Es difícil precisar
donde se halla el límite de la propia identidad. Tanto en el tiempo
como en el espacio. ¿Es la ausencia la mejor prueba de que alguien
no está presente? A menudo entramos en el ascensor y disfrutamos del
perfume de la dama que nos ha precedido. No está ella, pero su
esencia permanece. De la misma manera que los recuerdos, ¿acaso no
son el ejemplo más tangible de que la memoria queda
indisolublemente asociada a los hechos que la concibieron, como arrebatador aroma, depositado sobre femenina piel, a la redoma que la
contenía?
O más inquietante
todavía, si la memoria llega a tener esa vida autónoma, que no nos
necesita... ¿Quiénes somos en realidad?
Fue en una de mis visitas
a Santorcaral, aldea encajada entre imponentes montañas. En una de
mis idas y venidas, como interminable y obsesiva peregrinación, al
Convento de San Miguel, tuve ocasión de escuchar el diálogo entre
dos lugareños. Un anciano cargado de años, y achaques que no se
veían conturbados por la altanera destreza del viejo con su cayado,
advertía muy seriamente de un misterioso peligro a una moza que
frisaba las veinte primaveras y que a duras penas conseguía
contenerse las chanzas con que replicaba al que, según me atreví a
inferir, debía de ser su señor abuelo.
Con el ánimo de que mi
presencia apaciguase la doméstica refriega, me acerqué a ambos,
sobre todo empujado por la curiosidad: Me parecía insólito que un
hombre que tenía el rostro enladrillado por el paso del tiempo
mostrase un temor tan notable por algo, tan profundamente aterrador
como para aleccionar a su joven nieta y bajar la voz prudentemente al
oír los pasos de un desconocido aproximándose... Les saludé y
fingí que estaba buscando una vereda de la que tenía alguna
referencia por una antigua y olvidada calzada romana. Él enarcó las
cejas como si alguna de las llaves de san Pedro hubiera atinado justo
en su cabeza.
- ¿Cuál? ¿La que
conduce al monte de los Perdíos? Otro como esta, - señaló a
la chica - ¿qué hay allí perdido más que el demonio al acecho? -
Jugó con las palabras - Ningún buen cristiano se aventura por allá
cuando el sol de invierno se va ocultando...
- Es el profesor
medievalista, abuelo – Aclaró la moza, que después de examinarme
de arriba a abajo hubo de identificarme, tras andar en los dimes y
diretes del pueblo sobre el forastero que era yo – Seguro que no
tiene interés en tus cuentos y supersticiones.
- No, al contrario. -
Rechacé la sutil invitación que asomaba en la cara de la muchacha
para que le siguiese la corriente - Tiene toda mi atención si hay
algún riesgo, ya sea real o ficticio, y si posee una buena historia
que lo sostenga.
La joven resopló con
cierto aire de fastidio, medio resignada a la suerte de tener que
asistir a un nuevo rosario de consejas en labios de su ancestro.
Ocurre a menudo que rehusamos prestar oídos a nuestros mayores, como
dando por sentada su inmortalidad (acaso reflejo inconsciente de
nuestros miedos), y cuando queremos retomar el hilo de lo que nos
contaban ya no tenemos posibilidad de percibir lo que nos quieran, o
puedan, decir. El vejete me escrutó sopesando si yo merecía o no
acceder a su antiguo conocimiento. Ignoro la razón final de su
decisión, la cuestión es que comenzó su relato sin realizar
alusión alguna...
- Esta es una región
vetusta. Aquí se han matado todos los que han luchado por Castilla,
y se han escondido todos los que han temido por España. A veces la
gente desaparece. Regresa décadas después sin tener memoria de lo
acaecido ni envejecido; eso si logran retornar. El Convento de San
Miguel alberga misterios, como la Ermita de Nuestra Señora de
Veréndiz, o el Puente de los Jamases, o la Garganta del Adiós, lo
mismo con el Despeñadero de Aurora, ¿qué decir de la cueva de
Huriya?... Y así hasta que usted pierda la paciencia... ¿Qué
quiere que le diga? Yo he visto y sentido cosas que no puedo explicar
por más vueltas que le dé, y que me llevaré a la tumba cuando Dios
disponga...
Respiró largamente, para
coger bríos, quizás valor, e inició su narración.
Fue en tiempos de don
Felipe IV, de feliz memoria como todos los Austrias, aunque en
aquellos días la traición y la herejía eran los aliados
predilectos de nuestros poderosos enemigos, que se habían propuesto
arrebatarnos Flandes y quebrantar la Monarquía Católica. Un
veterano de aquellas lides fue el hidalgo don Íñigo de Lizardi, cristiano viejo, guipuzcoano que había guerreado junto a don Lope
de Herrarte en los Tercios Morados. Por amistad con el
primógenito de la Casa, a su regreso fue huésped de los condes de
Santorcaral que siempre se mostraron hospitalarios y atentos con aquellos que lo precisasen, como buenos devotos que eran, lo
que les hacía ser muy queridos por todos en este su feudo, fueran
o no sus vasallos...
Sí, los Herrarte de
Santorcaral eran típicamente castellanos, sobrios, de pocas
palabras, sin afición por la caza a diferencia de la mayoría de
los nobles, vivían sin lujos, que compartían las mismas viandas
que su escasa servidumbre y siempre estaban prestos para socorrer a
cristiano que lo reclamase sin mirar la calidad de su cuna. Valerosos
como los que más, se cuenta que uno de ellos salvó la vida de doña
Isabel “La Católica”, que Dios tenga en su Gloria, cuando “la
Beltraneja” le disputaba el trono y aún la vida. Al fin y al cabo
ambos compartían la misma sangre inglesa que... Pero bueno, presumo
que esa historia la conocerá... - Asentí
al paso de sus palabras - Pues bien, estando don Íñigo
visitando estas tierras, se enamoró de la hija pequeña del conde,
la hermana menor de don Lope. Guardó su pasión en el corazón, por
no ofender a sus anfitriones. Sabía que no podía ofrecerle nada
más que su espada, soldado como era sin fortuna ni mayorazgo y
prefirió condenar en lo más hondo de su espíritu el amor que
sentía por la joven, cuya gracia era Veréndiz, como la advocación
Mariana que tutela este condado. Seguramente ahí hubiera quedado
el asunto, el caballero hubiese continuado camino de Andalucía como
era su propósito y punto en boca. Pero no fue así...
El diablo anduvo
enredando, y aconteció que doña Veréndiz también se enamoró de don
Íñigo. Por mocedad o carácter cedió a la fuerza de su amor y se
las ingeniaba para pasear a caballo con el veterano de Flandes, o
coincidir en las caballerizas, o cruzarse con él en cualquier
ocasión y bajo el pretexto más descabellado para atizar el fuego
que les consumía hasta que sellaron su Destino con un beso: Se
fugarían a Nueva España como marido y mujer. Aprovecharían una
oscura madrugada para partir. Doña Veréndiz estaba muy apenada por
marcharse lejos de los suyos, pero fió el éxito del viaje a la
pureza del genuino y verdadero amor que sentía por don Íñigo.
Cuando se despidieron en secreto, después de cenar, horas antes del
momento concertado, ella le dijo...
- Que sí, por vuesa
merced enamorada
dejo todo, familia,
padres, hermanos...
lejos de los míos,
Íñigo, encomiendo
cuerpo, vida y alma en
vuestras manos,
juradlo: al alba seré
vuestra desposada.
- Os lo aseguro y sin
dudar lo juro al punto,
nadie capaz hay, en este
ni en otro mundo,
ni en lo más Tenebroso,
ni en lo más Alto,
que apartarme pueda de
vuestro fiel amor,
ni Satanás ni los
oscuros ángeles del dolor.
Cuentan que un sordo
bramido hizo crujir las losas del suelo que pisaban. Algún lejano
trueno, se dijeron... y no le dieron más importancia. Entre la duda
y la inquietud pasó las horas ella. Él, entre el remordimiento y
la angustia porque sumaba traición a la ingratitud. Sin embargo no
titubeó, a la hora convenida se unieron en un abrazo para embarcarse
en una nueva vida... O algo parecido.
Con voz queda
renovaron sus votos de eterno amor. En silencio, a pie, enfilaron el
sendero que se pierde por allá, - indicó
la dirección con la mano, cual si los hubiera visto personalmente
– que llamamos de los “aparecidos”, no se sabe si por ellos o
por otros prodigios ocurridos en sus proximidades, que sabrá que
andamos sobrados de sucesos que ahora llaman “paranormales”...
Cuando lo sobrenatural se reitera, ya nada vuelve a ser lo “normal para” nadie... - Volvió a
jugar con las palabras.
Llevaban poco
caminando, acaso media legua a la vacilante luz de una luna en cuarto
menguante que por pudor, quizás, se daba en arroparse entre nubes
lo poco que enseñaba de su belleza. Puede que fuese el chasquido
de una caída rama, acaso una sombra entre el follaje, ¡que sé
yo!, el caso es que se percataron de que alguien los seguía de
cerca... Don Íñigo desenvainó su acero y dijo con arrogancia...
- La vil Herejía
atemorizarme no pudo,
no lo ha de lograr
fantasma, bandido,
o demonio huido del
infierno, y dudo
que el que me derrote ya
sea nascido.
Un embozado se dejó
ver. Por la ropa con que iba ataviado dedujo que era otro soldado
como él, pero descartó que fuera su antiguo camarada don Lope,
hermano de Veréndiz y futuro cuñado por fuerza, al ser de mayor
estatura que este. No replicó a las desafiantes palabras del
enamorado, simplemente desnudó su espada, saludó cortés y
sosegadamente con el gesto de rigor al veterano sin mostrar su rostro y se puso en guardia
aceptando el reto...
El anciano se quedó
mirando al vacío, como si algún lejano recuerdo le llamase por su
nombre para luego esconderse. Su nieta, impaciente, le cogió del
brazo, más preocupada por él que por la narración, cuyo final
debía de conocer.
- ¿Y bien? - Pregunté -
¿Qué pasó pues?
- En realidad nadie lo
sabe con certeza – Contestó regresando abruptamente del lugar o
recuerdo donde se hallase – Y es mejor no saberlo. Nunca se supo de
ellos. No se hallaron los cuerpos, sólo una presea, una preciosa
ajorca de oro que siempre adornaba el delicado cuello de doña Veréndiz,
encontrada entre la floresta y que los condes entregaron como exvoto
a la Ermita de la Virgen, – recordé haberla visto adornando la
imagen de Nuestra Señora – con la esperanza de que el Cielo la
traiga algún día de vuelta... de donde esté.
- Y, ¿dónde puede estar
según usted? - Interrogué con un ápice de malicia aparentando
ingenuidad – En algún lugar tendrán que estar, ¿no?
- No es asunto nuestro
saberlo, señor... – Respondió elevando el tono – Hay quienes
han visto, en algunas noches, a los dos hombres batiéndose en
presencia de una espantada dama que grita “Íñigo”, para luego
desaparecer por ensalmo. Dicen que cuando acabe el duelo entre ambos
será señal de que el Cordero ha decidido romper los Siete Sellos...
¿Sabe? Hoy en día el Hombre se cree juez que todo lo puede y que
todo lo sabe y en esa falsa seguridad se permite tolerar lo
intolerable como bueno cuando no es más que otro lamentable error
que irá a empedrar el calcinado suelo del infierno. Y se ríe de
cuanto desconoce, que siempre será demasiado. Hay cuestiones que es
mejor no saber: No son cosas de nuestra incumbencia porque exceden
nuestros límites, no somos más que barro animado, sólo personas.
No lo podemos todo por mucho que alguien malintencionado nos susurre
“seréis como dioses”. Nacemos, vivimos y morimos, llegará ese
momento y Alguien nos preguntará qué hemos hecho con nuestra vida.
Y eso es muy sencillo: Hacer el Bien sin más sabiendo que El Que
Todo Lo Puede ya vino a Salvarnos de nosotros mismos, del Averno en
que hemos convertido el Paraíso porque... “Somos hombres y tenemos
dentro de nosotros todos los demonios”...
- Chesterton, - aclaré –
más o menos la frase de Chesterton.
- No se fije usted en
quien, sino en qué fue lo que pregonó. – Sonrió mientras se
dispuso a andar – Por cierto, ¿qué va haciendo usted de provecho
con la suya?
Confieso que no acerté a
responderle. La joven me miró, se encogió de hombros, le agarró de
la mano y se fueron despacito, como si los segundos no corriesen para
ellos. Permanecí unos minutos contemplando su serena estampa.
Finalmente repuse...
- ¿Lamentarme?...
Una pareja de mirlos
inició un diálogo canturreando una melodía cuya partitura y
significado únicamente ellos conocían. “Puede que la Vida”,
pensé para mi capote, “sea así de compleja porque nosotros nos
hemos empeñado en que sea así de ininteligible. Para nuestra
desgracia”.
El relato estuvo dándome
vueltas por la cabeza durante toda la frugal cena, según acostumbro,
que tuve la ocasión de disfrutar. Como no tenía ni atisbo de sueño,
resolví que me daría una vuelta por aquel monte para ver con mis
propios ojos que había de cierto en todo aquello. Al fin y al cabo,
los vivos me resultan más amenazadores y peligrosos que las ánimas
que se quedan entre este barrio y el de más allá, impenitentes
cuidadores de sus cuitas irresolutas.
La noche era muy fría,
pero no más que otras que había tenido la desdicha de padecer en
mis lejanos tiempos de uniforme. La luna llena me servía de mejor
linterna que la que llevaba conmigo, vacilante y temblorosa, culpé
de ello a la batería, que supuse próxima a agotarse. La senda se
veía claramente aunque, en sus orillas, la espesura del bosque
permanecía velada por completo. A menudo se colaba entre las ramas
algún travieso rayo de luna para mi sobresalto, o bien un juguetón
fuego fatuo cobraba apariencia de vida moviéndose caprichosamente.
Después de un largo rato en el que tuve la sensación de andar en
círculos, la niebla cercándome por momentos, con la brújula sumida
en un enloquecido baile sobre su eje, debido probablemente a alguna
alteración natural y con mi pequeña lucerna progresando en su
vocación por parecerse a las luces que, en las discotecas, marean
las pupilas con su indecisión entre apagarse y encenderse, me senté
sobre una gran roca que había a un lado del camino, un poco apartada
de su trayectoria pero sin llegar a esconderse en la frondosidad del
monte en el que me hallaba. “Si tiene que pasar algo”, me dije,
“este es el momento adecuado”.
Casi no había acabado de
decirlo, cuando llegó hasta mis oídos un distante murmullo de
espadas cruzándose, cuyo rumor se iba acrecentando segundo a
segundo. Un destello sepulcral a mi derecha. Volví la cabeza en esa
dirección. Efectivamente, dos hombres vestidos de época, uno de
ellos embozado, batiéndose en fiero duelo mientras una bella dama se
deshacía en llanto... No repararon en mi presencia, o bien no les
importaba tener un testigo de otro tiempo. La escena se asemejaba a
una fascinante coreografía de círculos, una esgrima fabulosa que
por su perfección técnica ninguno de los dos podría llegar a
ganar. Fintas, quiebros, enganches, desenganches, engavilanadas,
paradas compuestas, diagonales, brazales, alguna passata di soto,
intentos frustrados de
movimientos de conclusión... La plenitud de la Verdadera Destreza
española desplegada por dos consumados maestros en un feroz e
inacabable combate sin victoria ni derrota por los siglos de los
siglos.
Fue
un instante, acaso una décima de segundo, un momento sin tiempo, que
dicen que es la medida de la Eternidad. Lo vi con absoluta claridad,
como ahora estoy viendo el teclado y la pantalla en la que redacto
estos hechos. El encubierto, vestido de negro riguroso de los pies a
la cabeza, que igual manejaba la diestra que la zurda, me permitió
distinguir sus pálidas facciones: El embozado no era otro que yo
mismo.
Dí
un paso atrás, conmovido por el horror, tropecé con una piedra que
llevó mis huesos hasta el suelo, entonces cesó el fragor del
enfrentamiento, la niebla se disipó inmediatamente y la cegadora luz
del sol se enseñoreó del paisaje con sus invencibles y cálidos
rayos. Consulté el reloj: había pasado el mediodía, eran casi las
dos de la tarde. La brújula había recobrado la cordura y la
linterna, aunque ya no era necesaria, hacía alarde de todo su vigor.
Tomé el camino de regreso a Santorcaral mientras recordé las
palabras del viejo parafraseando al bueno de Gilbert Keith Chesterton...
“¿Es
usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí
todos los demonios.”
Entonces,
¿qué o quiénes somos? En esta o en cualesquiera otras realidades...
Touché.