Le conocía desde hacía bastante
tiempo. En ese espacio brumoso del recuerdo, tierra de nadie que fue la década
de los noventa del siglo XX, paraje de esperanzas y gestante de tragedias que
irían arrancándose su histriónica careta a lo largo de la década siguiente,
para horrorizarnos con su descarnado semblante. Era un tipo franco, accesible y
de trato directo, como los ganchos que propinó en su juventud de púgil
aficionado. Me conmovió la primera fotografía que tomó “en serio”, ni siquiera
había cumplido los diez años, ingenua e ilusionada, un luminoso océano infinito
reflejando el resplandor del firmamento... Así que entre sus uppercuts y
mis coup droit fuimos forjando una sólida amistad con el paso de los
años, que en eso se asemeja al buen vino.
Alfonso era fotógrafo de acción,
algunos periódicos lograron sus mayores tiradas con alguna de sus instantáneas
en la portada. El paulatino declive de la prensa escrita en papel le trajo
menos trabajo hasta que llegó a la mínima expresión, acumulando deudas y, como
suele ser habitual en estos casos, desengaños personales. El éxito atrae lo
mismo que ahuyenta la pobreza, que no fracaso, porque siempre conservó un
concepto artístico de su profesión, y como dijo Dostoievsky, “la Belleza
salvará al mundo”... No siendo así ahora mismo, sí que salva a muchos de su
propio infierno personal por la búsqueda de ese Santo Grial que les aleja de
otras tentaciones.
De ese modo, el fotógrafo que era
cambió sucias trincheras por luminosos parques, adustos soldados en marcha por sonrientes
parejas de enamorados paseando bajo la sombra de infinidad de árboles que
parecían acoger dulcemente una primavera pletórica de vida... Cambió la épica
de un mundo que agonizaba en una locura de horror y muerte por la eterna
promesa de que sí, de que esta vez algo cambiaría en la Humanidad. Como siempre
había sido cada vez que una nueva generación se asomaba a la vida desde el
cálido útero de sus madres. Luego ese mismo mundo que les estafaba con sus
mentiras se encargaría de convertirles en la misma decepción que hemos sido
todos los que les hemos precedido...
Pero Alfonso había trocado ese
enfoque. Después de tanto espanto presenciado e inmortalizado como mueca de
difunto en un negativo, había decidido que sus estrenados sesenta años traerían
un canto a la Vida, a lo hermoso que contiene, a las frases sin palabras que se
pueden contemplar a poco que uno mire al cielo para deleitarse en la silente
danza interminable que las nubes mantienen con el sol y con la luna y que,
¡ay!, tan desapercibida pasa a los ojos de los mortales, tan agobiados como
estamos por el peso de nuestras culpas y preocupaciones cotidianas. Y el buen
hombre se lanzó a caminos, a veredas, a alamedas infinitas donde el rumor de
las hojas le llamaban por su nombre para que las inmortalizase antes de que un
mal viento se las llevase a la oscuridad de una turbera. Se entregó a ello con
el frenesí que los artistas dedican a la musa que les trae la inspiración, con
delectación, como únicamente se entrega el amante a su amada, con total
abandono y apasionamiento.
Acabó con los pocos ahorros que
tenía pero no le concedió importancia, tal que un nuevo Colón en travesía hacia
unas Indias que solamente él conocía, sin atender advertencias de parientes y
amistades que le avisaban de que su estado se iba deteriorando, por abandono.
Como Ulises con los cantos de sirena, se había amarrado con fuerza al mástil de
su propósito y nos desoyó a todos, desollándose él mismo al perseverar en su
actitud.
Un día llegó a una antigua
estación de tren. Suele ocurrir que nuestros pasos siguen direcciones con
intenciones ocultas. La estación se hallaba parcialmente invadida por la
vegetación que, siendo como es tímida la Naturaleza, no huella con sus verdes
tallos y leñosas ramas las estancias que frecuentan los seres humanos,
atreviéndose cuando la ausencia de estos deja de ser accidental por reiterada.
El edificio tenía ese aire distinguido que poseen las instalaciones
ferroviarias de finales del siglo XIX, cuando viajar era un lujo o se hacía por
servidumbre, bien por simple pasatiempo o por salud quebrantada. Las paredes
desconchadas, el suelo deslustrado y sucio, los cristales hechos añicos, las
puertas abatidas como centinelas aletargados a la espera de que un iniciado
deshaga el sortilegio y recobren su marcialidad... Alfonso retrató todos los
detalles con la profesionalidad y la destreza del artista que es capaz de
percibir la realidad que no ven los demás, de captar la esencia de las personas
que anduvieron y sintieron en ese lugar, dejando su impronta, el destello de un
espíritu que hace décadas partiría en esa singladura de la que no se retorna.
Le sorprendió el anochecer, anticipado por estar cercado de montañas, en un
valle agreste y perdido, crecientemente misterioso y umbrío al variar la luz
que recibía, como el rostro de una mujer bajo la luz de las velas.
Sonrió porque fue al final de esa
sesión cuando sintió la familiaridad de aquel lugar. En realidad no quería
marcharse, pero no le seducía pasar una noche bajo el rigor de una posible
helada. El otoño estaba avanzado, el cielo abierto con el Lucero de la tarde
anunciando las tinieblas y una inversión térmica que presumió severa. Recogió
su material con diligencia. Cuando se iba a echar al hombro la mochila, tuvo el
impulso de asomarse a lo que debió de ser una salita de espera. Se encaminó
hacia allí...
En efecto. Una sala pequeña, con
lo que quedaba de unos bancos de madera, y el rastro del inmisericorde paso del
tiempo. Tomó dos fotografías casi seguidas, desde diferentes ángulos. Detuvo su
mirada en un periódico que estaba en un rincón, perfectamente doblado,
descolorido y mordisqueado en sus márgenes por los días que habían pasado por
ello pero milagrosamente entero. Lo cogió con cuidado... “Jueves, 10 de
octubre de 1929”, dijo en voz queda. Todavía resistió ser desplegado y abierto,
como en su efímera jornada de gloria, atrayendo sobre sí toda la atención de
su lector ocasional.
Alfonso se desasosegó. Perdió la
serenidad. Le invadió la extraña sensación de que todo le era familiar porque
ya había estado allí antes. Guardó con cuidado el rotativo en un compartimento
de su mochila y salió precipitadamente del edificio. Acaso por influencia de
las sombras nocturnas, que ya se iban desperezando para ver morir las luces del
día, el fotógrafo se introdujo en su vehículo y volvió a la carretera de grava
con presteza, como si algo fuese a perseguirle.
Llegó a su domicilio de noche,
más calmado y reprochándose escapar de aquel sitio como un colegial asustado.
Se rió de lo sucedido y lo zanjó como un déjà vu, fenómenos que la Ciencia
despacha colocándoles una etiqueta pero sin ánimo de explicarlo. Extrajo las
cámaras de su morral y abrió la cremallera del todo para sacar también ese
viejo periódico... No había más que un montón de polvo gris. Sin duda que se
había desbaratado en el trayecto, sin embargo no era lógico que se hubiese
descompuesto en cuestión de minutos, cuando había soportado sin apenas daños el
paso de las décadas.
Lamentó el destrozo. Era un
nostálgico del papel impreso. Aquel ejemplar anclado en ese jueves, 10 de
octubre de 1929, se le antojó como el guiño cómplice que te hace un amigo
cuando te gasta una broma, un airado “he estado aquí mucho antes que tú, así
que no vengas a hablarme de tus problemas con la Vida”. Despidió las cenizas en
el cubo de la basura y se dispuso a revelar las fotografías en su estudio. Él
pertenecía a la vieja escuela y todos esos inventos de discos duros, megapíxeles,
impresoras y demás filfa le provocaban alergia. Donde estuviese una buena
película, un preciso objetivo, la inspiración y el cariño de un profesional que
se considere a sí mismo como un artista, ya se podían quitar toda la fría
tecnología y los automatismos que hurtaban el alma de los retratos, como una
goma de borrar convertía en residuos una frase de amor escrita con pasión.
Un resultado que le dejó
perplejo. Él no había hecho esas fotos. O las imágenes no se correspondían con
la instalación que había visitado un par de horas antes. ¿Cómo era posible? La
estación lucía limpia, refulgente, acariciada por los rayos del sol de la
atardecida que le confería un colorido vivo e impresionante, con los
claroscuros que proyectaban las sombras de quicios, ventanales y pilares, como
si pretendiese imitar una encantada y atea catedral gótica. Y lo más asombroso...
Todas las imágenes mostraban afluencia de público.
Por los retratos se paseaban
mujeres, hombres, niños con la risueña cara de quien posa traviesamente, sin
conocimiento del retratista. Alfonso no lo podía creer. Allí estaban,
desafiando la más elemental lógica. Vistiendo los elegantes trajes de los años
’20 del mismo siglo o con la ropa propia de quien se debe a algo, a la patria
si eran soldados de reemplazo, al patrón si obreros o campesinos. Ahí estaban,
todo un inexplicable hecho... Absorto, estupefacto, escrutando cada uno de los
semblantes que poblaban las imágenes, unos con indefinición fantasmal a causa
de su movimiento, otros ajenos al propósito del fotógrafo.
Y unos cuantos, pocos,
manteniendo la vista al objetivo que estaba trabajando en un prodigio... Con
curiosidad, con altanería, con recelo. Pensó que acaso la propia Vida era como
el ciego y oscuro diafragma por el que se escurrían las miradas de esas
personas que habían impresionado la película, vivas durante un segundo más para
escupirle a la cara, en medio de un pequeño cuarto sumido en áspera penumbra,
la sentencia de “he estado aquí mucho antes que tú, así que no vengas a
hablarme de tus problemas con la Vida”.
Llegó a la última imagen que
había arrebatado al negativo. Era la salita de espera. Poca cosa, redundando en
lo increíble. Un crío en pantalón corto jugando con lo que debieron ser unos
naipes, una joven tocándose distraídamente los tirabuzones del cabello que
caían en cascada sobre sus hombros y pechos mientras hablaba con un sonriente
hombre en ademán de cortejarla. Y sentado en banco del fondo, en el rincón, un
caballero de grandes bigotes, orondo, con los ojos cerrados y abierta boca en
durmiente actitud, con un periódico queriendo escapar de sus manos hacia el suelo,
como el canotier que le había precedido segundos antes y que yacía sobre
el gris enlosado como ofrenda a un difunto que no salía de casa sin su
sombrero...
Fue entonces cuando se percató de
la realidad de la escena. El hombre del mostacho era él mismo, con ese
aditamento capilar entre nariz y labios, más obeso y con un atuendo que le
hacía casi irreconocible. Agarró su lupa para examinar los detalles... Sí, era
alguien como él, los rasgos eran los suyos... Se fijó en la portada del diario
buscando la fecha, impelido por una fúnebre intuición. ¡Dios Santo! ¡10 de
octubre de 1929! ¡Se trataba del ejemplar que había tenido en sus manos antes
de desintegrarse!
Desbordado por el pánico dio un
mal paso atrás, tropezó y perdió el equilibrio, quiso asirse a unos cables que
se desprendieron por el desesperado tirón... Con la desgracia de que Alfonso se
golpease la base del cráneo. Falleció en el acto mientras el estudio comenzaba
a arder furiosamente.
El hombre llevaba algunas horas
con malestar. Era un dolor vago, difuso entre el plexo solar y el hombro,
momentáneamente le sacudía con fuerza, pareciendo que le iba a salir el corazón
por la garganta, pero era fugaz y lograba sobreponerse. Además no iba a
permitirse enfermar, tenía que desplazarse a la capital para solucionar un
asunto que le venía preocupando sobre unos negocios y no admitían mayor demora.
Pagó lo acordado al cochero del Citroen B14, al que apenas entendió su
despedida por el ruidoso motor del vehículo, que hacía enmudecer todo lo que le
rodeaba. Entró en la estación de ferrocarril bajo la dulce luz de la tarde, en
ese otoño que aún se complace en vestirse de verano, como coqueta dama madura
que inspira suspiros y requiebros en los jóvenes que seduce con la hechicería
que destila quien lo sabe todo del placer.
Adquirió su billete, le quedaban
unos treinta minutos hasta su llegada, si no se le ocurría retrasarse al
endemoniado tren, suponía como más probable que llegaría a la Estación del
Norte de Madrid bien entrada la noche. Pasó junto a un niño que se hallaba
concentrado y serio en el “solitario”, barajando cartas como un experto tahúr
frente a las desconfiadas miradas de sus invisibles adversarios de juego. Una
pareja de novios, le pareció entrañable esa repetida y antigua ceremonia galante en la
que el hombre cree que conquista a la mujer cuando es la mujer la que realmente
elige y conquista el hombre que le place. Escogió la esquina más apartada para
no molestar a nadie con su molestia, que ahora iba en alarmante in crescendo
como abrupta sinfonía que batiese con rudeza y sin claro compás su corazón.
Tomó asiento y abrió el periódico
del día, con la idea de que leyendo males ajenos se le pasase inadvertida la
conciencia del agudo dolor que le torturaba. Funcionó porque de repente dejó de
sentir padecimiento. Lo último que vio antes de que la luz anegase todo con su
claridad fue su canotier caer al suelo rodando y quedarse ahí, girando sobre sí
mismo, en un Tiempo sin tiempo como un planeta en su danza eterna, como una
galaxia con su espiral multicolor prendida en un paño negro adornado, por
doquier, de quietas y curiosas luciérnagas...
Como la fotografía de un luminoso
océano infinito reflejando el resplandor del firmamento.