martes, 3 de diciembre de 2013

Ellos y nosotros (La Flamigerina)


Como si te tocase la lotería. Es lo que le ocurrió al doctor Fleming. Ahora era yo el afortunado. La verdad es que dí con ello de pura casualidad, una fugaz mención en una publicación especializada provocó que se me encendiese la bombilla con la que los cómic ilustran las ideas que tienen sus personajes. ¿Qué probabilidades existían de que un científico treintañero asociara algunos de sus experimentos con el contenido de ese artículo? Casi nula porque esa revista lanzaba una tirada mínima, hasta que decidieron que los suscriptores accedieran a ella a través de Internet, por aquello de la Ecología y de los recursos del planeta. Resulta que “casualidad” es el otro nombre que pueden recibir los milagros.

Era vox populi que los antibióticos tenían sus días contados. Las sucesivas e incontables generaciones de bacterias habían logrado desarrollar creciente resistencia a sus efectos, hasta que estos se convirtieron en una suerte de cosquillas para las nuevas cepas, y la rama de estudio de esos medicamentos se había agotado en los noventa del siglo XX. Así que me esmeré en conseguir el principio activo de una planta del Amazonas que estaba amenazada de extinción. Eso fue lo que me ocupó durante mayor tiempo. Una vez acabado el proceso reductivo, apliqué la sustancia a una de las cepas más agresivas del Bacilo de Koch y del Clostridium Botulinum, germen patógeno cuyas toxinas causan el Botulismo. Mis colegas Duchesne, Ehrlich, Florey, Chain o el propio Fleming palidecerían de envidia, si estuvieran en vida. El exterminio fue fulminante y completo, como si una bomba nuclear microscópica hubiese sido arrojada sobre sendas colonias de microorganismos para incinerarlos, como si un ángel vengador microscópico los quemase con una espada flamígera. “Flamigerina” era un nombre que me complacía, alejado de los trabalenguas de las benzodiacepinas y otros compuestos. Habría que evaluar los posibles efectos secundarios, pero el camino estaba trazado. Se podía agradecer a los antibióticos sus encomiables servicios para relegarlos a los manuales de Historia.



Marcos Vega estaba exultante. Consideraba como justicia poética que un afectado de la diáspora causada por las corrompidas políticas que asolaban España, y que había dejado la investigación científica española como un solar, descubriera un medicamento revolucionario contra los efectos de las infecciones bacterianas y, ¿quién sabe si prosiguiendo la experimentación se derivaría un marcador contra los virus? Se trataba de un hito que abría nuevos senderos en la Medicina. Un bactericida natural y barato en su producción, llamado a sustituir a los antibióticos en los cajones y estanterías de las farmacias y reboticas de todo el mundo. Con los resultados plasmados en un informe, tuvo la previsión de guardarse algún detalle sensible para que se respetase su autoría. No estaba de moda respetar patentes en una sociedad en la que el plagio, en todos los sentidos, estaba a la orden del día. Ser un benefactor de la humanidad colmaba sus expectativas, pero eso no era incompatible con que quisiese pasar por caja. Confiado, se puso en la labor de acudir a una importante multinacional del sector, convencido de que ni siquiera le dejarían marchar sin firmar un suculento contrato. No fue tan exagerado, pero le citaron al día siguiente para negociar un acuerdo. Multimillonario, por supuesto. La Vida puede ser un experimento maravilloso.

En la sala había varias personas, dos hombres y una mujer, más o menos de su edad, cuya indumentaria delataba su pertenencia al variopinto gremio de los abogados; un hombre más maduro, entre los cincuenta y sesenta, del que dedujo que era un alto directivo, y una joven señorita a la que adjudicó el papel de secretaria. No tenía elementos de juicio para razonar el reparto de papeles que había efectuado, pero se guió por su intuición, lo mismo que lamentó no haberse acompañado de un letrado. Después de saludos, presentaciones y demás cortesías que sólo sirven para esconder un embarazoso silencio entre desconocidos, habló el hombre más mayor.

- Celebramos que haya pensado en nosotros para cerrar un acuerdo. Estos son los términos del contrato... - Le alargó un portafolios de plástico, en su interior había un documento en el que figuraban varias cláusulas. - Por supuesto que puede consultarlo con quien crea procedente, pero si lo firma en este acto, hoy mismo le ingresaremos los cien millones de euros, libres de impuestos, en los que ciframos sus “servicios”.

Al doctor Vega no le gustó la entonación de la palabra “servicios”, apenas tapada por la música celestial de tan elevada cantidad de dinero. Además, en el contrato que estaba hojeando a toda velocidad no hallaba ninguna referencia a porcentajes sobre ventas, ni exclusividad para continuar la investigación. Y una condición que le hizo daño a los ojos... “La parte que cede la patente registrada bajo el nombre genérico de flamigerina según patente cuya copia se adjunta como anexo a este convenio, se desliga por completo de realizar nuevas investigaciones en el futuro y declara que renuncia bajo juramento a publicar sus contenidos, ya sea total o parcialmente y que guardará absoluto silencio sobre ello, cuyo compromiso se extenderá a sus herederos”.

- No comprendo estos términos. - Alegó perplejo, con enojo mal disimulado. - No se menciona nada relativo a regalías, ni porcentajes de beneficio... Es como si no fuera a salir al Mercado nunca. Deben de haberse equivocado en algún “corta y pega” al elaborar este contrato... No culparé a sus becarios, - ironizó - ya se llevan bastantes reproches.
- Es evidente que no lo ha comprendido, señor Vega... - Replicó la abogada. - No le pagamos una fortuna por fabricarlo. Si es una cuestión de dinero, ponga una cifra y olvídese de este hallazgo.
- Pero... - Marcos vaciló como el boxeador que ha encajado un golpe en la cara sin esperarlo. - Es una locura, ¿saben los beneficios que podemos sacar de esto? - Apeló a su codicia, para continuar con el argumento humanitario. - ¿Y cuántas vidas podremos salvar? A los antibióticos no les queda ni un suspiro, volveremos a la situación que padecíamos antes de la II Guerra Mundial, con el agravante de una oleada de bacterias que tendrán una resistencia inusitada frente al debilitado sistema inmunitario de la especie humana.
- Ya. Es una pena. - Sentenció fingiendo el hombre de más edad. - No queremos que siga adelante, simplemente asegurarnos de que se olvidará de esto para siempre. Podríamos hacerlo por otras “vías” pero resultaría sumamente molesto porque siempre hay algún maldito conspiranoico dispuesto a tocar las narices y no queremos alboroto. Además, poseer dinero hace a la gente sumamente cobarde. ¿Para qué preocuparse por los demás cuando se ha alcanzado el paraíso? Como este que le ofrecemos... Dicen que el Caribe está precioso todo el año...

El doctor Vega quiso ganar algo de tiempo. Agarró su copia del contrato sin firmarlo, aduciendo que se quería asesorar legalmente. “Nos parece correcto”, le dijeron casi al unísono. “Denme unos días, quizás una semana, puede que les pida más dinero”, aclaró para contentar sus escrutadoras miradas, que parecieron pensar, “bueno, ya es una negociación sobre importes, no la irritante discusión ética sobre que algo esté bien o mal”. Se encaminó a su domicilio, cerciorándose con frecuencia de que no le seguía nadie. En esas jornadas se dirigió a otras empresas del mismo ramo, pero le pareció curioso que ni siquiera tuvieran interés: Como si estar en tratos con la primera le hubiera apartado de ulteriores conversaciones, una coordinación tan precisa entre ellos que llevase a deducir que formaban un cártel, un oligopolio de dimensiones gigantescas. Y él solamente era un afortunado investigador de segunda fila. “Demasiados molinos para tan poco Quijote”, reflexionó. Nunca había prestado oídos a las diversas teorías, de diferentes conspiraciones, para explicar algunos sucesos históricos. “Imposible porque, ¿cómo podían callar a tanta gente? No impedirían que al final alguien terminase hablando.” Y la tranquilidad que le daba ese argumento de cajón, en apariencia, le permitía seguir adelante con sus pequeñas cosas cotidianas. Hasta que llegó a su mente la luz de un descubrimiento vital para el ser humano, que él se negaba con terquedad a enterrarlo bajo un montón de dinero. Por mucho que fuera para él mismo.

Decidió hablar con el CEO del grupo farmacéutico que le había hecho la única oferta, saltándose toda su cadena de mando. Le parecía inconcebible lo que estaba sucediendo. Le ofrecían una fortuna por... Callarse y desvincularse de su fenomenal medicamento. Buscó por la Red, no le supuso mucho esfuerzo. Un par de horas de avión, residía en Londres. Preparó una pequeña maleta con lo justo, se despidió de los suyos y casi cogió en marcha el primer vuelo hacia Heathrow... Mirando una vez y otra quienes estaban a sus espaldas... Porque albergaba esa desasosegante sensación de que le estaban observando.

No subió a su habitación. Dejó su solitario equipaje en la recepción del modesto hotel donde pernoctaría. Aún quedaba día. Lo bueno de esos vuelos a horas intempestivas es que te dejan casi toda la jornada para hacer cosas, compras, etcétera. O una visita que no se había anunciado. Miró a su alrededor para ver si algún taxi estaba cerca. No era así. Quien se detuvo a su altura fue un imponente “Bentley” con un ocupante, una señorita, en el asiento de atrás, además de su conductor, lógicamente. Le exhortó a subir en español con marcado acento británico. Vega rehusó la proposición. “Sabemos quien es y a lo que ha venido. Puede perder el tiempo llamando a un taxi o venir conmigo para hablar con nuestro Consejero Delegado. Usted decide...” Entonces no había sido una ilusión, le estaban controlando los movimientos todo el tiempo...



Cerré la puerta casi a la vez que el vehículo se puso en marcha. No me sentí amenazado pero sí inquieto. Por lo tanto, mi intuición no me engañó, habían estado siguiendo mis pasos. Me tranquilizó, a medias, llegar a la conclusión de que si hubieran querido hacerme daño, nada lo habría evitado. La mujer iba muy maquillada, alguien del entorno más cercano al directivo, puede que su secretaria, pero lo descarté porque la situé sobre los cuarenta. Una persona de su confianza indudablemente. No se identificó. No abrió la boca en todo el recorrido hasta una gran casa en las afueras de Londres, lejos de la ostentación de los barrios de Belgravia, Mayfair o Knightsbridge. La casa, más bien mansión, se levantaba en una parcela enorme, el coche tardó unos minutos desde que se abrió la verja automatizada hasta que se detuvo al pie de una pequeña escalinata, ante la puerta principal. Mi acompañante me hizo un gesto para que siguiera su estela de pasos. Cruzamos el vestíbulo, un largo pasillo, ascendimos unos peldaños y entramos en una sala, bastante grande, que presumí como un despacho o una biblioteca, decorada de un modo ecléctico y con poco gusto. Una confirmación de que el dinero, por sí solo, no tiene estilo.

Y un hombre, de unos cuarenta y muchos, hablando en alemán por teléfono. Un tal Adam Greenberg, fotogénico pero poco amigo de hacerse publicidad. Cabello cuidadosamente cortado y con aspecto de recién afeitado. No llevaba puesto el traje que imaginaba que tendría. Era una licencia desde hacía pocos años, que los directivos utilizasen aquel tipo de prendas nada más que lo inexcusable, luciendo ropa “casual wear” en su vida normal, eso sí, de notorias marcas caras. Muy caras. Bueno, yo mismo tampoco iba demasiado “formal”, aunque sus zapatos ya valían lo mismo que todo lo que pudieran contener mis armarios. E incluso sobraría. Era cierto que los tiempos cambiaban. Exclusivamente en lo formal, porque lo demás seguía igual, como esa canción que cantaba no-sé-quien antes de que me llamasen a este mundo... El señor Greenberg me hizo una seña, me ofrecía asiento educadamente. La despreocupación con la que continuaba su diálogo telefónico me daba a entender que sabía perfectamente que no conocía ese idioma. El sol colaba sus rayos con tímida calidez a través del ventanal que presidía la estancia. Paseé mi vista por la mesa que se interponía entre nosotros. Un tronco piramidal de marfil exquisitamente labrado como si estuviera construido de ladrillos, usado de manera original como pisapapeles. Ignoro que le parecería al pobre elefante del que procedía... Mobiliario informático de última generación. Ni un solo papel. Tan pulcro como si lo hubieran acabado de limpiar, o tan limpio como si su uso fuera meramente testimonial. Dejó el teléfono sobre la mesa.

- Buenos días. Le ruego que me disculpe, - solicitó en impecable español – hablaremos en su idioma, si no le parece mal. Seguramente se expresará con más facilidad en su lengua vernácula que en inglés...
- Sí, buenos días, - contesté azorado, no esperaba que hablase mi idioma con tanta fluidez – se lo agradezco de veras. Tengo que dominar la lengua inglesa por mi profesión, pero prefiero mi idioma, obviamente.
- Estupendo, ¿le apetece un té? ¿Un café con leche, quizás?
- Un té solo estará bien, gracias.

Llamó por un intercomunicador y pidió dos tazas de té.

- Bien señor Vega... Ha sido usted muy osado saltándose a sus interlocutores de nuestra filial para venir a hablar conmigo. Claro que este asunto bien lo vale. ¿Qué es lo que quiere? O debería preguntar “¿cuánto?”...
- Por lo visto, no es algo que no tuviesen previsto. O sabido. ¿Eran ustedes los que me seguían?
- ¿Seguir? ¿Por qué? – Aparentó sorpresa. - ¿Acaso ha visto a alguien tras sus pisadas?
- No. Desde luego que no. Sin embargo, eso no quiere decir nada.
- La vieja pelea entre apariencia y realidad, ¿verdad? Como en esa película de Antonioni sobre un fotógrafo y un parque... ¿Cómo se llamaba?
- “Blow-up”, - aclaré con la intención de ver adonde llevaba la conversación – se basaba en un relato de Cortázar.
- La Literatura ofrece los mejores guiones. – Sonrió aséptica y artificialmente. - ¿Por qué piensa que le hemos estado vigilando?
- Yo no he pronunciado ese término... – Procuré mostrar frialdad. - No obstante, es lo que se puede deducir cuando han ido a buscarme a la puerta de mi hotel.
- Cortesía británica. No estaría bien ofrecerle cien millones de euros y permitir que llegase hasta mi residencia en un simple taxi. ¿No le parece?
- Si usted lo dice... Ya que menciona una paradoja, le sugiero otra... – Me invitó con sus manos a plantearla. – Me hacen una oferta, de ese descomunal importe, por un descubrimiento... ¿Para no explotarlo?
- Créame que lo rentabilizamos de ese modo, - su gesto no disimuló que la pregunta le había incomodado un poco – aunque no como usted piensa. Hemos llegado a un punto en que los márgenes de beneficio que podamos obtener son una consideración secundaria en numerosos casos. Como si hiciéramos una inversión a largo plazo...
- Razón de más, - creí que le había puesto frente a su propia contradicción - si no entran en cálculos de beneficios o de riesgos, ¿qué les impide fabricar un producto que salvará millones de vidas y que mejorará la existencia de toda la Humanidad? ¿Qué mejor prueba de fraternidad universal, de pura filantropía?

Greenberg fijó sus ojos en mí como quien valora dar una estocada.

- Es curioso ver como cambian ciertas palabras según quien las diga. – Volvió a usar la misma sonrisa forzada y el amable tono monocorde de su voz. – Mire, le ofrecemos esa cantidad justo por lo contrario de lo que pretende. Ya está: Implícitamente ha recibido la luz, ha demostrado su valía, merece que le saquemos de la masa, de la sociedad. Y es esa cantidad precisamente para que forme parte de un nuevo orden de cosas, de un statu quo, que le haga desistir de ponerlo en peligro aunque proceda de fuera, ¿comprende? Cuando se tiene mucho que perder es cuando más leal se vuelve uno a determinados conceptos.
- Pero... ¿Por qué?

Entró una persona del servicio trayendo una bandeja con las dos tazas y un platito con galletas. Greenberg ordenó que lo dejase a un lado y que se fuera. Ahora sus modos eran los de alguien muy familiarizado con el ejercicio de mandar. Cogió distraídamente una “cookie” y se la llevó a la boca, degustándola durante unos segundos.

- Verdaderamente esa cuestión vale la cifra que le hemos sugerido. Hay personas que morirían por saberlo y otras que morirían para que no se supiese. Pero todas matarían por estos millones, ¿sabe? Cada persona tiene un precio, como los artículos que están en los supermercados. Sospecho que usted sabe la respuesta de la interrogante que me formula... A pesar de ello, se obstina en no reconocerla por mucho que sus conclusiones científicas le hayan puesto, accidentalmente o no, frente a ella... Hablábamos de cine, ¿no es cierto?
- Sí, - respondí pensando que iba a cambiar de tema – aunque no veo que...
- Por favor... - Alzó su mano para que le dejase continuar. – Vamos con ejemplos concretos... Una fastidiosa sensación la de aguardar su turno en la fila, para luego quedarse sin las entradas de la película que tanto deseábamos ver... Ni que decir lo detestables que resultan algunos vecinos ruidosos. ¿Y la frustración de ir a comprar algo que han agotado? O los medios de transporte públicos, atestados de personas, muchas de ellas con poca afición a los hábitos higiénicos... ¿No se ha sentido agobiado, como si le faltase el aire, en medio de una multitud? ¿No ha pensado nunca que el principal problema de la sociedad humana, en su conjunto, es precisamente que hay demasiada gente en el mundo?

Así que habíamos llegado al fondo del asunto. Era cierto que me rondaba la cabeza, sin embargo, me negaba a darle credibilidad, cosas de conspiranoicos, como se intenta ignorar un amenazante e inexplicable ruido en el pasillo de casa, en medio de la oscuridad de la madrugada.

- Creo que nadie tiene autoridad para decidir eso, y menos para nombrar a los que no debieran de estar aquí, no, bajo ningún criterio.
- Es muy loable su filantrópico modo de pensar, - me señaló con su dedo índice, como si fuera a sentenciarme por algún delito – poco práctico también. No podemos permitir que la vida de cientos, miles de millones de personas sin importancia, completamente prescindibles, hagan peligrar los recursos, finitos le recuerdo, de nuestro planeta. La realidad es que la vieja Tierra está harta de esta Humanidad que se comporta como un tumor desbocado. La buena noticia es que la metástasis se puede corregir. De hecho, la estamos corrigiendo...
- Nunca hablaría... – Repliqué entrecortadamente. – No, jamás, del género humano en esos términos.
- Es muy sencillo: Menos gente, más recursos para repartir. – Respiró profundamente y empezó a hablar bajo, como si contase algo muy confidencial. - No aportan nada, solamente procrean, procrean y procrean. Son animales. ¡No merecen vivir! ¿Tan ingenuo es usted que piensa que no se ha descubierto un remedio para curar el cáncer, el VIH, el Alzheimer...? Pues sí, evidentemente que existen sobre el papel. Pero no verán la luz. Sería el colmo, multiplicaríamos la población humana entre los que no se mueren y los que siguen naciendo pese a nuestros esfuerzos. Desprestigiamos la maternidad y la paternidad; nos hemos empeñado en cizañar, en convertir en insoportable, la despreciable, oscurantista y vetusta institución que es la “familia”... ¿Ve como no es una cuestión de beneficios empresariales, del montón de dinero que ganaríamos? No nos interesa porque tenemos más del que usted pueda imaginar en todos los días de su vida... Más aún, ¿por qué cree que les estamos enfermando con los artefactos, bebidas, alimentos y fármacos que les vendemos? ¡Quítese la venda de los ojos! Ha demostrado estar por encima de ellos, ¡disfrútelo, caramba! ¿Por qué cree que los gobiernos están implantando políticas de interrupción del embarazo con tanto apresuramiento? ¿A qué cree que obedecen los recortes en sanidad y otras materias? Estamos fomentando una, ¿cómo llamarlo?... “Eugenesia encubierta”, porque esto no da más de sí. Y tampoco queremos que dé más de sí. Siguiendo en esta línea hasta nosotros nos quedaremos sin nada, y no lo permitiremos, no lo dude, querido amigo Vega. Cien millones no son nada si lo logramos. ¿Qué quiere?, ¿doscientos? ¿Trescientos? ¡El mundo es nuestro! Los tendrá si acepta nuestras condiciones, que ya serán completamente suyas porque formará parte de nosotros.

“Nosotros”. Primera persona del plural que había estado presente todo el tiempo. Monolítico, intimidante, atento, paciente, cauto y sin escrúpulos, como un ojo sin párpado que abarcase cada nacido en este Valle de Lágrimas. “Nosotros”...

- Y ¿quiénes son ese “nosotros”?



La luz del sol brillaba de un extraño modo sobre el tronco piramidal que había sobre la mesa, estrellando su reflejo sobre el techo, como si un misterioso ángel caído recordase, con su fulgor, que la blasfemia de alimentar el anhelo de ser más que Dios no es una peculiaridad específica de ángeles rebeldes.