martes, 16 de abril de 2013

El visitante (basado en una leyenda del viejo Madrid)


Primavera de 1873

Me sorprendí gratamente cuando el doctor Velázquez, afamado forense de profesión, me invitó a cenar. No lo esperaba, sinceramente, en estos días en los que parece que todo el mundo ha perdido el oremus y, lógicamente, la urbanidad y la vida en sociedad también se encuentran extraviadas, como “encogidas” ante el espectáculo de tanto disparate, más que nada porque si lo fundamental padece, lo accesorio o mundano fenece sin remedio. Así que no dudé en aceptar, máxime cuando nos acompañarían su encantadora, joven y bella hija, que no tenía el honor de conocer; y su prometido, don Deogracias Nuño, un gran médico en ciernes.

El carruaje llegó puntual. Cierto es que no hay más que un largo paseo desde mi domicilio en la calle Toledo, en las inmediaciones de la Plaza Mayor, hasta la residencia del doctor situada en la calle Amaniel, pero como el cielo dibujaba emplomadas nubes que anunciaban lluvia, decidí no ir a pie: No es de buen tono presentarse empapado si el chaparrón ha sido anunciado.

Dejando pareados a un lado, durante el trayecto disfruté del paisaje y del paisanaje de Madrid. Tenderos que habían confiado en una tarde de primavera pero que ahora se apresuraban a esconder su género, mostrado en la vía pública, ante la certeza, más que amenaza, de que un remedo del Diluvio estaba en camino debidamente pregonado por ese invisible heraldo que son las ráfagas de viento, caprichoso y furioso, que se recrea en susurrarnos e inquietarnos. Mujeres que tiran de las manitas de sus hijos para llegar cuanto antes a casa, como si el hombre del saco estuviese presto para actuar; mozas de familias acomodadas acompañadas por sus carabinas, negándose a apretar el paso por no perder ese aire de gravedad que las llevará a encontrar un buen partido. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde porque, uno, que ya cuenta con algunas guerras a sus espaldas y una llaga en vez de corazón, sabe de sobra que los buenos partidos terminan marchándose de España. Cuestión aparte es que lo sean realmente o simplemente lo aparenten.

El chupatintas que se arrebuja en su levita por no tener capa para abrigarse y que se agarra con fuerza el sombrero para impedir que se lo arrebate un iracundo manotazo del aire, como una metáfora de la propia vida, que se nos puede marchar de un mal soplido del Destino. El tabernero maldiciendo su suerte, que hoy ya no tendrá más parroquianos que le visiten para empinar el codo y no tendrá que llevarlos a casa en un esportillón con ayuda del sereno. Dicen que no hay mal que por bien no venga.

No tardé en llegar a la casa del doctor Velázquez. Si se puede medir la vanidad humana por el tamaño de su morada, se podría decir que la del científico se debatía en la contradicción: Por un lado era lo suficientemente grande como para destacar en una barriada (1) de militares y altos funcionarios de un rey que ya no estaba, notables de una sociedad convulsa, supeditados a una suerte tan mudable como la luna; y por otro era tan sobria que llamaba la atención por no querer atraerla, ventanas y contraventanas cerradas con tanto celo que sus habitantes parecían haberse conjurado contra la luz del día, bastante debilitada por efecto de los plúmbeos, casi metálicos, nubarrones.

Puntual como el cambio de la guardia de la reina Victoria de Inglaterra, golpeé la puerta con la aldaba. Un rumor sordo se propagó por las cuatro esquinas del portón, como el eco de un náufrago en el océano. Abrió un solícito empleado del servicio de la casa, sexagenario, estirado como un soldado prusiano, cuya diligencia quedaba fuera de toda duda con solo verle. Se hizo cargo de mi sombrero, gabán y bastón e indicó que me estaban aguardando en la biblioteca pues habían juzgado que era temprano para sentarse a la mesa y que aún se podía charlar, y quizás arreglar el mundo si ese wishful thinking (2) tuviera a bien cruzar el umbral que separa la ilusión de la realidad.

Don Pedro Velázquez me recibió al punto de entrar en la estancia, muy cordial y atento me sirvió una copa del suave licor que ya estaban disfrutando mientras que don Deogracias, su futuro yerno, se mantuvo más distante y frío en aquellos primeros momentos de cumplidos, chanzas y corteses finezas. Ambos se refirieron a doña María Dolores para presentármela, aunque de manera bien curiosa porque ni la vi ni la oí en esos momentos iniciales de lo que pretendía ser una distendida y agradable velada, aunque ellos se comportaron como si hubiese contestado una humorada... Deduje que estaba frente al fuego del hogar, oculta y sentada por un enorme sillón de orejas. No tuve tiempo de pensar en mi extrañeza, inmediatamente fui introducido en una conversación...

- ¡Cómo son las mujeres! – Comentó divertido para cambiar de tercio. - Pues ha tenido suerte de no mojarse porque la atardecida venía cargada como borrica de aguador... – Añadió don Pedro - ¿Se ha fijado usted, por ventura, en que esta enloquecida primavera sin inquilino en el Palacio Real nos trae a todos de cabeza?
- Vivimos una gran incertidumbre, desde luego, – contesté – pero España tiene la costumbre de sobresaltar a los que no están habituados a nuestras rencillas. Y un piamontés no me pareció ser un pretendiente adecuado para lidiar con los toros que sufrimos por aquí...
- ¡Qué cosas dice usted! – Me interrumpió Velázquez - Otro gallo cantara si al general Prim no le hubieran empujado por la posta. ¡Menudo hombre! Él solito se bastó para enojar al fallecido Luis Napoleón y al káiser (3) a cuenta de nuestra corona y perjudicarle a uno de los dos. ¡Era todo un genio! Ya lo demostró en África y en Méjico, más generales de esos nos hacían falta, porque ahora precisaríamos todos contra los dichosos carlistas...
 No negaré los méritos militares del difunto Prim pero...
 ¿Pero?  - Repitió el joven Nuño contrariado - ¿Qué se puede objetar de un caballero cuyo proceder fue impoluto?
 Lamento diferir, consideré en su momento que un masón promoviendo a un rey masón no traería nada bueno a España... y de aquellos polvos vinieron estos lodos.
 Es usted la primera persona que conozco que no guarda buena opinión del bueno de Juan... – Afirmó circunspecto don Pedro – Rindió su vida por este ingrato país...
- ¿Y qué tienen de malo los masones? – preguntó Deogracias para contestarse él mismo – Más nos harían falta para quitarnos la costra de curas y frailes que nos impiden progresar como otras naciones.
 Lo peor de los masones – repliqué con firmeza pero conteniendo el tono para no ofender a mi anfitrión – es que no sabemos quiénes son ni cuáles son sus tareas pese a tenerse ellos mismos por benefactores del género humano y que, sin perjuicio de lo anterior, tienen la mala costumbre de asesinarse entre ellos, como pudimos comprobar con el “bueno” de Juan... O acabar con cualquiera que les combata con los Evangelios en la mano.
 Esos son desvaríos mezclados con hablillas, señor mío, – escupió el joven – lo que necesita este país es abrir las ventanas y ventilar las miasmas del oscurantismo...

No pude evitar lanzar una significativa mirada a los ventanales velados y cegados a cal y canto. Entonces reparé en el singular olor que se respiraba en la sala, una mixtura imprecisa y vaga de formol, romero, acacia, estoraque y alguna esencia más, que sin ser totalmente desagradable me empezaba a resultar sumamente desasosegante.

 Francamente, querida, – admitió entre carcajadas el doctor Velázquez por algo que la dama había señalado pero que no escuché – la política es aburrida para todos, hasta el punto de que hay gente que es capaz de matar y morir por ese irritante asunto... – Don Deogracias se unió a las risotadas al tiempo que me esforzaba en esbozar una mueca a tono por no parecer sordo, o peor aún, un bobo maleducado. – Verdaderamente, – prosiguió tras recuperar su seriedad – hablamos de estas cosas por la preocupación que arrastramos, príncipes que se baten en duelo (4), los miles de ejecuciones tras la Commune de Paris (5), los legitimistas, los carlistas y los federalistas sacudiendo las próximas elecciones a Cortes... Es lógico que todos estemos un poco nerviosos a causa del humo de pólvora que se respira en la atmósfera... ¿No participan de mi opinión?
 En efecto, don Pedro, - concluí diplomáticamente mientras Nuño asentía con la cabeza – “la política es el arte de hacer felices a los pueblos”, pero también de sumirlos en las peores pesadillas...
 Bueno, - llamó la atención don Deogracias, que sonreía siniestramente – algo parecido sucede con el mismo infierno, si es que existe, que dicen que está solado con buenos propósitos...
 Posiblemente, - afirmé – ese pavimento sea de carne: Creo yo que el peor de los infiernos es el propio corazón de la persona que se aleja de Cristo...

Silencio sepulcral. Un silencio claro, rotundo. Nadie había hablado.

- ¡Yo tampoco lo sabía, mi querida hija! – Exclamó alegremente mi anfitrión. – Está hecho usted todo un teólogo y se lo tenía muy callado. Lleva razón María Dolores, – que nada había dicho que pudiera percibir – que esas cuestiones nadie las conoce: Nadie ha regresado de la orilla de la Muerte, ni para anunciarnos felicidades ni para quejarse, acaso por imitar a los arrieros cuando encuentran fonda económica, que no lo difunden para que el posadero no suba el precio.
 Diga que sí, don Pedro, - confirmó exultante el joven – que esos oscurantismos medievales son los que tiene que barrer el progreso de este resplandeciente siglo XIX, digno hijo de la Ilustración...
- Es curioso que se diga que nadie ha regresado, - ironicé un poco harto de tanta apología barata de la Enciclopedia – si uno se precia de ser cristiano, porque uno de los ejes de nuestra Fe es precisamente la Resurrección de Jesucristo, entre otras razones. Y no, ni lejanamente soy un teólogo, que "para eso Doctores tiene la Iglesia"... - Sonreí por la alusión - Pero les voy a decir algo sin ánimo de polemizar: Que la Ciencia está condenada a entenderse con esa Fe porque no será capaz de contestar, ni de aclarar, las grandes inquietudes del Hombre; y tengo para mí, que soy de natural pesimista, que las sangrientas matanzas que estamos viendo desde el muy racional siglo pasado (6) no harán más que incrementar su crueldad y ferocidad en el porvenir. Como por otra parte se puede comprobar a tenor de lo que nos cuenta la Historia partiendo de la revolución que destronó al rey Luis XVI.

Nuevamente ese silencio. Y el maldito olor trepanando el entendimiento. La incomodidad era manifiesta. Don Pedro se volvió hacia el lugar donde se suponía que estaba María Dolores, como si la dama estuviese comentando algo al respecto...

 Estoy de acuerdo contigo, querida, - manifestó don Deogracias en esta ocasión - lo mejor de la muerte es evitarla tanto como se pueda, con ayuda de la Ciencia y no de supersticiones, como muy bien sabes por ti misma...
- Es que mi hijita lo ha pasado muy mal, ¿sabe usted? – Aclaró Velázquez algo azorado por la indiscreción de su próximo hijo político – Pero muy mal, ya se encuentra plenamente recuperada aunque precise de mucho reposo y tenga que llevar una vida muy ordenada y recogida. Posiblemente no seré abuelo pero, - sonrió forzadamente - ¿quién necesita encariñarse con hijos o nietos que terminan muriéndose? (7)
- Sí, ese dolor es natural... Aunque la vida sigue. Tiene que seguir. – Respondí abiertamente intrigado ante una escena tan poco común y sorprendente – Exactamente, ¿qué mal ha padecido la señorita María Dolores?
- Se encuentra perfectamente bien. – Sentenció Nuño – Más bella que antes, si es que era posible, todo gracias al progreso que nos regala la Ciencia... – Nueva pausa para escuchar la nada – Que no, - prosiguió coqueteando y sonriéndole al gran sillón de orejas que nos daba la espalda – que es la pura verdad, con permiso de tu señor padre aquí presente que no deseo enojarle porque, al respeto que le profeso como mi mentor, he de sumarle el que le debo como mi futuro suegro...
- No me sea cobista, don Deogracias, - contestó ufano – que ello debe de quedar en familia y nada alegra más el alma de un padre que la felicidad de su única hija, mayor todavía si termina desposando con el discípulo más aventajado.
- Sí, son varios los motivos de celebración, - interrumpí visiblemente molesto ya – sin embargo, ¿qué enfermedad ha conseguido superar doña María Dolores? ¿Quizás alguna que haya apagado su voz o desfigurado? Digo esto porque, he de confesarlo, me gusta ver el rostro de mis interlocutores, que no estamos en torno de clausura; lo mismo que oír lo que se dice con claridad, y en el tiempo que llevo aquí no he tenido ese gusto con las palabras que ha pronunciado nuestra tertuliana...

Don Pedro y don Deogracias clavaron sus ojos en mí como si hubiera rasgado el lienzo del Templo. Durante unos instantes pensé que me había extralimitado, acaso por ese penetrante y maldito olor que todo lo cercaba, entonces me di cuenta de que el criado estaba de pie en la puerta de la biblioteca, la había abierto sin percatarme de ello mientras estaba reiterando mi pregunta.

Despacio, como si contase los pasos, se acercó al sillón donde estaba sentada la joven María Dolores. “A la señorita no le pasa nada, señor...”, negó categórico al tiempo que giraba lentamente el sillón para , “en esta casa todos gozamos de muy buena salud como puede comprobar, tanto física como mentalmente. Ya se dijo que mens sana in corpore sano (8)...” Quedé petrificado por el horror.

Allí mismo, sentada, se hallaba María Dolores, impecablemente peinada y vestida, con los ojos espantosamente abiertos, la boca desencajada y las huesudas y secas manos agarrotadas; quieta, muy quieta, absolutamente inmóvil: Porque estaba muerta y embalsamada...

Y solamente viva en la locura de los habitantes de esa oscura casa de la calle Amaniel...


NOTAS
(1) Por su cercanía al Palacio Real.
(2) Pensamiento utópico, irrealizable pero conforme a nuestros deseos.
(3) El pretexto de la breve guerra franco-prusiana de 1870 fue la oposición expresa de Napoleón III a que Leopoldo de Hohenzollern (dinastía reinante en Alemania) fuera proclamado rey de España.
(4) Antonio de Orleans, hijo de Luis Felipe de Francia y cuñado de la exiliada reina Isabel II mató en duelo (1870) a Enrique de Borbón, primo y cuñado también de la monarca.
(5) Insurrección del pueblo de París tras la derrota de Napoleón III (1871).
(6) Referido al siglo XVIII.
(7) La mortalidad infantil, hasta bien entrado el siglo XX, osciló entre el 30% y el 50%, con picos superiores a causa de las epidemias. No era inusual que algunos matrimonios renunciasen a tener más hijos (por medio de la castidad) si habían sufrido el fallecimiento de alguno/s con tal de no soportar nuevamente tan tremenda pérdida. 
(8) La frase correcta es "Orandum est ut sit mens sana in corpore sano" (Recemos para tener una mente sana en un cuerpo sano), de Juvenal sobre una cita más antigua de Tales de Mileto.