jueves, 27 de noviembre de 2014

La estación

Le conocía desde hacía bastante tiempo. En ese espacio brumoso del recuerdo, tierra de nadie que fue la década de los noventa del siglo XX, paraje de esperanzas y gestante de tragedias que irían arrancándose su histriónica careta a lo largo de la década siguiente, para horrorizarnos con su descarnado semblante. Era un tipo franco, accesible y de trato directo, como los ganchos que propinó en su juventud de púgil aficionado. Me conmovió la primera fotografía que tomó “en serio”, ni siquiera había cumplido los diez años, ingenua e ilusionada, un luminoso océano infinito reflejando el resplandor del firmamento... Así que entre sus uppercuts y mis coup droit fuimos forjando una sólida amistad con el paso de los años, que en eso se asemeja al buen vino.

Alfonso era fotógrafo de acción, algunos periódicos lograron sus mayores tiradas con alguna de sus instantáneas en la portada. El paulatino declive de la prensa escrita en papel le trajo menos trabajo hasta que llegó a la mínima expresión, acumulando deudas y, como suele ser habitual en estos casos, desengaños personales. El éxito atrae lo mismo que ahuyenta la pobreza, que no fracaso, porque siempre conservó un concepto artístico de su profesión, y como dijo Dostoievsky, “la Belleza salvará al mundo”... No siendo así ahora mismo, sí que salva a muchos de su propio infierno personal por la búsqueda de ese Santo Grial que les aleja de otras tentaciones.

De ese modo, el fotógrafo que era cambió sucias trincheras por luminosos parques, adustos soldados en marcha por sonrientes parejas de enamorados paseando bajo la sombra de infinidad de árboles que parecían acoger dulcemente una primavera pletórica de vida... Cambió la épica de un mundo que agonizaba en una locura de horror y muerte por la eterna promesa de que sí, de que esta vez algo cambiaría en la Humanidad. Como siempre había sido cada vez que una nueva generación se asomaba a la vida desde el cálido útero de sus madres. Luego ese mismo mundo que les estafaba con sus mentiras se encargaría de convertirles en la misma decepción que hemos sido todos los que les hemos precedido...

Pero Alfonso había trocado ese enfoque. Después de tanto espanto presenciado e inmortalizado como mueca de difunto en un negativo, había decidido que sus estrenados sesenta años traerían un canto a la Vida, a lo hermoso que contiene, a las frases sin palabras que se pueden contemplar a poco que uno mire al cielo para deleitarse en la silente danza interminable que las nubes mantienen con el sol y con la luna y que, ¡ay!, tan desapercibida pasa a los ojos de los mortales, tan agobiados como estamos por el peso de nuestras culpas y preocupaciones cotidianas. Y el buen hombre se lanzó a caminos, a veredas, a alamedas infinitas donde el rumor de las hojas le llamaban por su nombre para que las inmortalizase antes de que un mal viento se las llevase a la oscuridad de una turbera. Se entregó a ello con el frenesí que los artistas dedican a la musa que les trae la inspiración, con delectación, como únicamente se entrega el amante a su amada, con total abandono y apasionamiento.

Acabó con los pocos ahorros que tenía pero no le concedió importancia, tal que un nuevo Colón en travesía hacia unas Indias que solamente él conocía, sin atender advertencias de parientes y amistades que le avisaban de que su estado se iba deteriorando, por abandono. Como Ulises con los cantos de sirena, se había amarrado con fuerza al mástil de su propósito y nos desoyó a todos, desollándose él mismo al perseverar en su actitud.

Un día llegó a una antigua estación de tren. Suele ocurrir que nuestros pasos siguen direcciones con intenciones ocultas. La estación se hallaba parcialmente invadida por la vegetación que, siendo como es tímida la Naturaleza, no huella con sus verdes tallos y leñosas ramas las estancias que frecuentan los seres humanos, atreviéndose cuando la ausencia de estos deja de ser accidental por reiterada. El edificio tenía ese aire distinguido que poseen las instalaciones ferroviarias de finales del siglo XIX, cuando viajar era un lujo o se hacía por servidumbre, bien por simple pasatiempo o por salud quebrantada. Las paredes desconchadas, el suelo deslustrado y sucio, los cristales hechos añicos, las puertas abatidas como centinelas aletargados a la espera de que un iniciado deshaga el sortilegio y recobren su marcialidad... Alfonso retrató todos los detalles con la profesionalidad y la destreza del artista que es capaz de percibir la realidad que no ven los demás, de captar la esencia de las personas que anduvieron y sintieron en ese lugar, dejando su impronta, el destello de un espíritu que hace décadas partiría en esa singladura de la que no se retorna. Le sorprendió el anochecer, anticipado por estar cercado de montañas, en un valle agreste y perdido, crecientemente misterioso y umbrío al variar la luz que recibía, como el rostro de una mujer bajo la luz de las velas.

Sonrió porque fue al final de esa sesión cuando sintió la familiaridad de aquel lugar. En realidad no quería marcharse, pero no le seducía pasar una noche bajo el rigor de una posible helada. El otoño estaba avanzado, el cielo abierto con el Lucero de la tarde anunciando las tinieblas y una inversión térmica que presumió severa. Recogió su material con diligencia. Cuando se iba a echar al hombro la mochila, tuvo el impulso de asomarse a lo que debió de ser una salita de espera. Se encaminó hacia allí...

En efecto. Una sala pequeña, con lo que quedaba de unos bancos de madera, y el rastro del inmisericorde paso del tiempo. Tomó dos fotografías casi seguidas, desde diferentes ángulos. Detuvo su mirada en un periódico que estaba en un rincón, perfectamente doblado, descolorido y mordisqueado en sus márgenes por los días que habían pasado por ello pero milagrosamente entero. Lo cogió con cuidado... “Jueves, 10 de octubre de 1929”, dijo en voz queda. Todavía resistió ser desplegado y abierto, como en su efímera jornada de gloria, atrayendo sobre sí toda la atención de su  lector ocasional.

Alfonso se desasosegó. Perdió la serenidad. Le invadió la extraña sensación de que todo le era familiar porque ya había estado allí antes. Guardó con cuidado el rotativo en un compartimento de su mochila y salió precipitadamente del edificio. Acaso por influencia de las sombras nocturnas, que ya se iban desperezando para ver morir las luces del día, el fotógrafo se introdujo en su vehículo y volvió a la carretera de grava con presteza, como si algo fuese a perseguirle.

Llegó a su domicilio de noche, más calmado y reprochándose escapar de aquel sitio como un colegial asustado. Se rió de lo sucedido y lo zanjó como un déjà vu, fenómenos que la Ciencia despacha colocándoles una etiqueta pero sin ánimo de explicarlo. Extrajo las cámaras de su morral y abrió la cremallera del todo para sacar también ese viejo periódico... No había más que un montón de polvo gris. Sin duda que se había desbaratado en el trayecto, sin embargo no era lógico que se hubiese descompuesto en cuestión de minutos, cuando había soportado sin apenas daños el paso de las décadas.

Lamentó el destrozo. Era un nostálgico del papel impreso. Aquel ejemplar anclado en ese jueves, 10 de octubre de 1929, se le antojó como el guiño cómplice que te hace un amigo cuando te gasta una broma, un airado “he estado aquí mucho antes que tú, así que no vengas a hablarme de tus problemas con la Vida”. Despidió las cenizas en el cubo de la basura y se dispuso a revelar las fotografías en su estudio. Él pertenecía a la vieja escuela y todos esos inventos de discos duros, megapíxeles, impresoras y demás filfa le provocaban alergia. Donde estuviese una buena película, un preciso objetivo, la inspiración y el cariño de un profesional que se considere a sí mismo como un artista, ya se podían quitar toda la fría tecnología y los automatismos que hurtaban el alma de los retratos, como una goma de borrar convertía en residuos una frase de amor escrita con pasión.

Un resultado que le dejó perplejo. Él no había hecho esas fotos. O las imágenes no se correspondían con la instalación que había visitado un par de horas antes. ¿Cómo era posible? La estación lucía limpia, refulgente, acariciada por los rayos del sol de la atardecida que le confería un colorido vivo e impresionante, con los claroscuros que proyectaban las sombras de quicios, ventanales y pilares, como si pretendiese imitar una encantada y atea catedral gótica. Y lo más asombroso... Todas las imágenes mostraban afluencia de público.

Por los retratos se paseaban mujeres, hombres, niños con la risueña cara de quien posa traviesamente, sin conocimiento del retratista. Alfonso no lo podía creer. Allí estaban, desafiando la más elemental lógica. Vistiendo los elegantes trajes de los años ’20 del mismo siglo o con la ropa propia de quien se debe a algo, a la patria si eran soldados de reemplazo, al patrón si obreros o campesinos. Ahí estaban, todo un inexplicable hecho... Absorto, estupefacto, escrutando cada uno de los semblantes que poblaban las imágenes, unos con indefinición fantasmal a causa de su movimiento, otros ajenos al propósito del fotógrafo.

Y unos cuantos, pocos, manteniendo la vista al objetivo que estaba trabajando en un prodigio... Con curiosidad, con altanería, con recelo. Pensó que acaso la propia Vida era como el ciego y oscuro diafragma por el que se escurrían las miradas de esas personas que habían impresionado la película, vivas durante un segundo más para escupirle a la cara, en medio de un pequeño cuarto sumido en áspera penumbra, la sentencia de “he estado aquí mucho antes que tú, así que no vengas a hablarme de tus problemas con la Vida”.

Llegó a la última imagen que había arrebatado al negativo. Era la salita de espera. Poca cosa, redundando en lo increíble. Un crío en pantalón corto jugando con lo que debieron ser unos naipes, una joven tocándose distraídamente los tirabuzones del cabello que caían en cascada sobre sus hombros y pechos mientras hablaba con un sonriente hombre en ademán de cortejarla. Y sentado en banco del fondo, en el rincón, un caballero de grandes bigotes, orondo, con los ojos cerrados y abierta boca en durmiente actitud, con un periódico queriendo escapar de sus manos hacia el suelo, como el canotier que le había precedido segundos antes y que yacía sobre el gris enlosado como ofrenda a un difunto que no salía de casa sin su sombrero...

Fue entonces cuando se percató de la realidad de la escena. El hombre del mostacho era él mismo, con ese aditamento capilar entre nariz y labios, más obeso y con un atuendo que le hacía casi irreconocible. Agarró su lupa para examinar los detalles... Sí, era alguien como él, los rasgos eran los suyos... Se fijó en la portada del diario buscando la fecha, impelido por una fúnebre intuición. ¡Dios Santo! ¡10 de octubre de 1929! ¡Se trataba del ejemplar que había tenido en sus manos antes de desintegrarse!

Desbordado por el pánico dio un mal paso atrás, tropezó y perdió el equilibrio, quiso asirse a unos cables que se desprendieron por el desesperado tirón... Con la desgracia de que Alfonso se golpease la base del cráneo. Falleció en el acto mientras el estudio comenzaba a arder furiosamente.



El hombre llevaba algunas horas con malestar. Era un dolor vago, difuso entre el plexo solar y el hombro, momentáneamente le sacudía con fuerza, pareciendo que le iba a salir el corazón por la garganta, pero era fugaz y lograba sobreponerse. Además no iba a permitirse enfermar, tenía que desplazarse a la capital para solucionar un asunto que le venía preocupando sobre unos negocios y no admitían mayor demora. Pagó lo acordado al cochero del Citroen B14, al que apenas entendió su despedida por el ruidoso motor del vehículo, que hacía enmudecer todo lo que le rodeaba. Entró en la estación de ferrocarril bajo la dulce luz de la tarde, en ese otoño que aún se complace en vestirse de verano, como coqueta dama madura que inspira suspiros y requiebros en los jóvenes que seduce con la hechicería que destila quien lo sabe todo del placer.

Adquirió su billete, le quedaban unos treinta minutos hasta su llegada, si no se le ocurría retrasarse al endemoniado tren, suponía como más probable que llegaría a la Estación del Norte de Madrid bien entrada la noche. Pasó junto a un niño que se hallaba concentrado y serio en el “solitario”, barajando cartas como un experto tahúr frente a las desconfiadas miradas de sus invisibles adversarios de juego. Una pareja de novios, le pareció entrañable esa repetida y antigua ceremonia galante en la que el hombre cree que conquista a la mujer cuando es la mujer la que realmente elige y conquista el hombre que le place. Escogió la esquina más apartada para no molestar a nadie con su molestia, que ahora iba en alarmante in crescendo como abrupta sinfonía que batiese con rudeza y sin claro compás su corazón.

Tomó asiento y abrió el periódico del día, con la idea de que leyendo males ajenos se le pasase inadvertida la conciencia del agudo dolor que le torturaba. Funcionó porque de repente dejó de sentir padecimiento. Lo último que vio antes de que la luz anegase todo con su claridad fue su canotier caer al suelo rodando y quedarse ahí, girando sobre sí mismo, en un Tiempo sin tiempo como un planeta en su danza eterna, como una galaxia con su espiral multicolor prendida en un paño negro adornado, por doquier, de quietas y curiosas luciérnagas...

Como la fotografía de un luminoso océano infinito reflejando el resplandor del firmamento.


viernes, 31 de octubre de 2014

Amor MORtem necat (La hendidura de la Eternidad)

Esta narración forma parte del primer libro que publiqué, en 2010, con el nombre de "Cuentos y Romancines". Se puede descargar aquí gratuitamente.

Sí, confieso que soy un excéntrico. No lo hago para asegurarme de “coger sitio” como dicen jocosamente algunas amistades. Pasear por los cementerios trae serenidad a mi pensamiento y espíritu. Se puede reflexionar sosegadamente mientras se camina: Son lugares muy tranquilos, solitarios, donde la melancolía fluye a borbotones y las estatuas que presiden los túmulos cobran una belleza y plasticidad pletórica de vida, lo que no deja de ser sarcástico.

Sí, es evidente que soy un excéntrico. Por fuerza he de serlo cuando lo sombrío me seduce con tanta intensidad, eligiendo esos sitios en vez de los parques, más convencionales, y más frecuentados, para dar una vuelta en soledad y ordenar el barullo que arma la inspiración, la memoria y las ideas en algo que resulte armonioso e inteligible. Admito que es complicado entenderlo, tampoco lo intento, ni arrastro a nadie a esas “excursiones” inofensivas. No es necrofilia, tan solo una serena ojeada a la frágil y efímera vida desde su jardín final.

No tengo predilección por ninguno. Todos tienen su encanto, mayor según su antigüedad. Las sepulturas recientes están rodeadas de tanto quebranto que es imposible acercarse: Son un clamor de dolor. Por el contrario, las tumbas añejas forman parte del paisaje, destilan tristeza: El testimonio de una juventud truncada, sueños hechos pedazos, la resignación que concede el tiempo, las flores marchitas, los epitafios, los deudos, el abandono. El olvido.

Olvido forzoso porque los allegados más directos han tomado la misma senda hacia la Eternidad, o simplemente olvido. En todo caso la tumba queda desnuda con su ropaje de piedra, desamparada pero digna, desafiando la lluvia del otoño y la escarcha del invierno, las tormentas de abril y el sol de justicia de julio para contemplar el paso de los años, acaso de los siglos, acogiendo con dulzura el sueño perenne de su ocupante.

Fue un día de octubre. Gris y desapacible. Aproveché el vacío entre dos clases para meditar y sin entretenerme me fui al Cementerio de la Almudena, en Madrid. Como supuse, estaba totalmente desierto, con la excepción del coche del servicio de vigilancia estacionado en la entrada. La gente no sabe que una de las más bellas vistas de la capital es la que se disfruta desde su parte más elevada: Su línea del cielo se recortaba espectacularmente contra los jirones de nubes que cabalgaban por el firmamento como un altivo ejército en marcha. El viento azotaba caprichosamente, sin ningún criterio, ora arremetía furioso, ora acariciaba mis mejillas mientras continuaba mi andadura en total soledad. Me llamó la atención ver algunas lápidas rotas, quizás porque el aire no las había respetado. Como acostumbro, me santigüé al pasar cerca de los nichos de los niños y repetí el gesto cuando reparé en un enterramiento que contenía los restos de tres personas que habían fallecido en el mismo día, de ese mes de octubre, de 1928. Una tragedia, sin lugar a dudas. Y una joven que pereció en el incendio del Teatro “Novedades”, el mes anterior de ese mismo año. No es habitual que lo haga, sin embargo aquel día estaba más pendiente de las inscripciones: nombres, fechas, algún epitafio y promesas de recuerdo permanente, que entre tanta ausencia resultaban irónicas. No podía evitar que me pareciese así...

Era imposible que no las advirtiese. Había dos personas un poco más adelante: Una señora mayor, ligeramente encorvada, de espaldas a mi perspectiva, colocando unas flores entre varios sepulcros, que estaban muy pegados unos a otros. Y al pie de la calzada una mujer joven, sentada sobre una losa y en actitud de esperar a la primera, que estaba más retirada. Ambas estaban vestidas de luto riguroso y en silencio. La escena irradiaba un pesar templado, pero hondo y lacerante. Mi trayectoria me fue aproximando hasta que tuve a la chica a mi derecha, con expresión ausente. Una ráfaga de aire le arrebató un pañuelo de la mano cayendo justo delante de mí. Sin titubear un instante y queriendo evitar que el viento lo hurtase definitivamente, lo recogí del suelo y se lo tendí a la señorita…

- Huy, gracias, es usted muy gentil, estoy segura de que lo habría perdido…

Me fijé en su rostro, debía rondar la veintena, y el luto resaltaba la extrema palidez de su piel. Palidez que era mitigada por el encendido carmín que dibujaban sus labios, ahora esbozando una tímida sonrisa. Los ojos eran azules claros, muy claros, casi aguamarina y su oscuro cabello llevaba un peinado muy cuidado, a lo garçon, que encajaba perfectamente en sus angulosas facciones. Se trataba de una mujer muy guapa.

- No hay de qué... – Respondí con la intención de seguir mi camino, pero ella preguntó…
- ¿Ha venido a visitar a alguien?
- No, sólo paseaba. Quizás aprovecho para visitarme a mi mismo.
- Ya le había visto en alguna ocasión, creía que tenía parientes aquí. No he conocido a nadie que tenga una afición semejante. Es pintoresco que usted venga solamente a pasear…
- Puede tutearme, aún soy joven.

Cambió el gesto con elegante coquetería, arqueando las cejas y alzando la barbilla…

- ¿Me está usted cortejando? Si ni siquiera nos han presentado. ¡Qué osado!…

Como un crío sorprendido en una travesura, acerté a decir…

- Permítame arreglar eso, me llamo Angel Nevernet-Lancaster, y soy profesor de Historia. ¿Cómo se llama?

Sonrió sin ambages.

- Mi gracia es Marina. Marina Godián para servir a Dios y a usted. Fíjese que me figuraba que sería usted militar, por el pelo tan corto y el brío con que marca el paso, si me permite decírselo.
- Fui militar, pero hay cosas que nunca se separarán de uno... Su nombre es muy bonito… ¿Tiene familia enterrada aquí?

Su gesto se tornó sombrío y esquivó mi mirada.

- Sí. Aquella persona, – señaló a la otra mujer - es mi señora abuela. Está junto a la sepultura propiedad de mi familia. “Lancaster”… ¿Guarda relación con la Casa de Lancaster?
- Sí, aunque lejana. Los reyes de ese linaje eran descendientes de Juan de Gante, como yo mismo también, y todos procedemos de los Plantagenet, pero eso hoy no le importa a nadie, lo que más me preguntan es si soy familia de Burt Lancáster. Los jóvenes ni eso, bueno, mejorando lo presente.

Durante un segundo aparentó no entender muy bien lo que decía, para replicar…

- Si es profesor de Historia, no le importará que le cuente una que está unida a Catalina de Lancaster, prometo no distraerle mucho tiempo.

Hice un cálculo mental que no llegué a resolver: Había algo en ella que me intrigaba profundamente. Asentí sin dejar de estar de pie, y a modo de venia, le expliqué…

- Mi especialidad y pasión es la Edad Media. Y tampoco puedo negarme a algo que tiene que ver con la familia.

Brotó una carcajada con el encanto arrollador de la pureza, como el sonido de un venero al besar los cantos que sujetan su curso. Miró al cielo, volvió a sonreírme y comenzó el relato.

- Catalina era hija del duque de Lancaster, Juan de Gante. Vino a España en 1388, para contraer matrimonio con el príncipe Enrique, más tarde Enrique III de Castilla. Fueron los primeros príncipes de Asturias. Con ella vinieron unas cuantas damas de honor, todas muy jóvenes pues Catalina tenía 15 años justos y todas las posibilidades de que añorase la verde campiña de su país. Ellas eran muy guapas, pero sobresalía por su donaire y belleza una que se llamaba Eleanor Beaumont, que aprendió rápidamente el castellano para deslumbrar con su afinado canto al círculo cortesano que se había formado en torno a la nueva princesa, y que atraía a las nobles mocedades por todos los buenos atributos que se daban cita entre los recién llegados, que fueron acogidos en su nueva patria con la tradicional hospitalidad hispana.

Nadie quedaba sin fascinar al conocerla, no ya sólo por su rubia cabellera, la luz que centelleaba en sus ojos azules, o por su voz, sino que además de todo ello era una mujer cabal y virtuosa al servicio, compañía y consuelo de su señora y amiga, la princesa de Asturias. Tantas cualidades reunidas tenían que despertar malas intenciones, como así fue. Un caballero se enamoró de ella. Fue blanco de sus insistentes requiebros, pero rehusaba sus atenciones con discreción. Con todo, se enteró la prometida del caballero, que furiosa de celos recurrió a una hechicera de Toledo para acabar con la causa de sus problemas. No le importaba que Eleanor rechazase a su futuro esposo, es que no toleraba la sola idea de que hubiera otra mujer en el corazón de su amado. Y por encargo de ella, la bruja, que había alcanzado oscura fama con sus sortilegios, preparó su obra magna, tal y como lo había concebido su clienta

Un bebedizo que la sumiese en un sueño parecido al de la muerte pero que no lo fuera, para sumir en el espanto más profundo a su competidora al despertarse… Enterrada viva, como castigo a lo que consideraba una afrenta.

Cuando lo tuvo preparado avisó a la pérfida dama. Antes de que una de sus criadas pasase a recogerlo, la bruja sintió el impulso de apiadarse de la inocente y mudó los efectos para evitar tanta crueldad. La infame se lo sirvió con el pretexto de que le aclararía la voz, justo antes de entonar una canción de amor. El efecto fue fulminante y Eleanor cayó desvanecida, poco después los médicos certificaban su fallecimiento sin aclararse sobre el súbito mal. La princesa no lo aceptó y ordenó a un caballero de su confianza que hiciese algunas pesquisas. La hechicera, enterada del desenlace y de la indagación en curso, solicitó hablar con Catalina, que la recibió con cautela. Aquella, muy impresionada y arrepentida, sin duda porque algún Ángel del Señor la había rozado con la virtud de la compasión, se lo contó todo y le entregó el emponzoñado dinero que había cobrado para que lo destinase a obras de caridad. Luego se echó a sus pies y le imploro perdón. Catalina mostró las dotes de mando que la caracterizaron luego como corregente de Castilla, junto a Fernando de Antequera, y la hizo ingresar en un convento para expiar sus culpas. Acto seguido hizo llamar al prometido caballero para preguntarle, delante del cadáver de Eleanor, si su amor era tan cierto e inquebrantable como para depositar un único y postrer beso de pasión en sus labios. Se negó entre juramentos y declaraciones de honor: La princesa ordenó su muerte. Quedaba la envidiosa dama, a la que ni siquiera recibió: Fue emparedada en la cripta de una iglesia de Toledo, en secreto, donde aún aguardará el día del Juicio Final.

Con enorme congoja por haber perdido a una gran amiga y confidente, Catalina mandó que le diesen sepultura en Alcalá de Henares, en una apartada ermita llamada de San Martín de Gorquías. A Eleanor le había entusiasmado cuando la visitaron en su último viaje. Como muestra de cariño, y contrariando las costumbres de la época, se colocó un pequeño pero magnífico retrato, joya pictórica, junto a su nombre y la leyenda en latín “Amor MORtem necat”, como epitafio. Durante la vida de la princesa, luego reina y más tarde corregente, no faltaron las misas. Al morir ella, la ermita volvió a quedar perdida en el monte que rodeaba la localidad complutense. Los días se sucedieron hasta perder la cuenta, como los meses, y aún los años.

- Es una historia con final desdichado.

Marina se llevo el índice a los labios para continuar.

- Todavía no he acabado. A veces, hasta la Eternidad ofrece una hendidura por donde escaparse... Temporalmente. - En este punto su mirada se volvió enigmática, como si únicamente ella pudiera alcanzar el sentido exacto de sus palabras… Tras la pausa, se cogió ambas manos y prosiguió - Lope García de Fadrique era un hidalgo, un segundón, que volvía como un héroe de la Batalla de Pavía. Con licencia expresa de su señor, el emperador don Carlos, se dirige a Madrid, en premio a la audacia de haber hecho prisionero al rey Francisco de Francia, junto a sus conmilitones Juan de Urbieta, Pedro de Valdivia, Alonso Pita da Veiga y Diego Dávila, entre otros. Fatigado por tantas jornadas de viaje desde el Milanesado, y enojado por alguna herida sin importancia que daba más penitencia de lo debido, al llegar a la altura de Alcalá divisa una casa y se desvía hacia ella para preguntar a sus habitantes donde hallar fonda para pernoctar, ya que las tinieblas saquean el cielo anunciando la agonía del día. A medida que se acerca comprueba que se trata de una ermita y duda de entrar para ver si hay algún lugareño o picar espuelas en dirección a Alcalá, no muy distante. El cansancio le puede y determina quedarse en la capilla, que se hallaba muy descuidada y con notorios signos de haber sido abandonada por la devoción de los fieles. 

Resuelto a pasar la noche arrebujado en su manto, a la luz de un cirio a medio consumir, que ni siquiera había despertado la codicia de los últimos visitantes, dejó pasear la mirada por el artesonado y las paredes, en espera de que el sueño le asaltase. Estaba a punto, cuando observó sobre una de las paredes una pequeña imagen que hasta ese momento le había pasado desapercibida. Era de una hermosa dama, la penumbra y el alboroto de la llama, jugueteando con el pábilo que devoraba, le conferían el aspecto de estar viva. Se incorporó para acercar la exigua luz y se percató de que estaba ante una tumba. “Eleanor Beaumont. Amor MORtem necat”. La piedra labrada y el exquisito gusto de la pintura le hizo deducir que se trataba de alguien principal. El retrato. Quedó extasiado contemplándolo y se preguntó por la razón que trajo la muerte a tan maravillosa mujer, porque no podía ser de otra manera. Si la cara es el espejo del alma, aquella noble joven tuvo que ser un pedazo de Cielo en la Tierra.

Apenas pudo dormir, los sueños se presentaron de manera inconexa, enloquecida y caótica, pero en todos, sin excepción, aparecía la bella dama. Al día siguiente volvió al camino, busco la iglesia más cercana para escuchar misa e interrogar al sacerdote sobre la ermita y su misteriosa sepultura. La fortuna le ayudó, porque gracias a él pudo informarse algo, no mucho: Su envenenamiento en Toledo, cuándo fue enterrada, y el gran aprecio que sintió hacia ella la reina Catalina de Lancaster, esposa de Enrique III de Castilla, llamado en su siglo “el Doliente”, por los diferentes males que le afligían. Adquirió algunas viandas, y tinto para acompañarlas, y regresó a la capilla con la intención de ver el alba de un nuevo día desde allí. Dejó la exigua carga en el zaguán y se sentó frente al retrato. “Amor MORtem necat” leyó por centésima vez, para repetirlo en español: “El Amor mata a la Muerte”. No podía concebir que Dios hubiera permitido tal sacrilegio, sí, así lo consideraba, aunque fuese una blasfemia agravada por encontrarse en sagrado. Pero nada hay sagrado si la pasión logra prender su fuego en el corazón, y el de Lope ya estaba inflamado con desesperación. El atronador silencio de la capilla, el recuerdo del suceso que le había narrado el cura, la tremenda sensación de impotencia, las horas del ocaso, con su melancolía, lograron arrancar las lágrimas del veterano soldado, que desconsolado, rompió a llorar por haber llegado con tanto retraso, tan a destiempo y tan inútil para librar de la cruel muerte a su dama... Más de 130 años tarde: Un abismo que ninguna espada puede salvar. Y se sumió largamente en su llanto. Hasta que el sueño le concedió cuartel.

Se despertó sobresaltado, como si un superior le hubiera llamado por su nombre para ordenarle algo. No había nadie más que él y en el exterior las estrellas mantenían su luminoso diálogo con la luna, que mostraba impúdica todo su voluptuoso esplendor esa noche, cuya madrugada acababa de comenzar. Sentía la misma agitación que antes de iniciar una batalla. No vaciló un instante. Agarró una vara de hierro que estaba a punto de desprenderse del techo, y a modo de maza y gancho, alternativamente, comenzó a manipular el sepulcro con el fin de abrirlo. Amordazó a su entendimiento, “el corazón tiene razones que la razón ignora” como dijo Pascal, y se entregó ardorosamente a la labor de rescatar a su amada, porque no creía estar profanando el reposo eterno de una difunta sino liberar a la mujer de la que estaba enamorado, poniendo fin a una burla de los siglos.

Tras pelear bravamente, consiguió desplazar la tapa vertical del sepulcro hasta que la hizo caer con gran estrépito, dejando al descubierto una multitud de ramos marchitos, depositados sobre el ataúd. Trocando la brutalidad anterior por extrema delicadeza, las fue apartando hasta llegar a la madera del féretro. Con mucho ingenio, laboriosamente, valiéndose de unos bancos rotos que quedaban, pudo sacar la caja, que cubierta de polvo y humedad, quedó expuesta. El Santo Oficio le haría muchas preguntas, pero desterró inmediatamente ese pensamiento. Volvió a cobrar fuerzas y se dispuso a levantar la cubierta. Después de los anteriores trabajos, este le supuso poco esfuerzo. Cogió el lienzo que ocultaba el cadáver y lo retiró. Retrocedió un paso ante lo que estaba viendo... Eleanor estaba incorrupta, ni una sola mota de polvo había mancillado la color de su semblante. Parecía dormida, en un tranquilo letargo de siglos. Conservaba su magnífico tocado y sus pestañas parecían gotas de rocío dorado custodiando los ojos. Las manos, cruzadas sobre el pecho, asían una cruz de plata con incrustaciones de azabache. No había visto ningún vestido parecido, tan lujoso y elegante. Tan exquisitamente femenino.

La pena hizo presa en él porque la pintura no le hacía justicia. Si era hermosa en la imagen, en persona lo era muchísimo más. Volvería a dejar todo como estaba, y lamentaba haber turbado su descanso. El dolor era atroz y tenía que lidiar contra las lágrimas que amenazaban con volver a anegar su cara. Antes que nada, se dejó llevar por el impulso de su amor, e inclinándose sobre sus labios, los besó larga, profunda y apasionadamente, sintiendo el tacto suave, tibio y dulce de su blanca piel en la boca.

Inesperadamente, notó un leve movimiento. Lope se separó de ella como movido por un resorte. Eleanor había descorrido el velo de sus rubios párpados, la luz que brotaba de sus azules ojos lo inundaba todo. Alzó los brazos hacia su salvador y le abrazó fuertemente. El hechizo estaba roto.

La bruja, atormentada, cambió la fórmula en el último momento, no para matarla, sino para que retornase a la conciencia cuando recibiese un beso de verdadero enamorado. Aturdida por los remordimientos, acudió a la princesa. Por ello Catalina ofreció esa posibilidad al mal caballero, que no la quería más que para engrosar la lista de sus conquistas: Muerta ya no era objeto de su interés. Por ese motivo ordenó que colocasen su retrato en el sepulcro, por si algún penitente, devoto o viajero se enamoraba y era capaz de desafiar a la Muerte armado con el Amor. El genuino, el auténtico. La buena princesa no erró, y un esforzado y valiente soldado la arrancó de las escuálidas y frías garras de la Muerte para desposarse con ella, como más tarde hicieron en Sevilla. “Amor MORtem necat”. El AMOR triunfa.


La leyenda me había abstraído por completo, embelesándome. Marina estaba esperando un dictamen.

- Y bien, señor profesor, ¿qué le ha parecido?
- Es una historia muy bonita. Me recuerda un poco a “Blancanieves” y a “La bella durmiente”, pero está tiene matices y un colorido que las otras no poseen. ¿Dónde la ha leído?, ¿quién se la ha contado?

Entonces me di cuenta de que su ropa no era actual. Tampoco me parecía algo buscado adrede, sino que tenía ese halo que sólo desprende lo legítimo. O estaba inspirada en las películas del cine mudo, o es que era realmente de esa época, la moda “Vintage” causa furor entre la juventud. La abuela de la chica ya no estaba y nos habíamos quedado inquietantemente a solas porque Marina empezó a mirar a su alrededor con nerviosismo.

- Son historias que he oído por ahí. A veces el Amor ha de elevarse por encima del tiempo, ¿no cree? Es realmente un milagro.- Se puso de pie, tenía la figura menuda y proporcionada, la falda le llegaba a las rodillas, las medias presentaban la tradicional costura posterior, que no veía desde mi infancia, y los zapatos, de tacón, tenían un broche a la altura del empeine... Y no llevaba bolso. - Ahora tengo que marcharme, caballero. Si le he aburrido lo lamento, espero que me disculpe si ha sido así.
- Espere, no me ha aburrido en absoluto, me gustaría preguntarle algo más...
- No puedo quedarme ni un instante.
- ¿Volveré a verla?
- No lo sé. No sé en que consiste ni a qué obedece, no recuerdo muy bien, es muy azaroso todo, por favor no pregunte, he de marcharme.

La rama de un ciprés cayó con violencia a unos diez metros y una ráfaga de viento helado me hizo volver la cara. Repentinamente, sin solución de continuidad, todo quedó en calma. Y Marina ya no estaba. Comenzó a llover. Una lluvia fina, imperceptible, perezosa, arrojada por nubes que parecían hechas de plomo. Plomo inmisericorde y desesperanzado.

Estaba completamente solo. Otra vez. No entendía como podía haber desaparecido delante de mis ojos, casi en un abrir y cerrar de ellos. En ese momento pude apreciar que, justo donde se había sentado, estaba el pañuelo, incomprensiblemente no había sido arrastrado por el fugaz vendaval. Lo tomé en mi mano. Era de un blanco inmaculado e impecablemente planchado, con una letra “M” púrpura primorosamente bordada.

Entonces tuve un pálpito. Me dirigí al sitio donde había visto a la abuela de Marina, la sepultura de su familia. Leí el relieve de la lápida, muy desgastado... 

“Marina Godián Martín. 10 de junio de 1908 - 16 de octubre de 1928. Tu abuela y demás familia no te olvida”.

Emocionado por la experiencia paranormal que acababa de vivir, recé un sentido Padrenuestro y me acordé de los versos de Bécquer, del que un antepasado mío tuvo el honor de ser amigo...

¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es, sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo
a dejar tan tristes,
tan solos los muertos...

“¡Dios mío que solos se quedan los muertos!"... Guardo ese pedazo de tela como si fuera un tesoro, y lo llevo conmigo para devolvérselo a su dueña, si tengo ocasión y el Señor es servido de que vuelva a hallarla.


viernes, 24 de octubre de 2014

La Epidemia (Libre Albedrío)

Esta narración forma parte del primer libro que publiqué, en 2010, con el nombre de "Cuentos y Romancines". Se puede descargar aquí gratuitamente.

Hubo alguien que dijo que las grandes catástrofes se presentan sin que las gentes se percaten de ello. Mientras se iba a pique el “Titanic”, gran parte del pasaje, de primera, se quejaba de tener que subir a los botes salvavidas dejando atrás la comodidad e intimidad de su camarote. No eran conscientes de lo que estaban viviendo. Algo parecido ocurrió en el declive de Roma, o más recientemente, en términos históricos, en los primeros compases de la II guerra mundial, donde todos querían apostar por una componenda, de las que había precedentes, antes que un eventual conflicto generalizado. Un compañero de armas lo denominó el "Síndrome de la rana cocida”, por aquello de que las ranas que son introducidas en agua caliente pueden ser hervidas sin que reaccionen a tiempo, al no advertir el gradual incremento de la temperatura del agua. Cuando quieren saltar, ya están muertas.

Todo comenzó como una alarma sanitaria. La gente enfermaba, sufría una calentura brutal y fallecía de forma fulminante. La epidemia brotó casi simultáneamente en ambas orillas atlánticas del hemisferio sur. Tanto África como América vieron aparecer un mal que los sistemas sanitarios no sabían combatir, menos aún explicar. La cuestión es que los afectados crecían en progresión geométrica, y las fronteras se cerraron para impedir que se propagase la “fiebre tumoral”, que fue el nombre que recibió dado que el acceso de fiebre alta, muy alta, era acompañado por la aparición de extraños nódulos por todo el cuerpo. Los médicos decían que era poco “científico” bautizar una nueva enfermedad por sus síntomas. En eso estuvieron varias semanas, mientras los hospitales, siempre escasos de recursos por aquellas tierras, apenas tenían tiempo para vaciar las morgues...

La despreocupación del resto del mundo presagiaba el desastre. “La enfermedad está controlada”, mentían. Como lo hicieron con la sintomatología: era demoledor asistir a la agonía de los pacientes, porque no se podía hacer nada por ellos y el riesgo de contagio era extremadamente alto. Los gobiernos pueden cavar simas muy profundas para ahogar la libre comunicación de los pueblos que, se supone, deben de administrar; pero Internet permitió que la información real circulase libremente, una vez más. Las agencias de inteligencia inundaron la red de redes con multitud de rumores, a cual más disparatado, para desacreditar lo que de verdad se estaba comunicando. “Para preservar a los ciudadanos de falsedades que puedan provocar una situación de histeria colectiva”, el alarmismo que siempre pretenden evitar con su altruismo. Un altruismo que no impidió que el mal llegase finalmente a las vidas de todos y cada y uno de nosotros, los que residíamos en América del Norte, en Europa, en Asia y en Oceanía.

Los primeros enfermos de esas regiones desaparecían engullidos en una marea de facultativos que parecían escapados de una guerra nuclear o de una expedición a la Luna. Enfundados en unos monos de color claro, con escafandra autónoma, sustraían a la persona aquejada para aislarla, junto a los demás ocupantes de la vivienda infectada para someterles a cuarentena, muy larga, en la que se sucedían los exámenes clínicos. Poco después, el resto de su familia recibía una urna cineraria, el certificado de defunción y una impersonal nota de pésame del gobierno. Pero la población seguía confiando en el “estado del bienestar”, cuyos voceros se apresuraban a destacar que los fallecidos tenían alguna patología previa que les presentaba como víctimas “lógicas”. Lamentables, pero “lógicas” y que el esfuerzo para dar con el agente patógeno era “incesante”. Hipócritas.

La “lógica”, a menudo, suele ofrecer su rostro más espantoso, aún más si es “incesante”. Por “lógica” se pueden acometer las mayores barbaridades ante el silencio cómplice de los que miran a otro lado. “Lógico” era el análisis de Malthus y ahora era utilizado en nombre de la “sostenibilidad” y demás bobadas para diezmar grandes segmentos de la población. No tardaron en surgir personas que acusaban a las autoridades de “eutanasiar” a aquellos individuos que eran considerados “poco viables” y de publicarse testimonios en la prensa internacional en la que se señalaba directamente a ciertas instituciones de crear y propagar la enfermedad, que habían fumigado desde aviones con el agente infeccioso. Una rotunda acusación sustentada en pruebas. Lo malo es que estas no levantan mucha expectación cuando lo que está en juego es llegar vivo a un nuevo amanecer. 

Como suele suceder en las calamidades, las primeras en caer fueron personas sumidas en la pobreza y trabajadores no cualificados, pero la danza macabra se había iniciado ya y la Enlutada iba posando su mirada sobre los que tendrían que bailar con ella. En cuestión de días, los comercios dejaron de abrir sus puertas, después los centros comerciales, los restaurantes, bares, el abastecimiento colapsó porque no había quien transportase mercancías, los aeropuertos suspendieron su actividad, apenas circulaban ferrocarriles y para salir fuera de la provincia había que pedir un salvoconducto. Los funcionarios dejaron de atender sus ventanillas, la policía se convirtió en una dolorosa ausencia limitada a proteger y vigilar las instalaciones de la red sanitaria: todos desertaron; unos por caer en las garras de la afección y los demás por puro pánico en una reedición de la peste negra que sacudió la Europa del siglo XIV. La sociedad, inexorablemente, se iba descosiendo camino del caos, mientras se sucedían los saqueos, los asaltos a cualquier local del que se sospechase que almacenaba alimentos, fármacos o lo que fuera útil para burlar a la Parca un día más, una hora más. Los hospitales y centros de salud escenificaban el lacerante espectáculo del sufrimiento, de los estertores de la muerte, en una ilusa y ñoña sociedad que se basaba en la fragilidad de una ficción aceptada por todos. Golpeada esa realidad atrozmente, muchos descubrían que lo más importante era tener salud y que los suyos estuvieran con vida, y lamentaban haber perdido el tiempo con tantas “distracciones”, ya demasiado tarde. Las calles fueron tomadas por bandas que impusieron su propia ley, lo que no dejaba de ser una burla cuando la legalidad hacía tiempo que había sido socavada, pero no estamos hablando de esto ahora.

Entonces decretaron el estado de excepción. La nación, prendida con alfileres, desarbolada en días por un oncovirus, un retrovirus, Dios sabe qué, no tuvo más remedio que recurrir a nosotros. El ejército fue movilizado. A los efectivos que aún nos manteníamos sanos y fuera de cuarentena. Un compañero de la Academia Militar decía que “los políticos llaman a los militares cuando no saben solucionar los problemas que han creado”. No le faltaba razón. Nos desplegaron a toda prisa con la equipación que preconizaban los protocolos de la OTAN, indicados para un ataque bioquímico lo que no dejaba de ser un sarcasmo. Las órdenes eran muy claras: restablecer la normalidad, garantizar que los suministros llegasen a toda la población y que los procedimientos sanitarios fueran escrupulosamente respetados. “Escrupulosamente”, fue una palabra que, desde ese momento, se tiñó con el color de la burla...

Me llamo Miguel Herrarte de Godián. Teniente de infantería de la 4ª compañía del Regimiento de Infantería Mecanizada “Soria 17”, adscrito a la Brigada Ligera “San Marcial V”. Mi trayectoria es la de cualquier oficial: no significarse, tener una clara observancia de la disciplina, de las Ordenanzas y obedecer las órdenes de la superioridad. Nos dirigimos a Madrid a toda prisa, hubo unidades que fueron enviadas a otras ciudades. Ya en la capital, el coronel reunió a los capitanes y asignó las misiones de cada cual. Mi compañía fue enviada a un recinto, antiguo cuartel, cerca de la carretera de Extremadura. Nos dijeron que había que “proteger” a unas dos mil personas en régimen de cuarentena y custodiar el perímetro para que no hubiese contacto alguno, siquiera ocular, entre potenciales pacientes y elementos del exterior. Al ser una edificación sin circuito cerrado de televisión que facilitase la vigilancia, las guardias serían al viejo estilo. Y se mandó expresamente que los centinelas retirasen todos los cartuchos de fogueo de su munición en los cargadores desde ese momento, como se prohibió tajantemente que hablásemos con los “potenciales pacientes”. No sabíamos cuanto tiempo estaríamos allí, pero se nos informó de que seríamos reforzados por secciones de otras compañías para aliviar la carga de servicio. Habíamos dejado de ser espectadores y los días empezaron a sucederse...

La sala estaba a media luz. Un oficial que acababa de salir de guardia apuraba una taza de té mientras perdía la mirada en el humo de sus pensamientos. Bruscamente se abrió la puerta.

- Caramba, Herrarte, que susto me has dado, no sabía que estabas aquí. ¿Qué haces casi a oscuras? ¿Juegas a los fantasmas?

El teniente regresó de su silencio, moviendo la cabeza.

- No. Estaba cansado y me he tomado un té. Bueno, algo parecido pero en malo. La verdad es que no esperaba a nadie.
- Yo tampoco. Aunque aquí hay pocos sitios que visitar. Todos estamos hartos. Llevamos 11 semanas metidos en este agujero sin un solo relevo. Ni una explicación. Y el capitán está más insoportable que nunca.
- Que ya es decir. Supongo que será por estar aquí encerrados. Tampoco es santo de mi devoción. Es recíproco.
- Oye, ¿por qué te llama el “condesito”?
- No lo sé. Nunca se ha referido a mí de ese modo, lo hace a mis espaldas. Tampoco me interesa. Con saber el motivo de que le llamen “garbancín” tengo de sobra.
- Eres un guasón. ¿Sigues con la idea de volver a Regulares?
- Sí. Se supone que algún día tramitarán mi ascenso y el traslado. O puede que ya no pueda más y deje el Ejército, si salimos de esta. Llevo mucho tiempo viendo cosas que no me gustan.
- Me pasa lo mismo. Bueno, tú eres más veterano que yo...
- ¿A quién llamas “viejo”?
- No vengas con chanzas, sabes a lo que me refiero... Oye, cambiando de tercio, ¿te has fijado en que no sale nadie de la cuarentena? La mantienen hasta por un uñero. Y esos autobuses...
- No los he visto aún porque ninguno ha venido estando de oficial de guardia, pero he oído hablar de ellos a Ulloa y a los soldados...
- ¿Y?
- Inquietante. Entre que el sargento no es explícito y que todo el mundo se calla cuando aparezco, pues... Mejor que me cuentes tú, Alfaro.
- Nadie sabe nada, Herrarte. Nadie. O nadie quiere saber nada, que es otra opción. He hecho mis averiguaciones, aunque ya sabes que la censura es férrea, el acceso a Internet es cada vez más restringido y el teléfono está pinchado. Nos vigilan, compañero. Siempre vienen un poco antes del amanecer, sin día fijo, en el último turno de la guardia. Son autocares civiles, vienen a cuerpo descubierto con un coronel o teniente coronel médico al mando, te entregan una lista y se los llevan. Nunca vuelven, y es mentira que les den el alta. No hay altas, Herrarte, no hay altas. Los infectados palman y los que no presentan síntomas pueden desaparecer de sitios como este. Si tienen buena estrella pueden ir sorteando las estrecheces y a la muerte como en una pista americana. A la gente se la ve muy intranquila. Nos miran como carceleros... Porque quizás lo seamos sin saberlo. ¿Qué bobo entraría en un lugar donde “oficialmente” podría contagiarse? Estamos aquí para que no salgan. Llevan aislados casi tres meses, y ni un afectado. Y en otros sitios lo mismo. Pero basta con que alguien tenga una diarrea, lo que no es raro con la comida que traen, para que sigan con el cuento... Hasta que una mañana viene un tío y se los lleva para no saber más de ellos. Un par de días después viene la unidad de desinfección por sus efectos personales, en teoría para devolvérselos, pero...

El teniente miró a su alrededor como para cerciorarse de que nadie les escuchaba. El silencio era adornado por el ruido de las ramas y de los pájaros que saludaban el nuevo día. Un día más en el paraíso que los seres humanos había convertido en el infierno.

- Los incineran, compañero. No hay tal devolución. Seguramente porque no hay a quién hacérsela.

Remarcó especialmente esta última frase. El teniente Herrarte no movió un solo músculo de su cara, estaba acostumbrado a ocultar sus sentimientos desde que era niño. Su hermana mayor le llamaba “cara de póquer” y esa aparente frialdad le había costado más de un noviazgo. Acercándose a los cuarenta, abandonó toda esperanza de encontrar a alguien que le entendiese, o, por lo menos, le soportase. Había pensado mucho en ello durante esta misión. Él no dejaba a nadie atrás. No era como el sargento Vázquez, como el subteniente Olmedo, o como el teniente Alfaro, casados y con hijos. Él había estado buscando en la antigua Yugoslavia, Afganistán, en la convulsa y vieja América Española, deliberadamente, una cita con la Gloria, e incluso esta le había desdeñado. No, estaba habituado a esconder sus pensamientos y sentimientos. No le suponía esfuerzo.

- Lo que insinúas es muy grave, Alfaro. Si tienes pruebas deberías hablar con el Capitán Sáez para que se lo comunique a la superioridad por conducto reglamentario.
- ¿El capitán? Al diablo el conducto reglamentario. Esto, si no es sabido, es intuido por todo el mundo, y me dices que informe a los que se están llevando a la gente. ¿Qué les digo?: “A la orden de usía, mi coronel, está muy mal lo que hacen”, venga ya, Herrarte.

Llevaba razón. Él también había reparado en algunos detalles. La asfixiante y creciente desinformación, el histrionismo, mayor de lo normal, de los programas de telebasura, el afán que se tomaban los medios de comunicación en aparentar normalidad, silenciando que todos los días la Enlutada terminaba agotada de manejar la guadaña. Y las sepulturas. A los muertos se les despachaba con un responso precipitado, casi clandestino, y se les enterraba en fosas comunes a toda prisa. Los afortunados eran incinerados para acabar depositados en algún columbario, fruto de la piedad de las diezmadas familias.

- Están exterminando, compañero. Se puede ver o ignorar, pero está ahí. Y mi conciencia vomita. Lo único que impide que haga algo es que quiero volver a ver a mis niñas y a mi Rosi. Soy un puñetero cobarde...
- Tienes miedo, no eres cobarde, no tolero que te trates así cuando he visto como te has batido. Y el miedo no es malo, mientras no te domine. El miedo nos mantiene vivos, “compañero”. Hay que tener los ojos muy abiertos y andarse con cuidado... Ya iremos viendo. Gracias por confiar en mí. Sabes que no diré nada.
- Sí, lo sé.

No lo había dicho con ironía, se incorporó ella sola cuando las palabras llegaron a su entendimiento para abofetearlo con rabia. La Gloria, la Eternidad o simplemente la Vida, quizás las tres, acababan de desafiarle. Y él no iba a rehusar la cita.

Poco después se empotró un coche en el muro que circundaba el antiguo cuartel, ahora campo de concentración, porque ya no quedaban dudas de que era eso. Abrió un boquete considerable y el conductor murió en el acto. 

Iba borracho como una cuba y no debió ver la tapia, porque ni siquiera había rastro de una frenada desesperada. Lo sé porque yo era el oficial de guardia ese anochecer. Como era de esperar, echaron la culpa a la fiebre tumoral y limpiaron todo velozmente. Al día siguiente, trajeron una cuadrilla para tapar el agujero y aprovecharon el “viaje” para instalar más alambradas. Los gobiernos tienen el vicio de levantar murallas y coronarlas con alambres de espino para crucificar a la verdad y a los ciudadanos que dicen representar y servir.

Fue esa sobresaltada noche cuando conocí al sacerdote. Vino el suboficial de guardia desencajado diciendo que una mujer tenía dolores de parto, y no figuraba ninguna embarazada entre los “aislados”, ellas estaban en “otras” instalaciones. Como no se podía hablar con ellos, el sargento no sabía que hacer. Le acompañé al lugar. El soldado estaba muy nervioso apuntando con su fusil a la chica, que estaba tumbada en la cama arrebatada por el dolor y haciendo lo posible por ahogar los gritos en su garganta. Junto a ella estaba un hombre, presumí que podía ser el marido. No lo era.

- ¿Se puede saber que está haciendo, soldado? ¿Se ha vuelto loco?
- Mi, mi teniente, intento mantener controlada la situación.
- Baje el arma inmediatamente y vuelva a su puesto con el sargento, yo me ocupo.

El suboficial intercedió

- Mi teniente, las órdenes...
- Recuérdeme las órdenes cuando me haya quejado por esta negligencia de los doctores. Se suponía que aquí no había mujeres en estado. Vuelvan a sus puestos.

Los dos se cuadraron y tras saludar al oficial salieron de la camareta. La mujer era joven, en torno a los 23 años, y muy guapa. Había roto aguas. El hombre, de unos sesenta años le tenía cogida la mano. El oficial se dirigió a él.

- ¿Es usted familiar, el padre de la criatura?
- No, por Dios. No soy nadie relacionado con ella. Sólo intento darle consuelo.
- Conocían su estado, evidentemente…
- Sí, pero no queríamos decirlo para que no se la llevasen, hemos logrado ocultarlo. Es una gran chica. La abandonó el novio al saber que habían concebido, para morir al comienzo de la epidemia. Está muy ilusionada por el nacimiento de su bebé... ¿Es usted el oficial de guardia, teniente?
- Sí. No hay más remedio que llamar a los médicos de guardia.
- No lo haga, se lo suplico. Se la llevarán…
- Pero no hay nadie que pueda hacer de matrona. ¿No ve usted el peligro que corren la madre y lo que venga? ¿Y si se presentan complicaciones?
- Sé a quienes recurrir. Lo tenemos todo preparado. Lo malo es que el soldado, pobrecillo, ha oído gritos y se ha asustado, le ruego que no tome medidas contra él.
- No lo haré... ¿Pero piensan tener oculto a un recién nacido? ¡Qué disparate!
- Mire a su alrededor. Otro más, este, podría pasar desapercibido. Ya lo ha hecho ante los ojos de los médicos... claro que puede que no lo sean. ¿Usted qué cree?
- ¿Quién demonios es usted?

Sonrió como el que oye un chiste, secó el sudor de la frente de la mujer y replicó...

- Soy Paco, un sacerdote. Me trajeron aquí porque el agua bendita estaba infectada.
- ¿Podrían hacerse cargo de todo?
- Llevamos mucho tiempo aquí metidos y nos conocemos muy bien. Es en estas situaciones cuando uno se da cuenta de la auténtica medida moral del prójimo. La respuesta es que sí. Por favor, insisto, no informe de esto. Se la llevarán si lo hace y ya sabe lo que sucede...
- No, no lo sé.
- No vuelven, supongo que eso sí le consta. Vienen, se nos llevan y fin de la historia... ¿Qué es lo que sabe usted?
- Que no tendríamos que estar hablando.
- Sabe que no estamos infectados como yo sé que no lo están ustedes aunque tengan que ir “plastificados”. Lo que quieren es que no haya empatía entre nosotros. El silencio es patrimonio de los muertos, y nosotros no lo estamos, teniente, todavía no. Incluso nos es dado asistir al maravilloso milagro de un nacimiento. A la Vida no se la puede detener y recluirla. Se abrirá paso a empujones... Y usted, amigo mío, tendrá que decidir de qué lado está. Arrollar o ser arrollado. Libre albedrío en estado puro. Libertad otorgada por el Señor incluso para hacer el mal, pero es “Libertad”. Hermosísima Libertad, tan bella como la vida que está pidiendo paso en el útero de esta joven...

Tras reflexionar unos segundos, impactado por las palabras del cura, el teniente asintió.

- Está bien, padre. Procedan. Les traerán agua limpia, toallas y lo que pueda conseguir sin levantar sospechas. Les llevarán a una estancia más apartada para que estén tranquilos. Daré orden de que no haya novedad respecto a esto. Que todo vaya bien y – dirigiéndose a la parturienta - que sea enhorabuena. Con tanta muerte y desolación uno se olvida de que nacer es un milagro.
- Que Dios le bendiga... – Le agradeció el sacerdote. 

Antes de salir, el teniente volvió a mirar a la chica y pudo contemplar un amanecer dibujado en la sonrisa que le dedicó.

El parto fue difícil y largo. Salí de guardia y fui relevado por el teniente Alfaro, a quien puse al corriente y siguió mi conducta de discreción. Nació una niña, sana y fuerte, en las mismas penosas condiciones que yo había visto venir al mundo en otras inoportunas ocasiones: en medio de bombardeos, de ofensivas a sangre y fuego, cercados por el hedor de los cadáveres y el dolor. Pero como una flor entre zarzas, imparable y desbordante de belleza. Un canto que se elevaba por encima del llanto y del fragor del odio entre los seres humanos. Tantas veces contemplado por estos ojos de veterano de guerra para impresionarme hasta el último rincón de mi espíritu. Si no había tomado partido, ya lo había hecho. Este cínico, que así me consideraba hasta entonces, con las ideas muy claras pero fríamente distante por considerarse al margen de casi todo, decidió que más vale una muerte de héroe defendiendo la Verdad que una miserable vida de esclavo saludando la mentira.


El teniente dio dos golpecitos en la puerta.

- Con permiso, mi capitán, me ha hecho llamar...
- Sí, Herrarte, pasa, no hace falta que te cuadres, siéntate... ¿Quieres tomar algo?, tengo cerveza, Rioja, incluso me he agenciado una botella de Chivas, no hay mejor suministro que el que te facilitan los buenos amigos...
- No, mi capitán, gracias, pero no tomaré nada.
- Bueno, no pensaba cobrarte, pero me saldrá barata la ronda. Esta época es propicia para dejar de ser abstemio, pero no aspiro a modificar tus rarezas... Mira, no voy a andarme por la ramas y entraré en el asunto. ¿Qué pasó hace dos noches?
- Que estuve de guardia, mi capitán.
- ¿Y qué ocurrió en esa guardia?
- Que transcurrió sin novedad, salvo el accidente de coche, mi capitán.

El capitán se llevó la mano a la boca mientras torcía el gesto. Se bebió de un trago lo que contenía el vaso y cogió nuevamente la botella de Chivas para servirse otro poco. Suspiró y clavó la mirada en el teniente.

- Herrarte, no me vaciles ni me tomes por imbécil como Alfaro. A él le he dejado por imposible porque se ha parapetado en que no sabe nada y de ahí no le saco, entre otras cosas porque podría ser factible aunque no me lo trago. Estoy al tanto de todo. ¿Qué fue lo que sucedió?
- Mi capitán, ignoro lo que sabe, pero si lo sabe no sé porqué lo pregunta entonces.
- ¡Maldita sea, Herrarte! Déjate de trabalenguas. No eres nada proactivo. Esa es la explicación de que sigas siendo un don nadie, un tenientecillo de tres al cuarto que alardea de su cultura y de sus condecoraciones porque no tiene nada más. Mírame a mí: más joven que tú y en poco tiempo me ascenderán porque tengo la suficiente vista como para granjearme las amistades que me convienen. He hecho un registro e increíblemente no hay rastro de nada. Por última vez, ¿qué diablos pasó?

Herrarte permaneció impertérrito ante los gritos del capitán Sáez y mantuvo su mirada altiva frente a la despectiva que le dedicaba su superior. Contando los segundos cuidadosamente, cuando llegó al vigésimo, respondió...

- No comprendo su ira, mi capitán. Ha efectuado un registro exhaustivo sin avisar y no ha encontrado nada cuando, según parece, esperaba hallar algo. Por razones que desconozco, debo ser el responsable de que sus amistades le aúpen a más altas responsabilidades, a pesar de su juventud, porque no colaboro en algo que usted conoce mejor que nadie, pero que, paradójicamente, me pregunta a mi para, acto seguido, reprocharme mis conocimientos que, en opinión de usted, son mi única virtud. Me extraña sobremanera el enojo que le invade...
- Esto no va a quedar así. Voy a ganar este punto con tu cooperación o sin ella, ya me da igual, pero te vas a acordar de mí por mucha elegancia y aire aristocrático que tengas. No te salvaría ni la Laureada, y no la vas a tener jamás. De momento, el próximo oficial de guardia eres tú: ya veré qué hago contigo después. Ahora, lárgate de mi vista.
- A la orden, mi capitán.

No era la primera vez que vociferaba. Un estúpido que ni siquiera había tenido su bautismo de fuego se atrevía a agraviar a soldados que las habían visto de todos los colores en "misiones de paz". Y decía que “eso” era “dirigir un grupo humano incorporando el talante de las más innovadoras técnicas de inteligencia emocional”. Un mamarracho que le disgustaba el olor a pólvora de las prácticas de tiro o la incomodidad de las maniobras. Estaba más tiempo adulando a sus “protectores” y alternando con ellos que en su despacho. Apenas cambiaba palabra alguna con la tropa que componía su compañía. Para él “delegar” era dejar que todo se lo solucionasen sus suboficiales y sus oficiales de rango inferior. Pero de superior altura moral y humana.


No pasé por alto la amenaza de Sáez. La intuición de veterano me susurraba que esa madrugada vendría un “convoy” a llevarse más “potenciales afectados”. Así que, con máximo sigilo y confiando sólo en los que conocía, preparamos todo para ese momento. Munición, víveres, vehículos, equipo, armamento, quiénes me acompañarían y quiénes no, porque eran afectos al capitán, (entre ellos el chivato, que tenía localizado), o porque teniendo familia no pretendía comprometerles, como Alfaro. Estudié mapas, rutas, no dejé nada al azar. Seguramente que no saldríamos de esta, pero no iba a regalar nuestra piel. Si Occidente se dejaba sacrificar mansamente por un oscuro grupo de desalmados, un puñado de soldados caerían con las botas puestas en defensa de todo lo que habían conocido, construido y amado sus padres. La sangre de los mártires es semilla de creyentes...

A las seis y cuarto de la mañana, poco después del último relevo de los puestos de guardia, el centinela avisó al sargento Ulloa de que unos vehículos se acercaban por la carretera. La luna resplandecía aún en su mortaja tejida de nubes y el frío era seco e inmisericorde. El suboficial llegó acompañado del teniente Herrarte. Contaron: un todoterreno de mando, un autocar civil, de una empresa privada, y un camión, quizás un Pegaso, transportando un pelotón, sin duda, de la policía militar, como en otras ocasiones. El oficial hizo un gesto para que todos estuviesen pendientes y en su puesto. Al llegar a la desviación que se dirigía hacia la entrada, giraron y el convoy aminoró la marcha esquivando los obstáculos puestos al efecto para proteger la barrera de acceso. Se detuvieron y del coche de mando se apeó un policía militar, que abrió la puerta de la que se bajó un hombre de unos cincuenta y pocos años con la divisa de coronel de la Sanidad Militar. 

El conductor siguió al volante. Al tiempo, del camión, bajaron una decena de policías militares que fueron formando a su lado. Sorprendido por ver al oficial que se cuadraba y le saludaba, el coronel dijo...

- Parece que nos aguardaba, o tenía insomnio. Mejor: así no tendremos que perder tiempo.
- A la orden de usía, mi coronel, ¿en que podemos ayudarle?
- Tome este documento. Figuran las personas cuyos análisis han dado positivo por oncovirus, y aunque no presenten síntomas, hemos de trasladarles inmediatamente. Sírvase traerlos sin ningún equipaje y que se monten en el autobús.
- Mi coronel, aquí ponen que se dirigen al Hospital Clínico de San Carlos.
- Lee muy requetebién.
- Sargento, tome la nota, dé las órdenes precisas y vuelva.
- A la orden, mi teniente.

El coronel no prestó atención a la mirada que se intercambiaron los mandos de la guardia y sonreía tontamente por la ironía que le había escupido al oficial. Después de un par de minutos, regresó el sargento, se cuadró ante el teniente y, como quien arroja una piedra a un cristal...

- Hemos comunicado por radio con el retén del hospital y no esperan a nadie. Siguen saturados y el edificio entero está bajo dirección médica civil. No aguardan ningún ingreso de ninguna “clase”.

Esa era la palabra clave. El teniente desenfundó su pistola y la puso sobre la cabeza del coronel. Varias escuadras de soldados salieron de la nada y rodearon al convoy, desarmando a todos los efectivos de la policía militar que quedaron completamente desconcertados y neutralizados.

- Bien, ahora que ya ha reconocido que leo muy bien, veamos que sabe usía: ¿Cómo se llama el hueso del cráneo sobre el que apoyo el cañón de mi pistola?
- ¿Se ha vuelto loco? Le formarán consejo de guerra.
- Soy yo el que pregunta: ¿lo sabe o no?... porque puede que sea coronel pero no médico, y puede que sea médico, pero no coronel. Las dos cosas, no. Incluso puede que ninguna de ellas. Así que estoy averiguándolo, lo malo es que no tengo mucho tiempo. Puedo dejarle vivo, si es locuaz y conciso; o muerto si le gusta el silencio: a mi me da igual, “usía” decide...

La sorpresa dejó paso al pánico del coronel.

- No sé nada, se lo juro. No soy coronel, ni médico. Trabajo para una institución que estudia la “fiebre tumoral”, no soy el único de los que va “captando potenciales afectados”. Me dan un papel, lo llevo con este disfraz, recojo a los seleccionados y los llevo a donde me dicen, con esta escolta militar, nada más.

- Vamos bien. ¿Dónde está esa “institución”?
- Al nordeste de Madrid capital, cerca de Daganzo.
- ¿Qué nombre tiene?
- C.C.S.P. Centro de Control de la Salud Pública.
- ¿Quiénes lo dirigen?, ¿Civiles o militares?
- No sé quién lo manda, depende de un organismo supranacional, pero no sé exactamente cual, ni de quien depende. Está protegido por gente uniformada pero no son militares, ni la Guardia civil, ni la policía tampoco. No se puede hacer una idea del poder que tienen. Acabarán con todos ustedes. No tienen la menor posibilidad.
- Eso lo veremos, antes les crearemos bastantes problemas... ¿Qué hacen con la gente “captada”?
- No lo sé, pero nada bueno. Les llevamos, pero nunca he visto salir a ninguno. Todos los días entran nuevos.
- ¿Lo ha grabado todo, Antúnez?
- Sí, mi teniente, nítido, alto y claro.
- Pues ya sabes lo que tienes que hacer, desde el ordenador del capitán, no tiene restricciones. Cuando termines coge el portátil y todo lo que pueda servirnos, y rapidito, nos tenemos que ir.

La cabo Antúnez envió las imágenes a una persona que estaba en disposición de darles la mayor publicidad. Los soldados amordazaron a los policías militares y los encerraron. Al mismo tiempo, abrieron todas las puertas y comenzaron a salir los recluidos. Se les indicó que se ocultasen hasta que terminase el toque de queda, que se dispersaran, que fueran cautos con los desconocidos y que no regresasen a sus domicilios. Puede que no burlasen la enfermedad, o que cayesen en manos de aquellos que estaban llevando a cabo ese abominable exterminio, pero ahora la Providencia les brindaba una oportunidad. Aunque sólo fuera para morir, siempre sería mejor morir como personas libres que como ganado.

El sargento se cuadró ante el teniente Herrarte.

- Todo está preparado, mi capitán

El oficial miraba con ansiedad el reloj, pero volvió la cabeza al escuchar el saludo.

- “Teniente”, sargento. Aún no soy capitán y ya no lo seré nunca.
- Eso no es cierto, mi capitán. En lo sucesivo, todos los que estamos en esto le saludaremos como nuestro “capitán” y compartiremos su suerte y responsabilidades en estos hechos, por mucho que se las haya “apropiado”. Es un honor estar a sus órdenes.
- El honor es mío por tenerles a ustedes a mi lado. Sáez y el “usía” están listos, ¿no?
- Sí, mi capitán. Sáez ha puesto el grito en el cielo cuando le dijimos que se venía y al “usía” le hemos cambiado de ropa, no se ha resistido cuando le hemos informado de que se venía con nosotros. Los dos van inmovilizados y con aislamiento sensorial, como ordenó. ¿Qué haremos con ellos?
- Compartirán nuestra suerte. Sáez porque es más peligroso por sus “poderosos” amigos que por sus cualidades, y además me gusta tener cerca al enemigo para controlar lo que hace. El “usía” es un desgraciado al que matarán en cuanto le tengan a mano, así que le estamos salvando la vida.

En ese momento, salía el coche de mando de la policía militar conducido por el cura. Al llegar a la altura de los militares, se detuvo sin parar el motor y bajó la ventanilla.

- Disculpe la tardanza, teniente, entre que el uniforme de coronel médico que me ha dejado es de una talla más pequeña que la mía y que no conducía un todoterreno desde que hice la mili, pues que no hemos podido salir antes. Espero no haberles entorpecido.
- No, padre, no se preocupe, nos vamos ya también. La chica y el bebé que estén siempre escondidos. Calculo que disponen de unos 45 minutos hasta que empiecen a buscar este vehículo. No excedan ese tiempo y vayan por carreteras secundarias. Al llegar a esta dirección diga que va de mi parte, le facilitarán ropa, alimentos, otro coche y un destino seguro al que dirigirse. No usen tarjetas bancarias, teléfonos móviles ni accedan a sus cuentas de e-mail. Cuiden sus espaldas. No se fíen de nadie.

Le entregó una tarjeta y una pistola. El clérigo rehusó el arma.

- Cójala, padre. No la use si no quiere, pero esta mujer tiene una hija que proteger. A menudo es preciso echar una mano a la vida para que no la dañen los que la persiguen. Si conoce su funcionamiento, enséñeselo a ella.
- De acuerdo, lo haré, pero esto es para ella. Nunca podré agradecerle lo que está haciendo. Rezaré por ustedes.
- Nos hará falta. - Se volvió a la joven – Que tenga mucha suerte. Hasta ahora ha estado viviendo un milagro, ojalá continúe.

La miró fijamente, escrutándola. Estaba débil pero con mejor aspecto, pudo comprobar que era de una belleza espectacular y volvió a ver el sol asomando a sus labios.

- ¿Sabe una cosa? Si pudiera, la invitaría a cenar.

La muchacha río suavemente y contestó: “no olvides hacerlo cuando puedas”. Con un gesto, Herrarte indicó al cura que iniciase la marcha. Eludió los obstáculos del control de acceso y se alejó. A oriente se veía despuntar el alba.

- Fuera de aquí o nos freirán... ¡vámonos!

El convoy salió a toda prisa. Levantando un densa polvareda. El oficial sabía donde dirigirse, a una sierra que conocía a la perfección por los inacabables veranos de su adolescencia, en los que tejía sueños acerca de un mundo mejor, los mismos sueños que le llevaron a incorporarse al Ejército. Ahora pretendía dar testimonio de ellos, aunque era consciente de que sus posibilidades eran muy limitadas. Un puñado de soldados retaba con su rebeldía a un perverso sistema, instalado en los centros del Poder, que opinaba que había gente de sobra en el mundo y que su eliminación era prioritaria. Arrollar para no ser arrollado. Para no arrodillarse.


Hace diez días que nos pusimos en rebeldía. Logramos llegar a nuestra improvisada base sin novedad. Todo ha ido según lo previsto, mejor incluso porque el enemigo no esperaba algo así. Sáez había hecho unas llamadas y sus amigos, o seguramente los amigos de estos, adelantaron una nueva “visita”. Todo su interés estaba puesto en hacerse con el bebé y su madre para mostrar su celo hacia la “misión”. Tampoco yo confiaba en conseguir la repercusión que todo esto ha tenido. Ahora estamos en una auténtica insurrección popular en todo Occidente, ya que los “campos de cuarentena” no sólo existen en España, sino que están repartidos por numerosos países, y por doquier llegan noticias de revueltas y motines, y sobre todo, de destacamentos militares que se niegan a ser cómplices de toda esta infamia.

La enfermedad. No me cabe ninguna duda de que el oncovirus es un engendro de diseño. Algún laboratorio, algún grupo de científicos, recibió el encargo de “fabricarlo” para sacudirse unas cuantas decenas de millones de desgraciados. Aprovechando el revuelo y la suspensión de las libertades individuales, los que no se contagiasen o no desarrollasen el mal serían “suprimidos” por otras vías, que aún ignoro. También reconozco que no tengo la menor idea de porqué muchos somos inmunes a la infección, supongo que será por predisposición genética. Como desconozco el criterio que siguen para “seleccionar” a los que no desarrollamos la enfermedad. Puede que no tengan ninguno, pero intuyo que las embarazadas, y por extensión las mujeres en edad fértil, son dos de sus objetivos. Cuando la Humanidad llega a un aparente callejón sin salida, como se infiere del análisis histórico, es un siniestro hábito que gran parte de su población haya de ser exterminada. Antes se llevaba a cabo por medio de guerras y persecuciones, bombardeos masivos e injustificados sobre población civil y con los gulags. Hoy es todo más “democrático” y secreto.

De momento contamos con la simpatía de los pueblos del área sobre la que nos hemos desplegado, se han incorporado algunos guardias civiles a nuestra partida y ese apoyo es fundamental para nosotros. Ninguna guerrilla puede sobrevivir si no tiene el amor de su pueblo. Somos afortunados por disfrutar de ello. Sin embargo, no se me escapa que vendrán por nosotros. Tarde o temprano nos golpearán con todo su odio por haberles puesto en evidencia de la manera más sencilla, mientras ellos están completamente a salvo y enriqueciéndose a costa del sufrimiento y la muerte de sus semejantes. Mas toda su riqueza, centenares de miles de millones en tecnología, en comprar voluntades y silencios, en agencias de inteligencia paralelas o directamente al margen de las administraciones gubernamentales, no han servido de nada para evitar que un par de secciones de la vieja y sufrida Infantería española tirasen de la manta y dejasen la punta del iceberg al descubierto. Porque lo más terrible todavía no ha salido a la luz por mucho que pueda deducirse. 

Hay tinieblas que son impenetrables... hasta para la “fiel Infantería”, porque esa parte del trabajo corresponde al Hombre... “Arrollar o ser arrollado. Libre albedrío en estado puro.” 


jueves, 16 de octubre de 2014

La Misión

Day after day, day after day,
we stuck, nor breath nor motion;
as idle as a painted ship
upon a painted ocean.
Samuel Taylor Coleridge (1772-1834)

A mi gran amigo Graham, buena Eternidad,
Semper Fidelis, In Perpetuum, Ave atque Vale.

La Tierra había quedado atrás hacía mucho tiempo, apenas se la podía distinguir como un brillante punto entre tinieblas, acaso como el más certero símbolo de la locura que estaba viviendo el planeta. No tenía seguridad de que regresase... Como tampoco de que volviese sino a una pesadilla calcinada, con humeantes ruinas por doquier, con el eco de los cascos de los jinetes del Apocalipsis golpeando todas las esquinas del sueño humano, precipitándose al Infierno cuando ya se tocaban las estrellas.

La Tierra había quedado atrás hacía mucho tiempo, apenas se la podía distinguir como un brillante punto entre tinieblas, acaso como el más certero símbolo de la locura que estaba viviendo el planeta. Y aún restaba la mitad del camino aproximadamente, si que es que se completaba ese sendero a Marte, que no se veía mucho más cerca pese a hallarse tan lejos de casa. Dicen que el horizonte siempre está a la misma distancia por mucho que se marche en su dirección, y que por eso seduce mutando su apariencia, para extraviar más a aquellos que se atreven a dejar atrás vida y familia por la esperanza de un futuro mejor que, invariablemente, siempre está distante, altivo y esquivo.

La Tierra había quedado atrás hacía mucho tiempo, apenas se la podía distinguir como un brillante punto entre tinieblas, acaso como el más certero símbolo de la locura que estaba viviendo el planeta. La Misión fue acometida con urgencia, con premura, como si sus dirigentes supiesen que podría tratarse de la postrera, como si lanzar una maldita botella con un mensaje en su interior fuese el único testimonio que sobrevivir pudiera a un gigantesco cataclismo que se llevase todo por delante. A popa sólo se percibía un murmullo informe de imágenes y sonidos aberrantes que le perseguían hasta rebasarle, a esa endiablada velocidad de la luz, anegando el mudo vacío del espacio interplanetario. El dolor que no se escucha parece menos dolor, quizás una mueca sin sentido en un viaje hacia ninguna parte durante millones de años, para acabar engullida por un agujero negro o por una inteligencia extraterrestre que no comprendiese nada de esa barahúnda ensordecedora que fue la Tierra, hasta que su desacompasado y caótico barullo cesó abruptamente.

La Tierra había quedado atrás hacía mucho tiempo, apenas se la podía distinguir como un brillante punto entre tinieblas, acaso como el más certero símbolo de la locura que estaba viviendo el planeta. Llevaba una larga temporada sin recibir mensajes de casa. El ordenador de a bordo explicó con su femenina e inexpresiva imagen, e impertérrita voz, que la Tierra se hallaba en una zona de sombra. Ese comentario hizo esbozar una asombrada y sombría sonrisa al piloto. En realidad, la Tierra misma era una “zona de sombra”. Calló porque supo que su informático interlocutor, nombrado como Ann, no entendería el sentido de su frase. Las prisas por botar la Misión impidieron que se escogiese una ventana de lanzamiento que posibilitase una menor distancia y duración de viaje. Estaba en medio de la nada, solo y en silencio, a merced de un sol que a menudo se entretenía en enviarle un vendaval y de piedras que rebotaban contra el casco de la nave, como la botella que protege maternalmente su mensaje contra las procelosas olas y los descarnados arrecifes de los bajíos que lo amenazan. Como la asustada gestante que arrulla con sus latidos al bebé que crece en su dulce y cálido seno aunque afuera se viva el horror más espantoso.


Todo fue fríamente calculado, a pesar de lo apremiantes que fueron los preparativos. En principio eligieron un piloto más veterano, combatiente en los interminables conflictos que espinaban el planeta. Por ironías del Destino, sufrió un accidente con su vehículo que le dejó sin candidatura. La elección recayó en un militar de menores cualidades, un don nadie con menos horas de vuelo, menos entrenamiento, más edad y un perfil más filosófico, lo que le granjeó no pocas reticencias, en un mundo donde el conocimiento científico-técnico era lo que suscitaba admiración, alguien con una formación e inquietudes heterodoxas era mirado con desconfianza... Claro que el recelo debería ir en sentido opuesto porque habían sido precisamente ellos, con todo ese caudal de conocimiento, los que habían reducido un planeta henchido de vida a un doliente y sucio despojo. Sabía que el comité se dividió a la hora de confiarle la Misión, unos porque pensaban que eran demasiado sus casi cincuenta años y otros porque preferían a algún Miles Gloriosus que tuviese la misma puntería para aterrizar en Cydonia Mensae que para enviar infelices al otro barrio a golpes de misil. Finalmente el director hizo valer su voto de calidad y la responsabilidad cayó sobre él: Precisamente porque se le suponía una capacidad de reflexión que no pondría en peligro gratuitamente la Misión y porque afrontaría con mayor serenidad y ecuanimidad cualquier imprevisto.

Todo fue fríamente calculado, a pesar de lo apremiantes que fueron los preparativos. Las raciones de alimento, las tareas cotidianas en un horario que no está marcado por el circadiano ritmo que sustenta la rotación terrestre, el ocio, los hábitos higiénicos, la forma física que cuidar, las demás rutinas que compartían semejanza con lo que se hace habitualmente en un estudio gracias a la gravedad inducida que permitía una calidad de vida bastante tolerable. Hacía años que viajar en una mantequera dándose de bruces contra sus paredes, como una mosca atrapada en un bote, pertenecía a los libros que ilustraban las fatigas de los pioneros de las misiones “Apolo”. Si uno miraba a través de los reducidos ojos de buey de la nave, cabía hacerse la ilusión de que se vivía una larga madrugada de invierno, cubierto por una infinita colcha satinada y saturada de estrellas, de toda apariencia y textura... Lo malo es que no había línea de horizonte en esa ausencia insondable, en esa anochecida eterna donde cada lucecita se asemejaba a un vigilante ojo sin párpado, pendiente pero sin mayor interés en lo que acontecerle pudiera a un navío estelar de 700 yardas de eslora rumbo a un Destino incierto.

Todo fue fríamente calculado, a pesar de lo apremiantes que fueron los preparativos, la  “ESS Caronte” fue robotizada hasta el menor detalle, el módulo “Eden” se separaría para amartizar llegado el momento mientras que la unidad nodriza permanecería orbitando. Le resultaba irónico que un ingenio multimillonario se ensamblase en la órbita de la Tierra para acabar, probablemente, dando vueltas en soledad sobre un planeta solitario con el insepulto cadáver de su comandante, abandonado a su suerte, engullido de cuando en cuando por las tormentas marcianas a modo de improvisado sepulturero. Para evitar que la ansiedad se apoderase del solitario navegante, Ann tenía instrucciones de ir comunicando a su teórico capitán de lo que había que hacer cuando era preciso acometerlo, no antes. Y el piloto sabía, con una punzada que pretendía ignorar, que su vida no era prioritaria frente al cumplimiento de esa secreta misión, por lo que a menudo se planteaba si su concurso era más una molestia necesaria que una dirección efectiva. Ni siquiera conocía el contenido de los pañoles de proa, sellados a cal y canto, como si el mando de la Misión en la Tierra dudase de su propia disciplina si esa información llegaba a obrar en su poder. Poder. El maldito poder de siempre. Era fundamental alcanzar Marte. Lo que allí aguardase únicamente Dios lo sabía. Ann no contaba: No poseía un corazón que desbocar si iniciaba su secuencia de tiempo para autodestruirse... Para esa cosa existir o no era un simple cálculo de probabilidades. Una extraña variación en una secuencia binaria... Un accidente de la Lógica.

Todo fue fríamente calculado, a pesar de lo apremiantes que fueron los preparativos, sin embargo, le resultaba gracioso que las sugerencias de Ann hubiese que cumplirlas imperativamente por el éxito innegociable de la Misión, mientras que sus pareceres fueran rebatidos sistemáticamente. Su libertad empezaría en el momento en que el sistema le pasase el control de “Eden” para descender hasta la superficie marciana, con las coordenadas y el objetivo que sólo entonces le sería dado conocer. Así que pronto se percató que era más fructífero hablar con una caja de herramientas que con Ann, se limitaba a ir cerrando las sugerencias de trabajo pendientes. Verdaderamente, la persona que redactó los manuales de procedimiento de la Misión debía de haber sido un político frustrado por la reiteración de eufemismos que contenían. La misma palabrería insulsa e insípida, que toma a sus lectores u oyentes por estúpidos... Era destacable el capítulo dedicado a un eventual contacto con “otras inteligencias distintas de las propias de la Tierra”, cuando él mismo no era capaz de afirmar, tan siquiera empíricamente, que hubiese alguna sobre la faz de la Tierra, cuya duda estaba flotando sobre el texto al manifestar que “la tolerancia pacífica y proactiva hacia otros seres debe ser la máxima prioridad al culminar un encuentro con entidades conscientes no humanas”... Es decir, que si albergaban malas intenciones tendría que dejar que le desintegrasen pacíficamente, nada de cautelas intolerantes, al contrario, alardeando de tolerancia porque sobrevivir no estaba bien visto últimamente entre esas inteligencias que habían condenado, no sólo a su propio género humano, sino incluso al planeta que había visto nacer esa diosa Razón que lo había endemoniado todo.


Fue durante una partida de ajedrez con Ann, una de esas locas juergas que le estaba permitido tomarse al término de una jornada particularmente plúmbea y anodina revisando unos circuitos que daban una falsa malfunción. Sentado frente a un tablero con apariencia fantasmagórica por ser holográfico, Ann le iba ganando, como invariablemente ocurría, resultaba implacable cuando comenzaba a desarbolar el bosque de peones del adversario para ir aniquilando luego las piezas más importantes. Todo con una exactitud milimétrica, sin prisa pero sin pausa. Así que se sorprendió cuando se topó con que podía capturar la reina con uno de sus caballos. Le encantaba atisbar la posibilidad de propinar un revés a su desalmada contrincante y no reparó en más: Echó mano a la cabeza del caballo...

- Yo no lo haría, Graham. Es caballo por reina pero en las dos próximas jugadas perderás la tuya y la torre que te queda... Jaque mate...

El piloto se puso en pie de un brinco y miró hacia donde procedían las palabras... Era una mujer, entre 35 y 40 años, con aire juvenil, un poco más baja que él, con media melena oscura, ojos claros, nariz y labios bien definidos sin ser prominentes, ligeramente maquillada, delgada sin excederse... Una buena figura, portando el mismo uniforme de la Misión que él... En pie, junto a una de las escotillas que daba paso al resto de los módulos que componían “Caronte”, apoyando su hombro derecho contra la jamba de la puerta, como si acabase de entrar por ahí... Pero sin que nadie accionase su resorte de apertura, que no estaba operativo si Ann no lo consentía. En realidad se respiraba en “Caronte” porque Ann lo permitía. Literalmente.

- Quizás deberías llevar tu alfil a g5 para romper su estrategia, – añadió con insultante naturalidad - y meter a tu rival en apuros. Abrirás un corredor y le roerás las tripas...

El piloto la miraba con estupor.

- ¿Quién eres y de dónde has salido? Esta dependencia se halla sellada...
- Soy Eva. – Respondió como si lo evidente fuera la estupidez de su inquisidor. – Parece mentira que finjas no conocerme. ¿Te han alterado los meses de soledad?... – Preguntó dulcemente. – Pues no temas: Ya no estarás solo.

Graham se dirigió a Ann...

- Ann, chequea quienes estamos en “Caronte”...
- El plural no es procedente... – Replicó pausada al instante. - En la “ESS Caronte” no hay nadie más que su tripulante.
- Entonces, ¿con quién demonios estoy hablando?
- Conmigo, - afirmó Ann – pero yo sólo soy una unidad informática. No tengo existencia. Técnicamente está solo. Coronel, por mucho que le pese, usted sabía que esto sería así.

Eva se rió suavemente...

- ¡No! – Negó el piloto con creciente desasosiego, encolerizado por la risa de Eva, sin admitir que le agradaba escucharla... – Aquí hay una señorita que dice llamarse Eva, ¡diantre! ¿No la oyes? ¿No escuchas cómo estoy hablando con ella?... ¿Qué se me está ocultando de la Misión?
- Coronel... – Ann intentó reconvenir, había sido programada para eventuales situaciones anómalas. – No detecto ninguna comunicación entre usted y otra persona porque no hay ninguna “Eva”, como la llama... Aquí no hay nadie más que usted, acaso sufriendo algún tipo de alucinación. Tranquilícese, no lo haré constar en el cuaderno de bitácora. Sugiero que se serene y se retire a descansar, guardaré la partida para retomarla en otro momento más adecuado.

No toleró la suficiencia de ese bloque de circuitos que ni siquiera parlotearía si una persona no lo hubiera concebido así...

- ¡G5, Ann!... ¡Alfil a g5!

El alfil se movió disciplinadamente por el tablero virtual y ocupó su casilla. Ann tardó unas décimas de segundo más de lo que era habitual en replicar ese movimiento...

- Ya la tienes, Graham. Destrózala sin piedad. Caballo por torre h8.

El coronel repitió la orden. Comprendió la jugada. Fue aniquilando una a una todas las piezas de su oponente mientras Eva saludaba los movimientos con indisimulado entusiasmo, casi sádico, hasta el jaque mate final.

- Felicidades, coronel... – Graham notó un imperceptible matiz de fastidio en la inmutable voz de Ann. -  Ha ganado esta partida. Ya ve que nada es imposible...
- Deberías desconectar a esta lata parlante, Graham... – Sentenció Eva entre dientes, despectivamente. – Es repulsivo que te metan aquí para mandarte al quinto infierno, solo, con este remedo de... Cosa.

El piloto la escrutó intentando pasar por alto lo insólito de su aparición. No la conocía, no la había visto en su vida, pero la familiaridad de ella denotaba lo contrario. Eva. Un nombre bonito.

- Gracias, Ann, ya te concederé revancha, ahora déjame intimidad. – Era la orden para que el ordenador, supuestamente, no le molestase salvo emergencia u hora de labor programada. Se volvió hacia la mujer... - Bien, tú lo has dicho. Estaba solo... Hasta ahora. Hablemos. ¿Cómo has llegado hasta “Caronte”?
- No lo sé... – Se encogió de hombros. – En realidad me has llamado tú, Graham. Pero... ¿Importa eso? Formo parte de ti... – Comentó con ternura. - ¿Por qué tanto recelo hacia mí si soy tuya? Recuerda que te he ayudado a ganar a doña Cables, - añadió jocosamente – no seas desagradecido ni preguntón... Lo único que importa es que estamos juntos...
- Es un disparate. – Manifestó el tripulante con desaliento. - Ann lleva razón... ¡Por los clavos de Cristo!... Debo estar alucinando...
- ¡Maldita sea! – Golpeó la mesa y protestó enfurecida mientras se agachó acercando su rostro a escasos centímetros de la cara de Graham. - ¿Te parezco una alucinación? ¿O un fantasma? ¡Mira a ver si encuentras un espíritu que haga esto!

Y le propinó un beso profundo, largo, apasionado, que le dejó sin respiración, el suave aroma de su piel cálida... un beso que contenía todos los luminosos y multicolores atardeceres de primavera que había contemplado en la Tierra, un beso de sal, llanto y agua, como si su boca fuera una inmensa playa de blanca arena y la lengua de ella una juguetona e impetuosa ola que se solazase acariciándola, con su perezoso caminar, en el final de un viaje de miles, de millones de millas...

Había querido juntar sus fuerzas, toda la disciplina que aprendió y ejerció en los largos años de servicio a su patria. Fue inútil, no hizo el menor amago de resistirse, como si eso mismo que Eva acababa de hacer era lo que había añorado desde que terminó la cuenta atrás que le catapultó hacia esa nada, hacia ese absurdo limbo que todos denominaban “Misión” y que solamente Dios sabía si terminaría bien. Una lágrima se escapó de su ojo izquierdo y se dejó caer rodando por la mejilla hasta mojar el emblema de la Misión que lucía en su pechera.

- ¿Por qué no reconoces que me has echado de menos? – Interrogó Eva. - ¿Por qué no dejas de plantearte bobadas y simplemente aceptas que estoy junto a ti? ¿Acaso no es lo que deseas?
- Porque no tiene sentido. Es una locura. Es demencial que seas real, tangible, que estés en esta nave... Salida de la nada, por arte de birlibirloque...
- ¿Y qué? ¿No es cada ser humano alguien que también sale de la nada más absoluta? ¿De donde viene la gente que nace? Generaciones y generaciones sin estar, nacen y son, para luego volver a no ser entre los que dicen “estar”... La Vida no es más que el episodio de un viaje más largo... como este.
- No puedo aceptar lo que no entiendo, Eva. Y no comprendo que estés aquí cuando únicamente partí yo a bordo de la “Caronte” desde la órbita exterior terrestre.
- Hay muchas cosas que ignoras de esta Misión, Graham. Harías bien en desconfiar de eso, de doña Cables, de tus superiores y no de mí que soy la que te ama en toda esta mascarada.
- Y... ¿Qué sabes tú que yo desconozca? – Planteó con tono inquieto, como si tanto secretismo, tanta oscuridad, empezase a cobrar una forma amenazante. - ¿Qué pasa en todo este asunto?

La mente del coronel estaba trabajando de manera febril con todo los datos que podía recordar. Había antecedentes... En situaciones de largo aislamiento y en entornos hostiles, se habían descrito casos de “materializaciones” de individuos. Estaban perfectamente documentados, se cursaron sus evidencias e informes y fueron silenciados por las agencias de Inteligencia para impedir que llegasen a oídos de la opinión pública. “Seguridad nacional”, decían... Es el pretexto que entierra todo, que sepulta verdades con montañas de mentiras para que los pueblos que viven libres, dicen, sigan residiendo en la más absoluta inopia votando cada poco tiempo a los embusteros que les roban y manipulan. Esa es la más cierta definición de la Democracia moderna que se le había presentado...

Sí. Recordó como la “USS White Swordfish”, una expedición que el gobierno de los Estados Unidos fletó para explorar la Antártida tras la guerra contra España, en 1899. Los tripulantes se mataron entre ellos y el buque quedó a la deriva... Hasta que encalló en Signy Island, una isla de las Orcadas del sur, al norte del Mar de Weddell, donde años después quedaría atrapado el "Endurance" de Shackleton. En el Cuaderno de Bitácora quedó escrito que días antes de los hechos que ocasionaron la reyerta entre los marineros, aparecieron en el barco dos mujeres. Los más supersticiosos propusieron arrojarlas al mar por ser cosa del Diablo, el capitán se negó y les dio refugio... Tantas semanas de soledad, de abstinencia forzosa dispensó a las aparecidas unas atenciones que terminaron causando disputas y discusiones. El resultado: La dotación muerta, las aparecidas desaparecidas sin más rastro que su mención en dicho registro y el barco a la deriva, como una reedición del “holandés errante”... Sin ningún Ramhout van Dam que dar explicación pudiera de lo sucedido.

También le vinieron a la memoria leyendas que rodearon algunas expediciones de los españoles en América, como la de Ponce de León o Lope de Aguirre... O las que tuvieron como escenario el Oceáno Pacífico, en este caso de Ruy López de Villalobos o Martín de Goiti. Lamentó no haber prestado más atención a su contenido, como si esas historias fuesen vitales para lograr el esclarecimiento de lo que no tenía ninguna explicación. O por lo menos para consolarse sabiendo que es algo, otro enigma más, que rodea al ser humano para sorprenderlo de cuando en cuando como una amante bromista.

Se acordó de la misión “ESS Mars One” que se preparó unos años antes que la “ESS Caronte” y desapareció sin dejar rastro cuando le faltaban escasas miles de millas para alcanzar la órbita de desenganche e iniciar el descenso. La versión oficial, como las versiones oficiales usuales, no se sostenía, argumentaron que la nave había sufrido un brutal impacto contra otro cuerpo celeste (presuntamente un meteorito) y que había quedado reducida a cenizas. Pero otras fuentes murmuraron una versión distinta, en la que una maniobra incorrecta, efectuada por una persona que no era de la tripulación ni había embarcado en la Tierra, condenó la nave por falta de pericia. ¿Qué había pasado con los miembros de la dotación? Simplemente que no estaban disponibles para gobernar nave alguna y que tuvo que ser alguien, un tulpa acaso, un fantasma que no ha vivido, el que intentó esquivar sin éxito al bólido que destruyó la misión. Pero claro, todo eso eran puras especulaciones conspiranoicas, que nunca hay que creer porque los personajes que ostentan el Poder siempre son honestos, transparentes y veraces frente a los contribuyentes que pagan sus sueldos. Muy elevados sueldos, tanto como para que la mentira forme parte de su ADN...

- Lo que importa es que ahora estamos juntos, por difícil que sea el cometido de la Misión... Seguiremos estando juntos, pase lo que pase. Ahora bien, si prefieres que me vaya, me iré... - Espetó Eva, sacándole de sus pensamientos, mientras le dio la espalda. - Veo que no te gusta que esté aquí contigo...
- ¡No! - El coronel volvió a sorprenderse retando a la lógica de la Misión – No te vayas. La verdad es que no sé quien eres, aunque pareces conocerme muy bien, ni entiendo tu naturaleza, ni imagino del limbo del que procedes... Solamente sé que eres tangible, de carne y hueso y que estás conmigo... Y que no deseo que te marches. ¿Qué deseas tú?
- Yo... - Se giró y se sentó con gracia sobre una de las rodillas de Graham mientras esbozaba una sonrisa de oreja a oreja, feliz, capaz de oscurecer de envidia la petulante e inmisericorde superficie del Astro Rey... - Sí, por supuesto que quiero quedarme junto a ti. Nací para eso, ¿sabes?

La “ESS Caronte” mantuvo su ruta, establecida desde una Tierra que había callado por motivos que el coronel preferiría ignorar. Pero ya no le preocupaba... Todo lo que importaba del Universo entero se había hecho realidad de forma inesperada. Sucede a menudo que el Señor nos hace regalos que no merecemos.

A proa esperaba un nuevo mundo...