domingo, 24 de mayo de 2015

Dies Irae

“Señor, libera mis manos para ser instrumento de tu Ira. Señor, libera mis manos para que rediman sus pecados con su dolor. Señor, libera mis manos para llevar el Infierno a los inicuos.” Tenebrarum codex, circa 500 a.D.

Se repite el mismo espectáculo una vez tras otra. Cambian envoltorios, pero la podredumbre es la misma. ¿Por qué dudar? ¿Por qué no arrasarlo todo una vez más? Apolión torció el gesto y desvió la mirada. Dios lo sabrá todo, pero no explica nada. ¿Tanta consideración merece esta Humanidad, que crucificó a su Hijo por medio de su maldito pueblo elegido? Estúpidos Hijos de Adán y Eva, seducidos por la puerca de Lilith, arrastrados y condenados por el engaño del Príncipe del Amanecer. Sí, él estará encantado cuando reciba la orden de asolarlo todo. Justicia. No hay mayor equidad que la que reduce todo a la nada. Quienes tanto mal hacen a sus semejantes no pueden esperar más que la cosecha de ese mismo mal que llevan sembrando siglos…


El pelotón obedece la orden de alto que ha dado su sargento. El rostro de los soldados refleja sentimientos diversos. Unos estupor, otros sarcasmo, todos la fatiga de una guerra que ninguno sabe a ciencia cierta cómo empezó. Desde luego que ninguno sabe si la terminará.

El enemigo, ese término difuso, sin expresión porque nunca posee cara, les pisa los talones. Todos saben que se hallan perdidos, no porque ignoren su posición en un mapa, no porque tengan claro que sus lejanos mandos los dan por muertos, sino porque hace mucho tiempo que ese es el estado natural del Hombre, más allá de cualesquiera otras consideraciones, desde la Noche de los Tiempos en que las estrellas se lo susurraron a nuestros aterrorizados y solitarios antepasados. Si hay una certidumbre que clama al Cielo, esa es la de la absoluta soledad frente al horror.

Cerca del pelotón, un civil moribundo pide un cigarrillo al soldado que tiene más cerca. El soldado le mira y le responde que no fuma, que no tiene tabaco. El paisano entorna unos vidriosos ojos que ya no ven y su cabeza se ladea. La espantosa herida deja a la vista que le habían volado el área occipital de su cráneo. El veterano, curtido por todas las heridas y mutilaciones que llevaba contempladas, no se logra explicar cómo pudo articular siquiera esa petición. Cosas que pasan. En el manicomio que es la Tierra entera, los únicos que muestran cordura son los difuntos. El suboficial, pendiente de la escena, se encoge de hombros, escupe al suelo y ordena continuar la marcha. Los soldados se disponen a proseguir de mala gana. Escaso sueño, menos alimento, una interminable marcha a ningún sitio y la generosa ración diaria de devastación que los gobernantes sirven con largueza a sus exhaustos y diezmados pueblos. El mundo se viene abajo.

- ¡Mi sargento, tenemos al enemigo por todas partes!

El radar de Infantería se volatilizó con su sirviente, habían abierto fuego contra ellos. Apenas se escuchaba algo entre el atronador estruendo de las explosiones. Que cada palo aguante su vela, que cada novia se ocupe de su velo, que cada pábilo se aferre a su llama. Apretar los dientes y desplegarse, por lo menos que el enemigo tenga que esmerarse para acabar con ellos y no los ventile con un puñado de de pepinazos de carros de combate. El resplandor que causaba el estallido de los proyectiles le recordó los días sin fin, en aquellos veranos que disfrutó en su adolescencia. Luz, playa y arena blanca, infinita, hasta donde se perdía su ilusionada y joven mirada.

Luz cegadora, sucio barro y toda ilusión perdida, arrancada y desgarrada por las estocadas que ha ido propinando una vida que nunca imaginó para él ni para sus soldados. Juraron que defenderían a su patria, no que la traicionarían cumpliendo órdenes de sus políticos. Demasiados remordimientos para tan escaso tiempo. Todo acabaría pronto. Percibían el sonido de las orugas abriéndose camino contra ellos. No iban a rendir sus vidas como ratas asustadas en un agujero. Desplegó un pequeño mástil retráctil, parecido a una antena de radio, y desligó la bandera que besó una soleada mañana, ebrio de la esperanza que le infundió su nación, y la hizo tremolar furiosamente mientras se ponía al descubierto. A menudo resulta que la desesperación es el combustible que nos impele a ser héroes. Si no se puede hacer nada, siempre se puede dar ejemplo.


En ese instante, salido de la nada, aparece un hombre. Su semblante transmite triste sosiego. Todo queda en absoluto silencio. Nada se mueve, como paralizado por la irrupción del desconocido. El sargento le mira estupefacto.

Nunca se sabe de dónde viene. Tampoco su destino. Algunos creen que se trata de un monje, un fraile, un religioso en definitiva. Así lo juzgan porque suele acompañarse de un Rosario de madera, pequeño y sencillo, y se viste con largas vestiduras, que recuerdan el hábito que lucen las personas de esa condición. Sin embargo, muchos de los que se han cruzado en algún momento con él, intuyen que sus ropas son sólo eso, ropas, que usa para cubrirse, y que esconde algo indefinible que, sin ser amenazante, les causa vértigo y respeto.

Es un hombre de complexión fuerte, alto sin humillar, con el pelo corto y descuidado de clara inspiración militar, afeitado; cargado con unos treinta y cinco o cuarenta años. Hay ocasiones, bajo determinada luz, que parece superar esa edad, acarreando siglos como Sísifo hacía con su peña hasta la cima, para verla rodar ladera abajo. En el fondo de su mirada reposa serena la melancolía, no muy lejos de una esperanza que es la misma que desprenden sus palabras. Palabras, a veces, trémulas y espantadas de alguien que ha visto demasiado dolor; en otras vehementes y entusiasmadas por saber que, después de todo, lo mejor está por venir.

Llega, se dirige a alguien en particular por razones que únicamente conoce él, le da o recibe algo, cuenta un episodio o hecho sin conexión aparente con la situación y los presentes, mira al Infinito antes de bendecirte y despedirse, y luego se pone a caminar, con esa patria espinada a cuestas que son sus recuerdos y sus plegarias. Nadie sabe de dónde procede y nadie sabe nada de él.

Nadie sabe su nombre a ciencia cierta porque pocos son los que han llegado escucharlo...

Llega hasta al sargento y se detiene frente a él. Le examina sin decir palabra durante unos segundos. El perplejo militar le pregunta si ya están muertos…

- Concedéis demasiado valor a vuestros Días aquí. Y eso mismo os impide disfrutar de ellos, valorarlos como debiera ser. – Contestó el religioso. – Los muertos están más vivos que los vivos, así que eso no ha de preocuparte, sargento… Vida, muerte… No son más que capítulos de vuestra Eternidad. Es algo accidental, por decirlo así. Lo peor es el sufrimiento, el dolor. Eso es opcional. Es la consecuencia de la Tentación. Cuando alguien seduce a la mujer de su prójimo, cuando alguien codicia mayor riqueza de la que merece para su sustento, lo que trae es el dolor de una casa, trae la miseria de otro que no tiene para vivir. Tratáis con el Horror, día a día, como si fuese algo ajeno a vosotros. No es así. No, no lo es. Lo llevamos con nosotros, Es una bestia que alimentamos todos, aunque sólo unos cuantos, siempre demasiados, sean los culpables de desatarla para que campe por sus respetos.

Os espantáis de los cadáveres que dejáis atrás. De los compañeros que abandonáis insepultos, de la devastación, del olor a muerte que acompaña cada uno de vuestros pasos, de los niños que habéis visto morir, de los que os han ordenado asesinar… ¿Es qué esperabais otra cosa de este siglo XXI, digno sucesor de los que le han precedido? Ahora incluso tenéis una tecnología que es capaz de acabar con millones de seres humanos en un abrir y cerrar de ojos, sin arriesgar otra cosa que se enfríe la taza de café que aguarda al victimario a unos centímetros de la misma mano que mata a toda esa gente. Y le pedís a Dios una explicación, un asidero que os ancle a una sensatez que no es más que una entelequia porque no es tan tangible como lo que estáis viviendo… El horror. Sí. Tan viejo como el mundo. Siempre insaciable. Siempre pegado a nuestra alma. Siempre alimentado por ella misma. No juzguéis lo que forma parte de su esencia

Fue hace mucho. Es una Historia que conocéis porque os la han contado en muchas ocasiones, yo estuve allí. Parece que únicamente se atiende a quien ha visto y vivido sucesos en primera línea. No se escucha apenas al cronista, pero sí al superviviente. La mano que da vida es la misma que la quita… Fue hace tanto que no lo creerás, sin embargo no importa porque yo sé que estuve allí. Y Él lo sabe también, por eso voy andando por estos caminos desde entonces, sin que el Tiempo ni la Muerte osen tocarme. Al principio pensé que era mi castigo, luego me percaté de que era mi Misión. Los campos de batalla. Los he conocido todos. Recuerdo el rostro de cada soldado caído… Yo también fui soldado. Elegí serlo, así que no me quejaré de la desolación que sembré a mi paso ni del daño que me hicieron. Ni de que se me encomendase vagar por el mundo. Cuando uno da por cierto que existir, nacer y morir, es un disparate, no alberga protesta. Sólo esperanza

En aquellos días todo estaba revuelto, con falsos profetas cacareando que los Días estaban llegando a su término. Una  locura, Jerusalem era un hervidero de rumores y teníamos miedo. Ese invitado jamás se hace de rogar. Lo peor que le podía suceder a un funcionario romano era ser destinado allí, y los soldados acantonados en aquella ratonera contábamos lo que nos quedaba para salir de ese manicomio. Además era Pascua y la ciudad multiplicaba por dos o tres su población. Enfrentarse a un motín en esas condiciones era muy arriesgado y nuestra particular manera de conjurarlo era a través del horror. El mismo del que os quejáis. El mismo que lleváis. El mismo que yo mismo purgo y procuro espantar con la Palabra del Señor...

No Le conocía. Sí, había oído hablar de Él, ¿quién no? Pero esa maldita mañana era uno más, uno a quien la multitud de judíos que se habían arremolinado en el patio de la Fortaleza Antonia había preterido en lugar de Barrabás. Los mandos nunca dan explicaciones. Únicamente órdenes, bien lo sabes. Para nosotros no era más que un reo. Sin embargo no es una disculpa. Han pasado siglos y lo peor de todo es que el Hombre se obstina una y otra vez en ser guadaña y no simiente de Libertad.

No entendía el ensañamiento, el encono de la muchedumbre. En realidad, las crucifixiones sólo atraían a ociosos y a valentones de taberna que luego acudían a ahogar los detalles en una jarra de vino picado en compañía de alguna ramera. No obstante, aquella ejecución fue diferente. Le fueron insultando y escupiendo todo el camino. ¿Qué daño les había causado ese Hombre? Los malhechores soportaban el escarnio de sus víctimas; los asesinos, el de los parientes de los asesinados. Aquel tumulto rezumaba odio cuando ninguno de ellos había recibido la menor afrenta de Jesús, muy al contrario: Les había mostrado el Camino. No se sentían satisfechos con la brutal flagelación que había padecido a manos de mis conmilitones, no, proferían imprecaciones sin fin, hasta el punto de que tuvieron que intervenir los soldados de la guardia que escoltaba a los condenados para que no desbordasen el perímetro de seguridad.

Sí, sargento, yo fui quien ordenó a los soldados que le clavasen en la Cruz. Yo ví cómo manaba la sangre por sus incontables heridas, cómo el bonete de espinas desfiguró sin piedad sus facciones, cómo realizamos mecánica, cruel y eficientemente todo lo relativo a la ejecución. Y me encogí de hombros como tú hiciste hace unos minutos. Eso te reduce a la misma escoria que los que le clavamos en la Cruz, o los que aprietan un gatillo o un botón. Pudimos hacer algo, sí, pero no lo hicimos, por cumplir órdenes y por miedo. Dolor en definitiva. El miedo te convierte en un jodido esclavo, ¿sabes sargento? Te pasas la vida sorteándolo hasta que te alcanza, entonces te das cuenta de que nunca has sido libre, de que siempre has terminado haciendo lo que otros, que te odian, querías que hicieses. Y Él mismo incluso, demostró que se puede ser más libre en una Cruz que cómodamente sentado en una tumbona, en la playa que recordabas hace unos momentos…

Escogemos entre lo malo y lo peor, dando manotazos a diestro y siniestro, como si ello pudiera liberarnos de un menú indeseable que no queremos en nuestra mesa. ¿Escogí estar de servicio ese día? Tú: ¿Acaso deseaste el mando de tu pelotón? Eso no importa. La cuestión es que el Destino te pregunta directamente, una jornada cualquiera, qué eres. Y la respuesta te la da un espejo que no te miente, al que no vuelves a mirar porque el de la imagen reflejada sí que sabe, en el fondo, que por encima de una orden malvada, que por encima del miedo, que por encima de cualquier espejismo está la Libertad suprema de escoger la Verdad. Y ser un cobarde no te deja en buen lugar…

Alzamos la Cruz. Aún recuerdo su quejido cuando quedó suspendido de los clavos. Parecía anochecer y estábamos en pleno día. Una Mujer lloraba desconsolada, acompañada de un joven, casi un niño, y de otras personas, que tampoco se libraban de padecer las injurias de la gentuza que estaba allí. ¿Piensas que eran diferentes de nosotros, sargento? No. No lo eran, porque el Mal que les animaba era el mismo. Siempre es el mismo, jugando con vosotros a una partida de ajedrez que nunca ganaréis solos porque únicamente lo haréis si os retiráis del juego. Esa es la auténtica Libertad: Decirle al que manda que no tiene autoridad sobre vosotros porque no la ha recibido de Aquel que la detenta sobre el Universo.

Y lo increíble, lo que jamás había visto antes es que nos perdonaba. Los ajusticiados suplicaban clemencia, o se revolvían desesperados contra los verdugos. Él no… Simplemente dijo que teníamos que ser perdonados porque no sabíamos lo que hacíamos. Es que no lo hemos sabido en ningún momento. Nos echan del útero de nuestras madres de mala manera, vamos dando tumbos por la vida haciendo y haciéndonos daño y cuando algunos empiezan a tener idea de lo que se debe de hacer, resulta que su camino por este Valle se acaba. Game over, soldado…

Solamente quise que obrase un prodigio, que la herida que le causé con la lanza en su costado fuera el precipitante de otro milagro, tan asombroso que todos se postrasen a sus pies… Y lo fue. Nunca volví a ser el veterano disciplinado y displicente que servía a Roma. ¿Sabes? Es ridículamente fatuo considerar que una simple persona, cualquier persona, esté por encima de otra. Os preguntáis por el sentido de las cosas. Pues bien, eso es una de las muchas que no lo tiene ni de lejos. En lugar de plantearos cuestiones que no responderéis Aquí, empezad a valorar que tiene realmente sentido de esa ficción que aceptáis sin más y que llamáis “realidad”… Y se cumplirá que la Verdad os hizo libres. Las rosas no necesitan miradas para florecer. Cuando se marchitan no queda rastro de su belleza. Ese es el milagro, que de la Nada, del caos, del dolor, del sufrimiento, con todo y con ello aún brote, de lo más profundo de la Tierra, un rayo de Luz. Él me ordenó que difundiese un mensaje que únicamente escuché con el corazón. Me dijo que estaría allí donde se me necesitase, del mismo modo que estuve junto a Él, al pie de su Cruz. Yo no merezco tanto. Al fin y al cabo no soy más que un soldado como tú…


Apolión se quedó pensativo tras haber contemplado la escena. Nunca le resultó simpático el verdugo del Hijo de Dios, al que servía tan incondicionalmente que no dudará cuando tenga que ayudar a Mal para que la Humanidad enfile su Redención final. No le caía bien en absoluto y no comprendía la razón por la que el Señor fue tan generoso con el legionario, a pesar de ello, encontró una profundidad en sus palabras que le dejó desconcertado. Él que estaba llamado a ser el ángel de Destrucción que asolaría la faz de la Tierra, el que reduciría todo a escombros para borrar toda memoria, el que repartiría con prodigalidad el llanto y crujir de dientes del Fin de los Tiempos, el que haría dichosos los vientres que no concibieron, el que procuraría que los más felices fueran los muertos en el Día de la Ira, él, Apolión, humilde ángel del Señor Dios, recordó un salmo, y sin darse cuenta, lo entonó…

“De profundis clamavi ad te, Domine;
 Domine, exaudi vocem meam.
Fiant aures tuae intendentes
in vocem deprecationis meae.
 Si iniquitates observaveris, Domine,
Domine, quis sustinebit?
 Quia apud te propitiatio est,
ut timeamus te.
 Sustinui te, Domine,
sustinuit anima mea in verbo eius;
speravit anima mea in Domino
magis quam custodes auroram.
Magis quam custodes auroram
 speret Israel in Domino,
quia apud Dominum misericordia,
et copiosa apud eum redemptio.
Et ipse redimet Israel
ex omnibus iniquitatibus eius.”*

Puede que después de todo, la Creación entera no fuese sino esa peña que Sísifo intentaba hacer llegar a la cima de la montaña…

*Traducción, Salmo 130:

“Desde lo más profundo te invoco, Señor,
¡Señor, oye mi voz!
Estén tus oídos atentos
al clamor de mi plegaria.
Si tienes en cuenta las culpas, Señor,
¿quién podrá subsistir?
Pero en ti se encuentra el perdón,
para que seas temido.
Mi alma espera en el Señor,
y yo confío en su palabra.
Mi alma espera al Señor,
más que el centinela la aurora.
Como el centinela espera la aurora,
espere Israel al Señor,
porque en Él se encuentra la misericordia
y la redención en abundancia:
Él redimirá a Israel
de todos sus pecados.”