propuesta, que se venga ella también... ya no admito una negativa por respuesta, el compositor sin su musa no es nada, ¿verdad? No conocíamos la magnífica noticia, pero que sea enhorabuena. El primogénito, o primogénita, bien merece un brindis; que sea doble para celebrar también nuestra avenencia. Vamos, Jacques, saca ese Borgoña que tienes escondido...

El maestro Wolcker se sintió entrampado y no advirtió el estupor en la faz del anfitrión, que sumisamente y sin replicar se dirigió a servir el vino.

Marie no estaba embarazada. Fue lo primero que se le ocurrió al músico para salir del paso, sin resultado. Se sentía prisionero en esa sucia ciudad, en la que todo debía decirse con un “ciudadano” o “ciudadana” por delante, pero conseguir un salvoconducto era misión ardua y arriesgada porque las trabas burocráticas se sumaban a las exhustivas pesquisas que hacían los funcionarios policiales, con tan poca cultura como educación. Esa reclusión, así la sentía por muy hospitalaria que la hicieran parecer, le parecía repulsiva, pero no tenían qué comer. París era una ciudad quebrantada por el hambre y la miseria, mal abastecida, peor administrada, donde lo único que se gestionaba disciplinada e incansablemente eran las guillotinas, repartidas por las plazas donde una muchedumbre sádica, apestosa, espantosa y ociosa gritaba e imprecaba a los ajusticiados. La sangre derramada llegaba a formar grandes charcos por el frenético ritmo de las ejecuciones, hasta el punto de que algunas requerían los servicios permanentes de un afilador, como una carnicería desbocada, como una salvaje orgía de sangre en la que los comensales fueran insaciables. Ebrios no sólo por el vino picado que servían las sucias tabernas, los rojos gorros frigios abundaban por doquier sobre cabezas de patanes vocingleros, más para retener sus piojos que por abrigar cerebros, ya que costaba vislumbrar alguna muestra de inteligencia entre sus portadores.

Parecía que todo había sido dispuesto con anterioridad. En menos de un día, Johann Wolcker y su esposa Marie se vieron trasladados a la nueva residencia con los enseres y demás equipaje que precisaban, que no era gran cosa porque llevaban casados poco tiempo y la pobreza se había instalado con ellos. Al músico le llamaba vivamente la atención el desgaste que presentaba la partitura que le habían encargado proseguir. Más que estar datada en 1787, parecía anterior en medio siglo, o más. Y la melodía... era algo tan maravilloso como aterrador. No era una “fuga”, aunque tuviese pinceladas de ello. Tampoco se podría decir que fuese contemporánea del gran maestro al que adjudicaban la autoría, porque las partes vocales, solemnes, rotundas, sobrecogedoras, recordaban los madrigales del XVI. No cabía etiquetarla de ninguna manera porque era inconcebible que se hubiera llegado a escuchar algo parecido. Otro detalle es que la caligrafía, ni el estilo, se parecían en absoluto a los que había visto brillar en Mozart. Porque su música era resplandeciente.

Además se interrumpía súbitamente, más que inconclusa podía inferirse que faltaba el resto, el manuscrito no tenía una sola corrección o acotación marginal como las obras inacabadas. Y estaba sin firmar por él; añadiendo eso a que no poseía la menor referencia o noticia sobre la existencia de esa obra, la sospecha hizo presa en su entendimiento: era una impostura. Quedaba averiguar el propósito del montaje, importante teniendo en cuenta la suma que le habían ofrecido. Peligroso precisamente por ello. Si habían llevado al patíbulo a un monarca inocente, que no serían capaces de hacer con un don nadie que únicamente sabía componer.



Barreda, septiembre de 1542

- Maldita sea, Inés, es un buen matrimonio. Nuestra familia no tiene nada más que un apellido, y con eso no se come. Atiéndeme y transige. Estás en una edad en la que ya no van a salir peticiones así, superando los 25 que ya has cumplido, y yo no voy a vivir para siempre, cercado por achaques y dolores que me matan.
- No digáis eso, padre, que las desgracias ya vienen sin que se las mencione. No quiero contrariaros, pero hace menos de un año que murió Hernando y... yo aún le quiero y no sé como vivir con esta ausencia suya que me rompe el alma.
- Otro que tal. ¿Quién le dió vela en la Tunicia?, ¿el rey nuestro señor, el emperador don Carlos? No. Fue a conseguir una gloria que no tenía para compensar el oro que tampoco poseía. Lo único que logró fue una cuarta de tierra encima de su cadáver por cortesía de Barbarroja, que los Infiernos se lleven...

La muchacha se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar en silencio. Los tirabuzones del cabello se movían al compás de sus sollozos, mientras que su padre no sabía como consolarla, con la mirada perdida en el paisaje crepuscular que se divisaba más allá de la ventana. Intentando recomponer el diálogo en un tono más sereno, se levantó de la austera silla de caderas y se acercó a su hija que seguía sumida en el llanto. Acariciándole el oscuro y rizado cabello, casi en un susurro, le exhortó...

- Inés, hija mía, que el diablo me lleve con él si quiero algún mal para tí. Tu madre falleció, tus hermanos se han marchado, seguramente para siempre porque la sangre no es tan poderosa como la necesidad. Enrique pasó a las Indias, con Felipe, y Alfonso matrimonió con una dama flamenca. Muchas noches en blanco me preguntó por ellos, y hallo la respuesta en los Evangelios, “por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se juntará a su mujer”. Así que no he de quejarme por ello, pero me llena de temor lo que pueda aguardarte cuando yo falte, por eso quiero dejarte recogida y bien casada. El pobre Hernando se llevó tu honra junto a su promesa de matrimonio, que estoy seguro que hubiera cumplido, pero está muerto y eso ya no tiene enmienda, que el Señor le tenga en su Gloria. Hay que cuidarse de los vivos porque los muertos ya están cuidados. Está decidido, como la fecha. Don Lázaro es acaudalado caballero, ha hecho una fortuna y desea un enlace que limpie su ascendencia marrana. Poco sacrificio a cambio de tu bienestar... podrías seguir tañendo tu querida vihuela y hasta puede que el amor venga con los hijos, ¿quién sabe?...

Inés levantó la mirada. Las lágrimas anegaban sus enrojecidos ojos esmeralda.

- Padre, no mercadeéis conmigo. No necesitamos a nadie, yo puedo socorrer en todo muy bien a vuestra merced, no tenéis que preocuparos por mí, no me imagino esposa de otro hombre que no sea Hernando, os lo suplico...
El viejo caballero apartó su mano y caminó pesadamente hacia la puerta de la estancia. Sin volver la cabeza, sentenció...
- He dicho que está decidido. Es por tu bien. Ahora no lo sabes, pero ya me lo agradecerás...

Apenas pudo contemplar como abandonaba el salón. El llanto inundó todo su ser, como una cascada que brotase de su vista y se precipitase hasta el último rincón de su espíritu en un enloquecido torrente de dolor donde retumbaban como truenos las maldiciones que morían antes de alcanzar su garganta. Después de un buen rato cogió del colgante el crucifijo, que pendía sobre su pecho, se lo llevó a los labios y mientras lo besaba, se dijo, “daría lo que fuera por volver a ver a mi amado Hernando. Lo que fuera. Aquí, venido del Cielo o del Infierno”.

Subió a su cuarto para acostarse sin advertir el aire que arrancaba lamentos de los postigos de la casa y las gotas de lluvia que comenzaban a bailar su húmeda y monótona danza sobre el tejado. Sumida en su pesar, tampoco percibió el creciente bramido que formaban los truenos, en contestación a los relámpagos que iluminaban su dormitorio a ráfagas, proyectando sobre las paredes sombras monstruosas, como si las puertas del Averno hubieran quedado abiertas de par en par y los demonios celebrasen su libertad correteando por doquier...

Era inútil empeñarse en dormir. La tempestad no amainaba. Qué lenta transcurre la noche cuando el miedo es la única compañía bajo las sábanas. Perdió la noción del tiempo. Por fin había llegado a la duermevela, cuando dos golpes secos retumbaron en toda la casa... Sería el viento, acaso el rudo eco del prólogo de un sueño... “Duerme, Inés”, se dijo, sobresaltada como si fuera una moza, un cervatillo asustado por el ruido de una rama caída al suelo. “Duerme, Inés”... ¡Imposible! Ya no había duda. No era la tormenta. Habían llamado a la puerta, cuatro veces seguidas, imitando el ritmo del latido del corazón, como solía llamar... No, no podía ser. Se cubrió y bajó a toda prisa, adelantando a su padre, que bajaba fatigosamente las escaleras.

- Inés, hija, ¿estás loca? ¿Quién podrá ser a estas horas?, no abras. No puede ser de cristianos el venir con lo que está cayendo...

Giró el pestillo. La puerta giró sobre sus goznes y se abrió. No podía creerlo.

Era Hernando.

jueves, 1 de octubre de 2009

Romancín de la niña, el soldado y la esperanza

Díjole el soldado a la niña:

- No sé que aspecto tiene la esperanza
Menos aún cuando falta templanza
Agotadas nuestras fuerzas, no hay lugar
más que para el dolor, la cobardía y el llanto.
En la Patria todo es deserción y quebranto.

Pensativa mírole la chiquilla de hito en hito y le replicó:

-La flaqueza de los fuertes es poder de los viles,
tu honor es defendernos para no acabar serviles,
observa el firmamento, el infinito has de contemplar:
si saber quieres de la Esperanza el aspecto,
sólo has de divisar el limpio amanecer, con afecto.

El soldado la frente le besó
y cantando su camino siguió…