domingo, 9 de marzo de 2014

Los muertos de los muertos

Hace años, no tantos como para que la ausencia haya sembrado la cizaña del olvido, tuve una gran amiga. Una amiga de esas por las que darías la vida ya que simbolizaba todo lo bueno que han ido construyendo generaciones y generaciones de personas que pretendían dejar un futuro mejor a sus hijos, bastante más halagüeño que el presente que ellos habían padecido con cristiana resignación.

Sabía sobradamente que tenía sus defectos, pero no los consideraba entonces lo suficientemente graves como para ensombrecer sus meritorios hechos a lo largo de los años. Uno siempre tiene el vicio de pensar que las cosas, como las personas, tienden a mejorar en su propio Camino de Redención. El paso implacable del tiempo nos saca de ese error cuando acumulamos unas cuantas cicatrices en nuestro cuerpo debido a sus letales efectos, que es lo que vulgarmente se conoce como canas en los cabellos y arrugas en el rostro. Nos percatamos demasiado tarde que lo que para algunos es Sendero de Arrepentimiento, para otros, demasiados acaso, es un lento e inexorable descenso a los Infiernos. Para no retornar.

Sí, durante una época, quizás por la juventud que se me va, hubiera dado la vida por ella y por todo lo bueno que significaba para mí. Sentía una profunda y auténtica admiración por ella, como sólo puede sentirse por una madre, aunque no lo fuera en su biológico sentido. Conocía la forma en que había tratado a muchos de sus hijos que habían rendido su existencia por conseguir su mayor Gloria. Desdén y un frío sepulcro que nadie recordaba es lo que recibieron como pago a su sacrificio. Pese a ello pensaba terca y honestamente que cambiaría. Que contemplaría con respeto y gratitud a todos los que tanto habían hecho de buena fe en su nombre, equivocados o no, para que su nombre alcanzase la preponderancia que se merecía. Ahora sé con la amargura de ese inexplicable conocimiento que concede la madurez que no se pueden pedir peras al olmo, como también sé que se halla en la naturaleza del alacrán del cuento picar a la rana que le está salvando la vida mientras cruzan una charca.

En realidad no tengo idea de cuándo comenzó esta desafección, este irreversible distanciamiento. Dicen que la traición es tan mezquina que nunca se sabe a ciencia cierta quien es el felón, si el que la lleva a cabo o el que la inspira, que a menudo es el propio traicionado porque previamente ha renegado de lo que se propuso defender. La Vida viene sin manual de instrucciones y cada uno se busca, como buenamente puede, referentes, asideros donde tender un lazo para no precipitarse en el abismo de una conciencia que no perdona. Claro que hay quienes por no tener incluso llegan a ser ellos mismos un abismo inabarcable. Yo soy de los que piensan que no es necesario ser el mejor, sino sencillamente una buena persona, sin tanta competitividad y tanta milonga que tanto gusta a los políticos, expertos en vivir sin dar golpe. Porque ser buena persona es lo mejor, ya saben lo que me complace los juegos de palabras. Los que Creemos en Cristo, según me dijo un ateo, somos envidiados por no tener dudas. “Las tenemos”, le contesté, “pero no falta la Luz para que pierdan importancia”. Son frases nada más, pero encierran clavos ardiendo a los que agarrarse cuando se pretende escapar de ese desgarrado acreedor que es Pedro Botero.

Frases. Las arengas están formadas por encendidas frases, para que la propia muerte duela menos a causa de la Esperanza que dejaremos como legado. Pero en realidad se viene solo y solos nos iremos cuando Dios disponga. Ella nunca trata bien a los suyos, supervivientes o no. Nunca hace caso a los que la quieren bien. Siempre presta oídos a vecinos que únicamente buscan su propio provecho. Y siempre, siempre, prefiere creer a los que desean dañarla, precisamente por lo que implica su significado. Ahora está enferma, muy enferma, en manos de médicos que la mienten sistematicamente. “Señores, no me encuentro bien”, dice, “tengo infinidad de deudas que me reclaman, he perdido la secular fe en el Señor que me ha caracterizado, me desangro, me duele todo y aún tengo la sensación de que regiones de mi cuerpo quieren apartarse de mí”. Y sus quejidos lastimeros no conmueven ni un ápice a esa nómina negra y corrompida de médicos que la tratan, o maltratan a tenor de sus hechos, que bien se dijo “que por ellos los conoceréis”. Simplemente se limitan, como los carroñeros, a esperar el fatídico desenlace, para ver cuánto se pueden llevar de la casa de la difunta en ese río revuelto que acompaña como plañidera todos los óbitos. Mintiendo. Mienten por activa y por pasiva, despiertos y dormidos, cuando hablan y cuando callan. Mienten todos, y los que no mienten son amordazados para que sus tesis y tratamientos no lleguen a ser conocidos por ella, por esa paciente que está como está por haberse creído toda la ponzoña que le inoculaban, poco a poco, con paciencia y sin piedad. “No se preocupe, señora, que está usted muy bien, sana, moderna y progresando, como los vecinos de su entorno”. Nunca faltan bobadas de ese estilo, como otras que dijeron cuando crearon una charlotada para reforzar su posición. Tantas dudas sembró desde el principio que para tapar el asunto tuvieron que envenenarla, no sé bien con qué, en el mismo año, y echaron la culpa a cierta clase de aceite adulterado. Ella tiene escasa memoria, y hoy sólo nos acordamos de ello los que tenemos cierta edad, porque nunca se volvió a saber de la cuestión, hasta el punto de que un doctor que quiso investigar el asunto falleció misteriosamente cuando estaba en ello. Ocurre que quienes conspiran en tan alto grado no se detienen cuando han de eliminar a los personajes secundarios de una tragedia, del mismo modo que nadie repara en los muertos de los muertos porque los únicos que se echan en falta son los que hemos conocido, no aquellos que eran añorados por los que amábamos de un modo tan egoísta.

El entusiasmo de la juventud es tan ruidoso que no deja escuchar otra cosa que la música que hace palpitar nuestro corazón. Afortunadamente es una enfermedad que se cura con algo de escéptica sordera, desengaños, desencanto y tiempo. Hay quienes lo llaman “experiencia”, sea como fuere, el gato escaldado huye del agua fría. Salvo que sea un poco estúpido y se crea los embustes de los que quieren dejarle sin vidas. Continuó el tratamiento, ya que se trataba de un proyecto a largo plazo. Esos médicos fueron sin ambages contra los Principios que habían sustentado los actos de ella al tiempo que empleaban otros medios para ir desgastando la fortaleza y la integridad de mi amiga. Pequeñas pero repetidas dosis de relativismo, crimen y corrupción fueron socavando y minando las estructuras de la conciencia. Cuando se deja de creer en Dios, se empieza a creer en cualquier tontería, y ellos sabían, y saben a la perfección, que una demolición salvaje tiene una contundente respuesta como reacción, pero no sucede de ese modo si la erosión es continuada, callada, ocultada y mentida. El resultado final es el mismo, únicamente una cuestión de tiempo, pero sin arriesgarse. Los cobardes no tienen grandeza moral. Ni moral, obviamente. Ya he dicho que no se pueden pedir peras al olmo.

Y llegó un día. Siempre termina llegando un Día. Ese Día en que la Vida te pregunta qué eres y tienes que dejarte de tapujos para proclamar en qué crees realmente. El Día que te reserva un lugar para la Eternidad, el Día en que se justifica una vida, que vale por una muerte; puede durar un segundo o varios años, sin duda alguna es el que nos redime o nos condena. Hubo un “avance” en el perverso tratamiento. Un acontecimiento tan grave que debería haber puesto del revés a todo el equipo médico habitual. No obstante, no pasó nada. A ella se le arrugó el poco ánimo que le restaba y siguió creyendo a pies juntillas todas y cada una de las falsedades, embustes e imposturas, ya multiplicadas hasta la náusea. De nada sirvieron las advertencias, los avisos, las reconvenciones... Se nos acalló de mala manera, se nos tachó de alarmistas, conspiranoicos, de desleales. Muchos arrojaron la toalla y se marcharon lejos. Algunos tardamos un poco más pero hemos llegado a la indiferencia que también es un sentimiento que aleja... La situación se agravó más y la enferma está agonizando mientras se la expolia sin compasión ni medida. Los engaños de los médicos son escandalosos, sabedores de que cualquier estupidez es aceptada sin objeción. Siguen con su discurso de que la enferma está cada vez mejor cuando ya apenas respira y cuando partes de su cuerpo están claramente en rebeldía con tumores extendidos y muy avanzados, con infecciones y gangrenas mortales de necesidad. Ya no se trata de que pueda haber curación, lo que sería un milagro, sino de lo que va a tardar en expirar, que lo acabará haciendo por mucho que la actual situación que se padece favorezca a esos matasanos y a los que les pagan, porque va en su ser llevar a término esta ejecución, como el escorpión de la fábula citada más arriba. Los muertos tienen la costumbre de morir porque quizás sólo esa sea la forma de alumbrar algo nuevo a pesar de que no se espera heredero que ponga orden. Mientras, unos pocos seguimos acordándonos de los muertos de los muertos, de su esfuerzo baldío, de sus desvelos arrojados por la borda, de tanto para nada.

¿Y yo? Se me puede decir que es reprochable abandonar a alguien que se ha amado cuando está rodeada de personas sin escrúpulos y muriéndose. Lo malo es que es ella la que eligió rodearse de esas malas compañías y que las escogió pretiriendo a las buenas. Uno no puede ser leal a alguien que ni siquiera es leal a sí mismo. Cada cual es responsable de quien se rodea y, por supuesto, de sus amistades peligrosas. La primera vez que se sufre un engaño es culpa del engañador, pero las siguientes ya son demérito propio y no se puede salvar la vida permanentemente a un suicida compulsivo y reincidente: Tarde o temprano logrará su objetivo. Hay personas que buscan su mal y ni siquiera son conscientes del perjuicio que se causan.

Cansado, hastiado y, ¿por qué no decirlo?, también herido en mi devoción hacia ella, una tarde arrié la bandera de nuestra amistad y la sustituí por los estandartes de mis ancestros, que esos muertos de mis muertos, errados o no, fueron fieles católicos, coherentes y honestos hasta el final. En este siglo XXI del “sálvese quien pueda”, que no augura nada bueno, he tomado la determinación de ser leal a pabellones en los que me vea reflejado, por sangre y por Principios, siendo estos los citados de mis antepasados y los de mi renovada Fe en Cristo. No seguiré más a alguien que ha ignorado el llanto de sus hijos más desfavorecidos y ha corrido en pos del favor de personajes poderosos y tenebrosos que en el fondo detestan a la que, una no muy lejana jornada, fue la diana de mis sueños.

Porque resulta que, a fin de cuentas, uno se debe y está aquí por lo que creyeron esas elegantes personas de semblante difuminado en antiguos retratos de tonos sepias. Los muertos de los muertos que jamás habrían tolerado que se alcanzase el nivel de decadencia y podredumbre que comúnmente, y erroneámente, se denomina “progreso”.