En los últimos días de
la Vardulia, en los tiempos en que Castilla comenzaba a ser referida como
Castilla, tierra de frontera, de libertad y de sangre como pocas han existido a
lo largo de las Eras; justo durante aquel siglo IX vestido con delicados
ropajes tejidos de negro olvido y blanco satén, cuando Abderramán II convirtió
a Córdoba en el rico galán que pretendía la perdición de la Esposa de Cristo;
fue que sucedió lo que cantan los viejos trovos que todavía resuenan en los
solitarios recodos donde el viento hace tirabuzones con los ambarinos pétalos
de los alhelíes... Sucedió y aún sucede el prodigio en las claras noches de
llena luna para espanto y maravilla de los extraviados viajeros que osan hollar
la espesura de los montes que acompañan al arroyo de Miranda.
Miranda. Miranda era
una doncella de diecisiete primaveras, hermosa y tocada por la gracia de
encandilar a cuantos tenían la fortuna de conocerla. De dorados cabellos,
parecían los rayos del sol acariciando el claro azul de la mar que tenía en su
mirada. Todos los mozos de las cercanías la buscaban y la envidia hacía presa
en los labios de las mujeres que cantaban...
“De mi alma se llevó el mozo,
en banquete buscaba bocado
mala mujer que ha hechizado,
a aquel que ansiaba mi gozo.”
Y su fama se iba
acrecentando por toda aquella comarca a la par que su belleza, que no se ponía
el sol sin que los suyos se preguntasen quien era esa que se acostaba más
deslumbrante de lo que se había levantado, acaso porque entre tinieblas la luz
es más cegadora.
Una mañana se cruzó con
el señor de Verantraz, dueño de aquellas tierras, montado en su oscuro corcel y
ataviado con todo lo que demostraba, a aquel que lo quisiese ver, su posición
de ilustre y esclarecido vasallo del rey de Asturias. Miranda, que venía de
recoger unas flores del campo, quedó arrebatada por el donaire y gallardía que
lucía el noble con la insolencia de la juventud, seguido de un escudero que
portaba sus armas e impedimenta. Ella se hizo a un lado del camino
respetuosamente, aguardando impaciente que el caballero cruzase sus ojos con
los de ella para que el amor pudiese lanzar sus dardos sobre su corazón. Pero
no. Pasó junto a Miranda sin detenerse, como si no estuviese allí.
Sintió como sus
entrañas se inflamaban de pasión y se juró que habría de verle arrodillado suplicándole su amor, el mismo que buscaban con ahínco los
muchachos que ella despreciaba cizañándoles entre ellos para que tuviesen
reyerta por sus atenciones, lo que le causaba reservado y discreto júbilo.
No había misa ni
festejo señalado en la que Miranda no estuviese presente sin que se prestase a las
más sutiles industrias para alcanzarle, para hablarle, para enseñarle el
esplendor de sus atractivos, que eran numerosos y notables; sin embargo y a
pesar de la reputación del señor, cuyos devaneos en la Corte eran conocidos, él
no mostraba menor atisbo de interés por ella. Como quien lee bajo la luminosidad de la luna sin reparar en el astro que la proyecta. Nada.
Enfurecida por la
indiferencia del noble, se propuso llegar a la morada de una bruja para
adquirir algún filtro, un bebedizo que rindiese al altivo vasallo del rey y le
pusiera a sus pies. Nadie deseaba tratar con la hechicera, que habitaba una
retirada casa en la vieja calzada romana que subía a las escarchadas montañas
del norte. Circulaban extrañas historias acerca de ella y se contaban con voz
queda, temerosa, como si fuese capaz de escuchar en la distancia. Unos decían
que ya estaba allí antes de que llegasen las legiones de Octavio; otros, que
las nieves, los vientos, los calores y las tormentas seguían sus dictados y
caprichos. Miranda, resuelta, se armó de valor y se dirigió a su encuentro. Lo
que fuera por convertirse en dulce vaina de carne para tan briosa espada, y que “su”
caballero amaneciese en sus brazos camino del altar.
Salió casi de
madrugada, cuando la coronilla del sol apenas se anunciaba por los inabarcables,
deshabitados y frondosos bosques del sureste, que llegaban hasta Toledo, donde
se ocultaban esas criaturas que se alimentaban de desventurados buhoneros; y
hacían su hogar bandidos y enigmáticos ermitaños que hablaban con Dios, y con
el demonio también, sobre la Eternidad. Cosas de la Hispania que innumerables
leyendas y rumores protagonizó en las bulliciosas plazas y calles de la que
fue, no tanto ha, inexpugnable capital de un imperio cuyo recuerdo no existía
más que en el devoto interior de los monasterios. Tuvo especial cuidado en no
tropezarse con nadie y su presuroso andar delataba que su corazón quería caminar
más aprisa que ella.
Apareció ante sí, como
por arte de magia, tras sortear unas peñas. Una villa, pequeña, semejante a las
que había visto en ruinas en otros parajes. Golpeó el recio batiente con todo
el vigor que le fue posible reunir. La casa no tenía aspecto de estar
abandonada, incluso había creído percibir el inconfundible aroma de la leña
arrojada al fuego, pues el otoño ya venía galopando sobre su alfombra de
colorida hojarasca y agua fresca. Alguien abrió la puerta.
Era una mujer joven, no
mucho mayor que era. De suaves facciones y ojos brumosos, con un largo pelo
oscuro que le caía en pequeñas y cuidadas trenzas por toda la espalda. No llevaba
tocado. Ignoraba si se trataba de una muchacha de la servidumbre o, simplemente, se
había confundido. Aunque no tenía conocimiento de ninguna otra casa en las
proximidades.
-
No te has equivocado. Me buscas a mí, - le dijo
como si supiese lo que se preguntaba a sí misma mientras le sonreía misteriosamente
– Soy Letezbel y vivo aquí. Pasa a mi humilde residencia.
Miranda contempló un
salón ricamente decorado, con sedas de Oriente y brocados de Bizancio, pero no
era este el motivo de su sorpresa por mucho que fuera la vez primera que veía
tanto lustre.
-
¿Cómo puedes saber...?
-
La brisa de la alborada – le interrumpió – me trae
las pesadillas de la madrugada. Así que tú eres Miranda, la que se ha
encaprichado del muy noble y esforzado señor de Verantraz...
La doncella se ruborizó y bajó la vista sin reparar en el
sarcasmo que asomaba en las últimas palabras de Letezbel. No había confiado a
nadie su secreto, sin duda que su interlocutora era la bruja que buscaba. Esta
la examinó pormenorizadamente mientras asentía a su propio cavilar.
- ¡Voto al Sublevado Ángel, que si no has sido concebida por la Lujuria,
la Lujuria sí que te ha concebido como su blasón! Eres una hembra digna del
rey, aún más, incluso diría que del emir de Córdoba, del propio Papa, o...
Letezbel detuvo su entusiasta relación en seco, mientras un relámpago rasgó la niebla gris que tenía por
color de ojos...
-
¿O? – Preguntó Miranda con renovado valor. – He
venido aquí, parece que ya lo sabes, porque deseo ser la esposa del señor de
Verantraz.
-
Sí, ya lo sé... – Respondió la jorguina. – Y es
una lástima.
-
¿Por qué dices eso? No hay nada que ansíe más
que compartir lecho y mesa con él.
-
Lo digo porque podrías aspirar a servir a señor
más dadivoso en sus mercedes con los que le son leales... Alguien que te cubriría
de todo aquello cuanto puedes imaginar y desear a cambio de bien poco.
-
¡Todo cuanto puedo imaginar y desear es que él
sea mío...! – Replicó encolerizada. - Y de nadie más. Si puedes ayudarme seguiremos
hablando, y si no, marcharé por donde he venido.
La joven bruja escrutó
el grado de decisión de la doncella, clavando sus ojos en los suyos, como espesa
boira que se desliza sobre la mar.
- ¿Tanto le amas? – Inquirió Letezbel. – Veo demasiado
galardón para tan poco propósito.
-
Le amo con todas mis fuerzas, daría mi alma
para que mi cuerpo sea predio donde germine su simiente.
-
Ya. Despecho, amor. Tanto me da. – Concluyó displicentemente
mientras se levantaba para salir de la sala. – Muy bien. Espera aquí.
-
Entonces, - la impaciencia se apoderaba de su ánimo
- ¿me ayudarás o no?
-
Si te vas no te ayudaré. – Sentenció. – He dicho
que aguardes.
El tiempo tiene la
censurable costumbre de frenar su marcial paso cuando se espera algo o se desespera por un sufrimiento. Más despacio cuanto mayor es nuestro anhelo de que llegue el fin, el objeto o el
sujeto, de nuestro deseo. Miranda no quería que los suyos la echasen en falta y
se preocupasen, más que nada para no tener que contestar a preguntas
embarazosas. En esas reflexiones andaba cuando se asustó: Letezbel estaba justo
detrás de ella y no había sentido que volviese a la estancia.
-
No te he oído... ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
-
En realidad... Creo que siempre he estado aquí.
Como siempre estaré.
-
No comprendo lo que afirmas...
-
No hablo para que me comprendas. Sólo si me
conviene. – Abrió la palma de su mano y le enseñó una diminuta redoma que
contenía un líquido de color miel. – Escucha con atención: Esta noche busca un
cauce de agua... Río, arroyo, manantial, da igual, encuentralo... Cuando la luna
llena de hoy esté en lo más alto del firmamento, ábrela y bebe hasta la última
gota de esta pócima. Después, mete en esta vasija – le entregó un pequeño cuenco
de barro cocido – el agua del río que tenga el reflejo de la luna llena.
-
¿Y después?
- ¡Oh!, no te preocupes, sólo tendrás que esperar
un poco. Y no se te ocurra rezar ni un solo Padrenuestro, ¿oíste? Ni uno solo
desde este momento.
-
Sí, así lo haré... Esperar... ¿A qué tengo que
esperar?
- Al Prodigio... – Afirmó remarcando cada sonido
de la palabra. – Algo que superará todas tus esperanzas.
- Bien. – Miranda sintió como la satisfacción
anidaba en su pecho. - ¿Cuánto he de pagarte?
- Me pagarás, descuida, - comenzó a reír a carcajadas - ahora vete con presteza y
recuerda todo lo que te he indicado.
Miranda recorrió sus
pasos en sentido inverso. No se percató de que el silencio sepulcral marcaba el
compás de su airoso andar, quizás por el agitado palpitar que pretendía
despuntar, como sol en el horizonte, por
el valle que formaban sus soberbios pechos para pregonar que conseguiría al
hombre de sus sueños.
Sueños. Delgada es la línea
que marca la frontera entre la angustia y el regocijo, y el despertar no trae alguacil
que ponga orden. Miranda albergaba un punto de desasosiego, su femenina intuición
le aconsejaba que olvidase todo aquello, que sería víctima de un terrible
engaño, pero las tenaces llamas del deseo habían prendido en su alma e
incendiaban cada átomo de su ser, consumiéndola en el personal infierno que
padecen los enamorados.
El sol se recostó por
el occidente y la noche, serena y quieta, era anunciada por su fiel heraldo, el
Lucero de la Tarde, que no desperdiciaba la ocasión de expresar sus anhelos de
ser como la refulgente estrella que se había escondido bajo las olas del impenetrable
océano, como el ángel que desafió al Señor. Ya las tinieblas se habían
enseñoreado del mundo; dejando la casa recogida y en silencio, fue en busca de
un arroyo que cerca había, de límpidas y cantarinas aguas, que parecían
llamarla por su nombre.
El plateado satélite
bañaba todo con su equívoca luz, brillando más la oscuridad que la delirante
lumbre que destellaba cada objeto que se hallaba expuesto a su caprichoso toque.
Era el instante. Extrajo el tapón de la redoma y se bebió de un trago el líquido
contenido. Sabía un poco amargo y ácido, pero no había retorno. Acto seguido,
localiza el reflejo de la luna sobre el agua y recoge agua de ese preciso punto.
El tiempo. Ciertamente que es ese familiar desconocido que
siempre está junto a nosotros pero del que apenas sabemos nada, como un
embaucador profesional que te va sacando
los cuartos, o los días, hasta que te deja sin
ninguno. Dicen que se puede observar las noches de plenilunio, cerca del río
Carrión, en el instante en que la luna impera sobre los cielos sin mayor luz que
le haga sombra. Una hermosísima joven está recogiendo su reflejo del agua, estática, quizás extática también,
aguardando el Postrero de los Días porque...
Ni a Dios ni al diablo quiso escuchar,
sortilegio, por amor, urdió sin dudar.
Un segundo que último ha de pasar
que el Señor, la primera va a Juzgar...
Encartada está, que está encantada,
con la luna llega y la luna se la lleva,
no hay doncella que fuera más bella,
orgullosa Miranda de marina mirada.
FIN