“Señor, libera mis manos para ser instrumento de tu Ira.
Señor, libera mis manos para que rediman sus pecados con su dolor. Señor,
libera mis manos para llevar el Infierno a los inicuos.” Tenebrarum codex, circa 500 a.D.
Se repite el mismo espectáculo una vez tras otra. Cambian
envoltorios, pero la podredumbre es la misma. ¿Por qué dudar? ¿Por qué no
arrasarlo todo una vez más? Apolión torció el gesto y desvió la mirada. Dios lo
sabrá todo, pero no explica nada. ¿Tanta consideración merece esta Humanidad, que
crucificó a su Hijo por medio de su maldito pueblo elegido? Estúpidos Hijos de
Adán y Eva, seducidos por la puerca de Lilith, arrastrados y condenados por el
engaño del Príncipe del Amanecer. Sí, él estará encantado cuando reciba la
orden de asolarlo todo. Justicia. No hay mayor equidad que la que reduce todo a
la nada. Quienes tanto mal hacen a sus semejantes no pueden esperar más que la
cosecha de ese mismo mal que llevan sembrando siglos…
El pelotón obedece la orden de alto que ha dado su
sargento. El rostro de los soldados refleja sentimientos diversos. Unos
estupor, otros sarcasmo, todos la fatiga de una guerra que ninguno sabe a
ciencia cierta cómo empezó. Desde luego que ninguno sabe si la terminará.
El enemigo, ese término difuso, sin expresión porque
nunca posee cara, les pisa los talones. Todos saben que se hallan perdidos, no
porque ignoren su posición en un mapa, no porque tengan claro que sus lejanos
mandos los dan por muertos, sino porque hace mucho tiempo que ese es el estado
natural del Hombre, más allá de cualesquiera otras consideraciones, desde la
Noche de los Tiempos en que las estrellas se lo susurraron a nuestros
aterrorizados y solitarios antepasados. Si hay una certidumbre que clama al
Cielo, esa es la de la absoluta soledad frente al horror.
Cerca del pelotón, un civil moribundo pide un cigarrillo
al soldado que tiene más cerca. El soldado le mira y le responde que no fuma,
que no tiene tabaco. El paisano entorna unos vidriosos ojos que ya no ven y su
cabeza se ladea. La espantosa herida deja a la vista que le habían volado el
área occipital de su cráneo. El veterano, curtido por todas las heridas y
mutilaciones que llevaba contempladas, no se logra explicar cómo pudo articular
siquiera esa petición. Cosas que pasan. En el manicomio que es la Tierra
entera, los únicos que muestran cordura son los difuntos. El suboficial,
pendiente de la escena, se encoge de hombros, escupe al suelo y ordena
continuar la marcha. Los soldados se disponen a proseguir de mala gana. Escaso
sueño, menos alimento, una interminable marcha a ningún sitio y la generosa
ración diaria de devastación que los gobernantes sirven con largueza a sus exhaustos
y diezmados pueblos. El mundo se viene abajo.
- ¡Mi sargento, tenemos al enemigo por todas partes!
El radar de Infantería se volatilizó con su sirviente,
habían abierto fuego contra ellos. Apenas se escuchaba algo entre el atronador
estruendo de las explosiones. Que cada palo aguante su vela, que cada novia se
ocupe de su velo, que cada pábilo se aferre a su llama. Apretar los dientes y
desplegarse, por lo menos que el enemigo tenga que esmerarse para acabar con
ellos y no los ventile con un puñado de de pepinazos de carros de combate. El
resplandor que causaba el estallido de los proyectiles le recordó los días sin
fin, en aquellos veranos que disfrutó en su adolescencia. Luz, playa y arena
blanca, infinita, hasta donde se perdía su ilusionada y joven mirada.
Luz cegadora, sucio barro y toda ilusión perdida,
arrancada y desgarrada por las estocadas que ha ido propinando una vida que
nunca imaginó para él ni para sus soldados. Juraron que defenderían a su
patria, no que la traicionarían cumpliendo órdenes de sus políticos. Demasiados
remordimientos para tan escaso tiempo. Todo acabaría pronto. Percibían el sonido
de las orugas abriéndose camino contra ellos. No iban a rendir sus vidas como
ratas asustadas en un agujero. Desplegó un pequeño mástil retráctil, parecido a
una antena de radio, y desligó la bandera que besó una soleada mañana, ebrio de
la esperanza que le infundió su nación, y la hizo tremolar furiosamente
mientras se ponía al descubierto. A menudo resulta que la desesperación es el
combustible que nos impele a ser héroes. Si no se puede hacer nada, siempre se
puede dar ejemplo.
En ese instante, salido de la nada, aparece un hombre. Su
semblante transmite triste sosiego. Todo queda en absoluto silencio. Nada se
mueve, como paralizado por la irrupción del desconocido. El sargento le mira
estupefacto.
Nunca se sabe de dónde viene. Tampoco su destino. Algunos
creen que se trata de un monje, un fraile, un religioso en definitiva. Así lo
juzgan porque suele acompañarse de un Rosario de madera, pequeño y sencillo, y
se viste con largas vestiduras, que recuerdan el hábito que lucen las personas
de esa condición. Sin embargo, muchos de los que se han cruzado en algún
momento con él, intuyen que sus ropas son sólo eso, ropas, que usa para
cubrirse, y que esconde algo indefinible que, sin ser amenazante, les causa
vértigo y respeto.
Es un hombre de complexión fuerte, alto sin humillar, con el pelo corto y
descuidado de clara inspiración militar, afeitado; cargado con unos treinta y
cinco o cuarenta años. Hay ocasiones, bajo determinada luz, que parece superar
esa edad, acarreando siglos como Sísifo hacía con su peña hasta la cima, para
verla rodar ladera abajo. En el fondo de su mirada reposa serena la melancolía,
no muy lejos de una esperanza que es la misma que desprenden sus palabras.
Palabras, a veces, trémulas y espantadas de alguien que ha visto demasiado
dolor; en otras vehementes y entusiasmadas por saber que, después de todo, lo
mejor está por venir.
Llega, se dirige a alguien en particular por razones que
únicamente conoce él, le da o recibe algo, cuenta un episodio o hecho sin
conexión aparente con la situación y los presentes, mira al Infinito antes de
bendecirte y despedirse, y luego se pone a caminar, con esa patria espinada a
cuestas que son sus recuerdos y sus plegarias. Nadie sabe de dónde procede y
nadie sabe nada de él.
Nadie sabe su nombre a ciencia cierta porque pocos son
los que han llegado escucharlo...
Llega hasta al sargento y se detiene frente a él. Le
examina sin decir palabra durante unos segundos. El perplejo militar le
pregunta si ya están muertos…
- Concedéis demasiado valor a vuestros Días aquí. Y eso
mismo os impide disfrutar de ellos, valorarlos como debiera ser. – Contestó el religioso. – Los muertos
están más vivos que los vivos, así que eso no ha de preocuparte, sargento…
Vida, muerte… No son más que capítulos de vuestra Eternidad. Es algo accidental,
por decirlo así. Lo peor es el sufrimiento, el dolor. Eso es opcional. Es la
consecuencia de la Tentación. Cuando alguien seduce a la mujer de su prójimo,
cuando alguien codicia mayor riqueza de la que merece para su sustento, lo que
trae es el dolor de una casa, trae la miseria de otro que no tiene para vivir. Tratáis
con el Horror, día a día, como si fuese algo ajeno a vosotros. No es así. No,
no lo es. Lo llevamos con nosotros, Es una bestia que alimentamos todos, aunque
sólo unos cuantos, siempre demasiados, sean los culpables de desatarla para que
campe por sus respetos.
Os espantáis de los
cadáveres que dejáis atrás. De los compañeros que abandonáis insepultos, de la
devastación, del olor a muerte que acompaña cada uno de vuestros pasos, de los
niños que habéis visto morir, de los que os han ordenado asesinar… ¿Es qué
esperabais otra cosa de este siglo XXI, digno sucesor de los que le han
precedido? Ahora incluso tenéis una tecnología que es capaz de acabar con
millones de seres humanos en un abrir y cerrar de ojos, sin arriesgar otra cosa
que se enfríe la taza de café que aguarda al victimario a unos centímetros de
la misma mano que mata a toda esa gente. Y le pedís a Dios una explicación, un
asidero que os ancle a una sensatez que no es más que una entelequia porque no
es tan tangible como lo que estáis viviendo… El horror. Sí. Tan viejo como el
mundo. Siempre insaciable. Siempre pegado a nuestra alma. Siempre alimentado
por ella misma. No juzguéis lo que forma parte de su esencia…
Fue hace mucho. Es
una Historia que conocéis porque os la han contado en muchas ocasiones, yo
estuve allí. Parece que únicamente se atiende a quien ha visto y vivido sucesos
en primera línea. No se escucha apenas al cronista, pero sí al superviviente.
La mano que da vida es la misma que la quita… Fue hace tanto que no lo creerás,
sin embargo no importa porque yo sé que estuve allí. Y Él lo sabe también, por
eso voy andando por estos caminos desde entonces, sin que el Tiempo ni la
Muerte osen tocarme. Al principio pensé que era mi castigo, luego me percaté de
que era mi Misión. Los campos de batalla. Los he conocido todos. Recuerdo el
rostro de cada soldado caído… Yo también fui soldado. Elegí serlo, así que no
me quejaré de la desolación que sembré a mi paso ni del daño que me hicieron.
Ni de que se me encomendase vagar por el mundo. Cuando uno da por cierto que
existir, nacer y morir, es un disparate, no alberga protesta. Sólo esperanza…
En aquellos días
todo estaba revuelto, con falsos profetas cacareando que los Días estaban
llegando a su término. Una locura,
Jerusalem era un hervidero de rumores y teníamos miedo. Ese invitado jamás se hace de rogar. Lo peor que le podía
suceder a un funcionario romano era ser destinado allí, y los soldados
acantonados en aquella ratonera contábamos lo que nos quedaba para salir de ese
manicomio. Además era Pascua y la ciudad multiplicaba por dos o tres su
población. Enfrentarse a un motín en esas condiciones era muy arriesgado y
nuestra particular manera de conjurarlo era a través del horror. El mismo del
que os quejáis. El mismo que lleváis. El mismo que yo mismo purgo y procuro
espantar con la Palabra del Señor...
No Le conocía. Sí,
había oído hablar de Él, ¿quién no? Pero esa maldita mañana era uno más, uno a
quien la multitud de judíos que se habían arremolinado en el patio de la
Fortaleza Antonia había preterido en lugar de Barrabás. Los mandos nunca dan explicaciones.
Únicamente órdenes, bien lo sabes. Para nosotros no era más que un reo. Sin
embargo no es una disculpa. Han pasado siglos y lo peor de todo es que el Hombre
se obstina una y otra vez en ser guadaña y no simiente de Libertad.
No entendía el
ensañamiento, el encono de la muchedumbre. En realidad, las crucifixiones sólo
atraían a ociosos y a valentones de taberna que luego acudían a ahogar los
detalles en una jarra de vino picado en compañía de alguna ramera. No obstante,
aquella ejecución fue diferente. Le fueron insultando y escupiendo todo el
camino. ¿Qué daño les había causado ese Hombre? Los malhechores soportaban el
escarnio de sus víctimas; los asesinos, el de los parientes de los asesinados.
Aquel tumulto rezumaba odio cuando ninguno de ellos había recibido la menor
afrenta de Jesús, muy al contrario: Les había mostrado el Camino. No se sentían
satisfechos con la brutal flagelación que había padecido a manos de mis
conmilitones, no, proferían imprecaciones sin fin, hasta el punto de que tuvieron
que intervenir los soldados de la guardia que escoltaba a los condenados para
que no desbordasen el perímetro de seguridad.
Sí, sargento, yo
fui quien ordenó a los soldados que le clavasen en la Cruz. Yo ví cómo manaba
la sangre por sus incontables heridas, cómo el bonete de espinas desfiguró sin
piedad sus facciones, cómo realizamos mecánica, cruel y eficientemente todo lo
relativo a la ejecución. Y me encogí de hombros como tú hiciste hace unos
minutos. Eso te reduce a la misma escoria que los que le clavamos en la Cruz, o los que aprietan un gatillo o un botón. Pudimos hacer algo, sí, pero no lo
hicimos, por cumplir órdenes y por miedo. Dolor en definitiva. El miedo te
convierte en un jodido esclavo, ¿sabes sargento? Te pasas la vida sorteándolo
hasta que te alcanza, entonces te das cuenta de que nunca has sido libre, de
que siempre has terminado haciendo lo que otros, que te odian, querías que
hicieses. Y Él mismo incluso, demostró que se puede ser más libre en una Cruz
que cómodamente sentado en una tumbona, en la playa que recordabas hace unos
momentos…
Escogemos entre lo
malo y lo peor, dando manotazos a diestro y siniestro, como si ello pudiera
liberarnos de un menú indeseable que no queremos en nuestra mesa. ¿Escogí estar
de servicio ese día? Tú: ¿Acaso deseaste el mando de tu pelotón? Eso no
importa. La cuestión es que el Destino te pregunta directamente, una jornada
cualquiera, qué eres. Y la respuesta te la da un espejo que no te miente, al
que no vuelves a mirar porque el de la imagen reflejada sí que sabe, en el
fondo, que por encima de una orden malvada, que por encima del miedo, que por
encima de cualquier espejismo está la Libertad suprema de escoger la Verdad. Y ser
un cobarde no te deja en buen lugar…
Alzamos la Cruz.
Aún recuerdo su quejido cuando quedó suspendido de los clavos. Parecía
anochecer y estábamos en pleno día. Una Mujer lloraba desconsolada, acompañada
de un joven, casi un niño, y de otras personas, que tampoco se libraban de
padecer las injurias de la gentuza que estaba allí. ¿Piensas que eran
diferentes de nosotros, sargento? No. No lo eran, porque el Mal que les animaba
era el mismo. Siempre es el mismo, jugando con vosotros a una partida de
ajedrez que nunca ganaréis solos porque únicamente lo haréis si os retiráis del
juego. Esa es la auténtica Libertad: Decirle al que manda que no tiene
autoridad sobre vosotros porque no la ha recibido de Aquel que la detenta sobre
el Universo.
Y lo increíble, lo
que jamás había visto antes es que nos perdonaba. Los ajusticiados suplicaban
clemencia, o se revolvían desesperados contra los verdugos. Él no… Simplemente
dijo que teníamos que ser perdonados porque no sabíamos lo que hacíamos. Es que
no lo hemos sabido en ningún momento. Nos echan del útero de nuestras madres de
mala manera, vamos dando tumbos por la vida haciendo y haciéndonos daño y
cuando algunos empiezan a tener idea de lo que se debe de hacer, resulta que su
camino por este Valle se acaba. Game over, soldado…
Solamente quise que
obrase un prodigio, que la herida que le causé con la lanza en su costado fuera
el precipitante de otro milagro, tan asombroso que todos se postrasen a sus
pies… Y lo fue. Nunca volví a ser el veterano disciplinado y displicente que
servía a Roma. ¿Sabes? Es ridículamente fatuo considerar que una simple
persona, cualquier persona, esté por encima de otra. Os preguntáis por el
sentido de las cosas. Pues bien, eso es una de las muchas que no lo tiene ni de
lejos. En lugar de plantearos cuestiones que no responderéis Aquí, empezad a
valorar que tiene realmente sentido de esa ficción que aceptáis sin más y que
llamáis “realidad”…
Y se cumplirá que la Verdad os hizo libres. Las rosas no necesitan miradas para florecer. Cuando se marchitan no
queda rastro de su belleza. Ese es el milagro, que de la Nada, del caos, del
dolor, del sufrimiento, con todo y con ello aún brote, de lo más profundo de la
Tierra, un rayo de Luz. Él me ordenó que difundiese un mensaje que
únicamente escuché con el corazón. Me dijo que estaría allí donde se me
necesitase, del mismo modo que estuve junto a Él, al pie de su Cruz. Yo no
merezco tanto. Al fin y al cabo no soy más que un soldado como tú…
Apolión se quedó pensativo tras haber
contemplado la escena. Nunca le resultó simpático el verdugo del Hijo de Dios,
al que servía tan incondicionalmente que no dudará cuando tenga que ayudar a
Mal para que la Humanidad enfile su Redención final. No le caía bien en
absoluto y no comprendía la razón por la que el Señor fue tan generoso con el
legionario, a pesar de ello, encontró una profundidad en sus palabras que le
dejó desconcertado. Él que estaba llamado a ser el ángel de Destrucción que
asolaría la faz de la Tierra, el que reduciría todo a escombros para borrar toda memoria, el que repartiría con prodigalidad el llanto y
crujir de dientes del Fin de los Tiempos, el que haría dichosos los vientres
que no concibieron, el que procuraría que los más felices fueran los muertos
en el Día de la Ira, él, Apolión, humilde ángel del Señor Dios, recordó un
salmo, y sin darse cuenta, lo entonó…
“De
profundis clamavi ad te, Domine;
Domine, exaudi vocem meam.
Fiant aures tuae intendentes
in vocem deprecationis meae.
Si iniquitates
observaveris, Domine,
Domine,
quis sustinebit?
Quia apud te propitiatio est,
ut
timeamus te.
Sustinui te, Domine,
sustinuit anima mea in verbo eius;
speravit anima mea in Domino
magis quam custodes auroram.
Magis quam custodes auroram
speret Israel
in Domino,
quia
apud Dominum misericordia,
et
copiosa apud eum redemptio.
Et ipse
redimet Israel
ex
omnibus iniquitatibus eius.”*
Puede que después de todo, la Creación entera
no fuese sino esa peña que Sísifo intentaba hacer llegar a la cima de la
montaña…
“Desde lo más
profundo te invoco, Señor,
¡Señor, oye mi voz!
Estén tus oídos
atentos
al clamor de mi
plegaria.
Si tienes en cuenta
las culpas, Señor,
¿quién podrá
subsistir?
Pero en ti se
encuentra el perdón,
para que seas temido.
Mi alma espera en el
Señor,
y yo confío en su
palabra.
Mi alma espera al Señor,
más que el centinela
la aurora.
Como el centinela
espera la aurora,
espere Israel al
Señor,
porque en Él se
encuentra la misericordia
y la redención en
abundancia:
Él redimirá a Israel
de todos sus pecados.”