Cuento en dos partes - Segunda (final)
V
La
detective Pereda contempló impertérrita las sensuales curvas que el humo de su
pitillo iba liberando en el aire, como si un escultor invisible diese forma a
su delirio. La verdad es que agradeció sumamente que su posible cliente le
permitiese fumar, no era muy habitual en estos nuevos tiempos donde vivir ya
era una transgresión.
-
Quiero que la encuentre, ¿me oye? No repare en gastos, le pagaré el dinero que
me pida, quiero que la encuentre, aquí o en el mismísimo Infierno. Quiero saber
que es de ella…
Había
fuego en los ojos de la septuagenaria mujer. Como si la vida le debiese una
explicación. Al no hallarla, tomaría las respuestas por su cuenta. Afuera
llovía impetuosamente, uno de esos chaparrones de final de primavera que si te
agarra te cala hasta los huesos. La claridad de la tarde contrastaba con la
oscuridad de los nubarrones que velaban el azul firmamento, como el llanto cela
la esperanza para que sea más brillante cuando la tempestad se disipe.
-
¿Tiene hijos? – Le preguntó la anciana como si su silencio fuera la expresión
de las dudas para aceptar el caso - ¿Está casada?
-
Tengo dos hijos. Soy viuda. – Respondió lacónicamente – Aunque eso no es
obstáculo para aceptar el trabajo.
La
mujer sonrió tristemente.
-
Usted lo llama “trabajo”, señora Pereda, yo lo llamo “toda mi vida”. ¿Sabe?
Creo que entonces entenderá lo que voy a decirle. Lamento su viudez como usted
se imaginará la mía. Un sollozo permanente, un sacrificio sin cuento. Es mi
única hija. La concebí cuando ya no esperaba ser madre, cumplidos los cuarenta.
Era muy niña cuando murió su padre, mi marido, de un tumor cerebral... Me he
privado de infinidad de cosas para que a ella no le faltase de nada, por
procurarle una esmerada educación, por evitar que viese a su madre con otro
hombre que no era su padre, por tantísimo… ¡Qué sé yo! Quiso ser neurocirujana,
estudió en los Estados Unidos y cuando retornó conoció a ese chico, un
programador o algo así. No me gustaba, pero estaba loca por él. Decidieron irse
a vivir juntos, cosas de jóvenes. Unos meses y llegó la tragedia: Su pareja
falleció en un accidente al poco tiempo de irse a vivir juntos. Le juro que
puedo resignarme a no conocer a mis nietos, pero no me resignaré a que la vida
me la arrebate a ella. Dios me lo debe, ¡maldita sea! Él lo sabe muy bien…
La
ex - policía la escuchó serenamente. “Dios me lo debe”. Le hizo gracia la
reflexión, como si hubiese un contable celestial llevando los balances de cada
nacido de madre. “Este nos debe, hay que hacerle un cargo”, o “a este otro hay
que abonarle porque le debemos”, para que la vida arrojase finalmente un saldo
cero que resumiese lo absurdo que parecía todo. Quizás en el mejor de los
casos. Reparó en que no le había dicho como se llamaba su hija...
-
Viviana Lage de Ferrant – Contestó la mujer como quien recita un exorcismo, una
invocación – Le suplico que me la busque y me la traiga. Lleva fuera desde
octubre pasado, cuando ocurrió lo de… bueno, ya lo sabe. La última vez que tuve
noticias de ella estaba en Nueva York. Le gusta esa ciudad. Supongo que estará
allí. No lo sé. Me avisó que no usaría teléfonos móviles nunca más, no tengo
idea de cómo localizarla… ese fue otro de los cambios. Antes no podía
prescindir de los dos que usaba… ¿La puedo llamar Sonsoles? – La detective
asintió mientras apagaba el cigarrillo en un cenicero plateado que simulaba una
concha - Tiene usted un nombre muy bonito… Por favor, se lo suplico. Si tuviera
quince años menos, yo misma realizaría la búsqueda, pero mi salud flaquea… No sé
a quién recurrir, la Policía se lava las manos. Todos menos uno, él fue quien
me recomendó a usted…
-
Imagino que un tal Alberto Paredes. – Repuso sin entusiasmo, era un antiguo
compañero de la Policía, le pasaba casos “diferentes” de cuando en cuando – Es
un agente muy cualificado.
-
Sí, creo que se llamaba así – aclaró titubeante – Créame: Si usted no me ayuda,
estaré perdida y sola. Le confieso que nunca imaginé que ella le quisiera
tanto, hasta el punto de no querer volver con los suyos tras la desgracia. Con
su fallecimiento cambió radicalmente. Era ella… y no era la misma. No acertaré
a explicárselo…
La
detective Pereda pensó que nada tenía explicación en los últimos tiempos, pero
eso no alteraba el curso de las cosas: Lo esencial sigue sucediendo aunque la
explicación no se averigüe. Muertos que regresaban y se esfumaban, libros que
se tiraban de las estanterías para escupirnos en la cara el desdén sufrido
durante siglos, sangrientos asesinatos que desafiaban toda lógica, niñas que se
levantaban pidiéndole el desayuno a sus madres en arameo, personajes que
parecían haberse escapado de sus respectivas épocas como si alguien se lo
hubiera ordenado imperativamente y políticos y banqueros conspirando contra sus
administrados. Lo definen como “psicosis colectiva”. Sin embargo, todo eso le
constaba porque lo había vivido de cerca. Demasiado de cerca. Había tenido que
dejar la Policía por un asunto así, ello solamente fue el principio. Ahora
tenía ante ella otro caso “extraño”. Así se lo advertía su intuición, raramente
le fallaba. Aparentemente se trataba de una mujer que había dejado todo atrás a
causa del dolor que sentía por la muerte del hombre que amaba. Pero su instinto
era terco. No sabía el motivo exacto, pero unos detalles le resultaban muy
llamativos para su perspicacia policial. Las personas cambian de aspecto cuando
comienzan a superar la fase de duelo, no estando su pareja de cuerpo presente.
Eso no tenía sentido. O el precipitado viaje al día siguiente de la inhumación,
dejando un montón de asuntos por resolver. Alguien en estado de choque (shock en inglés) no se caracteriza por
tomar las de Villadiego. El bloqueo emocional suele implicar casi siempre una
tendencia a la inmovilidad. No había fotografías con esa nueva imagen, por un
momento echó de menos la antigua costumbre de los retratos de difuntos, donde
los deudos posaban junto a los cadáveres para asegurarse de que fueron reales,
de que algo les quedaba en lugar de esa opresiva ausencia, de esa brutal
amputación sin anestesia que la vida había llevado a cabo.
-
Está bien, señora Ferrant. Haré lo que pueda. Tenga en cuenta que una
investigación no tiene porqué terminar bien. Algunas ni terminan. No le puedo
asegurar su regreso, puede que todo se reduzca a que no desea volver. Pero si
es de ese modo, le traeré, al menos, una explicación. Aunque eso no implique
que la comprenda… El dolor duele, y no entiende otra cosa que no sea su
mitigación.
La
anciana la miró como si no entendiese exactamente sus palabras. Las pasó por
alto para centrarse en lo fundamental. Alguien iba a buscar a su hija.
Eran
las tres de la mañana. La misma vieja pesadilla había retornado a ella tras el
cuartel concedido. Detestaba a Aurora. Suponiendo que ese fuera su nombre.
Mientras contemplaba el mudo fulgor de los relámpagos en la lejanía, a través
de las ventanas de su casa, se preguntó por el que tendría en realidad. Aurora…
no comprendía el retorno del angustioso sueño. La terrible desolación de un
desierto, lejos de cualquier parte, puede que en Marte o en el centro del
Infierno, en medio de un infinito horizonte, una inhóspita nada. Una voz…
“Sonsoles, Son-so-les”, como si alguien la llamase jugando al Escondite a sus
espaldas. Se volvía… Nadie. “Son-so-les”, otra vez, esa inconfundible voz
preñada de sarcasmo, de un desprecio de siglos y siglos. Se giraba una vez más…
y allí estaba, rubia, deslumbrante, con aquella hiriente sonrisa mordaz. La
misma conversación… “¿Te apetece una partidita de Ajedrez, ma cherie?”… “No”, contestaba Sonsoles, “no he jugado mucho, no me
sé las reglas del juego”. Como respuesta una pedrada, “esto es como la Vida,
querida, sepas o no, quieras o no, tienes que defender tus piezas”. Y era
forzada a jugar sin desearlo, perdiendo en cada movimiento, una a una, peones,
caballos, alfiles, torres, la reina… El sonido de las carcajadas de su
adversaria colmaba de odio aquel vacío en el que solo estaban ellas dos. Unas
carcajadas que retumbaban en sus oídos instantes después de haber encendido la
luz de su mesilla, desfallecida por la opresiva angustia que cabalgaba a lomos
de su corazón. Las tres de la madrugada, como una ineludible cita nocturna para
recordarle que tampoco había nadie para consolarla entre sus brazos.
Una
discreta lágrima reflejó la rasgada oscuridad de la noche.
VI
El
hábito de siempre. Los niños, que ya no lo eran, a sus clases. Le confortaba
llamarlos “niños” aunque era muy consciente de que la adolescencia los había
hecho suyos. Un consuelo muy generalizado entre padres que evitan contar los
años que les van alejando de lo que fueron sus sueños. Compró el periódico y
entró en una cafetería para desayunar. Los sobresaltos y un mal desayuno son
enemigos feroces.
La
señora Ferrant le había dejado las llaves de la casa de su hija, junto
con unas fotografías, se guardó en la
cartera la más reciente, tomada días antes del óbito. Como presentía que estaba
ante un caso distinto, prefirió darle un enfoque acorde con el augurio.
Dejó la ortodoxia a un lado y se dejó llevar por el instinto. Dicen que es el
que permanece cuando la lógica huye espantada. Así que se dirigió en su
vehículo a un domicilio que tendría que haber sido un “nido de amor”. Apareció
ante ella tras doblar una esquina, igual que un sombrío pecio ante un buceador
desorientado: Forma parte del paisaje pero desprende la inconfundible esencia
de la amenaza. Todo naufragio es recuerdo de la muerte, silenciosa, paciente e
implacable.
Por
un instante, justo cuando la llave liberaba el cerrojo de la cancela, valoró la
conveniencia de estar acompañada. Rechazó la idea mientras alzó desafiante sus
ojos hacia la puerta de la casa. Lo único que le infundía terror era
encontrarse de nuevo con esa maldita rubia o lo que fuera, el tormento de sus
pesadillas, Aurora… El pestillo fue obediente y retrocedió hasta esconderse en
su hueco. Franqueó el umbral y encendió la luz… que iluminó el vestíbulo.
Agradeció no buscar el cuadro eléctrico en la penumbra del interior de una casa
que no conocía… y que parecía vigilarla.
Todo
estaba en orden. Extrañamente limpio después de llevar varios meses cerrada a
cal y canto. Un escalofrío flageló su espalda, hacía fresco, supuso que las
persianas bajadas habían preservado y protegido la reminiscencia del último
invierno. El reparo es que el verano se acercaba planeando, inexorablemente,
sobre la hoja de un calendario. Las lluvias eran frecuentes, breves y
torrenciales, sin embargo el inmisericorde bochorno se deleitaba sofocando a
todo bicho viviente. Pero no en la casa.
Recorrió,
una tras otra, todas sus estancias, observando detenidamente el menor detalle,
dejando que la intuición guiase su mirada. Ropa masculina en los armarios, perteneciente
a la difunta pareja de Viviana, sin duda. Y también la de ella. Curiosamente,
había viajado sin apenas equipaje según se podía deducir, ya que los roperos
tenían su aforo completo, como un autobús en hora punta, repleto de mujeres y
hombres invisibles a excepción de su atuendo. Ni una sola percha libre. Algo
tristemente lógico en el caso de él, pero no en el de ella. Los cajones,
idéntico resultado: La ropa interior, perfectamente doblada, sólo que muy lejos
de su usuaria. Evidentemente, debería de haber comprado un vestuario
completamente nuevo en el lugar donde residiese. El motivo de ello era un
misterio porque nadie cambia de talla o de gustos de un día para otro, sobre
todo si comienza un viaje largo… y completamente imprevisto.
El
frío se había incrementado notablemente, mientras deslumbrantes hilos de la luz
del sol se colaban a través de las veladas ventanas para fundirse con la
claridad que concedía generosamente la electricidad. Creyó que era el momento
de marcharse porque ya no hallaría respuestas, sino inquietantes preguntas, y
le habían contratado para encontrar a una persona, responderlas quedaba al
margen del asunto que le habían encomendado.
Lo
malo es que la realidad no presenta compartimentos estancos, y todo suele estar
mezclado voluptuosamente, orgiásticamente, desenfrenadamente, sin concierto ni
criterio. Echó una última ojeada al salón. Todo aparentaba estar en su sitio,
nada fuera de lo común. Su mirada se detuvo en unos papeles que estaban
colocados sobre unas revistas, se acercó para examinarlos… Eran documentos de
una compañía aseguradora, fechados a mano el mismo día del sepelio de la pareja
de Viviana… No habían sido firmados. Entre ellos, prendida con un clip, la
tarjeta de un director de sucursal bancaria, un tal Francisco María Lorenzana.
“Bien,” pensó Sonsoles al tiempo que doblaba la documentación y la introducía
en su bolso, “le haremos una visita. Los movimientos financieros suelen ser
reveladores. De algo ha servido venir por aquí.”
Enfilaba
el camino que le llevaba a la salida, empujada por la súbita e inexplicable
caída de la temperatura, cuando se percató de un postigo, que había sido
disimulado tras una coqueta que desentonaba manifiestamente en esa ubicación.
No tenía nada en los cajones. Supuso que Viviana quiso ocultar deliberadamente
el paso a la escalera que conducía hasta el sótano. Hizo caso omiso del frío
que comenzaba a entumecerla y empujó con brío (pesaba más de lo que cabría
esperar) el mueble para dejar expedito el vano. Lo abrió inmediatamente, le
extrañó que no estuviera condenado ya que había sido escamoteado torpemente…
Pulsó
el interruptor de la luz. Advirtió que la puertecilla podía cerrarse a sus
espaldas y quedar recluida en una casa que le parecía siniestramente normal. Así que decidió sacarla de sus
goznes, no fue tarea difícil porque estaba habituada a realizar labores de
bricolaje en su casa desde el fallecimiento de su marido, y la apoyó contra la
pared haciéndose un rasponazo en uno de los nudillos de su mano izquierda… “Un
pequeño sacrificio para evitar la reiterada contribución de los guionistas de
películas de Terror”, ironizó para su capote. Descendió agarrada al pasamanos,
lentamente, como si el acto de bajar por esos escalones fuera la metáfora de un
viaje a los Infiernos. Una vez más todo en orden, tanto que ya confirmaba sus
sospechas, como si se tratase de un “decorado” que ocultase algo. Un portátil
convencional, multitud de periféricos y un voluminoso ordenador de sobremesa.
Dedujo que era experimental a tenor del aspecto que tenía, nunca había visto
nada parecido. Dudó que pudieran aportar nuevos detalles tras meses sin ser
utilizados. Al fin y al cabo, si no se llevó su ropa interior, ¿por qué tendría
que llevarse un portátil, un engorro en ciertas aduanas?
El
frío era insoportable. Ya iba a regresar sobre sus pasos cuando sucedió. El
ordenador experimental se encendió solo, emitiendo un quedo susurro. La
detective se quedó estupefacta. La pantalla le ofreció el resultado del
análisis inicial del sistema… “Troyanos eliminados”… Sonsoles nunca entendió
porque se llamaba “troyanos” a esos programas que se infiltraban en los
ordenadores para vulnerarlos cuando los troyanos, precisamente, fueron las
víctimas del engaño; prefería la ortodoxa denominación inglesa de “Trojan
horse”(3). Sin embargo, había algo más… La actividad estaba registrada en…
¡la madrugada inmediatamente posterior al fallecimiento del hombre que Viviana
amaba! ¡Millones de archivos sospechosos eliminados! ¿Qué pasó
realmente? Los primeros acordes del “Lacrimosa” de Mozart inundaron la
estancia. Un leve crujido… el de una puerta que se entornaba lentamente. Miró
en su dirección… ¡No era posible! ¡Ella misma había descolgado el postigo!
¿Quién lo había vuelto a colocar sin llamar la atención?
Corrió
escaleras arriba, no intentó evitar el portazo que retumbó en toda la casa,
simplemente saltó fuera. Celebró su buena forma física, aunque sin duda se le
había permitido escapar. Se puso en pie inmediatamente y desenfundó su pistola
Glock 19 para apuntar al vacío. Silencio completo. Nada más que el desbocado
galopar de su corazón intentando huir del pánico. Recorrió con cautela los
pasos que le separaban de la puerta que daba al exterior… La abrió con
normalidad. Volvió a enfundar su arma. Pensó de nuevo en los malditos guionistas
de las películas de suspense. Una mañana espectacularmente luminosa, presagio
de un tórrido día. La racionalidad abriéndose camino con dificultad… puede que
no llegase a sacar el postigo de su sitio… Claro que sí que lo hizo, un dedo
con la piel enrojecida y palpitante daba fe de ello. Alguna corriente la
empujaría… No, estaba todo cerrado. El ordenador se puso en marcha porque
tocaría algo sin darse cuenta, acaso el interruptor… No, sólo tocó la
barandilla, y transcurrieron bastantes segundos después de accionar el
interruptor. No había explicación basada en la lógica de la realidad cotidiana. Un último vistazo al
interior… ¡Dios Santo! ¡La coqueta había vuelto a celar el postigo! A ella le
había costado arrastrarlo para despejar el acceso, ¡ahora estaba como antes!
Giró
la llave dentro de la cerradura, con precipitación, como si estuviese sellando
la salida del Averno para que nadie escapase de allí… Retrocedió tambaleándose
hasta la cancela, que la sobresaltó al tropezar con ella, como si no esperase
que siguiese allí después de las aberraciones que había presenciado. La dejó
atrás y se encaminó al vehículo presurosamente, no sin examinar si había
alguien en su interior mientras se acercaba. Estaba vacío, como se podía
esperar. Ya al volante, procuró serenarse, no era la primera vez que se
enfrentaba a hechos insólitos, dejó de ser policía precisamente por un asunto
de difícil descripción.
Una
casa encantada. Algo tan antiguo como el ser humano. Todos tenemos parientes,
amigos o conocidos que cuentan, entre bromas y veras, según la reacción de la
persona que les escucha, que su domicilio es peculiar. Los espantados no hablan siquiera de ello porque salen
corriendo como pueden. Como ella misma. Como Viviana. Era una posibilidad… que
no encajaba. Con mudarse todo estaría solucionado, no sería necesario dejar
trabajo, amistades y familia, máxime teniendo en cuenta que acababa de perder
al hombre que amaba. La mujer había desaparecido de un día para otro, como si
dimitiese de la vida que había llevado hasta ese momento, manteniendo una
discontinua comunicación con su cliente, que era su señora madre. Hasta que ya
no fue ni discontinua ni comunicación. Nada. Consultó la tarjeta del director
de la sucursal. No distaba mucho del punto donde se hallaba. Llamó, a través
del móvil, a su antiguo colega de la Policía, Alberto Paredes, para pedirle que
averiguase dos o tres detalles… “Es lo menos que puede hacer por mí”, se
comentó sonriendo, ya que la había metido en este embrollo al sugerir su nombre
a la anciana señora Ferrant.
No
había mucha gente en la oficina bancaria. Sonsoles tuvo especial cuidado en
eludir las cámaras, escondiendo de una forma u otro su rostro, ya que se haría
pasar por agente de Policía con una credencial trucada. Sabía que los empleados
de las empresas son reacios a cooperar con una detective privado, así que
necesitaría de una pequeña ayuda, no
del todo falsa porque seguía sintiéndose policía pese a haber sido forzada a
abandonar el Cuerpo. Se figuró que el director estaría en el despacho cerrado.
Se acercó a una de las mesas, la que asoció a la interventora…
-
Buenos días – dijo con la autoridad que las personas corrientes suponen a estos
funcionarios – mi nombre es Sol Pérez, pertenezco a la Comisaría General de la
Policía Judicial, – mostró su falsa acreditación a la asombrada mirada de la
empleada – nos gustaría hacerle unas preguntas al director de la sucursal.
-
Sí, claro… – Contestó azorada – Por favor, aguarde un momento.
La
mujer se levantó del asiento y se dirigió al despacho que ya había identificado
la detective. Podía haberle avisado con una llamada interna, pero se tomó la
molestia de ir personalmente. Siempre presente la legendaria discreción
bancaria. Algún cliente podría haber escuchado la fugaz conversación y hacer conjeturas.
Y no están los tiempos para ese tipo de presunciones. Pocos segundos, los que
son precisos para decirle “está aquí una de la Policía, ¿qué asunto sucio
tenemos entre manos que estén investigando?” y la entrecortada respuesta, “no
puede ser posible que…“ El director salió esbozando la mejor de sus impostadas
sonrisas, ofreciendo su mano…
-
Buenos días, soy Antonio José Borgera, director de esta sucursal, - el apretón
fue flojo, detestaba a los hombres que dejaban la mano muerta cuando la estrechaban
- por favor, pase a mi despacho, estaré encantado de atenderla en lo que me sea
posible.
Ordenó
que no le pasaran ninguna llamada, con un gesto invitó a la detective a tomar
asiento. Pereda se percató de que ese no era el nombre que figuraba en la tarjeta
y en décimas de segundo decidió improvisar, aparentando conocer lo sucedido con
su predecesor desde la ambigüedad e informarse a fondo porque no tenía la menor
idea de ello.
-
Bien, doña Sol, ¿en qué podemos serle de ayuda? – Preguntó mientras se sentaba
al otro lado de su mesa – Espero que sea para ofrecerle la mejor solución
financiera a los miembros de su equipo, los depósitos de los funcionarios son
sagrados para nosotros.
-
No, no es ese el motivo de mi visita “informal” – repuso conteniéndose las
ganas de entrar en polémica, lo que desbarataría su auténtico objetivo. – En
realidad estoy aquí por su antecesor en la dirección de la oficina…
-
Sí, espero que no vulnerase la legalidad, ¡pobre hombre! Tuvo un final trágico,
una muerte inesperada, su viuda nos honra viniendo a saludarnos de cuando en
cuando…
-
Terrible, en verdad, - había picado, sólo se trataría de que continuase
hablando – pero no estamos libres de irnos en cualquier instante. - Señaló con
frialdad para esconder su sorpresa – Hasta donde yo sé no hay nada turbio que
venga a ensuciar su memoria, solo que estamos investigando de manera rutinaria
ciertos movimientos de fondos, dentro de nuestros protocolos para prevenir el
blanqueo de capitales, y su muerte nos ha privado de un testimonio valiosísimo…
-
Es que estas cosas no avisan… – Admitió compungido. – Si la muerte súbita
afecta a deportistas de élite, que tienen su salud controlada por participar en
la alta competición, imagínese a personas normales.
-
Sí, bueno, ya sabe que las autopsias – se arriesgó - usan un lenguaje muy
genérico… De “paro cardíaco” muere todo el mundo.
-
Oh, sí, la autopsia… La esposa hizo todo por evitárselo, pero ya sabe que murió
en la calle, le hallaron en su vehículo, bastante lejos de aquí, no sabemos con
certeza quien fue la última persona que le vio con vida… llevaba documentos
encima, y fue imprescindible practicársela. Pero la causa fue natural, quiero
decir que no fue asesinado, no, nada de eso. Con todo, una cuestión sumamente
triste…
-
Dice mucho de su competencia el que considerase con tanta diligencia a sus
clientes, hasta el punto de llevarles y traerles documentos…
-
Sí, yo no le conocí personalmente, pero se tomaba mucho interés con nuestros
mejores clientes, en este caso traía algunas declaraciones fiscales, del tercer
trimestre del pasado ejercicio, para cargarlas en sus respectivas cuentas
cuando llegase el momento, en fin, lo normal en un quince de octubre. –
Sonsoles contuvo el aliento, la fecha del sepelio se repetía. - Cuando me
incorporé, casi tres semanas después, me contaron que también se llevó una
documentación para tramitar la liquidación del capital vinculado al seguro de
vida de un cliente, pero nunca apareció, y no nos ha sido posible hablar con la
interesada por lo que la gestión está en suspenso…
-
Viviana Lage de Ferrant – Afirmó con contundencia Sonsoles, satisfecha de lo
redonda que le estaba saliendo la audacia al contemplar la perpleja mirada de
su interlocutor. – Nos vamos acercando al segundo sujeto de nuestra
investigación. ¿Tienen movimientos sus cuentas?
-
Sí, se trata de ella – asintió atónito – Veo que la Policía conoce su trabajo.
Lo malo es que sin un mandato…
-
Ya lo sé – Le interrumpió la detective – pero yo preferiría que una agente de
la Policía Judicial me deba un favor, y más con la de cosas que están
pasando... banqueros imputados, escándalos financieros, gente sin casa ni
ahorros, en fin, lo leerá en los periódicos... Nunca se sabe, ¿no le parece?
El
director se pasó la mano por la frente, dudando en silencio unos largos
segundos, como si quisiera arrancarse una tentación. Era relativamente joven,
treinta y muchos, pero el uso de unas erradas gafas (por su diseño) y ser
grueso le ponía unos cuantos años más encima. Finalmente echó mano al teclado
de su ordenador y comenzó a escribir…
-
Solamente tiene una cuenta en nuestra entidad. Hicieron una provisión de fondos
mediante transferencia internacional, de casi ciento veinte mil dólares, a
finales de octubre, y desde entonces sólo aparecen los cargos correspondientes
a la hipoteca, luz y demás. Ningún reintegro, tampoco cargos por tarjeta… nada.
-
¿Me puede decir el origen de esa transferencia?
-
El Atlantic Bank de Nueva York, la oficina de Maiden Lane.
-
¿Han recibido alguna orden, cualquiera, con respecto a esa cuenta? Aunque no
las utilice, ¿tiene tarjetas de crédito subordinadas?
-
No. Nada. La tarjeta de crédito fue cancelada… ¡Qué casualidad, el día 16 de
octubre, en una sucursal cercana al aeropuerto de Barajas! Definitivamente todo
está correcto, nada preocupante…
-
Mientras haya fondos, ¿no? Entonces se preocuparían de verdad… – Señaló con
sarcasmo – Me acuerdo de las palabras de Mark Twain, “el banquero es un señor
que te presta un paraguas cuando hace sol y que te lo reclama cuando llueve.”
-
No sea cruel con nosotros – Contemporizó el director. – Intentamos cumplir con
el cometido que la sociedad nos ha encomendado, como la Policía.
-
Bueno, hay diferencias, señor Borgera… - Se incorporó bruscamente para
sentenciar - “Por amor todo se perdona, por dinero todo se condena”…
-
Esa frase no la he oído nunca, – replicó pensativo - ¿de quién es?
-
Mi experiencia me la ha prestado sin intereses… - Aseguró de forma lapidaria al
tiempo que le tendió la mano sonriendo para concluir – Gracias por su
colaboración, informaré positivamente de ello a mis superiores…
-
Se marcha ya… ¡Qué pronto! No veo qué les lleva a investigar la actividad de mi
predecesor… Tampoco hay nada particularmente anormal en la cuenta de doña
Viviana… Para bloquearla sí que necesitaré algo más que su visita... ¿Qué
buscan exactamente?
-
Es mejor, por su seguridad, que no lo sepa. – Exageró la mentira con gestos de
discreción. – Le rogamos el máximo sigilo, es un trabajo muy importante. Es
posible que sigamos en contacto… Y no tenga cuidado, si bloqueamos la cuenta,
se lo comunicaremos de manera “oficial”…
-
¿Tiene una tarjeta? – La misma sensación de laxitud al coger su mano – Me
gustaría tenerla…
-
No llevo encima, pero si me da la suya, - objetó con aplomo, absolutamente
imperturbable - le haré llegar mis datos de contacto por correo electrónico.
El
hombre sacó una de su chaqueta, mecánicamente, como si hubiera hecho ese gesto
infinidad de veces. Sonsoles la cogió entre sus dedos y la guardó sin leer.
-
No es necesario que me acompañe, - habló con displicencia - conozco el camino…
Pudo
leer la extrañeza en su rostro, pero no era conveniente alargar la
“escenificación” y salió de la sucursal con la misma sutil coreografía de manos
y cuerpo para hurtar sus facciones a las cámaras de vídeo. Había adquirido gran
destreza en moverse veloz y silenciosamente, como un fantasma, cuando las
circunstancias así lo requerían. Le divirtió la comparación, teniendo presente
lo que había vivido esa misma mañana…
No
sabía muy bien el porqué, pero su olfato de detective le decía que Viviana y la
muerte del director estaban estrechamente relacionadas. Las pesquisas
realizadas durante esa mañana habían multiplicado las dificultades. Ya no se
trataba sólo de localizar a una inconsolable mujer que, habiendo perdido a su
pareja, decidía desaparecer una temporada. Ahora tenía una casa, la suya, en la
que acontecían extraños sucesos y la muerte de un empleado de banca que había
salido de la oficina que dirigía con unos papeles que ella tenía en su bolso,
luego había llegado vivo hasta el domicilio de Viviana. Después…
Podría
ser casual. Después le sobrevino un síncope y fin de la historia en lo que a él
se refiere. Pasa todos los días… No en este caso, Sonsoles estaba convencida de
que algo había ocurrido en esa casa.
Miró el reloj… Aún tenía tiempo para acudir al Instituto Anatómico Forense y
acceder al informe del examen post-mortem del antiguo director. Con un poco de
suerte, puede que hubiera sido llevada a cabo por un viejo amigo…
VII
La
secretaria tenía un celo demasiado estricto en lo referido a la custodia de los
informes de las autopsias. Sonsoles no quiso abusar de su “alter ego” de la
Policía Judicial… Ya lo había utilizado en la sucursal bancaria, además conocía
personalmente a casi todos los forenses y al resto de los empleados, no tenía
sentido presentarse a una administrativa con una identidad “inexacta” para
acabar charlando con sus compañeros sobre los viejos tiempos. Sería demasiado
llamativo. Le constaba que el personal administrativo se complacía en prestar
atención disimuladamente a las conversaciones “tangenciales”, aunque no
tuvieran nada que ver con su actividad. “Una manera de escabullirse de la
rutina”, pensó…
-
Esa necropsia la practicó el doctor Allende… El informe es este… - La empleada
mostró la carpetilla - Pero creo que antes debería hablar con el doctor. Una
condición mínima para su petición, comprenda que se sale del protocolo, no es
habitual venir y pedir así como así el informe de una necropsia, señora.
-
Conozco al doctor, será un placer saludarle si está por aquí – replicó Sonsoles
satisfecha mientras pensaba lo duro que era pasar de “agente Pereda” a
“señora”, entendía que “detective privado” era muy largo – Si es tan amable de
avisarle que estoy aquí o decirme cuando puede estar disponible…
-
No, está en el edificio… Creo que le puedo localizar, aguarde un momento…
La
administrativa marcó el número de una extensión. Habló con él. Su reacción fue
la que esperaba, no pudo oír su contestación pero debió de ser algo así como
“voy allí ahora mismo”…
-
El doctor Allende dice que la espere unos instantes…
La
detective sólo sonrió como contestación al tiempo que el médico salía a
recibirla. Hacía bastantes años que le conocía, un experto facultativo,
avejentado seguramente por los tristes espectáculos que había tenido que
soportar, protegiendo sus ojos tras unas gafas pero desamparando el corazón y
aun el alma. Hay labores que no están pagadas ni valoradas. Se saludaron como
los dos amigos que ya eran al margen del vínculo profesional que les había
llevado a conocerse. Se interesaron por las respectivas familias, por
conocidos… El médico calló y retrocedió un paso, para asegurar...
-
Han pasado muchos meses, pero sigues tan guapa como acostumbras… Y cada vez más
joven; Oscar Wilde reescribiría “El retrato de Dorian Gray” y te convertiría en
su protagonista si te hubiera conocido…
-
Siempre tan adulador, Allende… Gracias, no nos veíamos desde…
-
Aquel caso que te echó de la Policía (4). – Completó la frase sin entusiasmo -
Ya te dije que tuvieses cuidado. Lo siento, cuando me lo comunicó tu compañero
Alberto apenas podía darle crédito. No te llamé porque supuse que no querías
hurgar en la herida…
-
Bueno, lo que no mata, engorda. – Señaló con fastidio. - La vida sigue…
-
Ya me contó mi amigo el profesor que fuiste a verle, - cambió de tema al intuir
el disgusto de su interlocutora - debiste causarle muy buena impresión porque
desde entonces le he ganado alguna partida…
-
¿No basta con los problemas que nos da la vida? – Fingió desinterés - ¿No
tenemos ya la cabeza bastante caliente para además pensar en el dichoso
ajedrez? – Recordó su pesadilla – Detesto ese juego…
-
Precisamente. Eso nos ayuda a no pensar. Si la mente se puede quemar con algo,
deja que juegue para que se enfríe. – Se rió del chascarrillo - No te pongas
así, al cabo no es más que un pasatiempo… ¿Qué tal te va?
-
Mejor de lo que imaginaba, peor de lo que me gustaría… Ya sabes que soy una
mujer ambiciosa… Por cierto, quiero que charlemos acerca de ese asunto – apuntó
con la mano a la carpetilla amarilla que tenía la empleada sobre la mesa -
¿Podríamos hablar sobre ello discretamente?
-
Claro que sí. Ven, sígueme…
Cogió
la documentación sin mirar siquiera a la empleada. Bajaron unas escaleras,
recorrieron un pasillo que ella ya conocía de otras visitas. El doctor abrió
una de las puertas que quedaban a su derecha y cedió el paso galantemente a la
detective. Era una de las salas de examen post-mortem, el olor a desinfectante
y lo impoluto que estaba todo indicaba que había sido limpiada hacía pocos
minutos. Otra vez esa sensación de que se hallaba ante un decorado que ocultaba
horrores sin cuento…
-
Acabo de practicar una necropsia aquí… - Explicó como si hubiera escuchado su
pensamiento – Un chico, casi un niño, cosido a puñaladas… podría ser uno de mis
nietos. A veces creo que Dios siempre está mirando a otro lado.
-
Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver. – Sentenció Sonsoles –
Aunque no le culpo.
-
Ya hemos hablado muchas veces de esto, mi filosófica amiga, - esbozó una tenue
sonrisa – y únicamente hemos sacado la “cabeza caliente”… y sin jugar al
Ajedrez…
-
Es una lástima que no se pueda fumar aquí, - asintió encajando la alusión e
ignorando el nuevo chiste – Creo que estaría continuamente con un pitillo en la
boca…
-
Pues no deberías. También es cierto que “lo que no mata, engorda”… - Afirmó
mientras se cambiaba las gafas para leer el informe. – Sí, eso es aplicable al
tabaco… y a lo que tenemos que ver por aquí… Sí, - reiteró con los ojos
paseando sobre el documento – sí, claro, ¿cómo olvidarlo?… Fue muy curioso,
pero mis conclusiones no las puse en el informe, aunque dicen que “el papel lo
aguanta todo”, este, en particular, no admite conjeturas ni corazonadas,
solamente hechos probados y respaldados científicamente con datos… No todos
tenemos la gallardía de enfrentarnos a una dimisión, como tú. – Pereda torció
el gesto - Bien, antes que nada dime la razón por la que te interesa precisamente este suceso…
-
Pues… La verdad es que es una “corazonada”. Estoy con un trabajo que me
recuerda a un “decorado”… He estado… - Omitió los sucesos de la casa cuando iba
a mencionarlos – He estado investigando y me he tropezado con un director de
sucursal bancaria que se muere de repente. Una “corazonada”… ¿A qué te refieres
cuando dices que fue “curioso”?
-
Es interesante que hables de “decorados”… Sí, es extraño; es más fácil creer
que demostrar… La causa de la defunción fue una parada cardiaca… con menos de
cuarenta años, aunque todas las edades estén bajo el acecho de la muerte.
Ninguna muestra de violencia, ni de envenenamiento, ni de consumo de sustancias
estupefacientes, nada. Se murió porque le “tocaba”…
-
¿Pero?...
-
Una frase que me dijo la jueza que levantó el cadáver y que tú acabas de
utilizar. Ella dijo que estaba al volante de su coche, perfectamente
estacionado, todo en su sitio, tanto que nadie vio nada, como si hubiera sido “decorado a conciencia”. Le encontraron a
las nueve y cuarto de la noche del 15 de octubre pasado. La muerte debió
sorprenderle entre las dos en punto y las dos y media de la tarde de esa
jornada. Lejos de la ruta que tendría que haber seguido. Pero la muerte fue
natural. Pudo haberse sentido mal y dar una vuelta para despejarse. Sí, pudo.
Las llaves no estaban puestas en el contacto, sino en el bolsillo del pantalón.
Pudo quitarlas y guardarlas mientras veía si se reponía. Sí, pudo… pero nadie
hace eso cuando está en medio de ningún sitio y ha de regresar a su puesto de
trabajo. Tampoco había comido. Pudo sentirse indispuesto, puestos a escoger
entre comer y tomar el aire, eligió lo segundo. Sí, pudo, sólo que entonces no
se entiende que dejase plantado a un conocido con el que había quedado en un
restaurante, cercano a su sucursal, a las tres de la tarde.
-
Nada se sale de lo posible, Allende. Es lógico…
-
¿Lógico? Te encuentras mal, coges el coche, te vas a la otra punta de Madrid
sin causa que lo justifique, aparcas, te guardas las llaves en el bolsillo
sabiendo que tienes una cita en menos de una hora, un día tormentoso, como
estos, pero de octubre, con lo que eso significa traducido a tráfico urbano… No
acudes a Urgencias, ni pides ayuda por el móvil; no; vas en automóvil,
estacionas perfectamente lejos de donde se espera que deberías estar, te
guardas las llaves en el bolsillo, te quedas sentado tranquilamente y te
mueres.
-
Puede que no se sintiese mal, que no tuviese ningún síntoma.
-
Eso declararon en su oficina. Todo normal. Incluso el difunto alardeó de su
“salud de hierro” con un jubilado que venía de vacunarse contra la gripe. Se le
paró el corazón y punto. Puedo entenderlo, el mundo se descose inexorablemente,
¿quién va a investigar lo más vulgar, que es morirse?
-
Todo esto es un “entrante” – Repuso la ex - policía mientras escrutaba el
rostro del médico – Hay más detalles que no se pueden explicar pero que fueron
enmudecidos ante la lógica apabullante de una “muerte súbita”… ¿Verdad?
-
Mira, la frontera entre la Vida y la Muerte es muy resbaladiza porque no están
enfrentadas sino que se complementan, como las dos caras de una moneda, un
antagonismo ficticio porque ambas “son” la moneda. Cruzas una calle sin mirar y
te atropella un camión, o te cercioras antes de pisar la calzada y te detienes:
pequeños gestos que te mantienen con vida. Enfermas y acudes al médico, o no le
das importancia y cuando quieres darte cuenta ya estás al Otro Lado. Cara o
Cruz, Vida o Muerte. Nos morimos por infinidad de afecciones, sin contar que te
van minando los pequeños disgustos cotidianos, una erosión callada pero
continua, como las olas que golpean un acantilado. Hoy, en la actualidad,
gracias a la Ciencia, somos capaces de averiguar la causa “mecánica” que
origina la Muerte. Pero nada más. No tenemos modo de explicar lo que rodea ese
acontecimiento, ni lo que pasa después si creemos que algo trasciende el punto
final que pone un corazón inanimado. Si es debido a un cáncer podemos decir que
hubo “predisposición genética”, o “exposición continuada a un agente
cancerígeno”, pero eso son manotazos en la oscuridad; lo obvio, la
perogrullada, es decir “se ha muerto porque se le ha parado el corazón”… Pero
yendo “más allá” – sonrió por la ocurrencia – la cuestión fundamental es, ¿por qué se le ha parado?
Sonsoles
estaba escuchando atentamente cada una de las palabras, sumida en sus
reflexiones, en sus propios y dolorosos recuerdos… Tras la pausa, el forense
prosiguió…
-
Pues no lo sabemos, y ello tiene tanta importancia como el culpable
“científicamente demostrado” del fallecimiento. No tenemos modo de prever o
explicar algunas “muertes súbitas”. Una diminuta lesión cardíaca, imperceptible
con los actuales medios de prevención y diagnóstico; o el acoso de las
circunstancias en las que se vive y que mantienen el corazón “en un puño” hasta
reventarlo, fíjate que los dichos populares son muy sabios… Una impresión muy
fuerte, un susto… En este caso lo calificamos como “Síndrome de muerte súbita arritmogénica”, y al día de hoy no se puede
definir basándonos en la casuística. No hay denominador común entre los
afectados, es como una lotería, no hay criterio. Puro azar.
- Bien, - dijo la detective – Todo eso me ha quedado
claro. Ahora quiero que me digas, “extraoficialmente” tu opinión que, por
supuesto, tú nunca me habrás dicho.
- Me gustan los juegos de palabras, como a tu
querido profesor, – le guiñó un ojo con picardía – decirte algo en una
conversación que no existe…
- No estoy para frivolidades, Allende. – Atajó
molesta – No sé a qué te refieres pero no me gusta tu tono, sólo le he visto
una vez.
- Quizás deberías verle más… este diálogo es un
magnífico pretexto, ve a hablar con el, en serio, no te preocupes, tienes dos
hijos creciditos ya y estás con remilgos de colegiala... - Se rió del enojado
gesto de su interlocutora – De acuerdo, mensaje recibido, “no hay distracciones
que valgan cuando Pereda está trabajando…” Vale, - cerró la carpetilla y se
cruzó de brazos – el finado murió inmediatamente después de eyacular…
- ¿Cómo? – Preguntó incrédula - ¿Qué estás diciendo?
- Lo que oyes. Ya son muchos años en este oficio de
destripar cadáveres para que te cuenten, como acertijo, el motivo de su muerte,
y he visto demasiado. Lo último que hizo el difunto fue eso precisamente, había sido limpiado y adecentado deliberadamente.
Pero no se puede decir que ese acto sexual le matara, por lo que decidí evitar
sufrimientos adicionales a los familiares, particularmente a la esposa. Sin
asesinato no puede haber asesino y la verdad puede ser dañina para los que se
quedan. A veces es mejor un buen recuerdo falso que un mal presente cierto…
- Creo que tendrías que haberlo reflejado. Es muy
irregular lo que has hecho… - Le reprochó – Estamos ante un posible crimen y…
- No. Rotundamente, no. – Le cortó el médico – Nada
avala la tesis de la comisión de un asesinato. No había ni un solo traumatismo,
ni la más leve marca del beso más fogoso, no hubo el menor forcejeo, ni asomo
de resistencia; el análisis toxicológico dio negativo, lo volvimos a repetir,
con idéntico resultado. Simplemente se murió tras culminar el acto sexual, es
probable que la persona que estuviese con él se asustase e improvisase un
“decorado” para que el tema siguiese un curso “normal”, sin escándalos ni
preguntas embarazosas, sin viudas humilladas y sin compañías de seguros
buscando evasivas para eludir sus obligaciones… Una buena suposición. Créeme,
si hubiera tenido el menor indicio de que se trata de un crimen no me habría
temblado la mano para descubrirlo… pero no hay nada, nada que se sostenga por
medio de la racionalidad.
- Sí, ya lo sé… - Reconoció la detective con ánimo
conciliador, repentinamente reparó en su última frase - ¿Has dicho que “nada
que se sostenga por medio de la racionalidad”? ¿Qué estás insinuando?
- Ya te he comentado que este “papel” no tolera
conjeturas o sospechas… Cuando uno llega a cierta edad sus colegas te conceden
un conocimiento casi mágico… Algunos lo llaman “experiencia”. La cuestión es
que ahora me invitan a ponencias y a congresos, no sé el porqué, son eventos en
los que ni siquiera me imaginaba en mi juventud pero que son más “descansados”
y respetables, sí, también más “asépticos”… – A Sonsoles se le escapó la risa –
No, no te rías que hay por aquí una ex – policía intratable con alergia a los
chistes, al ajedrez y a los alcahuetes… - Rieron los dos – Todo un triunfo
escuchar el sonido de tu risa... En fin, lo que te iba a decir… He tenido
ocasión de hablar con muchos de ellos sobre esta cuestión, y ninguno acertaba a
recordar semejanzas en sus necropsias, salvo dos de ellos, que se han
encontrado con cadáveres que ofrecían la misma interrogante que este, no una
vez como yo sino varias veces en los últimos meses… Un colega ejerce en Nueva
York y el otro es de Los Ángeles… Y por el semblante que has puesto, diría que
no te parece casualidad…
La
detective Pereda pensó que estaba harta de casos originales…
-
No, no me lo parece. ¿Qué características tenían los cadáveres que examinaron?
¿Desde cuando?
-
Desde mediados de octubre pasado. Todos eran varones, entre veinte y cincuenta
años, buena salud, vigorosos, sin antecedentes por cardiopatías… Y sin nada que
les relacionase entre ellos. Salvo la causa “natural” de la muerte y los restos
de fluidos que delataban el acto sexual pre-mortem…
En algunos casos lo destacaron, en otros prefirieron actuar como yo, llamémoslo
“tacto profesional”. Todos los casos, no tratándose de crímenes, fueron archivados.
-
¿Todos? Pero, ¿de cuántos estamos
hablando?
-
De una epidemia silenciosa. “Silenciosa” porque no cabe hablar de “epidemia”, y
los medios de comunicación sólo acuden si salpica la sangre y es truculento: No
hay violencia, ni agente infecto-contagioso identificado, ni la más tenue
toxina. Ni rastro de nada. Si fuese un veneno, sería el más perfecto, pero el
cuerpo lo delataría de una manera u otra, todas las muestras estaban “limpias”
de elementos sospechosos. Nada, pero nada de nada. A excepción de los ciento
cuarenta y siete muertos, en total… porque les “tocaba” a falta de una causa
para explicar que se hayan ido por la posta. Es posible que la cifra se haya
incrementado, es de hace cuatro semanas…
La
antigua agente de Policía contuvo el aliento y se acarició el cabello con la
mano, como si quisiera quitarse alguna idea de la cabeza. Agradeció la
información sinceramente, bastante más completa que la ofrecida por el
desvirtuado informe, y se despidieron con el afecto de dos viejos amigos. No podía
ser de otra forma, el horror suele forjar amistades inquebrantables.
Se
dirigió a su domicilio, había sido una mañana agotadora, quería pensar con
calma, aún quedaban unas horas hasta que llegasen sus hijos… Acaso se tomaría
un baño, hacía tanto bochorno… Junio empujaba ansioso las horas para comenzar
esa misma noche y ella se sentía muy cansada. Le habían encargado buscar a una
mujer, posiblemente trastornada después de perder a su pareja, y ahora se
hallaba ante un largo rosario de muertes que, sin saber muy bien la razón,
deducía conectadas entre sí a través de Viviana.
“Viviana”.
Un nombre especial y bonito, sugerente por su parecido fonético a “vivir”, a
“viva” y a “vida”. Le parecía sarcástico que alguien llamado de esa manera se
hubiera convertido en emisario de la Muerte… Sin embargo, ¿cómo? ¿Una asesina
que mata haciendo el amor? Le vino a la mente un documental que había visto
sobre las Mantis Religiosas… ¿De qué modo podría una mujer deshacerse de tantos
cadáveres sin suscitar el menor recelo de la Policía y de los médicos forenses?
Aquel
anochecer descargó otra fuerte tormenta. Sus hijos habían quedado con unos
amigos para ir a un centro comercial cercano, estaba sola en su domicilio y se
fue la luz. Recordó lo sucedido por la mañana, durante la visita a la casa de
Viviana. La capacidad que tiene la Lógica para intentar agarrarse al clavo
ardiendo que son las explicaciones más inverosímiles ante hechos que desafían
la cordura, se había agotado. Se acordó de Aurora, de sus reiteradas y angustiosas
pesadillas… y le pareció que nunca, jamás, había estado tan sola.
O
quizás sí… Ella, en pie, de luto riguroso, frente a una enorme vidriera
ovalada, tan transparente que parecía no existir… Al otro lado del cristal, el
cadáver amortajado de su difunto esposo en su abierto féretro, aguardando
serenamente una Resurrección que no sabría si llegaría… Sola, velándole en la
madrugada del frío día en que le dieron sepultura. Sola… como una triste reina
en un tablero de ajedrez, rodeado de piezas enemigas.
Las
gotas de la lluvia se estrellaban furiosamente contra la luna de la ventana,
como si quisieran entrar a la fuerza. El latigazo luminoso de un relámpago
azotando el firmamento; perezosa, con desgana, la barahúnda creciente de los
truenos…
Y
durante el fugaz resplandor que desgarra la penumbra, con claridad, sin lugar a
dudas, Sonsoles ve el negro destello de la cruel mirada de Aurora…
VIII
El
esplendor de la luz matinal no era tan poderoso. Por lo menos no lo suficiente
para disipar las brumas que la tarde y la noche anterior habían depositado en
su espíritu. Un día de esos en los que habría cerrado los ojos para despertarse
siendo otra persona. O casi mejor, siendo nada. Una nada sin conciencia
doliente, sin los hirientes recuerdos de un pasado que fue feliz. Pero los
hijos son el látigo que la Vida emplea para que sigamos arrastrando esos
ciclópeos sillares que son los días que vivimos hasta su sitio en el olvido.
Nuestra existencia es un inmenso zigurat invisible que no le importa a nadie.
Somos prisioneros de nuestra particular versión de la angustia.
Se
hubiera quedado en la cama, degustando ese embotado adormecimiento que causa la
pena. No le dejó su maternal disciplina, y cumplió con la rutina cotidiana de
acompañar a sus hijos, ya cercanas sus vacaciones escolares. Pensó que, a
menudo, una hace por sus hijos lo que ya no haría por sí misma. Llegó a la
conclusión de que se tomaría la jornada libre. Lo necesitaba imperiosamente
después de lo vivido el día anterior, de sufrir la puntual e invariable
pesadilla y del mal sueño que se iniciaba al despertar. Al fin y al cabo,
también trabajaba los fines de semana que fueran menester, así que ello no
agravaría la ruina de Occidente. ¿Y Viviana?
Viviana
se había marchado. Es una solución si logras desprenderte del desconsuelo. Lo
malo es que este, como fiel perrito, corre detrás de su dueña. Viviana no se
iba a alejar más porque ella hiciese un alto. Sospechaba que estaba tan
distante que nadie podría alcanzarla ya. Ni siquiera su madre. Puede que ella menos
que nadie porque nos recuerda lo que dejamos de ser para siempre.
Hacía
tiempo que no iba a verle. Un asomo de culpabilidad. No quería llevar a sus
hijos, como si esa actitud les apartase de las garras de la muerte. Como si
evitar el cementerio en el que estaba su padre fuera la fórmula magistral que
les otorgase la Inmortalidad. Los chicos tampoco insistían. Preferían
comportarse como si se hallase de viaje; manteniendo un incómodo silencio, una
constante elipsis, sobre la lacerante realidad: Su padre había muerto, la Vida
no se casa con nadie, y en algún momento, lejano o no, ellos también zarparían
en esa incierta singladura.
Sin
embargo, esa radiante mañana decidió ir. Quizás no era lo más indicado teniendo
en cuenta su estado de ánimo, aunque tampoco creía que pudiera empeorar. Es
más, deseaba ir. No es extraño que
los difuntos den mayor compañía que los vivos en ocasiones muy específicas. Los
ancianos lo saben muy bien. Eso sin mencionar que muchos de esos vivientes
deambulan como fantasmas durante su existencia. Puede que se trate de un rodaje
inconsciente. Sonsoles se pregunta a menudo sobre este exótico paréntesis en la
Eternidad que denominamos “vida”…
No
tardó en llegar. Evitó las calles y avenidas más atascadas por el exceso de
tráfico, poco a poco se cruzaba con menos vehículos. Hay un temor inconsciente
a acercarse siquiera a los camposantos. Se apeó del coche y miró a su
alrededor… Pensó que estaba en una infinita biblioteca al aire libre, bajo el
sol de una mañana primaveral, y cada nicho era un estante conteniendo un libro
con una historia que narrar… a quien quisiese escuchar.
Extrajo
un pañuelo de su bolso para restañar las lágrimas que afloraban en sus ojos,
empujadas por el ahogado sollozo que le subía desde el pecho. La sepultura de
su marido no recibía muchas visitas. Era evidente que la Parca condena a la
soledad por igual a vivos y a muertos. Quitó las flores secas y limpió la
lápida con diligencia. Recordó cuando le estaba amortajando, es curioso como
funcionan los mecanismos de la memoria y los paralelismos que establecen de
manera espontánea construyendo metáforas con circunstancias del pasado. Oyó un
chasquido a su espalda. Se giró. No había nadie. Acaso el gemido agradecido de
alguna rama mecida por la brisa de esa espectacular mañana. Continuó.
Abrillantó las letras de su nombre. Entonces le vinieron a la memoria las
divertidas polémicas que mantuvo con él a cuenta de los que barajaban para
bautizar a sus hijos. Una sonrisa inundó de luz su rostro.
Ahora
no tenía duda. Alguien la estaba observando. Se volvió bruscamente, entre
asustada y desafiante. Se sintió aliviada cuando comprobó que se trataba del
profesor (2).
-
Buenos días, no pretendía asustarla. – Se excusó. – Simplemente no estaba seguro
de que se tratase de usted, a medida que me acercaba lo iba confirmando, pero
no he tenido la certeza hasta ahora, cuando se ha dado la vuelta.
-
Buenos días. – Disimuló su turbación. – Supongo que es difícil reconocer a
alguien por la espalda, no tiene importancia. Un lugar tan solitario… No
esperaba encontrarme con nadie, sólo es eso.
-
Lo mismo me ha sucedido a mí. Casi nunca me encuentro con nadie, uno siempre
alberga la duda de que no sea un difunto… Y mucho menos aún que sea conocido. –
Sonrió - Un inesperado placer, sin duda…
-
Gracias, lo mismo le digo – Verdaderamente le alegraba que estuviera allí, con
ese sutil sentido del humor. - ¿Viene mucho por aquí? ¿Tiene algún familiar
enterrado?
-
Este, particularmente, no lo visito con frecuencia, no tengo a nadie aquí.
Doble casualidad. Cuando mis clases siguen un orden propio y dejan “saltos”
entre sí, visito alguno para pasear… Me sirve para despejar la mente. Y no, -
añadió sin permitir que le contestase – no vengo a “coger sitio”…
-
¡Qué ocurrencia! – Festejó con risas la humorada aunque se detuvo en seco: No
era lugar para celebrar un chiste – Me parece curioso… Intrigante, que haya
alguien que se sienta bien acompañado por los que se han ido.
-
Esa es una buena frase. Me gustan los juegos de palabras. “Acompañado por
ausentes”… Conceptos contradictorios. No es tan raro si se piensa bien. Los
vivos suelen molestar. Pruebe a pasear por el Retiro… Un incomparable parque,
pero estará tan pendiente de que no le quiten el bolso que apenas podrá
disfrutarlo. Eso sin citar la reiterada tendencia humana a empeorar el silencio
con gritos u otros sonidos de discutible gusto. Aquí no hay nada de eso. En
realidad no hay nadie, ya lo ve. Es como un parque en silencio. Y si no le
asustan las multitudes, “vivas” en apariencia, no le debería de asustar una
multitud de cadáveres, sin fingimiento, ordenados y ocultos, que únicamente
aguardan su resurrección, si es creyente… ¿Era un familiar?
La
pregunta le devolvió al dolor.
-
Sí. – Respondió con un hilo de voz.- Era mi marido.
-
Lo siento. – Replicó el profesor con gesto serio. – Le ruego que acepte mis
disculpas por usar un tono “desenfadado”. Tenía que haber caído en la cuenta.
-
No, no pasa nada. Usted no lo sabía y ya está… Además ya hace tiempo.
-
Los dos sabemos que el tiempo no cura algunas heridas, sólo hace que nos
acostumbremos a ellas. Lamento haberla importunado, creo que será mejor que la
deje a solas…
-
¡No!… - La detective se sorprendió por lo fulminante de su reacción. – Por
favor, si no tiene prisa, quédese…Yo ya he terminado, me agradaría charlar con
usted, si no tiene inconveniente.
El
profesor asintió y empezaron a caminar. Ella se interesó por la materia de sus
clases, y dieron comienzo a un nuevo diálogo. Pasearon largo rato, que a
Sonsoles se le hizo extremadamente breve. Se percató de que él eludía
claramente referirse al asunto del asesinato del librero y su dimisión como
policía.
-
Puede preguntarme lo que quiera, profesor. – Afirmó tras unos segundos de
silencio. - Creo que, por educación, no aborda la cuestión que me llevó a
consultarle. Y si no lo hace, es porque el doctor Allende le ha debido de
informar…
-
Sí. – Corroboró con rotundidad. – Últimamente conversa mucho cuando jugamos al
Ajedrez, lo que le ayuda a tener mejor fortuna – Ironizó – El muy ladino ha
hablado de usted en alguna ocasión para arruinar mi estrategia, no puede ser de
otro modo con una mujer tan guapa como usted. – Coqueteó, se percató del rubor
de Sonsoles y mudó el tono para aseverar… - Le aseguro que siento haber
acertado con mi pronóstico…
-
No sabe hasta que punto fue atinado. Lo que me ocurrió fue… increíble. Una
pesadilla. Allende sólo conoce las consecuencias, no la razón exacta. – Ignoraba el porqué, pero hablar con él le
infundía serenidad, no se sentía juzgada. - Ayer viví otra, con un caso que he
aceptado. No lo creería.
-
Y usted no creería lo que se llega a creer. – Bromeó. – Ya le he dicho que me
fascinan los juegos de palabras. – Consultó su reloj – Todavía me queda tiempo.
Empiece por el principio. Las historias tienen el vicio de comenzar por ese
extremo…
Sonsoles
saludó la obviedad con una espontánea sonrisa… Después de suspirar, como si
apenas soportase el esfuerzo, le relató lo sucedido, tal como lo había vivido,
sin ahorrarse los detalles. Inconscientemente unió el desenlace del caso del
librero con las reiteradas pesadillas que padecía y con el asunto en el que
estaba trabajando. Lo narró como si fueran partes de un todo, y sólo reparó en
ello cuando el profesor le preguntó…
-
Está convencida de que todo eso tiene un nexo que lo vincula. ¿Por qué lo
contempla de ese modo?
-
Intuición... – Acertó a contestar, absolutamente perpleja. – No tengo nada que lo
respalde, pero estoy segura de que están relacionados…
-
Recuerdo cuando acudió a consultarme… Ha variado su discurso. – Percibió el gesto
de disgusto de Sonsoles. – No se lo digo como reproche. Antes se basaba en
pruebas, en evidencias. Rechazaba todo lo que no pudiera argumentarse
racionalmente. Ahora me confiesa que tiene un pálpito, una razón que explicaría
la desaparición de una mujer… Viviana me ha dicho que se llama, ¿no?
-
Sí, ese es su nombre.
-
Un nombre llamativo… pero sigue sin saber la causa que ha obligado a esa
señorita a… “tomarse sus distancias”, vamos a denominarlo así. Para averiguarlo
deberá hallarla. Y para hallarla deberá empezar por el principio de toda esta cuestión, la que le han encargado en
particular. Olvídese de que ella está, presumiblemente, en los Estados Unidos.
Viajar hasta allí siguiendo un reguero de cadáveres masculinos… – La detective
hizo ademán de hablar. – Permítame concluir, por favor… Seguir ese reguero no la
va a llevar a su objetivo, al contrario, es posible que nunca la alcance si es
que verdaderamente se trata de Viviana. Usted es muy inteligente, piense… ¿Qué
desencadenó todo esto?
-
La muerte de su pareja, ciertamente…
-
Una muerte trágica. Se amaban… Él muere, ella cambia. ¿Sabe una cosa? Me irrita
confesarlo, pero a menudo, la única manera en que se puede hacer algo es
esperando.
-
No le entiendo, - sacudió su cabeza como negando - ¿qué quiere decir
exactamente?
-
Lo que ya intuye. ¿Por qué ha venido usted aquí hoy? Porque amaba a su marido.
Puede que se demore… o puede que lo haga todos los días. Seguramente tendrá un
término medio, todavía está reciente la pérdida. Un cambio tan radical como el
que ha contado, una conducta tan anómala… Y todo absolutamente asociado a la
muerte de una persona: El hombre que ella quería. Es muy fácil, Sonsoles.
Localice su tumba y vigílela. Ella aparecerá.
-
¿Y va a venir desde Estados Unidos sólo por eso? Incluso puede que tenga otra
pareja…
-
Si tuviese otra pareja habría empezado a poner en orden sus cuestiones
pendientes, es lo que se hace cuando se entierra el pasado. Uno acaba una
página, la pasa e inicia otra. Borrón y cuenta nueva. Sin asignaturas pendientes.
Ella sigue anclada en el día después. Ha roto con su familia, con su madre, por
motivos que no sabemos. Pero no con el hombre con el que estaba construyendo
una vida en común. Aparecerá…
La
sugerencia tenía sentido. No se le había ocurrido ir a ver la sepultura de la
pareja de Viviana. Pensó que no perdía nada por echarle un vistazo, pero
mantenía sus reservas sobre el enfoque del profesor. Si Aurora estaba cerca,
cualquier posibilidad era viable.
-
No sé, - titubeó la detective - no termino de verlo claro…
-
Dicen que la duda sustenta el conocimiento. Le propongo algo, una apuesta: Si
Viviana visita la tumba, la invito a cenar… Y si no lo hace, la invitaré a
comer… ¿Qué le parece?
Los
labios de ella se convirtieron en rosado valle para acoger una franca sonrisa,
tan luminosa como aquella mañana, heraldo del estío…
-
Que acepto encantada… Con una condición: Prohibido mencionar el Ajedrez.
IX
El
casual encuentro con el profesor tuvo efectos balsámicos sobre su ánimo. Llegó
a la conclusión de que no tenía nada que perder por observar esa sepultura. Es
más, tenía el presagio de que la visita aportaría detalles nuevos a la
búsqueda, aunque desconocía el modo en que se le presentarían.
Pero
no ese día. Fue a buscar a sus hijos y comió con ellos. Un improvisado día de
fiesta en el que los tres procuraron no mirar el asiento vacío que presidía su
mesa. Por la tarde se encerró en su despacho, examinando la información que
Alberto, su contacto en la Policía, antiguo compañero, le había enviado. Al
parecer, su intuición seguía siendo un valor indispensable. “Mantis”. Algunas
sociedades de filiación luciferina estaban muy alborotadas porque una tal
“Mantis” estaba sirviendo a su señor con una eficacia que iba más allá de la
diligencia funcionarial. No se aclaraban los “trabajos”, simplemente llegaba el
rumor de que se disputaban el “honor” de recibirla en sus discretas
sedes. Y las redes sociales donde se movían estos elementos eran un hervidero
de dimes y diretes inconcretos en lo particular, pero relevantes en lo general:
“Mantis” era una mujer, española de nacionalidad, que renuente a retratarse
(dada la ausencia absoluta de fotografías suyas en Internet), usaba en su
lugar la imagen de una rosa negra; y que disfrutaba de los equívocos títulos de
“Aurorae Unxita” (5) y “Grande Dame du la Souveraineté du Babylone”
o “Magna Domina Regnii Babylonys” (6). Ninguna referencia a su nombre
real. La consideraban un anuncio de que el “Nuevo Orden Mundial” era
irreversible. Aunque para llegar a ese razonamiento no había más que informarse
de lo que estaba ocurriendo en el mundo...
No
pasó por alto el hecho de que apareciesen por el texto los términos “Mantis” y
“Aurorae”, aunque fuesen un apodo o nombre de guerra y un presunto nombre
común. Presunto porque estaba convencida de que se refería a alguien y
no al “alba”, por mucho que esa palabra se usase con profusión en los círculos
que adoraban a Lucifer y celebraban la inminente aparición del Anticristo. Una
de cuyas damas de honor era esa misteriosa “Mantis” que se figuraba como una
rosa prieta.
¿Y
si el nombre viniese dado por su actividad y no fuera el capricho de
una extravagante pandilla de ociosos
multimillonarios?
No,
no quería que fuera posible. Pero lo era. Sí. Ella misma había tenido una
conversación con alguien cuya naturaleza estaba al margen de la
Creación. Había oído hablar de desapariciones de niños, que luego eran
sacrificados en terroríficas y macabras ceremonias; de jóvenes vírgenes que
eran entregadas al demonio. Escapaba al menor análisis lógico, pero estaba
pasando desde tiempos inmemoriales. No era capaz de imaginar tanta maldad. Sin
embargo, en el fondo de su corazón, sabía muy bien que sí, que era verdad. Pasa
a menudo que la Verdad es tan espantosa que es preferible no darse por
enterado. Y eso es lo que siempre buscaba el Mal, enmascarándose de Luz y de
Verdad, para suplantar en la confusión de una época desquiciada, a la auténtica
Luz y a la única Verdad.
Había
acudido a diversas páginas web para contrastar las estadísticas de hombres
adultos víctimas de muerte súbita, con algún rasgo que insinuase actividad
sexual previa. Era sumamente curioso que sus fallecimientos se atribuían a los
malos hábitos cotidianos, tabaquismo, obesidad, vida sedentaria, como el clavo
ardiendo al que se quería asir esa racionalidad que se había embarcado en la
imposible misión de explicarlo todo... para encallar finalmente sin llegar al
fondo de nada, como un exorcismo fracasado en el que los demonios se ríen a
carcajadas de un sacerdote que ha perdido la fe en su propio rito. La Ciencia
describía, a menudo acertaba, pero existía toda una realidad a la que ni
siquiera se arrimaba... Por miedo.
Porque
la Ciencia era el Hombre. Ese mismo hombre asustado en el fondo de su cueva,
escuchando la ensordecedora y cegadora letanía de truenos y relámpagos; los
adolescentes que pintaban los animales que cazaban sus padres, para armarse del
valor que les haría falta cuando les tocase a ellos procurar alimentos a los
suyos; esa mujer que veía desfilar a sus pequeños camino del Infinito, echando
por tierra los desvelos e ilusiones de la gestación y los tremendos dolores que
sufría cuando paría; la mirada del niño que ve como se matan sus mayores
mientras busca un “¿por qué?” en su limitado y luminoso mundo infantil, siempre
acechado por monstruos indefinidos e informes que se esconden en las tinieblas
de las largas y frías noches de invierno, bien debajo de su cama o al otro lado
de la chirriante puerta de su armario...
Realmente,
había una fuerza que movía el mundo. Era el terror.
Sonsoles
creía tener todas las piezas. No sabía su orden exacto ni su composición, pero
su instinto le susurraba que tenía todo ante sí. Ignoraba la procedencia del
dinero, pero eso era lo de menos porque estaba segura de la conexión entre
Aurora y Viviana. Por un momento pensó que, quizás, se estaba obsesionando con
ella. Luego recordó lo que había vivido en el domicilio de Viviana. No, su
intuición no le fallaba. Sabía que Aurora tenía que ver con ese cúmulo
de factores que confluían en la misma dirección.
A
primera hora de la mañana, antes de que el sol arrastrase su manto de bochorno
con mayor intensidad, acudió a la sepultura de la pareja de Viviana. No le
supuso mucha fatiga hallarla, un nicho más en un mar de nichos, impersonales,
los más iguales de una sociedad que se empeñaba en agrandar la sima de
desigualdades bajo la mentira de una igualdad que no existía. Al menos en vida.
Tenía
flores frescas, blancas, amarillas, lilas, no estaba descuidada, alguien la
atendía de cuando en cuando. Claro que también hay empresas que se dedican a
ello. Si existe alguien dispuesto a pagar por algo, habrá alguien dispuesto a
cobrar por hacerlo. Así que ese “alguien” no tenía porqué ser Viviana. Decidió
buscar y preguntar al guarda del cementerio.
Esa
tarea le costó un poco más. Quizás porque los vivos son más escurridizos que
los difuntos. No obstante, dio con él. Era un hombre en la senda de su
jubilación, en estos tiempos más presente que nunca la etimología del término
(8), ya que pocos aguantan hasta el retiro, posiblemente de miseria y retrasado
al máximo por esa mafia político-bancaria que ha enfangado Occidente. Sus vivos
ojillos se empeñaban en ocultar esas cosas que tanto se temen y que él rumiaría
en sus horas de soledad. Se podía decir, con un golpe de vista, que por ello
podría descabalgar de su soberbia a esa
diosa llamada “Razón” y que tanto ponderó un hatajo de masones presuntuosos a
mediados del siglo XVIII.
Le
saludó con educación y le abordó por un asunto menor, sin interés. Le contestó
reticente, seguramente por la falta de costumbre, hay labores cuyos
protagonistas parecen invisibles debido a sus peculiaridades.
Cuando creyó que ya había roto el
hielo, le preguntó por la tumba. Presumió que le costaría localizarla en una
inmensidad de sepulturas, pero increíblemente no fue así. La identificó por su
nombre, calló unos segundos y añadió...
-
He asistido a tantos duelos que he perdido la cuenta, podrá imaginarlo. Uno se
plantea el patrón que hay, el criterio, ¿sabe usted? Se entiende que nos marchemos
los viejos, pero no los jóvenes, menos todavía los niños. El que me precedió en
el puesto, en los duros años de la posguerra, me contaba que nunca se
acostumbró a los “ataúdes blancos”, como los llamaba. Que no podía. Dios tendrá
claro ese “criterio”, ese “guión”, ya dicen los curas que escribe recto sobre
renglones torcidos, pero yo tampoco lo logro comprender, que Él me perdone
después de más de cuarenta años haciendo esto. Quiero creer que todo cobrará
sentido en el “otro barrio”... De él decían que era un chico joven, deportista
y todo eso. Su mujer era muy guapa, hermosísima, nunca se olvida una belleza
así, aunque tenía un “no-sé-qué” que... En fin, no me haga caso, – sonrió –
sólo soy un viejo harto de tantos entierros.
-
No, me gustaría saber su opinión de todo lo que vio ese día. - Extrajo con
presteza la fotografía de ella que llevaba guardada y se la mostró para no
perder el hilo de la conversación - ¿Es esta la mujer a la que se refiere?
El
guarda cogió la imagen con reserva. Vaciló un poco al examinarla. Y contestó...
-
Sí, pero ese día estaba muy distinta. Casi no aparenta ser la misma
persona. Será más antiguo este
retrato... - “Nunca falta la lógica a la llamada de lo inexplicable”, se dijo
para sí la detective. - Sí, sin duda, es ella, pero esa jornada habría sido
capaz de resucitar a alguno de los inquilinos que hay por aquí si se lo hubiera
propuesto. Parecía más una novia que una viuda. La única semejanza es que iba
de luto. No era por su actitud, no... Era... no sé cómo decirlo, serán
desvaríos míos.
-
Insisto en que me lo diga con franqueza, su opinión me interesa, se lo ruego...
El
hombre se rascó el mentón con fastidio, como si no quisiese relacionar algunos
hechos entre ellos. Desvió la mirada a su derecha, suspiró largamente y
repuso...
-
Hay cuestiones a las que es mejor no dar vueltas. Vengo de un pueblo de la
vieja Castilla, ya nadie vive allí... Tenemos muchas leyendas, pese a que
quedemos pocos para contarlas, y como reza una de ellas diría que “en banquete buscaba bocado” (9). Es lo que más le cuadra. Creo que me entiende...
-
Sí... – Afirmó pensativa, pasando a la cuestión capital. - ¿Ha vuelto a verla
desde entonces? ¿Viene con frecuencia por aquí?
-
Ni mucha ni poca. Yo no la he visto. Quienes vienen cada tres o cuatro semanas
son sus padres. No están muy bien de salud, el golpe les ha hundido. Encajamos
la desaparición de los padres porque es ley de vida, pero la de los hijos... Es
otro cantar. Eso no lo supera nadie.
A
Sonsoles le resultó curioso que emplease la palabra “desaparición”. Seguramente
por esto la madre de Viviana rechazaba resignarse a que su hija “desapareciese”
de su escenario vital, el de los suyos. Sus familiares, amigos, su trabajo...
-
No obstante... – Siguió hablando, como si estuviese socavando su recelo de
comentar más detalles... – Un anochecer... Fue extraño, el último Viernes Santo.
Por lo general los visitantes son muy cuidadosos con el horario de cierre
porque a nadie le gusta quedarse encerrado de noche en un sitio como este. Aún
así siempre hago una ronda para guiar a despistados y espantar a
gamberros. Me conozco esto como la
palma de mi mano... Comprenderá que aquí la gente no se cambia de sitio, por lo
que he terminado memorizando cada baldosa, cada epitafio... – Esbozó una media
sonrisa. – Me fijé en que su lápida apenas conservaba un ramito de flores
secas. No presté más atención, es muy normal. Bajé la explanada, por allí
mismo, – indicó con el brazo la dirección – sin cruzarme con nadie. Cerré el
portalón y volví sobre mis pasos para ir a mi casita, la que está ahí, –
señaló una sobria y vetusta vivienda de una planta, intramuros junto a la tapia
del camposanto – no pasarían más de diez minutos, ya no camino con rapidez,
cierto, tampoco fue más. A esas horas el crepúsculo ofrece sombras muy
caprichosas, pero aquello no era una de ellas. Alguien reemplazó las
flores secas por una rosa que nunca había visto, que ni siquiera sabía que
podía darse. Era negra, brillante. Y grande, con multitud de espinas por todo
su tallo.
-
¿Qué pasó con ella? – Pereda interrogó conteniendo su inquietud por la
irrupción de la flor en el caso. – Siendo tan especial, ¿no la ha conservado?
-
No. Sus padres estuvieron preguntándose entre ellos quién pudo haberla traído. Descartaron
a la chica porque no estaba en España, según les oí. No les gustó, pero la
dejaron. Sí que sentí esa tentación porque no se estropeaba. Estuvo hasta la
semana pasada, el martes ya se había esfumado, igual que apareció, pues nadie
había entrado todavía aquí... Llegué a tocar sus pétalos, por si acaso era
artificial, ya sabe, una de esas que son muy caras y casi no se distinguen,
pero no, tenía un tacto suave y el perfume... era distinto. No olía como las
demás rosas.
-
¿A qué olía pues?
-
Su aroma se percibía a varios metros a la redonda, hasta el último día. De
hecho, advertí que ya no estaba por ese motivo. Mi olfato no conoce nada que se
le pueda comparar. No era desagradable, tampoco te transmitía buenas
sensaciones. Ni siquiera sé que ponerle de ejemplo. Por la mañana era muy pegadizo,
como si te abrazase, como si el sol te entrase por la nariz, te abrumaba. A
mediodía se diluía un poco, como si se hiciese “húmedo”, por la tarde se volvía
“salino”... por la noche...
-
¿Sí? – Terció para que no interrumpiera la descripción - ¿Por la noche?...
-
Lo más similar que puedo sugerirle es la sangre. A óxido, a metal. Sí, a
sangre. Probablemente le han sangrado las fosas nasales en alguna ocasión. Pues
semejante a eso. Atraía a muchos insectos, que acababan muertos en el suelo.
Todas las mañanas dale que dale con la dichosa escoba. Hasta que la semana
pasada se desvaneció. La verdad es que era impresionante.
Sonsoles
albergaba escasas dudas. Por no decir ninguna. Viviana era “Mantis”, y ese mote
la relacionaba directamente con la callada epidemia que estaba
cobrándose la vida de cientos de varones. Verdaderamente se trataba de pruebas
circunstanciales, ningún tribunal las aceptaría y tampoco era el objetivo de su
trabajo, mucho más sencillo que reunir evidencias contra una presunta
asesina. Deslizó un billete a su interlocutor como agradecimiento al tiempo que
le rogó que no charlase con nadie sobre su conversación y sobre su presencia
por allí en días sucesivos. El viejo se lo guardó en un bolsillo de su raído
chaleco sin decir nada más que un ligero asentimiento como conformidad.
El
cielo era una blanca y pesada manta que se extendía por doquiera que se mirase,
agobiando y ahogando con su luminosidad y calor cualquier idea que no corriera
a refugiarse cerca de un aparato de aire acondicionado.
X
Llevaba
bastantes días apostada frente a la entrada del cementerio. No tenía ninguna
otra, su antiguo diseño favorecía la vigilancia. Se accedía y se salía por el
mismo sitio. Se guarecía del bochorno en el coche, fumando demasiado, gastando
combustible mientras la climatización funcionaba a tope y oía música. Andaban
las horas, unas tras otras en disciplinada procesión hacia la Eternidad.
Algunas veces estiraba las piernas por las callejuelas de la necrópolis,
echando azoradas ojeadas a las lápidas, como si fuese alguna indiscreción,
quizás un asalto a la última de las intimidades, que no se pudiese perdonar.
Pensaba que al final se terminaría aficionando a pasear por esos lugares como
el profesor, al que se había resuelto seducir abandonando toda cautela, acaso
como confirmación de ese deseo de vivir que sentía y que se abría paso con
vigor entre los muertos. Los suyos y los que la rodeaban, mudos, enmudecidos, o
simplemente callados...
Daba
por seguro que sería un almuerzo y no una cena. No tenía el menor indicio,
mucho menos certeza, de que Viviana fuera a personarse ante la tumba de su
pareja. Era poco probable, y la paciencia, agotada por la inacabable, tediosa y
aburrida espera, ya había expirado, en consonancia con el escenario. El sol se
dejaba caer sobre el horizonte y corría algo del fresco que se había negado a
moverse durante la jornada. Quedaba poco para que el guarda cerrase la verja.
Arrojó la toalla, no tenía plan “B”, ya vería qué haría a lo largo de lo que
quedaba de ese día... Puso el intermitente para señalizar su incorporación al
tráfico cuando llegó un taxi cerrándole la salida. Ya iba a acordarse de su
familia, cuando comprobó que la ocupante, que le estaba abonando la carrera,
era ella...
Sí.
Era Viviana, sin lugar a dudas, efectivamente, una de esas mujeres que hacen
volverse a los hombres para rendirle pleitesía. Se apeó del vehículo, llevaba
un largo paquete de cartón, “ahí cabría una flor, una rosa negra, por ejemplo”,
se dijo Sonsoles a sí misma mientras la veía entrar en el cementerio. La
detective no titubeó. Se bajó de su coche y la siguió a distancia, pero sin
perder su estela: Ya la tenía. Al cabo, el profesor la invitaría a cenar.
Viviana
se movía con rapidez. Vestía de color blanco, el efecto era espectacular porque
parecía tener fantasmal luz propia. Sacó una rosa negra de la caja y la imagen
era todo un símbolo por sí mismo. Se acercó silenciosamente mientras la mujer
sustituía las marchitas flores por esa enigmática rosa que parecía ser parte de
ella.
-
¿Viviana? – Preguntó la detective Pereda – Es usted, ¿verdad?... ¿O acaso
debería llamarla “Mantis”?...
No
se sobresaltó. Ni el menor asomo de asombro. Simplemente la miró y continuó con
su labor.
-
Sí. Se ha debido tomar sus molestias para averiguar lo de “Mantis”. Espero que
se haya divertido. – Inexpresiva, se puso de pie, ya había terminado de colocar
la rosa. - ¿Y usted es?...
-
Soy detective privado. Me llamo Sonsoles Pereda. Me ha contratado su madre para
encontrarla. Solamente quiere volver a tener contacto con usted. Lo demás no es
asunto mío.
-
En eso lleva razón. – Respondió como una bofetada mientras volvía a clavar sus
celestes ojos en ella. – Hay cosas que no toleraría imaginar siquiera.
-
Se equivoca, “Aurorae Unxita”. Creo que ambas conocemos a una, es
difícil denominarla, a alguien que se llama “Aurora”, ¿no es así?
En
el fondo de sus pupilas destelló la sorpresa. Pero no con fuerza para variar su
actitud, que seguía a la defensiva.
-
¿Es importante eso? ¿Cambia algo? Él sigue muerto y yo condenada. Simplemente
procuro hacer lo que me dice la que me ha dado la inmortalidad, llámese como se
llame. Y no me va mal. Viajo, tengo de todo sin trabajar, hago lo que me da la
gana sin preguntas, ni reproches.
-
Dando a su conciencia unas vacaciones permanentes, ¿no?
-
¿La conciencia? – Rió sombríamente – No me venga con cuentos para niños... La
conciencia se acostumbra a lo que venga. Mejor viva con remordimientos que...
lo que sea en la mierda. Créalo, hay cosas peores que diluirse en una nada sin
cuentas pendientes, en un largo olvido sin palabras, sin consuelo pero sin
llanto. Yo era de las personas que esperaba una absoluta, benéfica y oscura
nada. Un sueño sin sueños como dijo alguien (10), ¿no? Y resulta que no, que
existe algo. Algo que juega con nosotros. ¿Quién es más cruel? Deje a mi
conciencia tranquilita, Sonsoles...
-
No pretendo convencerla de nada. Ha tomado una decisión, usted sabrá su
motivación, sólo quiero persuadirla de que hable con su madre. Punto final.
-
¿Decisión? ¿Motivación? ¡Yo no tomé más decisión que rescatar de la muerte a mi
marido! – Se alteró notablemente. – Oiga, yo le amaba, aún le amo si no, ¿por
qué iba a estar aquí? Anhelábamos una vida juntos. Todo se fue al cubo de la
basura con su fallecimiento. No se me planteó nada, ni se me preguntó por nada,
no hubo opciones para mí porque escogí traerle de vuelta en vez de seguirle,
entonces se me empujó a un dilema: O vivía bajo esta naturaleza o
moriría en horas. ¿Cree que yo elegiría, libremente, ser una jodida
lamia tras haberle perdido? Pues no, jamás. Pero es lo que hay.
-
Eso lo entiendo, Viviana. – Quiso conciliar Sonsoles. – Es cierto que no sé lo
que pasaría para que llegase a ser lo que es. Viniendo de quien viene sé que
jugaría sucio, pero...
-
No. No es que jugase sucio. – Una lágrima acariciaba su pómulo, lentamente,
como si no quisiera llegar al término de su recorrido. – Yo... Yo pude haberlo
evitado, pero fui débil, sentí pánico ante mi muerte y caí. Preferí esto antes
que unirme a él, - señaló la sepultura – en donde demonios nos lleve Dios.
-
¿Y eso la ha convertido en su “dama”?...
-
Sí. No por amor, sino por miedo. No quiero morir, ¿sabe? – Se restañó otra
lágrima que afloraba – La gente se muere porque no tiene más remedio, yo no. Mi
amor no era ni es tan fuerte como para renunciar a vivir. Mire, yo no he
elegido bando. Me han elegido porque intenté resucitarle, no físicamente, sería
largo de contar, sino de otra manera, en otro soporte, por decirlo
así... – Reparó en que la detective no entendía lo que quería decir aunque
escuchaba con atención sus palabras. – El miedo a no tenerlo me hizo cometer un
error, y el miedo a seguirle me ha llevado a esto... – Señaló
coquetamente la silueta de su cuerpo con el envés de sus manos. - Es mejor
dejarlo. Fracasé. La informática no está tan avanzada como para establecer
enlaces sinápticos con terminales cerebrales. Ahora todo da igual.
-
Mi investigación no estaba enfocada a lo que pasó, ya le he dicho que no es
asunto mío, - la detective volvió a
centrar el diálogo – sino a que vuelva a hablar con su madre. Deje a los
muertos y ocúpese de los vivos que aún la quieren, por encima de lo que haga o
sea. Ella quiere saber que está bien. ¿Por qué no va a verla, ahora que está en
España?
-
Porque no puedo, ¿es que no lo entiende? – Gesticulo dándose con la punta de
los dedos en su frente. - Los muertos no censuran, no sermonean como usted.
¿Cree que se puede engañar a una madre? No me quitó el ojo de encima durante el
sepelio... ¿Cree que no terminaría sacándome que soy una ramera que se cobra en
vidas? Además, ¿por qué tendría que hablar con ella? Llegará el día en que se
vaya, y entonces, ¿qué?... ¿Otra tumba a la que llevar rosas negras que no se
marchitan? ¿Para qué? ¿Para no sentirme lo peor de este mundo? En realidad ella
tiene la culpa de todo, - afirmó mientras le temblaban los labios – si no se
hubiera acostado con mi padre el día que me concibieron, mis sufrimientos no
habrían existido, ¿lo comprende? No habría vivido tanta pérdida, tanto
esfuerzo, tanto miedo, tanto dolor... ¡Tanto para nada! ¡Dios es implacable,
despiadado y permite todo esto!
Viviana
rompió a llorar desconsoladamente. Sonsoles oyó unos pasos que se acercaban y
empuñó su pistola en dirección al ruido, por sordo temor a que Aurora hiciese
acto de presencia A duras penas contuvo
una palabrota cuando vio al guarda con las manos en alto y el rostro
desencajado. Se disculpó, le dio otro billete como expresión de ello. El
anciano lo cogió y recordó entrecortadamente que iba a cerrar. La detective
agarró del brazo a la mujer y salieron del cementerio. Se ofreció a llevarla al
lugar que le dijese. Respondió que no entre hipidos, se serenaba poco a poco
con ayuda de un pañuelo blanco que tenía bordada una rosa negra en cada
esquina...
-
Si no lo hace por usted, hágalo por ella. No hay nada peor para una madre que
ignorar el paradero de sus hijos.
-
¿Teme no cobrar su factura? – “Vaya”, pensó Sonsoles, “ ya ha vuelto al cinismo
inicial, eso indica que ya se ha repuesto”. – Mi madre le pagará de todas
maneras...
-
No, - replicó tajante Pereda – el trabajo está hecho con o sin vuelta de usted,
y ella ha asumido mis condiciones. No hay interés, fenicio digamos, en lo que
le digo. Únicamente la tranquilidad de una anciana. Que es su madre.
No
había el menor rastro de maquillaje en el pañuelo que estaba doblando por su
mitad, y su rostro relucía como si acabase de pasar por un gabinete de
estética, como esas modelos que parecen no llevar nada y están embadurnadas de
cosméticos hasta las amígdalas. Sopesó la contestación durante unos segundos...
-
Déjeme pensarlo esta noche. Ya se enterará de mi decisión...
Dio
media vuelta y se marchó sin añadir nada más. La detective contempló su caminar cuando un descapotable
con dos hombres jóvenes tocó la bocina entre ruidosos piropos de discutible gusto.
Ella los miró. En apariencia ni dijo ni hizo nada, el vehículo se detuvo pocos
metros adelante y Viviana se acercó para montarse en su asiento trasero,
mientras los chicos se miraban entre ellos como si acudieran a un festín.
Sólo
que no serían los comensales sino el menú. Sonsoles no pudo evitar un
escalofrío.
Epílogo
Sonsoles
durmió fatal esa noche, peor si cabe porque esperaba tener un reparador
descanso, como solía cuando llegaba al final de un encargo. Se levantó de madrugada,
con una frase prendida en su recuerdo, procedente de un sueño seguramente...
“Tras
tarde viene nunca”.
No
le veía un significado, descabellado e incoherente como suelen ser los sueños,
le sonaba al “tarde, mal y nunca” referido a promesas que jamás llegan a
materializarse. No le dio importancia porque tampoco tenía conciencia de más, a
excepción de la reiterada pesadilla con Aurora. Había tenido matices
diferentes, pero no tenía claro cuales. No es extraño que los argumentos oníricos se evaporen en
contacto con los quehaceres cotidianos. Entraban las primeras luces de la
mañana por la ventana, y echó mano de su móvil. Tenía un correo de mensajería
instantánea, lo había enviado Alberto Paredes, su antiguo colega.
La
señora Ferrant había muerto en su domicilio. Todo apuntaba a un
infarto. En ese punto recordó el contexto de la cita...
De
nuevo el desolado desierto. Con la diferencia de que, no muy distante, se
alzaba un edificio, semejante a una extraña catedral gótica de oscuros sillares.
Presa del pánico, Sonsoles corrió hacia ella para ocultarse, para no jugar al
maldito Ajedrez con Aurora. Llegó ante la inmensa puerta y entró, cuidándose de
cerrarla a sus espaldas. Estaba en una colosal nave, no se podía pensar que
fuera tan enorme desde el exterior. Sin embargo, todo se hallaba entre
tinieblas y la invadió el temor a caerse. Vislumbró unas lucecitas y se dirigió
hacia ellas. Eran velas, cirios, candelas, de todos los tamaños, colores y
formas... Algunas eran nuevas, otras estaban a punto de consumir su
combustible. Y de las sombras, como si fuera una de ellas que tomase forma
humana, sale Aurora, prendiéndose una rosa negra en su rubio y largo cabello.
Sonríe mostrando su perfecta dentadura y recita...
"No
busques en ninguna fría tumba
estas
rosas que no se marchitarán,
ellas
son mañana siempre, vivirán;
y
tú verás que tras tarde viene nunca."
Supo
entonces que la señora Ferrant murió sin tener noticia del encuentro con su
hija. “Tarde” y “nunca”. Era muy probable que Aurora la visitase para provocar
el infarto que se la llevó de este mundo. Descartó que Viviana tuviese
participación en ello, al menos no de forma directa y consciente. Del Mal que
era Aurora, cabía esperar cualquier fenómeno.
Asistió
a la inhumación de la señora Ferrant. Se quedó en un discreto tercer plano, a
distancia, sólo para mostrar su respeto y pesar por no haber llegado a tiempo,
aunque supuso que el ángel caído habría actuado de cualquier modo. El duelo se
despidió, el sacerdote besó los Evangelios, se persignó y se fue. Sin saber la
razón, ella permaneció un rato más, hasta que se quedó sola, susurrándose
mentalmente alguna de las plegarias que aprendió de niña, como un acto reflejo,
como cuando se cierran los párpados si nos echan líquido a la cara...
En
un ángulo del patio de sepulturas, a su izquierda, vio moverse algo. Miró no
queriendo ver.
No
se elige lo que se quiere ver, por mucho que el refranero se empeñe en afeárselo
a los peores ciegos. Allí estaban. Las dos. Viviana reflejaba una profunda
tristeza en su semblante, como si se hubiese quebrado el último lazo que la
mantenía unida a la realidad que conocemos. Aurora, por el contrario, cogía de
la cintura a su acompañante con lascivia, voluptuosamente, recreándose en lo
que pudiera haber de afrenta, como se exhibe un trofeo, alardeando impúdicamente,
frente al graderío del equipo contrario.
No
pudo, no quiso soportarlo. Se marchó lo más aprisa que pudo, quiso dejar atrás
todo recuerdo de muerte. Se introdujo en el coche y puso una canción, “Marian”,
de "Nouvelle Vague", a todo volumen.
Sus
últimos acordes coincidieron con el tono de la llamada que estaba haciéndole al
profesor...
FIN
de “Allende (rosas que no se marchitarán)”
El relato completo se puede descargar gratuitamente como libro electrónico aquí
NOTAS:
(3) Caballo de Troya.
(4) Ver “El crimen de la calle
Canarias” (“Cuentos y Romancines”, del autor, Editorial Lulu, 2011).
(5) “Ungida del Alba”.
(6) “Gran Dama de la Soberanía de
Babilonia”
(7) Las antiguas referencias al
“hombre del saco”, “coco”, etcétera, tienen su origen en misteriosas
desapariciones de niños y jóvenes adultas.
(8) La voz procede de “júbilo”
(viva alegría).
(9) Leyenda medieval de “LaEncartada”, procede de Valsurbio, Castilla. De toda la inmensidad de Internet, sólo la encontrará aquí.
(10) Una imagen poética para referirse a la muerte, usada por León Felipe, entre otros.
(10) Una imagen poética para referirse a la muerte, usada por León Felipe, entre otros.