sábado, 2 de marzo de 2013

El Experimento (I)

(Cuento en dos partes)


Jesse Atkinson llevaba una fructífera carrera de psiquiatra a sus espaldas, una reputación que le había costado mucho esfuerzo construir desde que salió de la Universidad de Chicago, a mediados de esa década del siglo XX que la nostalgia bautizó tempranamente como los “felices ochenta”, quizás por presagio de peores tiempos. Acostumbrado a enfermos con historiales complejos, llegó a la humilde conclusión de que las afecciones rebeldes a su terapia podían ser mitigadas con tratamientos revolucionariamente más contundentes. En 1999 cambió el frío de Illinois por la soleada California, no muy convencido porque pensaba que las tres primeras letras de aquel estado (1) eran una premonición de que allí no faltaría el trabajo. Le hacía gracia ese juego de letras. Contrariamente, nada más llegar, se hizo cargo de la severa esquizofrenia que padecía la hija de una celebridad, y el éxito de sus métodos multiplicó su popularidad, tanto como las cifras del saldo de su cuenta corriente, que ambas cosas suelen ir vinculadas en aquellos sitios donde se aprecian más los méritos que los contactos, o un matrimonio convenientemente afortunado, por poner algún ejemplo.

Así que no había cuartel para la enfermedad: O bien capitulaba en el campo de batalla de un diván, o era sometida a rigurosa hibernación para que no molestase. La consideración de los efectos secundarios de ansiolíticos, antidepresivos, somníferos, neurolépticos y demás que invadían lesivamente el organismo del paciente quedaba en segundo plano ante una mejora palpable y espectacular: La industria farmacéutica se empleaba a fondo para obtener nuevos compuestos que reemplazasen a los obsoletos cuando el cuerpo alcanzaba el umbral en que ya no eran efectivos. Después de todo, el doctor Atkinson entendía que la enloquecida sociedad de principios del siglo XXI no podía alumbrar otra cosa que locura... Posiblemente porque es lo que sucede cuando se pretende enterrar a Dios sustituyéndole por una Ciencia tan dubitativa y vacilante como la de esta época, incapacitada para responder a las Grandes Cuestiones. Ya hubo Alguien que afirmó, casualmente en una conversación con Satanás, que “no sólo de pan vive el Hombre”.

Pero Jesse, metido ya en su propia década de los cincuenta, se encogía cínicamente de hombros cuando reflexionaba sobre ello, contemplando plácidamente los prístinos y celestiales azules del Pacífico en el impersonal bullicio de la playa de Malibú o los descarnados y cenicientos ocres de la ensordecedora soledad del Valle de la Muerte. Si había un Dios, que sí, que seguramente existiría, no le constaba entre sus pacientes. Por lo tanto no era su problema. Y si no era su problema, no debía de preocuparse por ello, al fin y al cabo aunque no sonase políticamente correcto, él vivía de sus enfermos. Consiguientemente, si una poderosa sociedad o lo que fuese se había conjurado a gran escala para dejar inerme a la Humanidad ante todos los demonios que habitan en su interior, enriquecerse por cuenta de su tratamiento era lícito ya que era una manera de mitigar el dolor, la pesadumbre y la desazón que asediaban a sus pacientes. Puro altruismo y filantropía en el fondo. También que hay que vivir de algo, ¡qué caramba!...

Y así transcurrían, con monótona indolencia, con reiterada insolencia, los días de la existencia del doctor Jesse Atkinson en la cálida California.

El doctor Atkinson no era supersticioso porque daba mala suerte. La sonrisa asomaba a su rostro ante esa repetida humorada. Así que cuando su calendario de mesa dejó desnuda la hoja correspondiente a un viernes trece, renovó el pensamiento y el gesto, en ese orden. Pura anécdota. Más tan cerca de un fin de semana... ¿Qué catástrofe puede pasar en un viernes? Ninguna. Hizo memoria... El terremoto de San Francisco, en 1906, sucedió en un miércoles... La ruina bursátil de Wall Street, en 1929, sobrevino en un jueves... El ataque japonés sobre Pearl Harbor, un domingo... el 11 de septiembre de 2001, cayó en martes. No, definitivamente no conocía más “viernes negro” (2) que los siguientes a los jueves de Acción de Gracias, en el que los centros comerciales se llenaban de clientes para realizar sus compulsivas compras, que acababan en el cubo de la basura en cuanto se estrenaba año. Entonces ese viernes sería otro, tan aburrido como los demás, esperando un excitante sábado que sería igual de apasionante que los restantes días de su anodina pero envidiable vida. Todo un logro en una época en que la incertidumbre sacudía los espíritus con inusitada crueldad.

Salió de su lujoso consultorio del Westside de Los Ángeles, en Comstock Avenue al caer la tarde, ya no recibiría a nadie más, su diligente secretaria conocía la costumbre de su jefe, siempre que no hubiese alguna emergencia. Los tiempos de aceptar cualquier paciente, incluso los que eran susceptibles de generar emergencias, pertenecían al pasado. En efecto, el doctor Atkinson se reservaba para los casos que incrementaban su renombre y mejoraban todavía más su saneada economía. Se decía a sí mismo que eran los “dividendos” de una carrera, la suya, muy sacrificada. Elevó la vista. Grandes nubarrones anunciaban la típica tormenta de inicios de primavera, pero la temperatura era muy agradable, así que inició un paseo por la zona disfrutando de su pipa, que no podía fumar en su consulta, desde Missouri Avenue, quizás hasta Santa Mónica Boulevard. Lo imaginó ya muy frecuentado por las pandillas de teenagers (3) adinerados que procedían del cercano barrio de Beverly Hills, en el que también tenía su domicilio particular, que a menudo acudían al local más cool (4) tras acabar sus clases... hasta que inauguraban otro que se ponía más de moda. Una manera de cambiarlo todo para que todo siguiese siendo igual, un persistente síntoma obsesivo de esa Humanidad a la que él gustaba mirar de arriba a abajo.

Apenas llevaba unos minutos andando cuando se levantó el molesto aire que acompaña al lejano sonido de truenos. Regresó presurosamente a su despacho porque caían las primeras gotas. Montó en su vehículo, ni siquiera entró en el inmueble. Reparó en que no se había cruzado con nadie, lo atribuyó a la incipiente tormenta. Arrancó el motor bajo un cielo decorado de distinto modo. Giró a la derecha hasta encontrarse con Missouri Avenue, dobló nuevamente a la diestra siguiendo el mismo trayecto que antes había recorrido a pie y llegó al cruce con Fox Hills Drive en medio de una lluvia furiosa, también curiosa, había algo que la hacía diferente pese a no saber el porqué. Respetó escrupulosamente la señal de stop, miró a un lado y a otro por si venía algún automóvil: Nadie. Pisó suavemente el acelerador para salir a su izquierda y se percató de que alguien le estaba mirando fijamente. No era la típica ojeada fugaz que se realiza cuando se espera a otra persona. Se podía decir que parecía aguardarle a él. Imposible, por lo que siguió su camino hacia Santa Mónica Boulevard. Pero si ese diluvio era curioso, también lo era el doctor Atkinson: Detuvo su espectacular Mercedes CLS63 AMG Coupé y cio hasta ponerse a su altura de nuevo, en esa esquina, allí permanecía, entre una alheña y un cornejo engalanado con todas su flores, cabeceando dulcemente, como agradeciendo el agua que derramaban generosamente las cargadas nubes.

Podía decirse que era la estampa del desamparo. Una mujer de unos treinta años o alguno menos, rubia de ojos azules, no muy alta, de facciones dulces e inocentes pero inexpresivo semblante, vestida de modo intemporal y discreto (lo que era significativo en California), con una cazadora y vaqueros, empapándose en la lluvia. Sin saber el motivo, bajó la ventanilla del copiloto y le preguntó, “¿puedo llevarla a algún sitio? ¿Se encuentra bien? ¿Necesita ayuda?”. Negó con la cabeza, para añadir lastimosamente, “no tengo adonde ir... y me he perdido”. El doctor Atkinson pensó que después de todo en la vida hay muchas decisiones que no se explicaban por el dinero, así que la invitó a subir al coche. No lo hizo con intenciones inconfesables. Simplemente le daba pena que una chica tan guapa estuviese sola e indefensa, con tanto desaprensivo suelto, con tanto diablo festejando su impunidad. Él, que se había divorciado años atrás y conservaba una buena amistad con la que fue su esposa, creía que su cupo erótico-festivo-afectivo estaba cubierto y no esperaba nada más de la vida en ese sentido. Nada más que contemplar unos nietos que sus dos hijos veinteañeros se resistían a darle por conformidad con ese signo de los Tiempos que consideraba la Maternidad como una pesada e indeseable carga. Lo que es lamentable, desde luego. Y ambos se hallaban lejos por ser jóvenes profesionales, su hija en Nueva York y su hijo en el Canadá. ¿Paternalismo? Quizás. Se percató de que la joven sólo era unos años mayor que ellos. Quién sabe si un día ellos mismos no estarían en una situación análoga sin que nadie acudiese a auxiliarles en esta inhóspita y gélida sociedad del siglo XXI, donde los que sufren abandono, de cualquier clase, son percibidos como ganchos para que seamos víctimas de una celada o atropello. Cuando, en realidad, son ellas las víctimas.

Ella le vio pasar en su vehículo azul oscuro, precioso, era muy grande y estilizado, con una estrella en la parrilla del radiador. Retornó a los pocos segundos, dando marcha atrás. Era un cincuentón trajeado, elegante, bien conservado, canoso, con aire intelectual y enigmático, transmitía confianza fumando en su pipa, su femenina intuición le decía que no era uno de esos gañanes que la querían sobar u ofrecían dinero por... eso, que no lo concebía al margen del amor. Esa gentuza le producía un profundo asco, la hacían sentir sucia cuando ella no les había dado pie para ninguna iniciativa licenciosa. Le ofreció llevarla en su auto. Quizás le enviaba la Providencia, justo en ese momento, en que ya no podía más, estando tan cerca de su Destino. Sí, lo agradeció de veras pues además de extraviada estaba calándose hasta los huesos en una ciudad enorme y desconocida para ella. Se sentía desesperadamente sola, se introdujo en el coche y bajó la vista avergonzada, por no parecer una cualquiera, para fijarla en lo que quedaba del Rosario que llevaba y que tanta compañía le estaba brindando. Al que se aferraba con todas sus fuerzas, es lo que tienen los símbolos cuando nos hallamos en peligro: Que se convierten en una extensión de nosotros mismos para definirnos con total Plenitud.

Atkinson no tuvo asomo de duda mientras la veía abrir la puerta y tomar el asiento del acompañante. La contempló con más detenimiento. Era una mujer muy guapa, mejor vestida y con algo de maquillaje sería una de aquellas que hace volver la cabeza a los hombres. Y perderla a algunos, si se lo propusiese.

- ¿No tiene algún familiar? - Volvió a interrogarla. - ¿Acaso en otra ciudad, alguien que pueda acogerla?
- No, ningún familiar. - Respondió rotunda, con la mirada perdida en sus manos, jugueteaba con una sarta desvencijada, un crucifijo y algunas cuentas anudadas con cuidado, algo que un día fue un Rosario, dicen que la esencia de las personas u objetos permanece aunque la ruina haya hecho estragos en ellos. - No tengo familia...
- Pero eso... no es posible. - Resolvió extrañado el doctor – Siempre hay alguien, aunque no nos quiera ni ver.
- No. No lo sé. - Titubeó – No recuerdo casi nada, no me acuerdo de nadie. - Mintió. Sí que había alguien. Alguien con quien no querría encontrarse ni en el mismísimo infierno. Y otra persona, por antagonismo, que le aclararía tantas cosas...

Jesse comenzó a observarla con los ojos del eminente terapeuta que era. “Si le molesta que fume, no tiene más que decírmelo”, le señaló mostrándole la pipa. Era un pipa negra, tipo Billiard, de cuerpo rugoso, anillo plateado y cánula charolada y brillante. A ella le pareció muy bonita. Le tranquilizaba el aroma de ese tabaco, tan penetrante y tan distinto de los cigarrillos.

- No, no me importa. Este es su coche, - sonrió alzando la mirada para volver a bajarla inmediatamente antes de añadir... – de verdad que no me molesta.
- ¿Cuál es su nombre? Al menos eso lo recordará. - Atkinson quería hallar un hilo para tirar de la madeja, para ayudarla en definitiva. - Todo lo que existe tiene nombre.
- O basta que tenga nombre para que exista. - Replicó dubitativa y misteriosa. – Me llamo Eva. Eva Nemol.
- Bien, es un principio. - El nombre era hispano, como el casi imperceptible acento de su inglés, aunque su aspecto no se correspondía, bien pudiera ser de ascendencia criolla, o simplemente extranjera, española para ser preciso. - ¿De dónde eres? - Le preguntó en español - ¿Tienes alguna documentación, permiso de conducir, tarjeta sanitaria, pasaporte...?
- No. Sólo llevo un par de dólares encima, – contestó incómoda por su precariedad, pero también en español, sin dejo definido; “bingo” pensó el psiquiatra - y también esto. - Se refirió al maltrecho Rosario – Por favor, ¿podemos marcharnos de aquí? - Rogó preocupada – No me gusta este lugar.

Al doctor le llamó la atención que quisiese irse de repente cuando hacía un momento parecía tan plantada en el suelo como los ejemplares vegetales que la flanqueaban en esa esquina. El sonido del limpiaparabrisas, que apenas podía evacuar todo el agua que estaba cayendo, la tranquilizaba, era como el latir de un corazón. El vehículo comenzó a andar, silencioso, majestuoso, como si el mundo, afuera, ya no pudiera hacerle el menor daño. Sin dejar de conducir, pendiente del tráfico, se presentó, “bueno, me llamo Jesse Atkinson, soy psiquiatra” le tendió la mano derecha para estrechar la suya rápidamente, luego indicó, como si fuera una prescripción facultativa, “le diré lo que vamos a hacer: Está invitada a mi casa, hablaremos e intentaré ayudarla. Antes le compraré algo de ropa. No tema nada de mí, le prometo que me conduciré con usted como un caballero...”

Sí. Eva estaba convencida de eso. Era una sensación extraña la de confiar en alguien, aunque fuese un desconocido. Estaba muy cansada. Hasta donde podía recordar siempre había tenido miedo. Y cuando no, absoluto pavor. Ella únicamente quería tener una vida normal, trabajar, vivir en una coqueta casa y que la dejasen en paz. Se quedó dormida. Sueños que no comprendía, amenazantes rostros que no identificaba, ciudades que no reconocía... Y recurrentemente, inquietamente, estaciones, aeropuertos, perdiendo trenes y aviones en un ir y venir hacia ninguna parte. Se despertó cuando llegaron a su domicilio, con un sobresalto, como de costumbre. No queriendo molestarla ni se dio cuenta de él había efectuado una escala en un mall (5) para comprarle cosméticos, ropa interior, un pijama, una bolsa de costado de estética militar, calzado, unos vaqueros y un par de blusas. Acertó con todas las tallas, es lo que tiene haber criado hijos, que se desarrolla un ojo clínico, cuasi infalible, para adjudicar medidas a un cuerpo.

Entraron en la casa. El doctor tenía una criada, una mujer gruesa que se llamaba Yanira. La miró de arriba a abajo con desconfianza y recelo, como planteándose el motivo de tener que atender a una invitada que su patrón había recogido de la calle... Del arroyo, que se decía antes, en los folletines, en los seriales de la radio y en esas películas en blanco y negro de los años treinta y cuarenta del siglo XX. A ella le gustaban esas películas. Se pasó años viéndolas. La canción que se escuchaba en la casa también le sugirió esos años. Un fox lentísimo, “One more kiss,dear” de la Banda Sonora Original de un filme cuyo nombre no lograba traer a su mente. Le enseñó el que sería su cuarto, “el tiempo que quieras estar aquí”, le dijo Jesse, que tenía su propio baño. Le inquirió si tenía hambre. Eva negó con la cabeza y le dio las gracias por todo, no sabía como corresponder su amabilidad. Él respondió sonriendo que si lograba ayudarla ya estarían en paz. La dejó sola para que se diese un buen baño y se echase un rato antes de cenar. Era una vivienda grande y bonita, en ese barrio de Beverly Hills, tan vinculado al cine que admiraba, con esos personajes de proceder intachable encarnados por James Stewart, Gary Cooper, Bing Crosby, Spencer Tracy o Tyrone Power entre otros, como caballeros medievales redivivos dispuestos a poner orden en una sociedad corrompida, malvada y disparatada. Seguía lloviendo. Se alegro de no estar en la calle. Dejó que el agua caliente que caía de la ducha arropase su desnudez.

El nombre de “Eva Nemol” no suponía gran cosa para encontrar referencias, pero era una pista. Afortunadamente, no era un apellido frecuente como los Smith, García, López o Johnson, lo que facilitaría la labor. Se trataba de fijar un diagnóstico, que prima facie era el de amnesia retrógrada, identificar el precipitante (su causa), y, simultáneamente, devolver a Eva a su entorno familiar. Atkinson descartó una amnesia global, tan cinematográfica; contrariamente, dada su juventud consideró que su origen estaría asociado a algún tipo de estrés traumático. El doctor se había fijado en su aspecto general. El cabello castaño claro presentaba un buen corte y había visto sus ojos azules sin cristales correctores. La dentadura estaba cuidada. Su figura, esbelta, no precisaría hacer deporte porque su complexión era delgada. La piel, muy clara, indicaba que se exponía poco al sol de California. Las manos pulcras y delicadas a pesar de que no tuviese las uñas pintadas, luego, tampoco era una persona que trabajase en tareas manuales. Decidió no especular más. Introdujo su nombre, que dio por cierto, en Google, a ver qué salía. Se sorprendió por las numerosos resultados que le arrojó la pantalla del ordenador. Buena cosa. Cliqueó en el primero. ¡Vaya! “error 404”. Mala suerte. Probó con el segundo. Lo mismo. Ídem per ídem (6) respecto al tercero. Al cuarto. Al quinto. Al sexto. Pasó a la siguiente página de resultados. Idéntico “error 404” todas las ocasiones que lo intentó, lo que cercenaba cualquier mínima posibilidad de rastreo. Es como si un travieso duende de Internet hubiera cogido una virtual goma de borrar para retirar toda referencia a Eva. Eva Nemol existió hasta que dejó de hacerlo merced a alguna maldición, tan eficaz como eficiente, para hacerla desaparecer de Internet. Se le ocurrió buscar alguna caché guardada de esas páginas. La misma infructuosa conclusión. Enojado, pero también ufano porque ese fin de semana no iba a ser como los demás (y además llovía), llamó a un asistente de la Fiscalía del Distrito del condado de Los Ángeles, amigo suyo, para ver si le echaba una mano. En vísperas de sábado, no podía afirmar que fuera a recibir el encargo de buen grado, pero le debía algunos favores periciales y este se lo quería cobrar ya. Si le fastidió, lo disimuló perfectamente, aunque el doctor imaginó que no le diría nada, como pronto, hasta el día siguiente, más seguramente el lunes. Y se zambulló en unos cuantos volúmenes para verificar su diagnóstico, presumió que hasta la hora en que se dispondría a cenar.

Pero no. No había pasado ni media hora. Le llamaba desde una de esas líneas “seguras” que la Administración posee para sortear vigilancias no deseadas, lo que le extrañó sobremanera. La voz de su interlocutor le sonó particularmente circunspecta y grave. “¿Qué has averiguado?” le interpeló Atkinson...

- Más bien poco, colega. Lo peor es lo que no he podido aclarar. Te llamo por aquí para que no me escaneen. Mira, creo que debes poner a tu nueva novia – remarcó la palabra con sarcasmo - en la calle cuanto antes y olvidarte de ella.
- No es mi novia. - Aclaró irritado - Y no voy a hacer tal cosa. Dime lo que hayas podido investigar...
- No te va a gustar. Tampoco es mucho. Eva Nemol no existe oficialmente. Está limpia, no tiene asuntos pendientes ni está perseguida por la Policía pero la busca una agencia del gobierno, unas siglas tan exclusivas que probablemente sus agentes ni siquiera sepan cuáles son.
- ¿Cómo? - Replicó el psiquiatra estupefacto - ¿Qué me dices?
- Lo que te cuento, Jesse, amigo mío, está muerta civilmente por un tema relacionado con la “seguridad nacional”, ya sabes... Despídela con cajas destempladas y si te he visto no me acuerdo. No te va a traer nada bueno. Tu imprudente búsqueda en Google les habrá dado el queo, colega, ya se sabrán tu IP de memoria, te harán una visita, y no de cortesía. Estás avisado, tardarán lo que necesiten para enviarte al agente especial que lleve ese caso. Échala cuanto antes. La cazarán tarde o temprano y la liquidarán. Si es que puede liquidarse a alguien que no existe. A propósito, yo no sé nada de nada.
- Entonces, – adujo Jesse sereno en el fondo porque su IP estaba enmascarada – sabrán que te he llamado por ella... ¿Tan peligrosa es?
- Yo no he dicho que sea peligrosa, no es una asesina en serie ni nada por el estilo, ya te he indicado que no tiene problemas con la Policía. Es otra historia de la que no sé nada y prefiero que sea así. Esos sujetos van por libre y tienen licencia para matar, como en las dichosas películas. Por mi parte ya he perdido el papel donde anoté tu encarguito y se me ha olvidado por completo. Hasta el punto de que ya no sé de que demonios me estás hablando. Que tengas suerte y recuerda lo que te he dicho. Despáchala ya. Esa chica es un marrón ambulante.

Se despidió con prisa, como se suelta una patata caliente. Se alarmó cuando llamaron a la puerta de su estudio. Era Yanira, le comentó algo sobre la cena y de que pasase un buen fin de semana, eran las siete y su jornada había finalizado, no volvería hasta el lunes. Asintió sin escucharla, mecánicamente, pero sí pudo entender el intuitivo “tenga cuidado, doctor” que le manifestó su empleada. La vio cruzar el jardín mientras forcejeaba con su paraguas made in china, que se negaba con terquedad a hacer lo que le daba nombre, guareciéndola del inopinado temporal. Realmente creía que su amigo de la Fiscalía había exagerado para maquillar su desinterés, para gastarle una broma de la que se reirían juntos en unos días. Para él, Eva era una chica que sufría una severa amnesia, no tenía la apariencia de representar una amenaza para los Estados Unidos. Sin embargo, el asistente de la Fiscalía no era tan buen actor, la zozobra con la que dialogó le resultaba totalmente creíble. Cabía la alternativa de que la afección fuese una impostura, pero entonces también lo habría sido su nombre, habiendo elegido otro que no le acarrease problemas. “No”, resolvió, “la joven es sincera”. Casi treinta años ejerciendo le conferían la seguridad de conocer cuando se mentía y cuando se decía la verdad, tal como si fuera un Pantocrátor del Románico, juzgando qué y quiénes merecen la bendición... acaso precisamente por ser buenos creyentes. La llamó por la línea interior. La Domótica es un gran invento para preservar intimidades y para evitarse paseos, máxime si el hogar de uno tiene ciertas dimensiones. Contestó somnolienta que no tardaría.

Descansó con desasosiego, pero se sentía mejor. Y con hambre. Se vistió con la ropa que le había regalado y descendió por las escaleras. No sabía con certeza lo que era la felicidad, pero se le debía parecer bastante, “aquí”, se dijo “le costaría dar conmigo”. El doctor la recibió con una sonrisa e indicó que se sentase a la mesa con un gesto. Él hizo lo propio. No se anduvo con reservas.

- Me he propuesto ayudarla, Eva. - Siguió hablando el español porque se figuró que era la lengua materna de ella – Pero no podré hacerlo si no colabora conmigo.
- Claro – Dudó, porque “colaborar” implicaba acordarse de sucesos que hubiera borrado si hubiese podido, acaso a ella misma – Pero, ¿por qué nos tratamos de usted? - Comentó para distraer la conversación – Me siento como Eliza Doolitle...
- “My fair lady”. Una buena película. Ya veo que se acuerda de algo. - Señaló crecientemente receloso, quizás estaba empezando a reaccionar sobre lo que le había dicho el empleado de la Fiscalía - Pero yo la trataré de usted. Y usted haga lo que quiera. Podríamos hablar en inglés y soslayar el debate, pero sé que este es su idioma. ¿De dónde viene? ¿De España quizás?
- No – Se resignó, puede que fuese una buena idea dejarse ayudar, no podría estar huyendo siempre y esta era una buena oportunidad para llegar a... – Nunca he salido del país. Soy tan americana como usted.
- No, porque yo soy mayor. – Bromeó – Tengo más antigüedad en lo relativo a la nacionalidad... Dígame lo que recuerde.
- Es que... - Vaciló - Mi memoria...
- Estoy pensando que puede que no le pase nada a su memoria. - Opinó con rotundidad. - Recapitulemos: Sé que la buscan, muerta o muerta – Advirtió el pánico de ella – Me han aconsejado que me desentienda de usted. Pero no lo voy a hacer. Es lógica su situación: El estrés continuado altera hasta provocar desequilibrios en la conducta. Su caso es más sencillo de lo que aparenta, a mi juicio. Siempre he ido contracorriente. Desde mis tiempos de Facultad. Me gusta llevar la contraria a todo el mundo. Cuando otros emplearían electroshock y Conductismo en estado puro, yo aplico Psicoanálisis. Si otros preconizan una terapia de diván en solitario, yo entro con toda la farmacopea psiquiátrica. Heterodoxia brutal, y no me ha ido mal, como puede ver, pese a que mis colegas de Illinois no compartiesen las bondades de mi praxis. Por envidia seguramente. Así que comencemos por la infancia. ¿Cuándo y dónde vino a este mundo?
- El 28 de marzo de 1979. - Aseguró fríamente. Era imposible que la creyese - En Lancaster, Pensilvania.
- Bien... - Disimuló la sorpresa que le causó que tuviera más edad de la que él le adjudicaba - ¿Cómo se llaman sus padres?
- No tengo padres.
- ¿Han fallecido?
- No. Quiero decir que no tengo padres.
- Porque no los ha conocido, evidentemente.
- ¡No! Lo más cerca que he estado de algo parecido a un padre es un científico que se llama Andy Briante. Cuando le digo que no he tenido padres, es que no he tenido padres, ¿entiende?

Atkinson reflexionó. No se trataba de una amnesia típica por represión, lo que complicaba la obvia patología. “Entonces”, reformuló, “ese señor la crió desde pequeña...” Eva se alteró y se levantó de la mesa gritándole...

- ¡¿Cómo quiere que se lo diga?! ¡Yo siempre he sido así! ¡¿Ha conocido a alguien que le pueda describir como era el laboratorio donde vino a este mundo?! ¡Pues yo sí! ¡Con todo lujo de detalles!
¡El 28 de marzo de 1979 yo ya era así! ¡Nunca fui un bebé! ¡Jamás fui una niña, ni una adolescente!
¡Me crearon ex nihilo, como decía el doctor Briante!
- Ex nihilo nihil fit (7) - Sentenció Jesse sin conmoverse - Debe tranquilizarse...
- ¡Sabía que no me creería! - Hundió su rostro en las manos - ¿Cómo quiere que le cuente nada si no va a creerme? ¿Así es como pretende ayudarme? - Rompió en llanto - ¿Por qué cree que quieren eliminarme?... ¡Porque soy una aberración! ¡Una anomalía que ni siquiera yo misma acierto a comprender!... ¡Maldito sea ese día de 1979, yo no tenía que haber sido! Y usted sólo piensa en psicoanalizarme porque se aburre de su aburrida vida un viernes por la noche.

Atkinson se quedó en silencio, mirando como lloraba, en el otro extremo de la mesa. Quizás el problema fuese que ya no podía vivir sin prescindir de su permanente perspectiva de psicoterapeuta, un modo de protegerse de la demencia colectiva que se había enseñoreado de la Humanidad. Después de todo, tenía a alguien que sufría enfrente, y ese alguien lo primero que necesitaba era consuelo y refugio.

- Está bien. Cálmese. - Se puso en pie y se le acercó, le acarició el cabello, con gran cautela, descubrió que había perdido la costumbre de tocar y ser tocado más allá del distante y protocolario apretón de manos... Se sentó y sacó su pipa, que encendió, Eva descubrió que el aroma de ese tabaco le cautivaba. - Cuénteme lo que quiera, explíquese con total libertad: Yo escucharé callado, sin prejuzgar ni diagnosticar.

Se secó las lágrimas con la servilleta y esbozó una tímida sonrisa. Sí que era una mujer guapa. Él arrimó una silla adonde estaba sentada y aguardó sus palabras... Eva se tomó unos segundos para recomponerse. Carraspeó un poco, bebió unos sorbos de agua y probó un bocado del plato: Le pareció exquisito.

Le ruego que me disculpe. Esta tarde ya había decidido arrojar la toalla porque me sentía sin fuerzas, tan agotadas como mis fondos. Entonces apareció usted. Me llamó la atención el color de su coche. Azul oscuro. El claro es mi color favorito. Como el del cielo. Volar por el cielo y olvidarme de todo. Escapar de tanto dolor, de tanta soledad. Para siempre... Como si fuera una promesa: “Enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido. Y el que estaba sentado en el trono dijo: Ahora hago nuevas todas las cosas”. Es del Apocalipsis, 21, versículos 4 y 5. Siempre me encantó ese pasaje, como si después de tantas fatigas hubiese un remanso, un nuevo paraíso sin tiempo donde descansar.

No recuerdo nada antes de las cuatro menos cinco de la mañana de ese 28 de marzo de 1979. Algo parecido a despertarse de repente sin haber soñado nada en absoluto. No estás y luego estás. Con mucho miedo. Auténtico terror, como si raptasen a un bebé para despertarlo más tarde lejos del amoroso regazo de su mamá. No tengo conocimientos científicos, no sé el proceso que me trajo hasta aquí. Bueno, en realidad ustedes tampoco lo saben. Lo del óvulo y el espermatozoide sí, pero yo no me refiero a lo biológico sino a lo Trascendente; sí, a la razón que explica que estén, que estemos, aquí. En eso somos iguales. A los pocos minutos hubo un incidente cercano y nos trasladaron con prisa a Williamsburg, en Virginia, a otras instalaciones del gobierno. Allí permanecí, encerrada, sometida a estudio continuo, como se examina un experimento, hasta que me escapé hace veinte años.  Sólo alcanzaba a ver el cielo. Sé lo que me va a preguntar... ¿Cómo he sobrevivido? Durante los años de prosperidad no he tenido problema, trabajos informales, esporádicos, de cocinera, de choferesa, limpiando, cuidando niños, ancianos. ¿Sabe? Me gusta cuidar a las personas porque me cuentan vivencias que yo nunca tendré. Así es como si yo las hubiera vivido de alguna forma. “Totum Revolutum” (8), todo en la misma vida. He sido una brillante escolar y una zote. Lo he perdido todo en la Gran Depresión, he combatido en Guadalcanal, he sido herida en Corea, he tenido hijos, nietos y bisnietos, he perdido a mis seres más queridos, he sido feliz y desdichada a través de todas sus experiencias, según quien me lo fuera narrando. Lo malo es que no podía quedarme mucho tiempo. Tarde o temprano terminaba apareciendo “él” y toda mi existencia se veía zarandeada, como un barquito de vela en medio de una tempestad. Ni siquiera conozco su nombre: Sé que recibió la orden de matarme y no cejará en su empeño hasta que lo consiga... O reciba una orden de sus superiores en sentido contrario. La única vez que se dirigió a mí me dijo “No es nada personal, muñeca”. - Se rió abierta pero tristemente. - Como en esas películas de Cine Negro... “Muñeca”, me llamó el individuo, aunque lo agradezco, los segundos que empleó en hacerse el tipo duro me bastaron para escabullirme. Aunque me consta que un día se me acabará la buena suerte. Estoy harta de ir de aquí para allá. Solamente quiero un trabajo honrado y perder el tiempo con abuelitas en un club de repostería. Tengo buena mano para la cocina, se hacer unos bizcochos insuperables – Sonrió y se le iluminó la cara – Tengo tantas cosas buenas que compartir y dar... Todo se perderá como lágrimas en la lluvia. Claro que eso no le importa a nadie... Sólo cuenta la cantidad de dinero que tienes y cuanto estás dispuesta a pagar por lo que deseas porque todo está puesto en almoneda. - Volvió a ensombrecérsele el rostro – Así que soy un simple Experimento científico que se ha fugado. Una desviación que hay que “corregir”, de la misma forma que se tira por el desagüe el resultado no deseado de una reacción química. Si ya lo hacen con personas como usted, ya sabe, concebidas y nacidas de manera “normal”, o peor aún, sin que lleguen a nacer siquiera, ¿por qué iban a ser más considerados conmigo?

Por eso quiero llegar hasta la persona que llamaría “padre”. Si hay alguien que puede gestionar mi “libertad”, sin ese sabueso rabioso tras mis pasos, es el doctor Briante. Él no era como los demás. Me trataba bien. Me enseñó lo poco que sé, el español que hablamos ahora, todo. Me traía libros, casetes con música y cintas VHS con esas películas que también me hacían vivir vidas ajenas, ya que la mía propia no era de mi “propiedad”, paradójicamente, sino que le pertenecía al gobierno. Es muy mayor pero todavía está vivo. En Sausalito, allí me dirigía hasta que se topó conmigo esta tarde, derrotada y sin dinero para llegar a San Francisco...

Atkinson meditó en silencio durante unos segundos. San Francisco está a cuatrocientas millas, más de seis horas en coche. Si le hubieran contado hace unas horas que haría todo esto desinteresadamente, como buen samaritano, no lo habría creído. Es más, se habría carcajeado a mandíbula batiente. No quiso pensarlo más porque acabaría negándose a hacerlo...

- Yo la llevaré hasta allí. Pero cabe la probabilidad de que ese agente la esté eseprando... Téngalo muy presente.
- Sí, puede ser. Pero tengo que correr ese riesgo. Demasiados años huyendo. Lo único que quiero es vivir. Debo ser digna de ello. Procuraré ganármelo jugándome la vida. De nuevo.

El doctor se levantó entre las volutas que formaba el humo de su Billiard. Si viajaban con presteza, llegarían a Sausalito de madrugada, un movimiento que sorprendería a un agente especial del gobierno. Sí, eso harían. Le dijo que se preparase, que saldrían inmediatamente. Eva volvió a darle las gracias con lágrimas de emoción en sus ojos. Jesse negó levemente con la cabeza, como si no tuviese ningún valor lo que estaba haciendo... Vio como cogía el plato y subía a “su” cuarto con entusiasmo. Le faltaba tranquilidad para poner orden en sus ideas. Ordenó a la unidad domótica que sonase música, en modo aleatorio, para no tener que elegir un fichero mp3. Disciplinada, inició una antigua canción de Robert Palmer, “She makes my day”...

Por cierto, ¿quién fue el estúpido que aseguró que ninguna catástrofe puede acaecer en un viernes?...

NOTAS
(1) Ill significa “enfermo” en inglés.
(2) Black Friday: Es la fecha en la que se considera que comienzan las compras navideñas en los EE.UU.
(3) Teenagers: Quinceañeros, adolescentes pero con permiso de conducir (16 años)
(4) Cool: Atrayente, bárbaro, lindo, estupendo, agradable, a la moda.
(5) Mall: Centro comercial.
(6) Ídem per ídem: Locución latina, “Más de lo mismo”, “lo mismo uno que el otro”.
(7) Ex nihilo nihil fit: Locución latina, “No se crea nada de la nada”, “nada surge de nada”.
(8) Totum Revolutum: Locución latina, “Todo revuelto”, “todo mezclado”.