jueves, 27 de noviembre de 2014

La estación

Le conocía desde hacía bastante tiempo. En ese espacio brumoso del recuerdo, tierra de nadie que fue la década de los noventa del siglo XX, paraje de esperanzas y gestante de tragedias que irían arrancándose su histriónica careta a lo largo de la década siguiente, para horrorizarnos con su descarnado semblante. Era un tipo franco, accesible y de trato directo, como los ganchos que propinó en su juventud de púgil aficionado. Me conmovió la primera fotografía que tomó “en serio”, ni siquiera había cumplido los diez años, ingenua e ilusionada, un luminoso océano infinito reflejando el resplandor del firmamento... Así que entre sus uppercuts y mis coup droit fuimos forjando una sólida amistad con el paso de los años, que en eso se asemeja al buen vino.

Alfonso era fotógrafo de acción, algunos periódicos lograron sus mayores tiradas con alguna de sus instantáneas en la portada. El paulatino declive de la prensa escrita en papel le trajo menos trabajo hasta que llegó a la mínima expresión, acumulando deudas y, como suele ser habitual en estos casos, desengaños personales. El éxito atrae lo mismo que ahuyenta la pobreza, que no fracaso, porque siempre conservó un concepto artístico de su profesión, y como dijo Dostoievsky, “la Belleza salvará al mundo”... No siendo así ahora mismo, sí que salva a muchos de su propio infierno personal por la búsqueda de ese Santo Grial que les aleja de otras tentaciones.

De ese modo, el fotógrafo que era cambió sucias trincheras por luminosos parques, adustos soldados en marcha por sonrientes parejas de enamorados paseando bajo la sombra de infinidad de árboles que parecían acoger dulcemente una primavera pletórica de vida... Cambió la épica de un mundo que agonizaba en una locura de horror y muerte por la eterna promesa de que sí, de que esta vez algo cambiaría en la Humanidad. Como siempre había sido cada vez que una nueva generación se asomaba a la vida desde el cálido útero de sus madres. Luego ese mismo mundo que les estafaba con sus mentiras se encargaría de convertirles en la misma decepción que hemos sido todos los que les hemos precedido...

Pero Alfonso había trocado ese enfoque. Después de tanto espanto presenciado e inmortalizado como mueca de difunto en un negativo, había decidido que sus estrenados sesenta años traerían un canto a la Vida, a lo hermoso que contiene, a las frases sin palabras que se pueden contemplar a poco que uno mire al cielo para deleitarse en la silente danza interminable que las nubes mantienen con el sol y con la luna y que, ¡ay!, tan desapercibida pasa a los ojos de los mortales, tan agobiados como estamos por el peso de nuestras culpas y preocupaciones cotidianas. Y el buen hombre se lanzó a caminos, a veredas, a alamedas infinitas donde el rumor de las hojas le llamaban por su nombre para que las inmortalizase antes de que un mal viento se las llevase a la oscuridad de una turbera. Se entregó a ello con el frenesí que los artistas dedican a la musa que les trae la inspiración, con delectación, como únicamente se entrega el amante a su amada, con total abandono y apasionamiento.

Acabó con los pocos ahorros que tenía pero no le concedió importancia, tal que un nuevo Colón en travesía hacia unas Indias que solamente él conocía, sin atender advertencias de parientes y amistades que le avisaban de que su estado se iba deteriorando, por abandono. Como Ulises con los cantos de sirena, se había amarrado con fuerza al mástil de su propósito y nos desoyó a todos, desollándose él mismo al perseverar en su actitud.

Un día llegó a una antigua estación de tren. Suele ocurrir que nuestros pasos siguen direcciones con intenciones ocultas. La estación se hallaba parcialmente invadida por la vegetación que, siendo como es tímida la Naturaleza, no huella con sus verdes tallos y leñosas ramas las estancias que frecuentan los seres humanos, atreviéndose cuando la ausencia de estos deja de ser accidental por reiterada. El edificio tenía ese aire distinguido que poseen las instalaciones ferroviarias de finales del siglo XIX, cuando viajar era un lujo o se hacía por servidumbre, bien por simple pasatiempo o por salud quebrantada. Las paredes desconchadas, el suelo deslustrado y sucio, los cristales hechos añicos, las puertas abatidas como centinelas aletargados a la espera de que un iniciado deshaga el sortilegio y recobren su marcialidad... Alfonso retrató todos los detalles con la profesionalidad y la destreza del artista que es capaz de percibir la realidad que no ven los demás, de captar la esencia de las personas que anduvieron y sintieron en ese lugar, dejando su impronta, el destello de un espíritu que hace décadas partiría en esa singladura de la que no se retorna. Le sorprendió el anochecer, anticipado por estar cercado de montañas, en un valle agreste y perdido, crecientemente misterioso y umbrío al variar la luz que recibía, como el rostro de una mujer bajo la luz de las velas.

Sonrió porque fue al final de esa sesión cuando sintió la familiaridad de aquel lugar. En realidad no quería marcharse, pero no le seducía pasar una noche bajo el rigor de una posible helada. El otoño estaba avanzado, el cielo abierto con el Lucero de la tarde anunciando las tinieblas y una inversión térmica que presumió severa. Recogió su material con diligencia. Cuando se iba a echar al hombro la mochila, tuvo el impulso de asomarse a lo que debió de ser una salita de espera. Se encaminó hacia allí...

En efecto. Una sala pequeña, con lo que quedaba de unos bancos de madera, y el rastro del inmisericorde paso del tiempo. Tomó dos fotografías casi seguidas, desde diferentes ángulos. Detuvo su mirada en un periódico que estaba en un rincón, perfectamente doblado, descolorido y mordisqueado en sus márgenes por los días que habían pasado por ello pero milagrosamente entero. Lo cogió con cuidado... “Jueves, 10 de octubre de 1929”, dijo en voz queda. Todavía resistió ser desplegado y abierto, como en su efímera jornada de gloria, atrayendo sobre sí toda la atención de su  lector ocasional.

Alfonso se desasosegó. Perdió la serenidad. Le invadió la extraña sensación de que todo le era familiar porque ya había estado allí antes. Guardó con cuidado el rotativo en un compartimento de su mochila y salió precipitadamente del edificio. Acaso por influencia de las sombras nocturnas, que ya se iban desperezando para ver morir las luces del día, el fotógrafo se introdujo en su vehículo y volvió a la carretera de grava con presteza, como si algo fuese a perseguirle.

Llegó a su domicilio de noche, más calmado y reprochándose escapar de aquel sitio como un colegial asustado. Se rió de lo sucedido y lo zanjó como un déjà vu, fenómenos que la Ciencia despacha colocándoles una etiqueta pero sin ánimo de explicarlo. Extrajo las cámaras de su morral y abrió la cremallera del todo para sacar también ese viejo periódico... No había más que un montón de polvo gris. Sin duda que se había desbaratado en el trayecto, sin embargo no era lógico que se hubiese descompuesto en cuestión de minutos, cuando había soportado sin apenas daños el paso de las décadas.

Lamentó el destrozo. Era un nostálgico del papel impreso. Aquel ejemplar anclado en ese jueves, 10 de octubre de 1929, se le antojó como el guiño cómplice que te hace un amigo cuando te gasta una broma, un airado “he estado aquí mucho antes que tú, así que no vengas a hablarme de tus problemas con la Vida”. Despidió las cenizas en el cubo de la basura y se dispuso a revelar las fotografías en su estudio. Él pertenecía a la vieja escuela y todos esos inventos de discos duros, megapíxeles, impresoras y demás filfa le provocaban alergia. Donde estuviese una buena película, un preciso objetivo, la inspiración y el cariño de un profesional que se considere a sí mismo como un artista, ya se podían quitar toda la fría tecnología y los automatismos que hurtaban el alma de los retratos, como una goma de borrar convertía en residuos una frase de amor escrita con pasión.

Un resultado que le dejó perplejo. Él no había hecho esas fotos. O las imágenes no se correspondían con la instalación que había visitado un par de horas antes. ¿Cómo era posible? La estación lucía limpia, refulgente, acariciada por los rayos del sol de la atardecida que le confería un colorido vivo e impresionante, con los claroscuros que proyectaban las sombras de quicios, ventanales y pilares, como si pretendiese imitar una encantada y atea catedral gótica. Y lo más asombroso... Todas las imágenes mostraban afluencia de público.

Por los retratos se paseaban mujeres, hombres, niños con la risueña cara de quien posa traviesamente, sin conocimiento del retratista. Alfonso no lo podía creer. Allí estaban, desafiando la más elemental lógica. Vistiendo los elegantes trajes de los años ’20 del mismo siglo o con la ropa propia de quien se debe a algo, a la patria si eran soldados de reemplazo, al patrón si obreros o campesinos. Ahí estaban, todo un inexplicable hecho... Absorto, estupefacto, escrutando cada uno de los semblantes que poblaban las imágenes, unos con indefinición fantasmal a causa de su movimiento, otros ajenos al propósito del fotógrafo.

Y unos cuantos, pocos, manteniendo la vista al objetivo que estaba trabajando en un prodigio... Con curiosidad, con altanería, con recelo. Pensó que acaso la propia Vida era como el ciego y oscuro diafragma por el que se escurrían las miradas de esas personas que habían impresionado la película, vivas durante un segundo más para escupirle a la cara, en medio de un pequeño cuarto sumido en áspera penumbra, la sentencia de “he estado aquí mucho antes que tú, así que no vengas a hablarme de tus problemas con la Vida”.

Llegó a la última imagen que había arrebatado al negativo. Era la salita de espera. Poca cosa, redundando en lo increíble. Un crío en pantalón corto jugando con lo que debieron ser unos naipes, una joven tocándose distraídamente los tirabuzones del cabello que caían en cascada sobre sus hombros y pechos mientras hablaba con un sonriente hombre en ademán de cortejarla. Y sentado en banco del fondo, en el rincón, un caballero de grandes bigotes, orondo, con los ojos cerrados y abierta boca en durmiente actitud, con un periódico queriendo escapar de sus manos hacia el suelo, como el canotier que le había precedido segundos antes y que yacía sobre el gris enlosado como ofrenda a un difunto que no salía de casa sin su sombrero...

Fue entonces cuando se percató de la realidad de la escena. El hombre del mostacho era él mismo, con ese aditamento capilar entre nariz y labios, más obeso y con un atuendo que le hacía casi irreconocible. Agarró su lupa para examinar los detalles... Sí, era alguien como él, los rasgos eran los suyos... Se fijó en la portada del diario buscando la fecha, impelido por una fúnebre intuición. ¡Dios Santo! ¡10 de octubre de 1929! ¡Se trataba del ejemplar que había tenido en sus manos antes de desintegrarse!

Desbordado por el pánico dio un mal paso atrás, tropezó y perdió el equilibrio, quiso asirse a unos cables que se desprendieron por el desesperado tirón... Con la desgracia de que Alfonso se golpease la base del cráneo. Falleció en el acto mientras el estudio comenzaba a arder furiosamente.



El hombre llevaba algunas horas con malestar. Era un dolor vago, difuso entre el plexo solar y el hombro, momentáneamente le sacudía con fuerza, pareciendo que le iba a salir el corazón por la garganta, pero era fugaz y lograba sobreponerse. Además no iba a permitirse enfermar, tenía que desplazarse a la capital para solucionar un asunto que le venía preocupando sobre unos negocios y no admitían mayor demora. Pagó lo acordado al cochero del Citroen B14, al que apenas entendió su despedida por el ruidoso motor del vehículo, que hacía enmudecer todo lo que le rodeaba. Entró en la estación de ferrocarril bajo la dulce luz de la tarde, en ese otoño que aún se complace en vestirse de verano, como coqueta dama madura que inspira suspiros y requiebros en los jóvenes que seduce con la hechicería que destila quien lo sabe todo del placer.

Adquirió su billete, le quedaban unos treinta minutos hasta su llegada, si no se le ocurría retrasarse al endemoniado tren, suponía como más probable que llegaría a la Estación del Norte de Madrid bien entrada la noche. Pasó junto a un niño que se hallaba concentrado y serio en el “solitario”, barajando cartas como un experto tahúr frente a las desconfiadas miradas de sus invisibles adversarios de juego. Una pareja de novios, le pareció entrañable esa repetida y antigua ceremonia galante en la que el hombre cree que conquista a la mujer cuando es la mujer la que realmente elige y conquista el hombre que le place. Escogió la esquina más apartada para no molestar a nadie con su molestia, que ahora iba en alarmante in crescendo como abrupta sinfonía que batiese con rudeza y sin claro compás su corazón.

Tomó asiento y abrió el periódico del día, con la idea de que leyendo males ajenos se le pasase inadvertida la conciencia del agudo dolor que le torturaba. Funcionó porque de repente dejó de sentir padecimiento. Lo último que vio antes de que la luz anegase todo con su claridad fue su canotier caer al suelo rodando y quedarse ahí, girando sobre sí mismo, en un Tiempo sin tiempo como un planeta en su danza eterna, como una galaxia con su espiral multicolor prendida en un paño negro adornado, por doquier, de quietas y curiosas luciérnagas...

Como la fotografía de un luminoso océano infinito reflejando el resplandor del firmamento.