sábado, 2 de diciembre de 2023

El reloj

A Emilio le gustan las antigüedades. Cuando vio ese viejo reloj en el escaparate de la tienda de un anticuario no lo dudó; aunque empezó a escocerle la cartera al percatarse del precio que colgaba de una especie de amarillenta etiqueta.

Aun así, se armó de valor y entró en el establecimiento impelido por una profunda e inexplicable atracción. “Preguntar es gratis”, se dijo, “lo malo es que se me pondrán los dientes largos”. El dependiente andaba de un lado a otro, intentando hablar por teléfono, uno de esos inalámbricos que tanta fascinación cosecharon a principios de la década de los noventa del siglo XX. Emilio lo agradeció secretamente, de ese modo podría curiosear a su antojo en ese inopinado paraíso para los que son como él, que no le hacen ascos al polvo depositado en el lecho del Tiempo que forman esa clase de objetos, antes al contrario: Esa falta de remilgos es la patente prueba de su devoción.

Un aparador, muy de moda en las casas de la primera mitad del siglo XX, hasta que radios y televisores lo enviaron al desván del olvido, que es donde se guardan los objetos previamente a su definitiva desaparición de la memoria; excepto para los muy viejos, los eruditos o excéntricos, como él mismo. Sí, rotundamente, estaba como crío en tiempo de recreo. Esos interminables recreos de hace media centuria, en los que los chavales disputaban la final de la Copa de Europa, o en el que un Harry Rule en pantalones cortos no daba cuartel en su lucha contra el crimen; en los que descubría maravillado, por ilustrados libros, que existió todo antes de que le trajeran al mundo, de mala manera y sin consultarle... Eso sí, con sabor a pan con chocolate, o endulzado con azúcar glasé, como el “dónut”, recién llegado en los años sesenta. Que alguien antiguo se pasee entre antigüedades es lo natural. Que un anticuario lo haga, con un inalámbrico en la oreja, aparentemente mudo por el contradictorio silencio de quien se hallaba al habla mientras sorteaba un sillón estilo “imperio”, o un escritorio “art decó”, resultaba anacrónicamente herético en esa silente fe que profesaba Emilio por un mobiliario que ya ni aparecía en los recuerdos de las personas que lo poseyeron, porque lo más probable es que ya estuviesen muertos.

El reloj. Este era el motivo para haber cruzado el umbral de la tienda. Lo observó con detenimiento, casi con deleite. Se trataba de un reloj de carrillón, o carillón, de unos dos metros de alto, con la esfera dorada y negros números romanos, todo sobre arabescos geométricos que pretendían asemejarse a tallos de plantas, casi constrictoras por el modo en que abrazaban la circunferencia que adornaban. Abajo, el inerte péndulo dentro de su vitrina, que se abriría con su puertecita acristalada y su cerradura como boquiabierto centinela para los restos; y todo sostenido por una peana de madera finamente labrada, del mismo color nogal que el conjunto. Recordó el majestuoso monolito de la película “2001: Una odisea del espacio”, de esa época en que todos los niños anhelaban ser astronautas, hasta que se perdieron para siempre en el cuántico laberinto de la pubertad, un poco como le pasó al protagonista del filme. Regresando a la realidad, la odisea sería colocarlo en su reducida vivienda...

No podía apartar la mirada del carillón, con su inmóvil péndulo colgando sobre el espacio vacío del transparente armarito, como un Lázaro sin vida aguardando al Salvador para ser resucitado; la madera tan primorosamente labrada, todo el reloj parecía uno de esos míticos gigantes de un pasado antediluviano. A Emilio le sobrevino un escalofrío, se dio cuenta del frío que reinaba en el local: Acaso la Eternidad no sea otra cosa que un gigantesco y congelado reloj detenido, indeciso, entre un segundo que fue y otro que no llegará, pendiendo en una durmiente nada hasta el Fin de los Días. (...)


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