Nunca se sabe de donde viene.
Tampoco su destino. Algunos creen que se trata de un monje, un fraile, un
religioso en definitiva. Así lo juzgan porque suele acompañarse de un Rosario
de madera, pequeño y sencillo, y se viste con largas vestiduras, que recuerdan
el hábito que lucen las personas de esa condición. Sin embargo, muchos de los
que se han cruzado en algún momento con él, intuyen que sus ropas son sólo eso,
ropas, que usa para cubrirse, y que esconde algo indefinible que, sin ser
amenazante, les causa vértigo y respeto.
Es un hombre de complexión
fuerte, alto sin humillar, con el pelo corto y descuidado de clara inspiración
militar, afeitado; cargado con unos treinta y cinco o cuarenta años. Hay
ocasiones, bajo determinada luz, que parece superar esa edad. En el fondo de su
mirada reposa serena la tristeza, no muy lejos de una esperanza que es la misma
que desprenden sus palabras. Palabras, a veces, trémulas y espantadas de
alguien que ha visto demasiado dolor; en otras vehementes y entusiasmadas por
saber que, después de todo, lo mejor está por venir.
Llega, se dirige a alguien en
particular por razones que únicamente conoce él, le da o recibe algo, cuenta un episodio o hecho sin
conexión aparente con la situación y los presentes, mira
al Infinito antes de bendecirte y despedirse, y luego se pone a caminar, con
esa patria espinada a cuestas que son sus recuerdos y sus plegarias. Nadie sabe
de donde procede y nadie sabe nada de él.
Nadie sabe su nombre a ciencia
cierta porque pocos son los que han llegado escucharlo.
Un deslumbrante atardecer del
final de mayo, acaso del principio de junio, en un parque. Los críos corretean
por aquí y por allá, en dura competencia con el clamor del enloquecido tráfico,
heraldo de un cercano y cálido fin de semana. La ciudad no es para los niños.
En realidad no es para nadie que sea de carne y hueso. Viene andando
relajadamente, aunque bien puede haberse materializado un instante antes porque
ninguno de los presentes ha reparado en que tan singular personaje se estuviera
aproximando. En una época de zarcillos, tatuajes y peinados despeinados no
debería de llamar la atención.
Se dirige hacia un grupo de
mujeres, de diferentes primaveras. Una ancianita le mira con incrédulos ojos y
se emociona. El hombre se acerca a ella y la abraza tiernamente, como si se
conociesen de antes. De mucho, mucho tiempo atrás pese a no tener sentido
porque podría ser su nieto. Quizás se trata de eso. La vieja dama se despoja de
una cinta que lleva al cuello, con una crucecita de madera colgando, a modo de
dije, y se la entrega entre sollozos. Él la consuela. Cuando parecía que iba a
marcharse, comenzó a hablar...
“Me dispensarán si les cuento una
historia.” Dijo con voz cálida. Si les aprovecha en algo, me lo agradecerán; no
siendo así siempre se la podrán contar a alguien que la necesite oír. No
sabemos realmente a quien tenemos delante, pero la Providencia sí.”
Alguna pensó que se trataba de un
menesteroso, echó mano al monedero para que se fuera enhoramala y pudiesen
continuar con su animada tertulia. Un simple gesto del misterioso hombre bastó
para hacerla entender que no deseaba nada más que ser escuchado. Ante la tácita
aprobación que implicaba el silencio de las allí reunidas, que no perdían de
vista a sus criaturas, el desconocido empezó su relato.
“Hace mucho tiempo que pasó esto que les cuento. En la
época en que toda Bohemia aún lloraba la muerte del rey Luis (1) y el monarca
que le sucedió, Fernando (2), peleaba con todas sus fuerzas y las del imperio
contra el Turco que ansiaba borrar la Cruz de Europa. Fue en aquellos convulsos
y terribles días, con la herejía de Lutero apuñalando la espalda de la
Cristiandad... Había en Praga un sabio judío, llamado Ivri, ya entrado en años,
aventajado discípulo de un sefardí alquimista de Toledo, del que heredó sus
conocimientos y la llave de un domicilio al que nunca retornó. No eran
parientes. Según le narró, porque nada recordaba dada la corta edad que tenía
cuando le recogió como pupilo, le sacó de la calle, abandonado como estaba,
para educarle bajo el intransigente criterio de la Ley Mosaica.
“Nunca tuvo claro si fue recogido
como le relató, vendido o simplemente raptado. Le trató con cariño y
disciplina, como el padre que no recordaba y le enseñó todo lo que sabía, lo
que incluía unas enigmáticas Artes con las que había que ser muy cuidadoso para
no despertar la curiosidad, no ya de los gentiles, sino de otras personalidades
de las que nunca entendió plenamente su naturaleza, ya que el sefardí rehusaba
hablar de ellas siquiera y su voz se volvía vacilante y queda al tocar la
cuestión.
“Una mañana se encontró a su
maestro muerto en el lecho. Había fallecido mientras dormía. Como era una
persona respetada entre la judería, las muestras de duelo fueron notables. Y él
se hizo cargo de todo, de repente y sin advertencia, que es como la vida suele
conceder su mayoría de edad. Siguieron encargando a su establecimiento
perfumes, afeites, bálsamos, cataplasmas, ungüentos y con esas labores se ganaba la vida dignamente.
Siempre ocurre que las personas cuidan sus cuerpos esmeradamente, mejor que sus almas, como si la
Juventud fuera una flor inmarchitable, y no, porque sólo están pensados para
durar una vida, no más, y frecuentemente sacrificada.
“Pasaban los años. Al principio
estaba confiado en la idea de que hallaría una hembra, buena hija de Israel,
que le diese hijos. Pero esa mujer, si existía, nunca se cruzó con él, y sus
conocimientos se aliaron con una creciente demencia provocada por la soledad
que le alanceaba el corazón. No soportaba contemplar el paseo de las parejas
mozas frente a la puerta de su casa, detestaba las amas que urdían fugaces
encuentros entre los enamorados. Llegó a considerarlo una afrenta personal e
intolerable. ¿Por qué ellos, asquerosos gentiles, tenían a su disposición
los goces del amor, - se preguntaba - y él, que era un devoto servidor
de Elohim, nada tenía que esperar?... Y esa interrogante le corroía el alma
y la mente.
“En este trance se hallaba cuando
quiso la desventura que una joven y hermosa muchacha católica, nacida magiar,
de nombre Angyalka, criada de alguna casa acomodada de Praga, entrase en su
establecimiento para adquirir un artículo del que le habían hablado. Había
ahorrado semanas para adquirirlo. Ivri se queda perdidamente prendado de cada
uno de sus gestos, facciones y palabras. Le obsequia el producto con el fin de
atraerse la simpatía de la chica, para que volviese. Y tramó un siniestro plan
para que fuese de él, y de nadie más, por las buenas o por las malas. Para ello
acudió sin prevención a los antiguos, arcanos y prohibidos conocimientos que le
transmitió su mentor.
“A menudo acaece que lo enseñado
como aviso, como mojón que no ha de traspasarse, seduce imperiosamente cuando
se presenta la tentación. Somos poca cosa, casi lo mismo que la tierra que pisamos y que nos dará postrera morada, e Ivri fue un juguete en
manos de un deseo que se desbordaba en cada uno de sus pensamientos. Angyalka
sería suya, y ya le daba igual que fuera cristiana que ismaelita, que
igualmente habría retado al Dios de Abraham. Lo que ignoraba en su vasta
sabiduría es que esa clase de ambiciones despiertan la curiosidad de seres intangibles,
incorpóreos, ni vivos ni muertos, que acechan al Hombre desde su concepción
hasta que es acogido por El Que Todo Lo Puede. Y terminan viniendo si se les
llama.
“Angyalka regresó a la tienda de
Ivri, más esplendorosa que nunca, con el sol de su sonrisa en los labios, cuyo
valle sería capaz de ensombrecer al de Josafat en el Día del Juicio. El
alquimista le habló de cosas intrascendentes, para distraerla, mientras cerró
la puerta a cal y canto para no ser importunado en lo que se proponía por algún
parroquiano, y para que ella tampoco pudiera escapar. No se percató...
“Le habló de su encendida pasión,
de que deseaba convertirla en su amante, en su esposa, en lo que ella le
pidiese, a cambio de que permaneciese junto a él para siempre. Ella titubeó,
intentó deshacerse de su agobiante asedio, que le provocaba repulsa,
retrocediendo hacia la entrada. Esquivaba sus requiebros con buenas pero firmes
palabras. Ivri fue abandonando su suave tono, sustituyéndolo por otro más
áspero, más exigente. Angyalka estaba de espaldas a la puerta, tanteando
afanosamente el pestillo... Forcejeó con los dedos para retirarlo... ¡El
cerrojo había sido bloqueado!
“Dio un vigoroso empujón al judío
para desasirse de su endiablado abrazo mientras le chillaba que nunca estaría
con un maldito viejo y pedía auxilio. Ivri la agarró del brazo, destapó un
albarelo que tenía preparado cerca y la obligó a beber el líquido que contenía.
“Todo irá bien, ya lo verás.
Te haré muy feliz, nada te faltará. Lo siento de veras, pero los preparados más
efectivos son los más amargos... Le decía, intentando aplacarla. Ella
sintió que le abandonaban las fuerzas... No lograba mantener la resistencia...
Se hundía en oscuras aguas, con una diminuta luz al fondo...
“Él advirtió lo que pasaba
inmediatamente. Intentó reanimarla, consciente de que la había matado. ¿En qué
se había equivocado? Repasó mentalmente los ingredientes, no había error,
medidos y calculados al detalle los pesos, sus mezclas, los tiempos de
maceración y cocción, la manera en que se unirían a los humores de su hermoso
cuerpo, las Personalidades a las que había invocado para que el conjuro fuera
eficaz... ¿Qué le estaba pasando?
- Que la habéis asesinado, viejo
estúpido...
“Ivri se giró en dirección al
sonido de esa voz. No estaba solo. ¿Cómo podía ser posible? Era un joven alto,
pálido, rubio, sin barba, vestido ricamente a la española, sentado arriba de una de sus estanterías, como águila evaluando su presa, escupiéndole esa frase en latín. Saltó de su atalaya
como un gato, cayendo de pie, sin el menor crujido del maderamen que tejía el
suelo que soportaba sus pasos. ¿Quien es vuestra merced? Acertó a preguntar
entrecortadamente...
- Eso no os importa. - Sonrió con
maldad. - ¡Menudo embrollo, judío! ¡Siempre estáis en todos los pleitos!... Y
ahora, ¿cómo vais a explicar esta calamidad a los corchetes (3)?
“Sí, debía de ser español, porque
entre tanto latín había colado adrede la palabra corchetes (3), como
parte de un juego, a sabiendas de que sería comprendido. Así que le contestó en
la lengua que se educó su maestro.
- No lo sé, como tampoco sé la
forma en la que habéis entrado en mi casa. - La desesperación subió a sus ojos.
- Haría cualquier cosa por devolverle el aliento...
- ¿Cualquiera? - Interpeló el
intruso en el mismo idioma. - Eso es mucho decir, judío... ¿Qué me daríais a cambio de su vida?
- Lo que fuera, pero dudo de que
tengáis esa facultad, que pertenece a Yahveh-Elohim.
- Estáis errado, judío. – Rió
entre dientes al tiempo que examinaba a Angyalka. - No dispongo de mucho
tiempo, pero aún puedo hacer que esta ramera cristiana recobre la vida. – Le
arrancó con rabia la sencilla cruz que colgaba de su cuello. - El precio es
alto.
- Os daré todo lo que tengo.
- No es suficiente... - Replicó
con desdén.
- Todo lo que soy, toda mi
ciencia, - añadió arrasado por las lágrimas, - ¡seré vuestro esclavo!
- Eso está mejor, pero no me
sirve. Todo lo que conocéis lo tengo a mi disposición y mucho más que ni
imagináis... Quiero vuestra alma. Y ella tornará a la vida.
“La propuesta sonó como un
latigazo en el cerebro de Ivri. Así que estaba frente a un sidonai (4),
justo castigo por su osadía.
- Siempre con vuestra Culpa a
cuestas, Ivri (5). En verdad que este nombre os cuadra como espada en vaina... Tempus
fugit (6), judío, decidíos presto porque de lo contrario nada podré hacer
para rescatar a vuestra amada... “Como se viene la Muerte / tan callando...”
(7)
“No reflexionó, no quiso hacerlo
para impedir que sus lágrimas se aliasen con el temor, con el terror por lo que
estaba viviendo...
- Sea. Tomad mi alma a cambio de
la vida de ella.
- ¡Qué bonito es el amor! Llevo
siglos diciéndolo... – Exclamó sarcásticamente. - O lo que sea el pecado que
enterráis bajo el sepulcro blanqueado de ese nombre.
“Chascó los dedos. Ivri percibió
que había alguien más en la estancia, aunque le fue imposible verlo. Unos
poderosos brazos invisibles alzaron a la doncella, le abrieron la boca y le
introdujeron un oscuro bebedizo que salía de la nada. La depositaron sobre el
entarimado nuevamente.
“Apenas unos pocos segundos...
Angyalka se retorció y tosió violentamente, esputando parte de la poción que le
había administrado esa entidad invisible. Ivri quiso abrazarla, mas se lo
impidió esa misma fuerza que estaba salvando a la joven. Cuando abrió los ojos,
miró detenidamente al español para exclamar...
- Én Istenem! (8)
- Dios no es parte en estos
tratos. - Sentenció despectivamente el desconocido. - Ella es mía ahora, - se
dirigió al hebreo, - y vuestra merced me debe algo... El alma, por ejemplo.
- No, ¡no puede ser! Os la daré
cuando me llegue la hora. ¡No hemos hablado nada de eso!
- Es cierto, no hemos hablado de
eso, ¡cuán conveniente es sopesar los extremos de un pacto antes de
comprometerse! Yo pongo el plazo, y ya ha vencido... He salvado la vida de esta damisela, y quiero cobrar mi deuda en este momento. - Le señaló con la
ballesta del odio en su rostro. - ¡Adolete ille! (9)
“Al punto comenzaron a brotar
pequeñas llamas de la vestidura de Ivri. Lo que fuera le estaba quemando vivo.
El viejo aullaba de dolor mientras tropezaba con sus enseres domésticos e iba
propagando el incendio por doquier. El extraño musitó “Sanguis Eius super
nos et super filios nostros” (10) y cogió la mano de Angyalka, quiso
rechazar su frío y duro tacto, pero no pudo... El espacio que ocupaban parecía
ser rehuido por el fuego, con respeto, con devoción, como homenaje que el
vasallo rinde a su señor. La mujer perdió la conciencia. Un vidrioso cuartel
cuando la realidad supera unos límites que los sentidos se niegan a hollar...
El intruso arrojó la cruz al cadáver llameante de Ivri.
“Angyalka no tenía la menor idea
de si habían transcurrido minutos, horas o días. Acaso siglos. Lo que recordaba
le causaba una gran congoja. Sin duda, había tenido una horrible pesadilla.
Estaba tendida sobre una blanda cama, con el espléndido sol de mediodía
taladrando el brocado de seda de un cortinaje que no podría pagar ni con el
salario de toda su vida. El firmamento. Un azul increíble, digno color para el
manto de la Santísima Virgen, puro, límpido, infinito. No era el plomizo cielo
que miraba desde el ventanuco del chiscón donde reponía fuerzas tras las
interminables jornadas de trabajo al servicio de su señora. Ni siquiera el
modesto vestido que lucía era el mismo. Se admiró en un gran espejo: Parecía
una de las damas de compañía de la archiduquesa Leonor de Habsburgo (11) a las
que una vez ojeó de lejos cuando asistía a la misa de la Iglesia del Espíritu
Santo. Se deleitó observando su largo cabello rubio recogido coquetamente y
ataviada del color negro que los españoles habían puesto de moda en toda Europa
con la única resistencia de la Corte francesa y de los herejes isabelinos. Una
inmaculada gorguera blanca rodeaba su esbelto cuello, adornada con finísimas
aguamarinas semejantes a gotas rematando las puntas más alejadas de su
garganta. Jamás imaginó que pudiera llegar a deslumbrarse a sí misma. Cada
detalle suponía un alarde de exquisito y refinado lujo, una poesía entretejida
a medida sobre el telar que era su cuerpo asomado a la plenitud de la vida, la
labor de una modista experimentada que no había dado una mala puntada, ni
tomado una mala medida. Una ostentación sin par que la abrumaba. La cautela se
abrió paso a empellones, apartando su euforia... Componer ese vestido llevaría
semanas y costaría una fortuna, ¿quién se lo habría proporcionado? ¿Quién la
habría compuesto para lucir así? Y lo que casi olvidaba cegada por tanto brillo
y lujo... ¿Dónde se hallaba? Se llevó la mano al pecho con preocupación: No
tenía su crucifijo. Es más, la alcoba no tenía ni un símbolo de su Fe, en
cambio había otros que no conocía pero que le desasosegaban.
“A lo lejos podía escuchar el
sonido de un instrumento musical. Venía de otra dependencia, pero su dulce y
melancólica música parecía bañarlo todo. Era un laúd, aunque presentaba matices
que lo diferenciaban de los que se escuchaban por las calles y tabernas de
Praga.
- Es una vihuela... – Aclaró la
voz de un hombre a su espalda. - Celebro que os agrade. Y esta es vuestra nueva
casa... Si me obedecéis.
“Se quedó petrificada. No fue una
pesadilla. El judío intentó forzarla, fue obligada a beber algo... Ese sopor
que la invadió, aquella negrura tan acogedora y familiar... Hasta que sintió
que la arrastraban, que la arrancaban de aquel lugar donde se sentía tan
bien... Ese hombre había matado al viejo que vendía ungüentos después de su
parloteo en un idioma que desconocía. Y luego... Se desmayó.
- ¿Obedecer?... – Balbuceó
asustada. - ¿Quién sois? ¿Dónde estoy?
- Podéis llamarme Lucián. Os apeo
del tratamiento que merezco para que veáis el grado de mi generosidad. Seréis
mi invitada por mucho tiempo. Os halláis en una gran casa, la he
adquirido hace escasos meses, casi a medio andar entre la Plaza Mayor y el Real
Alcázar de Madrid. Nos hallamos en la nueva Corte de un Imperio como no se ha
visto antes: La Monarquía Católica. El lugar ideal para mis tareas y en
el que vuestra merced me será sumamente útil...
- Así que estoy en España...
¿Cuántos días he estado sin sentido? – La muchacha creía haber regresado a la
pesadilla que había dejado atrás. - ¿Cómo me habéis traído hasta aquí?
- Días no, unas catorce horas. Os
he traído yo. Los carruajes son lentos e incómodos. Eso por no hablar de las
fondas sucias y malolientes, de los insolentes modales de los arrieros, de los
salteadores de caminos. Puedo llevaros a cualquier sitio del mundo al instante,
puedo concederos todas las riquezas, alhajas, preseas que se os antojen. Si me
servís bien en lo que os pida, puedo obsequiaros con la mismísima corona del
rey Felipe, si ese es vuestro capricho.
- No quiero ninguna corona. No
quiero nada. - Negó temblorosa. - Únicamente deseo volver al servicio de mi
señora. Estará intranquila por mi ausencia.
- Pues es una pena... - Fingió
contrariedad. - No retornaréis. Os tomarán por bruja... Además ese percance con
el viejo judío... Su casa quemada hasta los cimientos... Vuestra cruz junto a su podredumbre calcinada... Mal asunto. Y lo peor, vuestra nueva condición...
Olvidaos para siempre de la limosna que os pagaban, de la vida que se os escapaba y saludad a la existencia
que se os ofrece.
- ¿Qué condición? No he cambiado.
- No estáis viva. Tampoco
muerta... Habéis entrado a formar parte de la gran familia de seres que
no deberíamos existir, pero que estamos aquí a despecho de los que piensan que
la Creación sigue unas reglas fijas, inmutables y asequibles a vuestras
ridículas entendederas.
- No os comprendo. Apenas sé leer
y escribir... Os ruego, os suplico, - se echó las manos a la cara, comenzó a
llorar, - que por Dios tengáis compasión de mí y que me llevéis de vuelta a mi
casa, seáis quien seáis.
- No y no, ¡maldita sea! - Se
encolerizó. - Os prohíbo que mencionéis a Ese ingrato. Dijimos Non Serviam,
ahora estáis a mi servicio como yo mismo estoy a las sabias órdenes del
príncipe de la luz, mi señor Lucifer. ¿Por qué la Humanidad se empeña en pecar una vez y
otra a poco que se pasea la tentación por delante de vosotros, y cuando podéis
ser consecuentes con vuestra despreciable naturaleza os refugiáis en el
Arrepentimiento? Os ha sido dada la luz de una nueva existencia lejos de la tijera de Aisa (13). No padeceréis enfermedad ni muerte si
no es por mi voluntad. Podéis disfrutar de todo lo que imaginéis sin rendir
cuentas a nadie porque yo soy uno de los lugartenientes del señor de este
mundo... ¡Y lo único que se os pasa por la cabeza es llorar como una plañidera
que no ha cobrado todavía y reclamarme que os devuelva a una vida de miseria,
con hijos que no veréis crecer porque os desangraréis en algún parto para
acabar de gusanera en una fosa! - Gritó furioso. - ¡Sois tan desagradecida como
ese Dios que nos arrojó de Su Lado! ¿Dónde está ahora el Señor al que remitís
vuestras plegarias?, decidme, ¿dónde?
- Está en mí, - replicó
sollozando Angyalka, - sé que lo tengo en mí. Él nos trajo la Esperanza del
Amor y nada hay que me haga renunciar a Ello.
Le propinó una bofetada que la
tiró al suelo mientras reía a grandes carcajadas, blasfemando en un lengua
desconocida. Los postigos chirriaron sobre sus goznes y se cerraron con
estrépito por sí solos, sumiendo el amplio cuarto en tinieblas. La música
enmudeció.
- ¿Esperanza? ¿Amor? - Percibió que le susurraba al oído,
muy cerca de ella, a pesar de hallarse rodeada por la oscuridad más
impenetrable. - Comprobad el amor con que nos apartó de Sí. Amor. Habláis de
esperanza y amor. Bien, la fortaleza de vuestra fe os salva de que os envíe al
Infierno, sin embargo, dado que rechazáis servirme, os condeno a ser una
aparecida, merodeando una de sus entradas, hasta que alguno de esos cadáveres
andantes que se llaman “hombres” tenga el valor de arriesgar su vida para
redimiros. Por amor a vuestra merced. A ver cuánta esperanza halláis en ello...
“Desde entonces, con pesadumbre,
se cantan estos versos...
“Cuando la luna
por estrellado cielo no pasea,
vagará la Dama,
por enamorar a quien la vea.”
“Y en las noches en que el
firmamento sufre con resignación la ausencia del astro, Angyalka merodea por
los desiertos aposentos de una casa señorial que ya no existe, recorre una
angosta y solitaria callejuela que ya no está, cuida un sueño que no sabe si se
cumplirá, como es el puro amor de un hombre que la rescate del Mal como Cristo
nos salvó de nuestros pecados.”
Levantó la mirada, se santiguó,
bendijo con la mano a las mujeres que le habían escuchado absortas y
emocionadas, y dando media vuelta se marchó por donde vino sin pronunciar una
palabra más.
Nunca se sabe de donde viene.
Tampoco su destino. Algunos creen que se trata de un monje, un fraile, un
religioso en definitiva. Así lo juzgan porque suele acompañarse de un Rosario
de madera, pequeño y sencillo, y se viste con largas vestiduras, que recuerdan
el hábito que lucen las personas de esa condición. Sin embargo, muchos de los
que se han cruzado en algún momento con él, intuyen que sus ropas son sólo eso,
ropas, que usa para cubrirse, y que esconde algo indefinible que, sin ser
amenazante, les causa vértigo y respeto...
NOTAS
(1) Luis II de Hungría, muerto en
la batalla de Mohács (1526)
(2) Fernando de Austria, hermano
de Carlos I de España.
(3) Era el nombre que recibían
los agentes de la autoridad en Castilla, desde el siglo XV.
(4) Demonio en hebreo.
(5) Su significado es “el que
cruzó”.
(6) El tiempo vuela.
(7) Versos de Jorge Manrique.
(8) “¡Dios mío!” en húngaro del
siglo XVI.
(9) Latín vulgar: “¡Quemadle!”
(10) Latín clásico: “Caiga su
sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”, Evangelio de san Mateo, capítulo
27, versículo 24.
(11) Leonor de Habsburgo
(1534-1594), hija de Fernando de Austria y Ana de Bohemia.
(12) Latín clásico: “No serviré”,
lema de los ángeles caídos.
(13) La parca que cortaba el hilo de la vida.
(13) La parca que cortaba el hilo de la vida.