Peter Holden llevaba
tiempo trabajando en el documental que la BBC había encargado a su
productora, por aquello del centenario de la I guerra mundial.
“Parece que solamente nos acordamos de las cosas o de los sucesos
cuando se cumplen aniversarios redondos”, pensaba Peter, con mucha
discreción porque no quería perder su empleo de documentalista, en
unos tiempos en que las opiniones divergentes con el que paga, se
pagan con el despido. Libertad de expresión, como cualquier
libertad, únicamente tolerada cuando coincide con la conveniencia de
los que mandan. Agradecido por tener aún un medio de vida, el
diligente Holden se pasaba horas y horas navegando o sumergido, según
fuera desde su ordenador o en hemerotecas sin digitalizar, en busca
de artículos, fotografías impactantes e inéditas, o retratos que
tuviesen la virtud de narrar sin palabras lo que fue aquella lejana
guerra. Defecto humano, que nadie escarmienta en cabeza ajena y que
se tiene que vivir un espanto para conceder crédito a lo que nos
contaban nuestros mayores. Porque no, no exageraban ni un ápice, al
contrario, se llevaron muchos malos recuerdos a la tumba porque
sabían de sobra que el horror satura y no se cree cuando alcanza
determinadas e insoportables cotas.
No era la primera vez que
acometía una labor así. Sus cincuenta y tantos años habían
trazado una amplia experiencia en esas tareas, ya fueran documentales
sobre la Naturaleza, sobre el Universo, o sobre lo que tocase. Porque
toca ser polivalente, como se ha dicho, en una época en que
disfrutar de ese derecho al trabajo es un privilegio. Con ese
cuidado, con ese esmero, fue segmentando la información recabada
junto con sus compañeros, los antecedentes del conflicto, los
personajes principales de la tragedia, el difícil equilibrio de las
alianzas, los esfuerzos (en todos los sentidos) diplomáticos, las
batallas, los movimientos de tropas, la tragedia dentro de la
tragedia que fue Rusia, las nuevas armas, etcétera. Realmente ya
estaban entrando en la recta final, y todo, todo, se contaría con
sutileza “británica”, desde su perspectiva, porque, al cabo,
fue una guerra que ganó el Imperio Británico, junto con sus
desinteresados aliados, y eso estaba por encima de los
millones de muertos.
Peter estaba cerrando la
edición sobre la batalla de Passchendaele, una batalla más con un
bagaje altísimo en vidas para nada, como suele ser habitual por otra
parte. Al principio supuso que debió de tratarse de una alucinación
que tuvieron varios pelotones de soldados del V ejército británico.
La histeria colectiva se desboca en situaciones límite, y el fragor
de una batalla lo es, indudablemente. Una anécdota intrascendente
que, ni por asomo, se asomaría al contenido que el narrador, un
actor de campanillas, leería mientras las imágenes y las
entrevistas desfilaban alternativamente por la pantalla. Cosas de la
guerra, de la impetuosa e irrefrenable expresión de que se sigue con
vida, como bien sabían las embarazadas que no verían retornar a sus
anónimos y efímeros amantes, o como esos extraviados niños de
mirada perdida que por extraviarse han perdido hasta sus lágrimas.
Pero era curioso. Resulta
que la alucinación había pasado por encima de las trincheras porque
los soldados enemigos, del IV ejército alemán, también refirieron
el mismo hecho. Muchos testigos, demasiadas consecuencias, idénticas
para ambos contendientes. Hubo soldados que arrojaron sus armas y se
negaron a seguir combatiendo. Se cursó la orden de que fuesen
fusilados por sedición inmediatamente. No pudieron ser ejecutados
ese día. Nunca identificaron la causa de la imposibilidad. Un grupo
de soldados alemanes se encerró en una iglesia que había sido
arrasada por los británicos y se pusieron a rezar sin que nada ni
nadie pudiese sacarles de ese arrebato, ni tan siquiera la furiosa
artillería francesa que descargó todo su fuego sobre ellos... Sin
que hubiese una sola baja. Otro reporte que hablaba de que unos
combatientes aliados, sin diferenciar si eran franceses o súbditos
de su británica majestad, rechazó cumplir la orden de cargar cuando
el barro de su trinchera dejó al descubierto la blanca e impoluta
imagen de una virgen que lloraba sangre...
Ya no le parecía tan
anecdótico por los testimonios que se acumulaban, curiosamente Internet no recogía ninguno, hay olvidos tan inexplicables como los hechos que marginan. Ocurre a menudo
que uno no repara en una noticia y la pasa por alto, hasta que fija
la atención en ello y se tiene la sensación de estar bajo una serie
de detalles que apuntan en la misma dirección, como si alguien,
tenazmente, estuviera llamándote a gritos para que volvieses la
cabeza a su reclamo. Consultó con el coordinador de la productora,
que era de quien dependía, un hombre de unos treinta y cinco años.
“¿Estás bromeando?”, le contestó. “Ha pasado un siglo,
entonces la gente era muy dada a creerse cualquier cosa... Va a
resultar que las invenciones de unos militares en estado de shock por
estrés pos-traumático son de interés histórico”.
Peter sopesó la
respuesta, como si estuviese en terreno resbaladizo.
- El frente de
Passchendaele tenía más de una decena de kilómetros. Me he topado
con bastantes testimonios, no ya de nuestros compatriotas, sino
también de franceses y alemanes dando cuenta de un cúmulo de
fenómenos extraños, todos en la misma mañana. No sé lo que pasó,
pero fue muy notable porque es complicado, por no decir imposible,
poner de acuerdo a tantas personas, luchando en bandos distintos
además.
- No estás bromeando...
– Se llevó la mano a la frente con fastidio, como si le hubiese
entrado un terrible dolor de cabeza. - ¡No me lo puedo creer! ¿A
quién le importa un cuento así? Te lo explico... – Adoptó un
tono condescendiente, como si estuviera describiendo algo a un niño,
lo que incomodó al veterano documentalista. – La BBC nos paga una
pasta por contar lo que nos han dicho que hay que contar. Y
entonces, nosotros, que somos los expertos, vamos a lo
fundamental, que hubo una guerra muy mala, para lo que rescatamos
entrevistas de ex - combatientes que ya están criando malvas y que a
nadie le apetece saber la medida de su sufrimiento porque fue por una
buena causa. Además de que murió mucha gente por culpa de
gobiernos imperialistas, y que gracias a nosotros, ¡qué ganamos!,
triunfó la Democracia.
- Sí, – afirmó Peter
para luego ironizar, – por esa razón no ha habido más guerras
desde entonces...
La fulminante mirada del
coordinador cerró la sugerencia. No, no habría la menor mención a
lo acaecido en Passchendaele aquella lluviosa mañana de otoño de
1917. Quedaría durmiendo el sereno sueño de los justos en los
archivos hasta que el paso del tiempo diese su última paletada y
enterrase esos hechos bajo la plúmbea losa de la ignorancia.
¿O acaso no?...
Sábado por la mañana,
13 de octubre de 1917, frente occidental, Passchendaele, Bélgica.
Llovía de nuevo. Después
de pocas jornadas sin respirar barro, la lluvia incesante volvía a
insuflarle fuerzas para que todo fuese cieno. Los cadáveres
tendidos, pudriéndose lentamente en los agujeros que los obuses
habían excavado en la sufrida tierra, ahora llenos de lodo hasta sus
bordes. Se había dado el caso de soldados que habían muerto
ahogados, mientras patrullaban de noche, al pisar lo que pensaban que
era un simple charco. Y sin pedir auxilio, sabedores de que nadie iba
a arriesgarse a salir de esas ratoneras que eran las trincheras para
recibir un disparo de algún aburrido centinela enemigo. Por eso no
eran simples lodazales, sino pozos sin fondo de barro, pútrido,
viscoso y oscuro, que llegaban hasta el mismísimo Infierno.
Llovía y eso no era
nuevo para Wilhelm, joven capitán del Reichsheer (1), en su
Baviera natal también se desbordaba el cielo en otoño, pero en este
caso él percibía diferencias. En Flandes, el agua iba diluyendo el
suelo, hasta que la tierra era una masa pastosa que te tragaba, como
si quisiera cobrarse el préstamo en carne que le había dado a Dios
para crear al Hombre.
Wilhelm aguardaba la
orden de sus superiores para atacar. Había que contener la ofensiva
aliada sobre la región, tarea casi imposible porque los británicos
estaban recibiendo refuerzos canadienses y de la ANZAC (2), y los
norteamericanos ya iban llegando a Europa. Así que ello implicaba
mandar a la tumba a unos cuántos jóvenes alemanes. Más. Las
guerras las declaran los políticos, lo que en sí mismo ya es una
forma de corrupción, para que mueran en ellas los soldados. Siempre
ha sido de esa manera. Y un militar haciendo política ya no es un
militar, sino una mezcla informe y deforme de lo peor de ambas
condiciones.
Las órdenes se cumplen
con disciplina y patriotismo. Resulta curioso que los combatientes
tengan que alardear de ellas en las batallas, hasta el punto de
rendir sus vidas, mientras que a los que mandan se les exima de
demostrarlo. Les basta con las buenas y falsas palabras que les
dictan los que gobiernan de verdad en la sombra y desde las sombras
para engañar en las elecciones y ganarlas. Quizás esa sea la mejor
definición de “democracia”, toda una industria de la mentira.
Pero a Wilhelm esas reflexiones le llegaban en mal momento. Cualquier
pensamiento es malo antes de saltar de la trincheras bajo el fuego
enemigo. Su lluvia de metal te mata, y la del cielo te sepulta en ese
maldito cieno de Flandes. Verdaderamente, parecía que toda Bélgica
fuera un cenagal. Puede que el mundo entero lo fuera.
Así que recibirían el
mandato de salir para desgastar al enemigo, procurarían correr sin
tropezarse con las balas y los obuses aliados hasta que el corneta
avisase de que había que regresar a la trinchera. Más o menos lo
que solía ocurrir, por turnos, porque a ellos también les pasaba lo
mismo. Y transcurrían las semanas y los meses. Para los que tenían
suerte y sobrevivían, porque para los muertos el juego acababa para
siempre. Puede que después de tanta penalidad, de tanta estupidez,
de tanto sacrificio, ellos fuesen los más afortunados. La Vida
también es una maldita guerra de trincheras.
Había llegado el
momento. Pudo verlo en la mirada de su mayor. Con una señal le
indicó que su unidad sería la que iniciase la carga. Maldijo su
suerte porque él como oficial al mando sería el primero en salir.
Era lo lógico. Alguien tiene que dar ejemplo y guiarlos hacia el
Infierno... Desenfundó su Luger y la amartilló. Quiso
musitar una plegaria, pero no pudo recordar ninguna. “Gott mit
uns” (3), sí, Él estaría cerca, pero la desesperación es la
peor ceguera porque afecta al alma. Miró a sus hombres para que
estuviesen avisados. Miedo, terror, clavado silenciosamente en los
ojos. Ni el káiser Guillermo, ni ningún otro gobierno merecían
tanto. Y sus países... sus países, como sus mujeres, como sus
hijos, les necesitaban vivos. Hay un Reino por el que luchar, y por
el que morir, pero no es de este mundo.
Restalló la orden. Con
dificultad, con esa humedad que todo lo impregnaba, con el peso del
armamento, de la munición, de los años que no se sabe si se podrán
vivir tras esos instantes de estrépito, de confusión, de correr
ensordecidos por el fuego a discreción... Sucedió.
Era un simple hombre,
aproximadamente de treinta o cuarenta años, una edad indefinida, de
complexión fuerte, con el pelo cortado al estilo militar, como ellos
mismos, de rasgos definidos y angulosos, afeitado... Vestía un
hábito oscuro, sencillo, lo que hacía inferir que era un religioso.
Avanzaba justo por el medio de las líneas que estaban disparándose
entre ellas, con despreocupación, con una leve sonrisa incluso,
bendiciendo con la mano derecha a uno y a otro lado, a británicos y
a alemanes, mientras que en la otra llevaba colgando un sencillo
Rosario cuyas cuentas eran de madera. Y lo increíble: No le
alcanzaba ningún impacto, ninguna explosión le afectaba. Andaba
tranquilamente por ese paraje desolado como quien da un paseo por la
playa en verano de buena mañana.
Y más increíble todavía
es que ninguna ráfaga de ametralladora, cuyo tableteo encogía el
corazón, ninguna pieza de artillería, lograba hacer blanco en
ninguno de sus hombres, ni en él mismo, como si las balas se
desvaneciesen en el aire. Se detuvieron, alguno se arrodilló para
contemplar el pausado caminar de aquel hombre que se había
aventurado a interponerse entre ambos bandos. Cundió el desconcierto
entre los británicos, una sección de su trinchera se vino abajo y
los soldados salieron despavoridos del lugar porque una imagen de la
Virgen, llorando sangre, había quedado al descubierto. Se desató la
histeria, se deshizo la cadena de mando, soldados que alzaban sus
brazos, soldados que pedían misericordia a grandes voces, soldados
que arrojaban las armas y se hincaban de hinojos elevando la mirada a
un cielo que no dejaba de bendecirles, a todos, con su llanto.
El religioso llegó a la
altura del capitán Wilhelm. Le entregó una pequeña cruz de madera,
le bendijo en latín y siguió su camino. El oficial no se agachó
para recoger su pistola, que se hundía lentamente en el barro de
Flandes...
Un día de julio de
1971, en una playa del sur de España.
El octogenario mira con
dulzura el chapoteo de sus nietos en la orilla del mar. Después de
todo, ha llegado a conocerles. En realidad se sentía compensado con
esos momentos. No anochecía ningún día sin que se preguntase, con
inquietud, si ellos también tendrían que vivir el horror. Sin
embargo, verlos construir castillos de arena en la playa disipaba
cualquier temor a la luz de tanta esperanza.
Estaba cansado, reposando
plácidamente en una hamaca, a la sombra, disfrutando de esa
luminosidad que lo bañaba todo con su resol, con el Mediterráneo en
el horizonte, mientras jugueteaba con una cruz de madera que colgaba
de su cuello desde...
Entonces apareció él.
Paseando apaciblemente, como aquella distante mañana. La gente lo
miraba con extrañeza, vestido con su hábito oscuro en un tórrido contexto
de sombreros de paja, camisetas a rayas, bañadores y biquinis.
Algunos jóvenes hacían intención de burlarse, pero cuando los
miraba se quedaban petrificados. A pesar de todo, él no abandonaba
su sonrisa. Se iba acercando al anciano, que lo escrutaba sin llegar
a creérselo. ¡Habían pasado más de 50 años, y el hombre estaba
exactamente igual que en octubre de 1917!
El religioso le tendió
la mano. El capitán Wilhelm se quitó la cruz sin decir nada y se la
devolvió, ante los murmullos de las personas que presenciaban la
escena sin entender nada. Cerró su mano, le bendijo como aquel día
y continuó su caminar.
Se quedó dormido
dulcemente mientras le veía alejarse. Murió soñando que iba
andando junto a él. Feliz porque sabía que nunca volvería a
Passchendaele...
NOTAS
(1) Ejército Imperial de
Alemania.
(2) Fuerzas de Australia
y Nueva Zelanda.
(3) “Dios con
nosotros”, lema nacional de Alemania. Ahora postergado por ser
demasiado “confesional”.