(Cuento en dos partes)
Jesse Atkinson llevaba
una fructífera carrera de psiquiatra a sus espaldas, una reputación
que le había costado mucho esfuerzo construir desde que salió de la
Universidad de Chicago, a mediados de esa década del siglo XX que la
nostalgia bautizó tempranamente como los “felices ochenta”,
quizás por presagio de peores tiempos. Acostumbrado a enfermos con
historiales complejos, llegó a la humilde conclusión de que las
afecciones rebeldes a su terapia podían ser mitigadas con
tratamientos revolucionariamente más contundentes. En 1999
cambió el frío de Illinois por la soleada California, no muy
convencido porque pensaba que las tres primeras letras de aquel
estado (1) eran una premonición de que allí no faltaría el trabajo.
Le hacía gracia ese juego de letras. Contrariamente, nada más
llegar, se hizo cargo de la severa esquizofrenia que padecía la hija
de una celebridad, y el éxito de sus métodos multiplicó su
popularidad, tanto como las cifras del saldo de su cuenta corriente,
que ambas cosas suelen ir vinculadas en aquellos sitios donde se
aprecian más los méritos que los contactos, o un matrimonio
convenientemente afortunado, por poner algún ejemplo.
Así que no había
cuartel para la enfermedad: O bien capitulaba en el campo de batalla
de un diván, o era sometida a rigurosa hibernación para que
no molestase. La consideración de los efectos secundarios de
ansiolíticos, antidepresivos, somníferos, neurolépticos y demás
que invadían lesivamente el organismo del paciente quedaba en
segundo plano ante una mejora palpable y espectacular: La industria
farmacéutica se empleaba a fondo para obtener nuevos compuestos que
reemplazasen a los obsoletos cuando el cuerpo alcanzaba el umbral en
que ya no eran efectivos. Después de todo, el doctor Atkinson
entendía que la enloquecida sociedad de principios del siglo XXI no
podía alumbrar otra cosa que locura... Posiblemente porque es lo que
sucede cuando se pretende enterrar a Dios sustituyéndole por una
Ciencia tan dubitativa y vacilante como la de esta época,
incapacitada para responder a las Grandes Cuestiones. Ya hubo Alguien
que afirmó, casualmente en una conversación con Satanás, que “no
sólo de pan vive el Hombre”.
Pero Jesse, metido ya en
su propia década de los cincuenta, se encogía cínicamente de
hombros cuando reflexionaba sobre ello, contemplando plácidamente
los prístinos y celestiales azules del Pacífico en el impersonal
bullicio de la playa de Malibú o los descarnados y cenicientos ocres
de la ensordecedora soledad del Valle de la Muerte. Si había un
Dios, que sí, que seguramente existiría, no le constaba entre sus
pacientes. Por lo tanto no era su problema. Y si no era su problema,
no debía de preocuparse por ello, al fin y al cabo aunque no sonase
políticamente correcto, él vivía de sus enfermos. Consiguientemente, si una poderosa sociedad o lo que fuese se había
conjurado a gran escala para dejar inerme a la Humanidad ante todos
los demonios que habitan en su interior, enriquecerse por cuenta
de su tratamiento era lícito ya que era una manera de mitigar el
dolor, la pesadumbre y la desazón que asediaban a sus pacientes.
Puro altruismo y filantropía en el fondo. También que hay que vivir
de algo, ¡qué caramba!...
Y así transcurrían, con
monótona indolencia, con reiterada insolencia, los días de la
existencia del doctor Jesse Atkinson en la cálida California.
El doctor Atkinson no era
supersticioso porque daba mala suerte. La sonrisa asomaba a su rostro
ante esa repetida humorada. Así que cuando su calendario de mesa
dejó desnuda la hoja correspondiente a un viernes trece, renovó el
pensamiento y el gesto, en ese orden. Pura anécdota. Más tan cerca
de un fin de semana... ¿Qué catástrofe puede pasar en un
viernes? Ninguna. Hizo memoria... El terremoto de San Francisco, en
1906, sucedió en un miércoles... La ruina bursátil de Wall Street,
en 1929, sobrevino en un jueves... El ataque japonés sobre Pearl
Harbor, un domingo... el 11 de septiembre de 2001, cayó en martes.
No, definitivamente no conocía más “viernes negro” (2) que los
siguientes a los jueves de Acción de Gracias, en el que los centros
comerciales se llenaban de clientes para realizar sus compulsivas
compras, que acababan en el cubo de la basura en cuanto se estrenaba
año. Entonces ese viernes sería otro, tan aburrido como los demás,
esperando un excitante sábado que sería igual de apasionante que
los restantes días de su anodina pero envidiable vida. Todo un logro
en una época en que la incertidumbre sacudía los espíritus con
inusitada crueldad.
Salió de su lujoso
consultorio del Westside de Los Ángeles, en Comstock
Avenue al caer la tarde, ya no recibiría a nadie más, su
diligente secretaria conocía la costumbre de su jefe, siempre que no
hubiese alguna emergencia. Los tiempos de aceptar cualquier
paciente, incluso los que eran susceptibles de generar emergencias,
pertenecían al pasado. En efecto, el doctor Atkinson se reservaba
para los casos que incrementaban su renombre y mejoraban todavía más su
saneada economía. Se decía a sí mismo que eran los “dividendos”
de una carrera, la suya, muy sacrificada. Elevó la vista. Grandes
nubarrones anunciaban la típica tormenta de inicios de primavera,
pero la temperatura era muy agradable, así que inició un paseo por
la zona disfrutando de su pipa, que no podía fumar en su consulta,
desde Missouri Avenue, quizás hasta Santa Mónica
Boulevard. Lo imaginó ya muy frecuentado por las pandillas de
teenagers (3) adinerados que procedían del cercano barrio de
Beverly Hills, en el que también tenía su domicilio
particular, que a menudo acudían al local más cool (4) tras
acabar sus clases... hasta que inauguraban otro que se ponía más de
moda. Una manera de cambiarlo todo para que todo siguiese siendo
igual, un persistente síntoma obsesivo de esa Humanidad a la que él
gustaba mirar de arriba a abajo.
Apenas llevaba unos
minutos andando cuando se levantó el molesto aire que acompaña al
lejano sonido de truenos. Regresó presurosamente a su despacho
porque caían las primeras gotas. Montó en su vehículo, ni siquiera
entró en el inmueble. Reparó en que no se había cruzado con nadie,
lo atribuyó a la incipiente tormenta. Arrancó el motor bajo un
cielo decorado de distinto modo. Giró a la derecha hasta encontrarse
con Missouri Avenue, dobló nuevamente a la diestra siguiendo
el mismo trayecto que antes había recorrido a pie y llegó al cruce
con Fox Hills Drive en medio de una lluvia furiosa, también
curiosa, había algo que la hacía diferente pese a no saber
el porqué. Respetó escrupulosamente la señal de stop, miró
a un lado y a otro por si venía algún automóvil: Nadie. Pisó
suavemente el acelerador para salir a su izquierda y se percató de
que alguien le estaba mirando fijamente. No era la típica ojeada
fugaz que se realiza cuando se espera a otra persona. Se podía decir
que parecía aguardarle a él. Imposible, por lo que siguió su
camino hacia Santa Mónica Boulevard. Pero si ese diluvio era
curioso, también lo era el doctor Atkinson: Detuvo su espectacular Mercedes CLS63 AMG Coupé y cio hasta ponerse a su altura de
nuevo, en esa esquina, allí permanecía, entre una alheña y un
cornejo engalanado con todas su flores, cabeceando dulcemente, como
agradeciendo el agua que derramaban generosamente las cargadas nubes.
Podía decirse que era la
estampa del desamparo. Una mujer de unos treinta años o alguno
menos, rubia de ojos azules, no muy alta, de facciones dulces e
inocentes pero inexpresivo semblante, vestida de modo intemporal y
discreto (lo que era significativo en California), con una cazadora y
vaqueros, empapándose en la lluvia. Sin saber el motivo, bajó la
ventanilla del copiloto y le preguntó, “¿puedo llevarla a algún
sitio? ¿Se encuentra bien? ¿Necesita ayuda?”. Negó con la
cabeza, para añadir lastimosamente, “no tengo adonde ir... y me he
perdido”. El doctor Atkinson pensó que después de todo en la vida
hay muchas decisiones que no se explicaban por el dinero, así que la
invitó a subir al coche. No lo hizo con intenciones inconfesables.
Simplemente le daba pena que una chica tan guapa estuviese sola e
indefensa, con tanto desaprensivo suelto, con tanto diablo festejando
su impunidad. Él, que se había divorciado años atrás y conservaba
una buena amistad con la que fue su esposa, creía que su cupo
erótico-festivo-afectivo estaba cubierto y no esperaba nada más
de la vida en ese sentido. Nada más que contemplar unos nietos que
sus dos hijos veinteañeros se resistían a darle por conformidad con
ese signo de los Tiempos que consideraba la Maternidad como una
pesada e indeseable carga. Lo que es lamentable, desde luego. Y ambos
se hallaban lejos por ser jóvenes profesionales, su hija en Nueva
York y su hijo en el Canadá. ¿Paternalismo? Quizás. Se percató de
que la joven sólo era unos años mayor que ellos. Quién sabe si un
día ellos mismos no estarían en una situación análoga sin que
nadie acudiese a auxiliarles en esta inhóspita y gélida sociedad
del siglo XXI, donde los que sufren abandono, de cualquier clase, son
percibidos como ganchos para que seamos víctimas de una
celada o atropello. Cuando, en realidad, son ellas las víctimas.
Ella le vio pasar en su
vehículo azul oscuro, precioso, era muy grande y estilizado, con una
estrella en la parrilla del radiador. Retornó a los pocos segundos,
dando marcha atrás. Era un cincuentón trajeado, elegante, bien
conservado, canoso, con aire intelectual y enigmático, transmitía
confianza fumando en su pipa, su femenina intuición le decía que no
era uno de esos gañanes que la querían sobar u ofrecían dinero
por... eso, que no lo
concebía al margen del amor. Esa gentuza le producía un profundo asco, la hacían sentir sucia cuando ella no les había dado pie
para ninguna iniciativa licenciosa. Le ofreció llevarla en su auto.
Quizás le enviaba la Providencia, justo en ese momento, en que ya no
podía más, estando tan cerca de su Destino. Sí, lo agradeció de
veras pues además de extraviada estaba calándose hasta los huesos
en una ciudad enorme y desconocida para ella. Se sentía
desesperadamente sola, se introdujo en el coche y bajó la vista
avergonzada, por no parecer una cualquiera, para fijarla en lo que
quedaba del Rosario que llevaba y que tanta compañía le estaba
brindando. Al que se aferraba con todas sus fuerzas, es lo que tienen
los símbolos cuando nos hallamos en peligro: Que se convierten en
una extensión de nosotros mismos para definirnos con total Plenitud.
Atkinson no tuvo asomo de
duda mientras la veía abrir la puerta y tomar el asiento del
acompañante. La contempló con más detenimiento. Era una mujer muy
guapa, mejor vestida y con algo de maquillaje sería una de aquellas
que hace volver la cabeza a los hombres. Y perderla a algunos, si se
lo propusiese.
- ¿No tiene algún
familiar? - Volvió a interrogarla. - ¿Acaso en otra ciudad, alguien
que pueda acogerla?
- No, ningún familiar. -
Respondió rotunda, con la mirada perdida en sus manos, jugueteaba
con una sarta desvencijada, un crucifijo y algunas cuentas anudadas
con cuidado, algo que un día fue un Rosario, dicen que la esencia de
las personas u objetos permanece aunque la ruina haya hecho estragos
en ellos. - No tengo familia...
- Pero eso... no es
posible. - Resolvió extrañado el doctor – Siempre hay alguien,
aunque no nos quiera ni ver.
- No. No lo sé. -
Titubeó – No recuerdo casi nada, no me acuerdo de nadie. - Mintió.
Sí que había alguien. Alguien con quien no querría encontrarse ni
en el mismísimo infierno. Y otra persona, por antagonismo, que le
aclararía tantas cosas...
Jesse comenzó a
observarla con los ojos del eminente terapeuta que era. “Si le
molesta que fume, no tiene más que decírmelo”, le señaló
mostrándole la pipa. Era un pipa negra, tipo Billiard, de
cuerpo rugoso, anillo plateado y cánula charolada y brillante. A
ella le pareció muy bonita. Le tranquilizaba el aroma de ese tabaco,
tan penetrante y tan distinto de los cigarrillos.
- No, no me importa. Este
es su coche, - sonrió alzando la mirada para volver a bajarla
inmediatamente antes de añadir... – de verdad que no me molesta.
- ¿Cuál es su nombre?
Al menos eso lo recordará. - Atkinson quería hallar un hilo para
tirar de la madeja, para ayudarla en definitiva. - Todo lo que existe
tiene nombre.
- O basta que tenga
nombre para que exista. - Replicó dubitativa y misteriosa. –
Me llamo Eva. Eva Nemol.
- Bien, es un principio.
- El nombre era hispano, como el casi imperceptible acento de su
inglés, aunque su aspecto no se correspondía, bien pudiera ser de
ascendencia criolla, o simplemente extranjera, española para ser
preciso. - ¿De dónde eres? - Le preguntó en español - ¿Tienes
alguna documentación, permiso de conducir, tarjeta sanitaria,
pasaporte...?
- No. Sólo llevo un par
de dólares encima, – contestó incómoda por su precariedad, pero
también en español, sin dejo definido; “bingo” pensó el
psiquiatra - y también esto. - Se refirió al maltrecho
Rosario – Por favor, ¿podemos marcharnos de aquí? - Rogó
preocupada – No me gusta este lugar.
Al doctor le llamó la
atención que quisiese irse de repente cuando hacía un momento
parecía tan plantada en el suelo como los ejemplares vegetales que
la flanqueaban en esa esquina. El sonido del limpiaparabrisas, que
apenas podía evacuar todo el agua que estaba cayendo, la
tranquilizaba, era como el latir de un corazón. El vehículo comenzó
a andar, silencioso, majestuoso, como si el mundo, afuera, ya no
pudiera hacerle el menor daño. Sin dejar de conducir, pendiente del
tráfico, se presentó, “bueno, me llamo Jesse Atkinson, soy
psiquiatra” le tendió la mano derecha para estrechar la suya
rápidamente, luego indicó, como si fuera una prescripción
facultativa, “le diré lo que vamos a hacer: Está invitada a mi
casa, hablaremos e intentaré ayudarla. Antes le compraré algo de
ropa. No tema nada de mí, le prometo que me conduciré con usted
como un caballero...”
Sí. Eva estaba
convencida de eso. Era una sensación extraña la de confiar en
alguien, aunque fuese un desconocido. Estaba muy cansada. Hasta donde
podía recordar siempre había tenido miedo. Y cuando no, absoluto
pavor. Ella únicamente quería tener una vida normal, trabajar,
vivir en una coqueta casa y que la dejasen en paz. Se quedó dormida.
Sueños que no comprendía, amenazantes rostros que no identificaba,
ciudades que no reconocía... Y recurrentemente, inquietamente,
estaciones, aeropuertos, perdiendo trenes y aviones en un ir y venir
hacia ninguna parte. Se despertó cuando llegaron a su domicilio, con
un sobresalto, como de costumbre. No queriendo molestarla ni se dio
cuenta de él había efectuado una escala en un mall (5) para
comprarle cosméticos, ropa interior, un pijama,
una bolsa de costado de estética militar, calzado, unos vaqueros y
un par de blusas. Acertó con todas las tallas, es lo que tiene haber
criado hijos, que se desarrolla un ojo clínico, cuasi
infalible, para adjudicar medidas a un cuerpo.
Entraron en la casa. El
doctor tenía una criada, una mujer gruesa que se llamaba Yanira. La
miró de arriba a abajo con desconfianza y recelo, como planteándose
el motivo de tener que atender a una invitada que su patrón
había recogido de la calle... Del arroyo, que se decía
antes, en los folletines, en los seriales de la radio y en esas
películas en blanco y negro de los años treinta y cuarenta del
siglo XX. A ella le gustaban esas películas. Se pasó años
viéndolas. La canción que se escuchaba en la casa también le
sugirió esos años. Un fox lentísimo, “One more kiss,dear” de la Banda Sonora Original de un filme cuyo nombre no
lograba traer a su mente. Le enseñó el que sería su cuarto, “el
tiempo que quieras estar aquí”, le dijo Jesse, que tenía su propio
baño. Le inquirió si tenía hambre. Eva negó con la cabeza y le
dio las gracias por todo, no sabía como corresponder su amabilidad.
Él respondió sonriendo que si lograba ayudarla ya estarían en paz.
La dejó sola para que se diese un buen baño y se echase un rato
antes de cenar. Era una vivienda grande y bonita, en ese barrio de
Beverly Hills, tan vinculado al cine que admiraba, con esos
personajes de proceder intachable encarnados por James Stewart, Gary
Cooper, Bing Crosby, Spencer Tracy o Tyrone Power entre otros, como caballeros
medievales redivivos dispuestos a poner orden en una sociedad
corrompida, malvada y disparatada. Seguía lloviendo. Se alegro de no
estar en la calle. Dejó que el agua caliente que caía de la ducha
arropase su desnudez.
El nombre de “Eva
Nemol” no suponía gran cosa para encontrar referencias, pero era
una pista. Afortunadamente, no era un apellido frecuente como los
Smith, García, López o Johnson, lo que facilitaría la labor. Se
trataba de fijar un diagnóstico, que prima facie era el de
amnesia retrógrada, identificar el precipitante (su causa), y,
simultáneamente, devolver a Eva a su entorno familiar. Atkinson
descartó una amnesia global, tan cinematográfica;
contrariamente, dada su
juventud consideró que su origen estaría asociado a algún tipo de
estrés traumático. El doctor se había fijado en su aspecto
general. El cabello castaño claro presentaba un buen corte y había
visto sus ojos azules sin cristales correctores. La dentadura estaba
cuidada. Su figura, esbelta, no precisaría hacer deporte porque su
complexión era delgada. La piel, muy clara, indicaba que se exponía
poco al sol de California. Las manos pulcras y delicadas a pesar de
que no tuviese las uñas pintadas, luego, tampoco era una persona que
trabajase en tareas manuales. Decidió no especular más. Introdujo
su nombre, que dio por cierto, en Google, a ver qué salía. Se
sorprendió por las numerosos resultados que le arrojó la pantalla
del ordenador. Buena cosa. Cliqueó en el primero. ¡Vaya!
“error 404”. Mala suerte. Probó con el segundo. Lo mismo. Ídem
per ídem (6) respecto al tercero. Al cuarto. Al quinto. Al
sexto. Pasó a la siguiente página de resultados. Idéntico
“error 404” todas las ocasiones que lo intentó, lo que cercenaba
cualquier mínima posibilidad de rastreo. Es como si un travieso
duende de Internet hubiera cogido una virtual goma de borrar para retirar toda referencia a Eva. Eva Nemol existió
hasta que dejó de hacerlo merced a alguna maldición, tan eficaz
como eficiente, para hacerla desaparecer de Internet. Se le ocurrió
buscar alguna caché guardada de esas páginas. La misma
infructuosa conclusión. Enojado, pero también ufano porque ese fin
de semana no iba a ser como los demás (y además llovía),
llamó a un asistente de la Fiscalía del Distrito del condado de Los
Ángeles, amigo suyo, para ver si le echaba una mano. En vísperas de
sábado, no podía afirmar que fuera a recibir el encargo de
buen grado, pero le debía algunos favores periciales y este
se lo quería cobrar ya. Si le fastidió, lo disimuló perfectamente,
aunque el doctor imaginó que no le diría nada, como pronto, hasta
el día siguiente, más seguramente el lunes. Y se zambulló en unos
cuantos volúmenes para verificar su diagnóstico, presumió que
hasta la hora en que se dispondría a cenar.
Pero no. No había pasado
ni media hora. Le llamaba desde una de esas líneas “seguras” que
la Administración posee para sortear vigilancias no deseadas, lo que
le extrañó sobremanera. La voz de su interlocutor le sonó
particularmente circunspecta y grave. “¿Qué has averiguado?” le
interpeló Atkinson...
- Más bien poco, colega.
Lo peor es lo que no he podido aclarar. Te llamo por aquí para que
no me escaneen. Mira, creo que debes poner a tu nueva novia –
remarcó la palabra con sarcasmo - en la calle cuanto antes y
olvidarte de ella.
- No es mi novia.
- Aclaró irritado - Y no voy a hacer tal cosa. Dime lo que hayas
podido investigar...
- No te va a gustar.
Tampoco es mucho. Eva Nemol no existe oficialmente. Está limpia,
no tiene asuntos pendientes ni está perseguida por la Policía
pero la busca una agencia del gobierno, unas siglas tan exclusivas
que probablemente sus agentes ni siquiera sepan cuáles son.
- ¿Cómo? - Replicó el
psiquiatra estupefacto - ¿Qué me dices?
- Lo que te cuento,
Jesse, amigo mío, está muerta civilmente por un tema relacionado
con la “seguridad nacional”, ya sabes... Despídela con cajas
destempladas y si te he visto no me acuerdo. No te va a traer nada
bueno. Tu imprudente búsqueda en Google les habrá dado el queo,
colega, ya se sabrán tu IP de memoria, te harán una visita, y no de
cortesía. Estás avisado, tardarán lo que necesiten para enviarte
al agente especial que lleve ese caso. Échala cuanto antes.
La cazarán tarde o temprano y la liquidarán. Si es que puede
liquidarse a alguien que no existe. A propósito, yo no sé
nada de nada.
- Entonces, – adujo
Jesse sereno en el fondo porque su IP estaba enmascarada –
sabrán que te he llamado por ella... ¿Tan peligrosa es?
- Yo no he dicho que sea
peligrosa, no es una asesina en serie ni nada por el estilo, ya te he
indicado que no tiene problemas con la Policía. Es otra historia
de la que no sé nada y prefiero
que sea así. Esos sujetos van por libre y tienen licencia
para matar, como en las dichosas películas. Por mi parte ya he
perdido el papel donde anoté tu encarguito y se me ha
olvidado por completo. Hasta el punto de que ya no sé de que
demonios me estás hablando. Que tengas suerte y recuerda lo que te
he dicho. Despáchala ya. Esa chica es un marrón ambulante.
Se despidió con prisa,
como se suelta una patata caliente. Se alarmó cuando llamaron a la
puerta de su estudio. Era Yanira, le comentó algo sobre la cena y de
que pasase un buen fin de semana, eran las siete y su jornada había
finalizado, no volvería hasta el lunes. Asintió sin escucharla,
mecánicamente, pero sí pudo entender el intuitivo “tenga cuidado,
doctor” que le manifestó su empleada. La vio cruzar el jardín
mientras forcejeaba con su paraguas made in china, que se
negaba con terquedad a hacer lo que le daba nombre, guareciéndola
del inopinado temporal. Realmente creía que su amigo de la Fiscalía
había exagerado para maquillar su desinterés, para gastarle una
broma de la que se reirían juntos en unos días. Para él, Eva era
una chica que sufría una severa amnesia, no tenía la apariencia de
representar una amenaza para los Estados Unidos. Sin embargo, el
asistente de la Fiscalía no era tan buen actor, la zozobra con la
que dialogó le resultaba totalmente creíble. Cabía la alternativa
de que la afección fuese una impostura, pero entonces también lo
habría sido su nombre, habiendo elegido otro que no le acarrease problemas. “No”, resolvió, “la joven es sincera”. Casi
treinta años ejerciendo le conferían la seguridad de conocer cuando
se mentía y cuando se decía la verdad, tal como si fuera un
Pantocrátor del Románico, juzgando qué y quiénes merecen la
bendición... acaso precisamente por ser buenos creyentes. La
llamó por la línea interior. La Domótica es un gran invento para
preservar intimidades y para evitarse paseos, máxime si el hogar de uno tiene ciertas dimensiones. Contestó somnolienta que no tardaría.
Descansó con
desasosiego, pero se sentía mejor. Y con hambre. Se vistió con la
ropa que le había regalado y descendió por las escaleras. No sabía
con certeza lo que era la felicidad, pero se le debía parecer
bastante, “aquí”, se dijo “le costaría dar conmigo”. El
doctor la recibió con una sonrisa e indicó que se sentase a la
mesa con un gesto. Él hizo lo propio. No se anduvo con reservas.
- Me he propuesto
ayudarla, Eva. - Siguió hablando el español porque se figuró que
era la lengua materna de ella – Pero no podré hacerlo si no
colabora conmigo.
- Claro – Dudó, porque
“colaborar” implicaba acordarse de sucesos que hubiera borrado si
hubiese podido, acaso a ella misma – Pero, ¿por qué nos tratamos
de usted? - Comentó para distraer la conversación – Me siento
como Eliza Doolitle...
- “My fair lady”. Una
buena película. Ya veo que se acuerda de algo. - Señaló
crecientemente receloso, quizás estaba empezando a reaccionar sobre
lo que le había dicho el empleado de la Fiscalía - Pero yo la
trataré de usted. Y usted haga lo que quiera. Podríamos hablar en
inglés y soslayar el debate, pero sé que este es su idioma. ¿De
dónde viene? ¿De España quizás?
- No – Se resignó,
puede que fuese una buena idea dejarse ayudar, no podría estar
huyendo siempre y esta era una buena oportunidad para llegar a... –
Nunca he salido del país. Soy tan americana como usted.
- No, porque yo soy
mayor. – Bromeó – Tengo más antigüedad en lo relativo a la
nacionalidad... Dígame lo que recuerde.
- Es que... - Vaciló -
Mi memoria...
- Estoy pensando que
puede que no le pase nada a su memoria. - Opinó con rotundidad. -
Recapitulemos: Sé que la buscan, muerta o muerta – Advirtió el
pánico de ella – Me han aconsejado que me desentienda de usted.
Pero no lo voy a hacer. Es lógica su situación: El estrés
continuado altera hasta provocar desequilibrios en la conducta. Su
caso es más sencillo de lo que aparenta, a mi juicio. Siempre he ido
contracorriente. Desde mis tiempos de Facultad. Me gusta llevar la
contraria a todo el mundo. Cuando otros emplearían electroshock y
Conductismo en estado puro, yo aplico Psicoanálisis. Si otros
preconizan una terapia de diván en solitario, yo entro con toda la
farmacopea psiquiátrica. Heterodoxia brutal, y no me ha ido mal,
como puede ver, pese a que mis colegas de Illinois no compartiesen
las bondades de mi praxis. Por envidia seguramente. Así que
comencemos por la infancia. ¿Cuándo y dónde vino a este mundo?
- El 28 de marzo de 1979. - Aseguró fríamente. Era imposible que
la creyese - En Lancaster, Pensilvania.
- Bien... - Disimuló la
sorpresa que le causó que tuviera más edad de la que él le
adjudicaba - ¿Cómo se llaman sus padres?
- No tengo padres.
- ¿Han fallecido?
- No. Quiero decir que no
tengo padres.
- Porque no los ha
conocido, evidentemente.
- ¡No! Lo más cerca que
he estado de algo parecido a un padre es un científico que se llama
Andy Briante. Cuando le digo que no he tenido padres, es que
no he tenido padres, ¿entiende?
Atkinson reflexionó. No
se trataba de una amnesia típica por represión, lo que
complicaba la obvia patología. “Entonces”, reformuló, “ese
señor la crió desde pequeña...” Eva se alteró y se levantó de
la mesa gritándole...
- ¡¿Cómo quiere que se
lo diga?! ¡Yo siempre he sido así! ¡¿Ha conocido a
alguien que le pueda describir como era el laboratorio donde
vino a este mundo?! ¡Pues yo sí! ¡Con todo lujo de
detalles!
¡El 28 de marzo de 1979
yo ya era así! ¡Nunca fui un bebé! ¡Jamás fui una niña, ni una
adolescente!
¡Me crearon ex
nihilo, como decía el doctor
Briante!
- Ex nihilo nihil fit
(7) - Sentenció Jesse
sin conmoverse - Debe tranquilizarse...
- ¡Sabía que no me
creería! - Hundió su rostro en las manos - ¿Cómo quiere que le
cuente nada si no va a creerme? ¿Así es como pretende ayudarme? -
Rompió en llanto - ¿Por qué cree que quieren eliminarme?...
¡Porque soy una aberración! ¡Una anomalía que ni siquiera yo
misma acierto a comprender!... ¡Maldito sea ese día de 1979, yo
no tenía que haber sido! Y usted sólo piensa en psicoanalizarme
porque se aburre de su aburrida vida un viernes por la noche.
Atkinson se quedó en
silencio, mirando como lloraba, en el otro extremo de la mesa. Quizás
el problema fuese que ya no podía vivir sin prescindir de su
permanente perspectiva de psicoterapeuta, un modo de protegerse de la
demencia colectiva que se había enseñoreado de la Humanidad.
Después de todo, tenía a alguien que sufría enfrente, y ese
alguien lo primero que necesitaba era consuelo y refugio.
- Está bien. Cálmese. -
Se puso en pie y se le acercó, le acarició el cabello, con gran
cautela, descubrió que había perdido la costumbre de tocar y ser
tocado más allá del distante y protocolario apretón de manos... Se
sentó y sacó su pipa, que encendió, Eva descubrió que el aroma de
ese tabaco le cautivaba. - Cuénteme lo que quiera, explíquese con
total libertad: Yo escucharé callado, sin prejuzgar ni diagnosticar.
Se secó las lágrimas
con la servilleta y esbozó una tímida sonrisa. Sí que era una
mujer guapa. Él arrimó una silla adonde estaba sentada y aguardó
sus palabras... Eva se tomó unos segundos para recomponerse.
Carraspeó un poco, bebió unos sorbos de agua y probó un bocado del
plato: Le pareció exquisito.
Le ruego que me
disculpe. Esta tarde ya había decidido arrojar la toalla porque me
sentía sin fuerzas, tan agotadas como mis fondos. Entonces apareció
usted. Me llamó la atención el color de su coche. Azul oscuro. El
claro es mi color favorito. Como el del cielo. Volar por el cielo y
olvidarme de todo. Escapar de tanto dolor, de tanta soledad. Para
siempre... Como si fuera una promesa: “Enjugará las lágrimas de
sus ojos y no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena, porque
el primer mundo ha desaparecido. Y el que estaba sentado en el trono
dijo: Ahora hago nuevas todas las cosas”. Es del Apocalipsis, 21,
versículos 4 y 5. Siempre me encantó ese pasaje, como si después
de tantas fatigas hubiese un remanso, un nuevo paraíso sin tiempo
donde descansar.
No recuerdo nada antes
de las cuatro menos cinco de la mañana de ese 28 de marzo de 1979.
Algo parecido a despertarse de repente sin haber soñado nada en
absoluto. No estás y luego estás. Con mucho miedo. Auténtico
terror, como si raptasen a un bebé para despertarlo más tarde lejos
del amoroso regazo de su mamá. No tengo conocimientos científicos,
no sé el proceso que me trajo hasta aquí. Bueno, en realidad
ustedes tampoco lo saben. Lo del óvulo y el espermatozoide sí, pero
yo no me refiero a lo biológico sino a lo Trascendente; sí, a la
razón que explica que estén, que estemos, aquí. En eso somos
iguales. A los pocos minutos hubo un incidente cercano y nos
trasladaron con prisa a Williamsburg, en Virginia, a otras instalaciones del gobierno. Allí permanecí, encerrada, sometida a
estudio continuo, como se examina un experimento, hasta que me escapé
hace veinte años. Sólo alcanzaba a ver el cielo. Sé lo que me va a preguntar... ¿Cómo he
sobrevivido? Durante los años de prosperidad no he tenido problema,
trabajos informales, esporádicos, de cocinera, de choferesa,
limpiando, cuidando niños, ancianos. ¿Sabe? Me gusta cuidar a las
personas porque me cuentan vivencias que yo nunca tendré. Así es
como si yo las hubiera vivido de alguna forma. “Totum Revolutum”
(8), todo en la misma vida. He sido una brillante escolar y una zote.
Lo he perdido todo en la Gran Depresión, he combatido en
Guadalcanal, he sido herida en Corea, he tenido hijos, nietos y
bisnietos, he perdido a mis seres más queridos, he sido feliz y
desdichada a través de todas sus experiencias, según quien me lo
fuera narrando. Lo malo es que no podía quedarme mucho tiempo. Tarde
o temprano terminaba apareciendo “él” y toda mi existencia se
veía zarandeada, como un barquito de vela en medio de una tempestad.
Ni siquiera conozco su nombre: Sé que recibió la orden de matarme y
no cejará en su empeño hasta que lo consiga... O reciba una orden
de sus superiores en sentido contrario. La única vez que se dirigió
a mí me dijo “No es nada personal, muñeca”. - Se
rió abierta pero tristemente. - Como en esas películas de
Cine Negro... “Muñeca”, me llamó el individuo, aunque lo
agradezco, los segundos que empleó en hacerse el tipo duro me
bastaron para escabullirme. Aunque me consta que un día se me
acabará la buena suerte. Estoy harta de ir de aquí para allá.
Solamente quiero un trabajo honrado y perder el tiempo con abuelitas
en un club de repostería. Tengo buena mano para la cocina, se hacer
unos bizcochos insuperables – Sonrió
y se le iluminó la cara – Tengo tantas cosas buenas que
compartir y dar... Todo se perderá como lágrimas en la lluvia.
Claro que eso no le importa a nadie... Sólo cuenta la cantidad de
dinero que tienes y cuanto estás dispuesta a pagar por lo que deseas
porque todo está puesto en almoneda. - Volvió
a ensombrecérsele el rostro – Así que soy un simple
Experimento científico que se ha fugado. Una desviación que hay que
“corregir”, de la misma forma que se tira por el desagüe el
resultado no deseado de una reacción química. Si ya lo hacen con
personas como usted, ya sabe, concebidas y nacidas de manera “normal”, o peor
aún, sin que lleguen a nacer siquiera, ¿por qué iban a ser más
considerados conmigo?
Por eso quiero llegar
hasta la persona que llamaría “padre”. Si hay alguien que puede
gestionar mi “libertad”, sin ese sabueso rabioso tras mis pasos,
es el doctor Briante. Él no era como los demás. Me trataba bien. Me
enseñó lo poco que sé, el español que hablamos ahora, todo. Me
traía libros, casetes con música y cintas VHS con esas películas
que también me hacían vivir vidas ajenas, ya que la mía propia no
era de mi “propiedad”, paradójicamente, sino que le pertenecía
al gobierno. Es muy mayor pero todavía está vivo. En Sausalito,
allí me dirigía hasta que se topó conmigo esta tarde, derrotada y
sin dinero para llegar a San Francisco...
Atkinson
meditó en silencio durante unos segundos. San Francisco está a
cuatrocientas millas, más de seis horas en coche. Si le hubieran
contado hace unas horas que haría todo esto desinteresadamente, como
buen samaritano, no lo habría creído. Es más, se habría
carcajeado a mandíbula batiente. No quiso pensarlo más porque
acabaría negándose a hacerlo...
- Yo
la llevaré hasta allí. Pero cabe la probabilidad de que ese agente
la esté eseprando... Téngalo muy presente.
- Sí, puede ser. Pero
tengo que correr ese riesgo. Demasiados años huyendo. Lo único que
quiero es vivir. Debo ser digna de ello. Procuraré ganármelo
jugándome la vida. De nuevo.
El doctor se levantó
entre las volutas que formaba el humo de su Billiard. Si
viajaban con presteza, llegarían a Sausalito de madrugada, un
movimiento que sorprendería a un agente especial del
gobierno. Sí, eso harían. Le dijo que se preparase, que saldrían
inmediatamente. Eva volvió a darle las gracias con lágrimas de
emoción en sus ojos. Jesse negó levemente con la
cabeza, como si no tuviese ningún valor lo que estaba haciendo...
Vio como cogía el plato y subía a “su” cuarto con entusiasmo. Le faltaba tranquilidad para poner orden en sus ideas. Ordenó a la unidad domótica que
sonase música, en modo aleatorio, para no tener que elegir un
fichero mp3. Disciplinada, inició una antigua canción de Robert Palmer, “She makes my day”...
Por cierto, ¿quién fue
el estúpido que aseguró que ninguna catástrofe puede acaecer en un
viernes?...
NOTAS
(1) Ill significa
“enfermo” en inglés.
(2) Black Friday:
Es la fecha en la que se considera que comienzan las compras
navideñas en los EE.UU.
(3) Teenagers:
Quinceañeros, adolescentes pero
con permiso de conducir (16 años)
(4) Cool:
Atrayente, bárbaro, lindo, estupendo, agradable, a la moda.
(5) Mall: Centro
comercial.
(6) Ídem per ídem:
Locución latina, “Más de lo mismo”, “lo mismo uno que el
otro”.
(7) Ex nihilo nihil
fit: Locución latina, “No se crea nada de la nada”, “nada
surge de nada”.
(8) Totum Revolutum:
Locución latina, “Todo revuelto”, “todo mezclado”.