Monasterio de Yuste, septiembre de 1558
No es un anciano pero la
enfermedad, y la cercanía de la muerte, le han avejentado notablemente. Sabe
que son las últimas horas, en muchos casos ese postrer momento trae consigo una
lucidez que, acaso, no se ha tenido en vida. Los dolores que le afligen son el
mayor tormento, acarreándole la misma desesperación que él llevó a los que
tanto quiso, cuyo amor tan poco demostró por razones de Estado y de Linaje.
Llegado al umbral de la Eternidad, repara en que todo eso no tendrá importancia
para el Juicio al que habrá de someter su alma por sus actos y omisiones.
El emperador
respira con dificultad mientras escucha misa desde su lecho, que puede oir a
través de una puerta abierta. Se agarra con fuerza al crucifijo de su amada
esposa Isabel, el mismo que ella tuvo entre sus manos en tal difícil trance, y
acierta a rezar en el español que al principio detestó tanto...
“Para ser bien entendido se
debe hablar en italiano con la amiga, francés con el
compañón, alemán con los soldados, inglés con la cabalgadura, húngaro con los
judíos, bohemio (1) con el diablo y en español con Dios.” Recordó la frase que le sorprendió a él mismo
y que fue saludada con un silencio sepulcral por sus cortesanos en Flandes. Ya
no era el hombrecito caprichoso que desembarcó en Tazones para tomar posesión
de sus dominios peninsulares y de las Indias Españolas y que se disgustó porque no fuera villa
principal conforme a su rango a pesar de las buenas objeciones del almirante de
su Flota, que prefirió prudentemente esa pequeña bahía a la ría de Villaviciosa
debido al mal tiempo que acostumbra a sacudir el Mar Cantábrico. El mundo había
cambiado, todo había cambiado, e iba a morir en una nueva era donde los
príncipes no tenían gallardía suficiente para morir (2) por lo que defendían en
el campo del Honor, como se debe esperar de su dignidad. “A vida regalada,
muerte honrada” (3), decían en la vieja Castilla que todo le había dado a cambio
de sus desdenes e ingratitud.
Le vino a la
memoria la imagen del valeroso y joven Luís II de Hungría, al que no auxilió
contra los turcos, lo que supuso que cayese con sus tropas en la batalla de
Mohács. Le aconsejaron que no fuera en su ayuda...
“Vuestra
majestad debería abstenerse de socorrerle para que Solimán no se vea
comprometido contra el Imperio...”
Entonces fue
cuando descubrió que ante males tan grandes, no debe haber sitio para cálculos
políticos o dinásticos. Ahora el turco era mucho más poderoso, amenazaba todo
el vientre de la Cristiandad, desde Gibraltar hasta Viena, y sus
corsarios asolaban el Mediterráneo.
Se le había
hecho tarde, muy tarde. El reino de Castilla, en su Extremadura, le había
acogido dulcemente para morir. Confiaba en que la tierra le fuera más leve que
el barro de Flandes o la escarcha alemana.
- ¿Quién
sois? – Preguntó asustado a un pálido joven que estaba junto a su cama. - ¿Cómo
habéis entrado a mi cámara?
- Soy el
príncipe Juan de Castilla (4). Nunca nos conocimos (5). Vuestra tía Margarita
era mi esposa.
- ¡Válgame
Dios! – Exclamó el emperador – ¡El demonio me envía ya a sus emisarios!
- No digáis necedades, señor. – Respondió
imperturbable. - Aquel que Todo Lo Puede me ha permitido venir a veros. Si yo
no hubiera muerto, vuestra majestad no tendría tantos cargos sobre su conciencia,
- sentenció irónicamente – pero las cosas son como son y no tiene fundamento
pensar como pudieron ser. Sin embargo, cuenta cada acto. Incluso si nada se
hace. Hasta el más insignificante de ellos, porque vienen preñados de
consecuencias de las que nacerán gigantes con el paso de las edades.
- Yo sólo he
pretendido ser un buen cristiano... – Las espantadas palabras de Carlos
delataban sus remordimientos. – Y defender a la Santa Iglesia de sus enemigos.
He oído hablar de vuestra merced, si es que sois quien decís.
- Soy
vuestro tío enhoramala, si mi madre, la reina Isabel, hubiese anticipado que
vuestra estirpe de sanguijuelas iban a sangrar los nuestros reinos, su señor
padre nunca hubiese salido de Borgoña. Ni Castilla, ni Aragón, se merecían un
rey que únicamente se acordaba de sus reinos para llevarse los dineros de sus
gentes... – El emperador hizo ademán de hablar. - ¡Callad! Callad y oíd que ya
se os escuchado demasiado. Hace tres años que mi hermana Juana, vuestra señora
madre, rindió su vida a Dios. Acordaos de ella, sí. Si es que podéis pues no
frecuentabais su compañía. Murió extrañando a un marido infiel y a un hijo
ingrato, a la par que usurpador... ¿Cuál fue su crimen para tenerla encerrada?
- Ella, que
Dios la tenga en su Gloria, no estaba en sus cabales...
- Vuestra
majestad – replicó con sarcasmo nuevamente – sabe que no es así. Tan presente
tenía que era vuestra madre que eludió cortésmente prender fuego al motín de
Bravo, Padilla y Maldonado. Hizo lo que una reina de Castilla, y aún de España,
nunca debiera haber hecho: Olvidarse del bienestar de sus vasallos y de la
lealtad que les debía por ser su señora para no perjudicar con ello a un hijo
sediento de Poder. Si no estaba en su sano juicio, podríais haber convocado
Cortes para apartarla, mas no lo hicisteis... ¡Y no lo hicisteis porque sabíais
que os hubierais encontrado con otra revuelta! Así que reinasteis junto a ella,
pero sin ella... ¿Es lo que os sugirió ese hatajo de flamencos que os rodeaba?
- No, no, -
respondió agobiado por la fiebre y por la culpa – todo fue muy complicado,
ella... A veces estaba bien, luego, de repente, decía que mi señor padre estaba
a punto de regresar y que se enojaría si no la veía bien aderezada, ¡y llevaba
años muerto! Tampoco podíamos permitir que a causa de nuestra debilidad,
Francisco de Francia sopesase atravesar los Pirineos hacia Navarra, Zaragoza o
el corazón de Castilla, ¡Dios sabe que no tuvimos otra alternativa!
Juan de
Castilla se acercó al rostro del moribundo. Este, aterrado, le mantuvo la
mirada...
- No manche
vuestra merced a Dios con todo esto, que en esta cochiquera lo que sobran son
porquerizos... – Le dijo en un susurro. – En la sangre Plantagenet que tenemos
vino la legitimidad y la locura... ¿Por qué creéis que Enrique de Inglaterra
quiso desposarse con vuestra viuda tía (6)? ¿Por qué la reina María (7) se ha
retratado con una rosa roja (8) en la pintura que os vigila desde la pared (9)?
Vuestra merced y vuestro linaje ha llegado a ser lo que es gracias a la España
que nos devolvieron mis augustos padres, engrandecida por el sacrificio
constante de generaciones de gentes que no renunciaron a Cristo logrando batir
a las huestes del moro. Ahora aquestos buenos hidalgos han desbordado las
cuatro esquinas de las Españas, siendo los aragoneses dueños de Italia y castellanos
los señores que fecundarán las Indias (10), como tierra de Evangelización. Buen
reparto se ha asignado la Casa de vuestra merced: Oro y gloria para los de
Borgoña (11), muerte y orines para los españoles (12). No sois un ingenuo, como
tampoco un mozo imberbe, así que al menos tened el valor de reconocer que
sabéis muy bien que lo que no se tiene, se busca...
La fiebre le
hizo perder el conocimiento cuando sentía el acero candente de la mirada del
príncipe Juan clavándosele en lo más profundo del alma.
El delirio
es un alterado estado de la conciencia, en el que la realidad queda difuminada
y la ¿fantasía?, cobra ropaje de veracidad como enloquecido carnaval del
entendimiento. En una inmensa sala, caótica y extraña, Carlos ve desfilar a
religiosos y seglares en disparatada y amenazante procesión, sin orden ni
concierto. Grotescos personajes mitrados bailando una melodía recurrente y
obsesiva mientras monstruosos rostros con capirote y loba negra se sumen en un
llanto tan falso como su luto. De algunos puede oír retazos sueltos en alemán, en
inglés, en francés... Pero no comprende lo que parlotean muchos otros,
ataviados ridículamente con remedos de hábitos y casullas. A ellos se dirige
Carlos de Gante, empeñándose en ser comprendido en español, gritando una y otra
vez que...
“Habladme en
mi idioma español, que no contestaré a herejías y a demonios en otra lengua” (13).
Súbitamente,
el barullo cesa. La multitud, que antes danzaba y se movía desenfrenadamente,
se aparta para dejar paso a un hombre grueso, vestido de negro, de serena y
desafiante mirada que se acerca al emperador hasta detenerse frente a él. A
Carlos le resulta familiar, pero la fatiga y la calentura no le deja recordar
quien es...
- Vuestra
majestad puede ver que en este trance poco importan cunas, dignidades y méritos
mundanos... Supongo que, después de todo, aún debo de agradeceros que hicierais
respetar mi tumba (14)...
Le
identificó por la voz. Esa soberbia revestida de humildad, ese tono de
conciliar voluntades cuando, en realidad, se las está empozoñando...
- Maldito
seáis, Lutero... ¡Mi espada, traedme mi espada! – Exclamó malgastando sus
últimos bríos – Maldito seáis por siempre. De este carnaval de diablos no podía
salir otro. Seguro que os dan buena compaña el heresiarca de Enrique (15) y el bellaco
felón de Francisco (16). – Empezó a reírse histéricamente. – “Dios los cría y
Satanás los junta” (17)... Debí mataros cuando tuve ocasión...
- Si os
consuela os diré que acabar con la chispa no apagará el fuego si este ha
cobrado fuerza. Es lo mismo que matar a los padres si los hijos son adultos ya.
Si la ramera no se hubiera prostituido, no habría tenido bastardos, y no puede
lamentarse de que haya habido quien la señale para censurarle su oficio de
meretriz.
- Uno se
debe avergonzar de los hombres que hacen el Mal, pues están hechos de carne y
necesidades, pero la Unidad de la Cristiandad era un Bien que vuestra merced ha
quebrantado irreparablemente con la herejía y la intransigencia. Si el turco se
hace más poderoso, no habrá fuerza en la Cristiandad capaz de oponérsele y hasta
la Francia y Roma se verán llenas de mezquitas, como pasó en la gran
Constantinopla. ¿Qué se ha ganado dando pretexto a los odiosos príncipes
tudescos? Ahora pueden sojuzgar a sus súbditos sin que estos puedan acudir a su
emperador o al Santo Padre en solicitud de justicia y arbitrio, y vuestra merced,
que tantas preocupaciones le causaban los menesterosos, aceptó de buen grado las
matanzas de campesinos a manos de sus señores. Sólo pedían un poco de lo que les
sobraba a sus príncipes cuando la hambruna se anunciaba en cosechas perdidas.
¿Quién se ha prostituido más? ¿La puta o el fariseo que se ha vendido a esos electores
por un poco de protección y fama?
- Nunca
quise arriesgar el bienestar de los cristianos, mi misión consistía en que sus
almas no se vieran arrastradas por los crímenes de Roma, una Roma que vuestras
tropas saquearon (18), por cierto. – Afirmó sosegadamente. – Aunque de esto ya
tratamos sobradamente, como vuestra majestad sabe.
- Lo único
cierto es que todos los nacidos de madre nacemos en el pecado, vivimos en el
pecado y morimos con el pecado a cuestas porque el pecado forma parte de
nuestro ser. Mas también sé que tenemos conocimiento e iluminación suficiente
para sobreponernos a la tentación, a pesar de que el barro del que estamos
hechos es débil y maleable. Si el Papa de Roma es lujurioso, entregado a los
peores vicios y servidor del Maligno, el Espíritu Santo sabrá a qué obedecen
sus designios para dejarle gobernar la Iglesia. Lo que tengo por seguro -
añadió sintiendo que le flaqueaba la voz debido al esfuerzo de hablar - es que
tampoco escapará de rendir cuentas de sus actos ante Nuestro Señor; y que Él,
en su omnipotencia, no permitirá que el Mal triunfe... Al cabo de todo, somos
responsables de nuestras acciones y no es valido culpar a terceros... Por mucho
que haya algunos, como vuestra merced, empeñados en sembrar la cizaña en la
Esposa (19) de Cristo... – Cada vez le costaba más trabajo llevar aire a sus
pulmones y se percató de que estaba solo. – Esposa... Mi querida esposa...
Isabel (20)... ¿Por qué no me traen a mi Isabel?... ¡Isabel!
- La señora
emperatriz falleció ha muchos años, señor... – Señaló entrecortadamente un
miembro del servicio que se aprestó a atenderle. – Malamente podríamos hacerla
llamar, más que en nuestras plegarias para que interceda por vuestra majestad y
por todos sus vasallos.
Abrió los
ojos, apenas podía distinguir nada. Sí que podía escuchar el murmullo de las
letanías de los hermanos Jerónimos... Nadie sabe confortarle, y el intenso
calor de septiembre no ayuda a combatir la fiebre que galopa por su frente.
- ¿Quién
sois? ¿Otro heraldo del demonio?
- ¡Líbreme
Dios! No por ventura, vuestra majestad me excuse, - replicó el criado - Lope
soy para serviros.
- Poco
puedes – manifestó con tristeza - si no
tengo a mi Isabel.
- Dejadle
tranquilo, mi señor... – Terció una voz femenina, suave y dulce - ¿Acaso no
veis que tiene más miedo que vuestra merced? – Era Isabel – Me habéis llamado y
aquí estoy...
El enfermo
no podía verla, pero percibió la calidez de su mano cogiendo la suya y la
melodía de sus palabras.
- Os he
extrañado muchísimo, mi señora...
- Habéis
tenido otro hijo (21), os ha cundido... - Rió calmadamente. – Sosegaos, no he
venido a pediros cuentas pues erais libres de conocer mujer.
- Siempre os
he amado, Isabel. Vuestra ausencia es un hierro candente que nunca se apaga,
clavado en lo más hondo de mis entrañas...
¿Por qué os fuisteis?
- Porque fue
llegada mi Hora. – Contestó con serenidad y naturalidad – Como a vuestra merced
en este momento... Yo también os he amado, bien lo sabéis, parí a todos vuestros
hijos hasta que dar aliento al último me arrebató la mía propia y ninguno de
los dos pudimos sobrevivir... Así es la vida... ¿Recordáis aquellos días nuestros en la
Alhambra?
- Claro que
sí. – Se emocionó – Nunca podría olvidarlos. Creo que nunca he sido más feliz
que entonces...
- Distéis
orden de plantar claveles rojos para mí. Sólo porque me enseñasteis uno que os
habían traído y os confesé que me complacía. Erais tan fogoso y apasionado como
corcel de justa... – Volvió a reír delicadamente. - Os traigo uno de ellos, va conmigo, alguien me lo regaló piadosamente. Está seco pero esplendoroso en mi corazón.
Ahora quiero que lo tengáis: Dentro de poco me lo retornaréis...
Cerró la
palma de su mano izquierda: Sintió los secos pétalos de una flor. Se acercó el
puño a la nariz... Sí. Todavía conservaba la fragancia del clavel mezclada con
el sensual aroma de la piel de Isabel. Notó que el corazón se le subía a la boca, como
si quisiera escapar de un sepulcro de carne para seguir vivo.
- Llamad a
Jeromín (22), al rey don Felipe, mi hijo, ¡traedlos a mi presencia!
- Don Juan
está aquí, a vuestro lado, señor, y su majestad el rey se halla fuera de España...
- ¡No veo!
¿Quién sois?
- Soy fray
Bartolomé de Carranza, señor, acabo de llegar de Valladolid desde Flandes,
enviado por su augusto hijo...
- ¡Jeromín,
hijo!... ¡Que se acerque Jeromín!
- Aquí
estoy, señor padre...
El emperador
tantea con los dedos de su mano derecha el rostro de su hijo de once años. Los
dos se abrazan mientras sus ojos se ven arrasados por las lágrimas...
- Sed
siempre leal a vuestro hermano el rey. Tened siempre a España en vuestros
pensamientos y oraciones y quedaos con todo mi cariño, con todas mis bendiciones.
Excusadme por no haber sido mejor padre para vuestra merced, hijo mío...
- ¡Padre! –
Gritó el niño mientras agarraba con fuerza el brazo de su progenitor. - ¡No muráis
por Dios Bendito!
- Fray
Bartolomé, - se dirigió al religioso – soy conocedor de que casi todo lo he
hecho mal y que mil confesiones con sus penitencias (23) no serán suficientes
para que san Pedro me conceda franquear las puertas del Reino de los Cielos...
- Señor, -
replicó el fraile – habéis de saber que solamente la Fe salva (24). Contestad
desde el fondo de vuestra alma si creéis en Cristo Jesús por encima de todas
las cosas...
El emperador
ya casi no podía articular palabra...
- Señor,
basta con que únicamente pronunciéis el Bendito Nombre de Nuestro Salvador,
alabado sea por siempre...
Carlos de
Gante hizo acopio de sus últimas energías...
- ¡Cristo Jesús!
Expiró al
punto.
Epílogo
Capilla Real de Granada, mayo de 1539
El príncipe
de Asturias, apenas un adolescente que cumplía años por aquellos días, manda abrir un féretro con gran solemnidad. Los
monteros de cámara (25) de la fúnebre comitiva se apresta a la labor. Cuando lo
logran, apartando la tapa por completo, han de retirarse por el nauseabundo
olor que escapa del ataúd. El camino ha sido largo y la calorina del sur de
Castilla ha trabajado a conciencia.
Todos los
dignatarios de la Corte, comisionados por el viudo emperador, retroceden cuanto
pueden ante la vista del cadáver, ya en avanzado estado de descomposición,
procurando llevarse algún pañuelo a la nariz y a la boca para mitigar la pestilencia
que emana de la difunta sin perder la compostura y que no pueden ocultar ni los incensarios, ni el sahumerio, y mucho menos las incontables guirnaldas que dan ornato a la estancia. Acaso porque reconocen en lo
más íntimo de su espíritu que eso, y no otra cosa, es lo que nos aguarda a
todos los vivos.
Sin embargo,
hay dos caballeros que se mantienen impertérritos. Uno es el Príncipe Felipe.
El otro es un gentilhombre llamado Francisco de Borja. El heredero de la Corona
mira los restos mortales de su madre. Impasible, sin atender las lágrimas que
pugnan por aflorar a sus ojos, vuelve la vista al caballero.
- ¿Aseguráis y juráis por
vuestro honor que este es el cuerpo de mi señora madre, la emperatriz doña
Isabel de Avís, de felice memoria?
- Mi
señor... – Titubea, impresionado por la podredumbre en que se había convertido
la dama a la que tanto ha admirado por su belleza. – Yo... – No puede apartar
los ojos de ella, intentando buscar algún vestigio de la gloria de la carne que
ha sido su señora. – Sí, - afirmó sobreponiéndose - He traído el cuerpo de la señora en rigurosa custodia desde Toledo a Granada, tal y como se nos mandó por el emperador, nuestro señor que Dios guarde, pero jurar que es ella, cuya belleza y encanto tanto nos admiraba, es un atrevimiento que escapa al entendimiento, una crueldad sumada a la terrible pérdida. Mas vuestra alteza me lo demanda y, sí, os juro por mi honor que es ella misma.
"Queda dicho pues", concluyó lacónicamente Felipe de Austria, que ordena salir a los congregados para volver a condenar la caja que contiene el cadáver de su madre. Francisco le pide al joven príncipe que le conceda la gracia de dejarle a solas unos instantes con la fallecida señora. El adolescente duda por lo insólito de la petición, pero accede dado el aprecio que le guarda su insigne padre, y el afecto y la consideración que le tuvo su madre en vida. No tiene que insistir para encontrarse en completa soledad frente a la dama muerta.
Mira a su alrededor, como buscando algo en lo que sus recuerdos han reparado súbitamente. Detiene su vista en una de las flores que adornan la Capilla. Avanza hacia hacia ella y la coge, cortándola con su daga... Retorna al costado de la emperatriz. Venciendo todo reparo le coge las yertas manos y deposita entre ellas un rojo clavel, grande y hermoso como lo fue, en vida, la obsequiada; al tiempo que recita, con voz alta y clara, unos versos...
Nunca más, jamás, servir
a señor que pueda morir.
No acatar más otra ley
que La de Cristo Rey.
NOTAS:
(1) Checo.
(2) A muy
honrosa excepción de Sebastián de Portugal, caído en la batalla de Alcazarquivir
(1578), Maximiliano de Habsburgo, y los zares Nicolás y Miguel de Rusia. estos tres últimos asesinados cobardemente.
(3) Refrán
medieval castellano. Los que llevan vida “regalada” por su alcurnia, deben de
batirse y morir, si es necesario, por defender a sus vasallos.
(4) Hijo de
Isabel “la Católica”. De haber sobrevivido, hubiera sido el primer rey de
España, y español, desde la época visigoda.
(5) Falleció
en 1497, con 19 años. Carlos I nació en 1500.
(6) Catalina
de Aragón, bisnieta de Catalina de Lancaster (no fue casual que tuviesen el
mismo nombre), hija de los Reyes Católicos y hermana menor del infortunado
príncipe Juan, se casó sucesivamente con el príncipe de Gales, Arturo Tudor; y
al morir este, con su hermano Enrique (luego infausto Enrique VIII), para
avalar una legitimidad dinástica que no existía desde Enrique VI de Inglaterra
(1421-1471) y que nunca volvió a existir.
(7) María I
de Inglaterra fue monarca desde 1553 a 1558. Felipe II fue rey consorte de
aquel país desde 1554 a 1558.
(8) Ver retrato de sir
Anthony More, es elocuente por sí mismo...
(9) Dicho
cuadro estaba colgado en una de las paredes de la alcoba del emperador, en su
retiro de Yuste.
(10) A mediados del
siglo XVI aún predominaba la denominación de “Indias”, más popular que la muy
académica, entonces, de “América”.
(11) Se
llamaba así, peyorativamente, a todos los que vinieron con Felipe I “el
hermoso”, y a él mismo.
(12) “Sirviendo
al emperador, (nada más que) muerte, orín y honor”. Era un dicho,
presuntamente recogido por un jovencísimo Cervantes (nació en 1547), que
resumía la pobreza, la miseria y el abandono que padecían los veteranos de los
Tercios al retornar a sus casas.
(13) Está
comprobado que Carlos I pasó de despreciar el castellano a hablarlo en toda
ocasión, como sucedió en 1536 ante el embajador francés y el Papa Pablo III, en
el que afirmó rotundamente “Señor obispo, (el embajador francés era obispo de Maçon) entiéndame
si quiera vuestra merced y no espere de mí otras palabras que las de mi lengua
española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida por toda la
gente cristiana.”
(14) Cuenta
una leyenda de, después de la batalla de Mühlberg, el victorioso emperador
entró en la ciudad de Wittenberg con sus tropas, mientras que el sedicioso y hereje
príncipe elector tenía que capitular deshonrosamente. Algunos capitanes de las
fuerzas imperiales, para ganar el favor de Carlos V (en estas lides era más
“quinto” que “primero”) abrieron la sepultura de Lutero, que estaba enterrado
en la iglesia del castillo. Cuando el emperador llegó al lugar le sugirieron,
como muestra de fervor católico, que diese orden de quemar los restos mortales
del heresiarca. Carlos negó con la cabeza, dio media vuelta, y saliendo de la
iglesia, dijo en español: “Ya está ante el Juez. Nos castigamos a los vivos,
que castigar a los difuntos es (asunto) del Todopoderoso.”
(15) Enrique VIII de Inglaterra.
(16) Francisco I de Francia.
(17) El
refrán “Dios los cría y ellos se juntan” era, originariamente, “Dios cría y el
diablo junta”, que a su vez procede de otra frase más antigua en latín.
(18) Saco de Roma (1527). Según
parece, Carlos I nunca dio la orden de entrar en Roma. Las tropas del emperador
eran lansquenetes alemanes, en su mayoría, por lo que los historiadores
han encontrado cierta “saña” luterana en los excesos de aquellos días. Por el
contrario, los soldados españoles se mantuvieron más comedidos y disciplinados,
lo que pudo influir decisivamente en la paulatina “españolización” del césar
Carlos. Aunque el motivo del conflicto
se debió al descarado apoyo que el Papa Clemente VII daba a los franceses
frente a España y al Sacro Imperio, Lutero se atrevió a decir sarcásticamente:
“Cristo reina de tal
modo que el emperador persigue a Lutero por el Papa, pero se ve obligado a
humillar al Papa por Lutero.”
(19) San Pablo se refiere a la Iglesia como la “Esposa
de Cristo” (Epístola a los efesios). Desde entonces se usa esta alegoría para
ensalzar, y criticar, el papel de la Iglesia como “pueblo de Dios”.
(20) Isabel de Avís, Isabel de Portugal, madre de
Felipe II, esposa de Carlos I. Murió de parto en 1539. El emperador nunca
superó su pérdida.
(21) Juan de Austria (nacido en 1547), hijo natural del
emperador y de Bárbara Bloomberg.
(22) Jeromín era el apelativo familiar con el
que el emperador se refería a su hijo Juan de Austria. Estuvo junto a él en los
últimos meses de existencia y en el momento de su fallecimiento.
(23) Su desengaño y sentimiento de culpa le llevó a
ordenar que su enterramiento “estuviese, de la cintura a los pechos, debajo del
Altar Mayor, para que cuando el sacerdote oficiase la Eucaristía con la Sagrada
Forma, sus pies pisasen su sepultura”. Así se cumplió hasta su traslado a la Cripta
Real del Monasterio de El Escorial, donde descansa... Si le dejan, que en
España parece que estorbar a los difuntos en su última morada es una reiterada afición.
(24) Este episodio, casi literal palabra por palabra,
fue esgrimido por el inquisidor Fernando Valdés para que el Santo Padre le
juzgase (el Santo Oficio no podía por su condición y dignidad) y le condenase en el largo
proceso que se abrió contra él por “haber mostrado abierta amistad a luteranos”.
A grandes rasgos, se consideraba que la Salvación por la Fe, al margen de la
confesión y la penitencia, era uno de los postulados de la herejía luterana.
Tras más de 17 años de declaraciones, diligencias e investigaciones, se eximió
a fray Bartolomé de los cargos que pesaban contra él. Murió escasos días después.
(25) Una unidad especializada de la guardia que protegía
a los reyes de Castilla.