Me sorprendí gratamente cuando el
doctor Velázquez, afamado forense de profesión, me invitó a cenar. No lo
esperaba, sinceramente, en estos días en los que parece que todo el mundo ha
perdido el oremus y, lógicamente, la urbanidad y la vida en sociedad también se
encuentran extraviadas, como “encogidas” ante el espectáculo de tanto
disparate, más que nada porque si lo fundamental padece, lo accesorio o mundano
fenece sin remedio. Así que no dudé en aceptar, máxime cuando nos acompañarían su
encantadora, joven y bella hija, que no tenía el honor de conocer; y su prometido, don Deogracias Nuño, un gran
médico en ciernes.
El carruaje llegó puntual. Cierto
es que no hay más que un largo paseo desde mi domicilio en la calle Toledo, en
las inmediaciones de la Plaza Mayor, hasta la residencia del doctor situada en
la calle Amaniel, pero como el cielo dibujaba emplomadas nubes que anunciaban
lluvia, decidí no ir a pie: No es de buen tono presentarse empapado si el
chaparrón ha sido anunciado.
Dejando pareados a un lado,
durante el trayecto disfruté del paisaje y del paisanaje de Madrid. Tenderos
que habían confiado en una tarde de primavera pero que ahora se apresuraban a
esconder su género, mostrado en la vía pública, ante la certeza, más que
amenaza, de que un remedo del Diluvio estaba en camino debidamente pregonado
por ese invisible heraldo que son las ráfagas de viento, caprichoso y furioso,
que se recrea en susurrarnos e inquietarnos. Mujeres que tiran de las manitas
de sus hijos para llegar cuanto antes a casa, como si el hombre del saco
estuviese presto para actuar; mozas de familias acomodadas acompañadas por sus
carabinas, negándose a apretar el paso por no perder ese aire de gravedad que
las llevará a encontrar un buen partido. Dicen que la esperanza es lo último
que se pierde porque, uno, que ya cuenta con algunas guerras a sus espaldas y
una llaga en vez de corazón, sabe de sobra que los buenos partidos
terminan marchándose de España. Cuestión aparte es que lo sean realmente o
simplemente lo aparenten.
El chupatintas que se arrebuja en
su levita por no tener capa para abrigarse y que se agarra con fuerza el
sombrero para impedir que se lo arrebate un iracundo manotazo del aire, como
una metáfora de la propia vida, que se nos puede marchar de un mal soplido del
Destino. El tabernero maldiciendo su suerte, que hoy ya no tendrá más
parroquianos que le visiten para empinar el codo y no tendrá que llevarlos a
casa en un esportillón con ayuda del sereno. Dicen que no hay mal que por bien
no venga.
No tardé en llegar a la casa del
doctor Velázquez. Si se puede medir la vanidad humana por el tamaño de su
morada, se podría decir que la del científico se debatía en la contradicción:
Por un lado era lo suficientemente grande como para destacar en una barriada
(1) de militares y altos funcionarios de un rey que ya no estaba, notables de
una sociedad convulsa, supeditados a una suerte tan mudable como la luna; y por
otro era tan sobria que llamaba la atención por no querer atraerla, ventanas y
contraventanas cerradas con tanto celo que sus habitantes parecían haberse
conjurado contra la luz del día, bastante debilitada por efecto de los plúmbeos, casi metálicos, nubarrones.
Puntual como el cambio de la
guardia de la reina Victoria de Inglaterra, golpeé la puerta con la aldaba. Un
rumor sordo se propagó por las cuatro esquinas del portón, como el eco de un náufrago en el océano. Abrió un solícito
empleado del servicio de la casa, sexagenario, estirado como un soldado
prusiano, cuya diligencia quedaba fuera de toda duda con solo verle. Se hizo cargo de mi sombrero, gabán y bastón e indicó que
me estaban aguardando en la biblioteca pues habían juzgado que era temprano
para sentarse a la mesa y que aún se podía charlar, y quizás arreglar el mundo
si ese wishful thinking (2) tuviera a bien cruzar el umbral que separa
la ilusión de la realidad.
Don Pedro Velázquez me recibió al
punto de entrar en la estancia, muy cordial y atento me sirvió una copa del suave
licor que ya estaban disfrutando mientras que don Deogracias, su futuro yerno,
se mantuvo más distante y frío en aquellos primeros momentos de cumplidos,
chanzas y corteses finezas. Ambos se refirieron a doña María Dolores para
presentármela, aunque de manera bien curiosa porque ni la vi ni la oí en esos
momentos iniciales de lo que pretendía ser una distendida y agradable velada,
aunque ellos se comportaron como si hubiese contestado una humorada... Deduje que
estaba frente al fuego del hogar, oculta y sentada por un enorme sillón de
orejas. No tuve tiempo de pensar en mi extrañeza, inmediatamente fui
introducido en una conversación...
- ¡Cómo son las mujeres! – Comentó divertido para cambiar
de tercio. - Pues ha tenido suerte de no mojarse porque la atardecida venía
cargada como borrica de aguador... – Añadió don Pedro - ¿Se ha fijado usted,
por ventura, en que esta enloquecida primavera sin inquilino en el Palacio Real
nos trae a todos de cabeza?
- Vivimos una gran incertidumbre, desde luego, – contesté
– pero España tiene la costumbre de sobresaltar a los que no están habituados a
nuestras rencillas. Y un piamontés no me pareció ser un pretendiente adecuado
para lidiar con los toros que sufrimos por aquí...
- ¡Qué cosas dice usted! – Me interrumpió Velázquez -
Otro gallo cantara si al general Prim no le hubieran empujado por la posta.
¡Menudo hombre! Él solito se bastó para enojar al fallecido Luis Napoleón y al
káiser (3) a cuenta de nuestra corona y perjudicarle a uno de los dos. ¡Era todo un
genio! Ya lo demostró en África y en Méjico, más generales de esos nos hacían
falta, porque ahora precisaríamos todos contra los dichosos carlistas...
- No negaré los méritos militares del difunto Prim
pero...
- ¿Pero? -
Repitió el joven Nuño contrariado - ¿Qué se puede objetar de un caballero cuyo
proceder fue impoluto?
- Lamento diferir, consideré en su momento que un masón
promoviendo a un rey masón no traería nada bueno a España... y de aquellos polvos vinieron estos lodos.
- Es usted la primera persona que conozco que no guarda
buena opinión del bueno de Juan... – Afirmó circunspecto don Pedro – Rindió su
vida por este ingrato país...
- ¿Y qué tienen de malo los masones? – preguntó
Deogracias para contestarse él mismo – Más nos harían falta para quitarnos la
costra de curas y frailes que nos impiden progresar como otras naciones.
- Lo peor de los masones – repliqué con firmeza pero
conteniendo el tono para no ofender a mi anfitrión – es que no sabemos quiénes
son ni cuáles son sus tareas pese a tenerse ellos mismos por benefactores del
género humano y que, sin perjuicio de lo anterior, tienen la mala costumbre de
asesinarse entre ellos, como pudimos comprobar con el “bueno” de Juan... O
acabar con cualquiera que les combata con los Evangelios en la mano.
- Esos son desvaríos mezclados con hablillas, señor mío,
– escupió el joven – lo que necesita este país es abrir las ventanas y ventilar
las miasmas del oscurantismo...
No pude evitar lanzar una
significativa mirada a los ventanales velados y cegados a cal y canto. Entonces
reparé en el singular olor que se respiraba en la sala, una mixtura imprecisa y
vaga de formol, romero, acacia, estoraque y alguna esencia más, que sin ser totalmente desagradable me empezaba a resultar sumamente desasosegante.
- Francamente, querida, – admitió entre carcajadas el
doctor Velázquez por algo que la dama había señalado pero que no escuché – la
política es aburrida para todos, hasta el punto de que hay gente que es
capaz de matar y morir por ese irritante asunto... – Don Deogracias se unió a
las risotadas al tiempo que me esforzaba en esbozar una mueca a tono por no parecer
sordo, o peor aún, un bobo maleducado. – Verdaderamente, – prosiguió tras
recuperar su seriedad – hablamos de estas cosas por la preocupación que
arrastramos, príncipes que se baten en duelo (4), los miles de ejecuciones tras
la Commune de Paris (5), los legitimistas, los carlistas y los
federalistas sacudiendo las próximas elecciones a Cortes... Es lógico que todos
estemos un poco nerviosos a causa del humo de pólvora que se respira en la
atmósfera... ¿No participan de mi opinión?
- En efecto, don Pedro, - concluí diplomáticamente
mientras Nuño asentía con la cabeza – “la política es el arte de hacer felices
a los pueblos”, pero también de sumirlos en las peores pesadillas...
- Bueno, - llamó la atención don Deogracias, que sonreía
siniestramente – algo parecido sucede con el mismo infierno, si es que existe,
que dicen que está solado con buenos propósitos...
- Posiblemente, - afirmé – ese pavimento sea de carne:
Creo yo que el peor de los infiernos es el propio corazón de la persona que se
aleja de Cristo...
Silencio sepulcral. Un silencio
claro, rotundo. Nadie había hablado.
- ¡Yo tampoco lo sabía, mi querida hija! – Exclamó
alegremente mi anfitrión. – Está hecho usted todo un teólogo y se lo tenía muy
callado. Lleva razón María Dolores, – que nada había dicho que pudiera percibir
– que esas cuestiones nadie las conoce: Nadie ha regresado de la orilla de la
Muerte, ni para anunciarnos felicidades ni para quejarse, acaso por imitar a
los arrieros cuando encuentran fonda económica, que no lo difunden para que el
posadero no suba el precio.
- Diga que sí, don Pedro, - confirmó exultante el joven –
que esos oscurantismos medievales son los que tiene que barrer el progreso de
este resplandeciente siglo XIX, digno hijo de la Ilustración...
- Es curioso que se diga que nadie ha regresado, -
ironicé un poco harto de tanta apología barata de la Enciclopedia – si uno se
precia de ser cristiano, porque uno de los ejes de nuestra Fe es precisamente
la Resurrección de Jesucristo, entre otras razones. Y no, ni lejanamente soy un
teólogo, que "para eso Doctores tiene la Iglesia"... - Sonreí por la alusión - Pero les voy a decir algo
sin ánimo de polemizar: Que la Ciencia está condenada a entenderse con esa Fe
porque no será capaz de contestar, ni de aclarar, las grandes inquietudes del
Hombre; y tengo para mí, que soy de natural pesimista, que las sangrientas
matanzas que estamos viendo desde el muy racional siglo pasado (6) no
harán más que incrementar su crueldad y ferocidad en el porvenir. Como por otra
parte se puede comprobar a tenor de lo que nos cuenta la Historia partiendo de
la revolución que destronó al rey Luis XVI.
Nuevamente ese silencio. Y el
maldito olor trepanando el entendimiento. La incomodidad era
manifiesta. Don Pedro se volvió hacia el lugar donde se suponía que estaba
María Dolores, como si la dama estuviese comentando algo al respecto...
- Estoy de acuerdo contigo, querida, - manifestó don
Deogracias en esta ocasión - lo mejor de la muerte es evitarla tanto como se
pueda, con ayuda de la Ciencia y no de supersticiones, como muy bien sabes
por ti misma...
- Es que mi hijita lo ha pasado muy mal, ¿sabe usted? –
Aclaró Velázquez algo azorado por la indiscreción de su próximo hijo político –
Pero muy mal, ya se encuentra plenamente recuperada aunque precise de mucho
reposo y tenga que llevar una vida muy ordenada y recogida. Posiblemente no
seré abuelo pero, - sonrió forzadamente - ¿quién necesita encariñarse con hijos o nietos que terminan muriéndose? (7)
- Sí, ese dolor es natural... Aunque la vida sigue. Tiene
que seguir. – Respondí abiertamente intrigado ante una escena tan poco común y
sorprendente – Exactamente, ¿qué mal ha padecido la señorita María Dolores?
- Se encuentra perfectamente bien. – Sentenció Nuño – Más
bella que antes, si es que era posible, todo gracias al progreso que nos regala
la Ciencia... – Nueva pausa para escuchar la nada – Que no, - prosiguió
coqueteando y sonriéndole al gran sillón de orejas que nos daba la espalda –
que es la pura verdad, con permiso de tu señor padre aquí presente que no deseo
enojarle porque, al respeto que le profeso como mi mentor, he de sumarle el que le
debo como mi futuro suegro...
- No me sea cobista, don Deogracias, - contestó ufano –
que ello debe de quedar en familia y nada alegra más el alma de un padre que la
felicidad de su única hija, mayor todavía si termina desposando con el
discípulo más aventajado.
- Sí, son varios los motivos de celebración, - interrumpí
visiblemente molesto ya – sin embargo, ¿qué enfermedad ha conseguido superar
doña María Dolores? ¿Quizás alguna que haya apagado su voz o desfigurado? Digo esto porque, he de confesarlo,
me gusta ver el rostro de mis interlocutores, que no estamos en torno de
clausura; lo mismo que oír lo que se dice con claridad, y en el tiempo que
llevo aquí no he tenido ese gusto con las palabras que ha pronunciado nuestra
tertuliana...
Don Pedro y don Deogracias
clavaron sus ojos en mí como si hubiera rasgado el lienzo del Templo. Durante
unos instantes pensé que me había extralimitado, acaso por ese penetrante y
maldito olor que todo lo cercaba, entonces me di cuenta de que el criado estaba
de pie en la puerta de la biblioteca, la había abierto sin percatarme de ello
mientras estaba reiterando mi pregunta.
Despacio, como si contase los
pasos, se acercó al sillón donde estaba sentada la joven María Dolores. “A la
señorita no le pasa nada, señor...”, negó categórico al tiempo que giraba
lentamente el sillón para , “en esta casa todos gozamos de muy buena salud como
puede comprobar, tanto física como mentalmente. Ya se dijo que mens sana in
corpore sano (8)...” Quedé petrificado por el horror.
Allí mismo,
sentada, se hallaba María Dolores, impecablemente peinada y vestida, con los ojos
espantosamente abiertos, la boca desencajada y las huesudas y secas manos
agarrotadas; quieta, muy quieta, absolutamente inmóvil: Porque estaba muerta y embalsamada...
Y solamente viva en la locura de
los habitantes de esa oscura casa de la calle Amaniel...
NOTAS
(1) Por su cercanía al Palacio
Real.
(2) Pensamiento utópico,
irrealizable pero conforme a nuestros deseos.
(3) El pretexto de la breve
guerra franco-prusiana de 1870 fue la oposición expresa de Napoleón III a que
Leopoldo de Hohenzollern (dinastía reinante en Alemania) fuera proclamado rey
de España.
(4) Antonio de Orleans, hijo de
Luis Felipe de Francia y cuñado de la exiliada reina Isabel II mató en duelo
(1870) a Enrique de Borbón, primo y cuñado también de la monarca.
(5) Insurrección del pueblo de
París tras la derrota de Napoleón III (1871).
(6) Referido al siglo XVIII.
(7) La mortalidad infantil, hasta
bien entrado el siglo XX, osciló entre el 30% y el 50%, con picos superiores a
causa de las epidemias. No era inusual que algunos matrimonios renunciasen a
tener más hijos (por medio de la castidad) si habían sufrido el fallecimiento
de alguno/s con tal de no soportar nuevamente tan tremenda pérdida.
(8) La frase correcta es "Orandum est ut sit mens sana in corpore sano" (Recemos para tener una mente sana en un cuerpo sano), de Juvenal sobre una cita más antigua de Tales de Mileto.