En algún futuro
cercano...
Es cosa sabida que las
personas buscan una vía de escape cuando la realidad es monótona y
soporífera. Mucho más si esta se torna en una amenaza permanente y
cierta. No es casual que algunas de las mejores obras del Arte que el
Ingenio humano ha regalado a sus semejantes hayan sido concebidas
bajo circunstancias excepcionales, por las grandes carencias o por el
riesgo que corrían las vidas de sus autores. Paradójicamente, del
mismo modo sucede con la rutina, cuyo rodillo iguala los días de los
que sufren su voracidad. El aburrimiento, como humo, inunda el
espíritu, y este, que se siente flaquear, procura darse a la fuga
por cualquier resquicio. Lo malo es que, muy a menudo, lo que
comúnmente denominamos “realidad” no es una superficie uniforme
ni los días son compartimentos estancos. La metamorfosis constante
del “será” en “es” para ser después ”fue” es
constantemente (el lector disculpará mi tendencia a jugar con
las palabras) puesta a prueba por una Física que no tiene claro que
tres más tres sean igual a seis, mucho más en esa difusa e
inaprensible cuarta dimensión que llamamos “Tiempo” y que tantos
dolores trae, incluso la muerte cuando Dios dispone, y de la que
tantos espabilados hacen negocios a cuenta del antinatural afán de
esta época por mudar en adolescentes a señoras y señores que no
cumplirán los sesenta. Pero dicen que esa es la característica
principal de estos Días: No estar conforme con nada, ya lo decían,
hace dos mil años, los exégetas veterotestamentarios y los
cabalistas judíos. Así lo advirtieron también los devotos sabios y
santos que emplearon su vida en alumbrar el Apocalipsis. ¿Qué eso
fue hace mucho tiempo? No se fíen: Ya les avisé de que el tiempo es
una constante constantemente tenue...
Realmente era lo más
colorido de su gris existencia, aunque se tratasen de fotografías
ahumadas por el caminar de los años y de retratos de damas y
caballeros, ora adustos, ora divertidos, tintados en sepia, como
reflejo de los interminables y enrojecidos crepúsculos de aquellas
jornadas, en las que se sabía vivir porque se sabía que la propia
Vida era un lienzo que se podía rasgar en cualquier momento. No era
extraño que se le pasasen horas y horas examinando alguno de esos
daguerrotipos en los que las figuras humanas tenían ese aire
espectral, una belleza y una elegancia que ya estaba al margen de esa
despiadada cuarta dimensión que nos manda del seno materno a la
tumba en menos de lo que Dios parpadea. A veces la madrugada le había
sorprendido traviesa por la ventana mientras él colgaba de la
tristeza en que se sumía por lo inalcanzable del instante que había
quedado atrapado, prisionero, entre cuatro esquinas de un papel
revelado, o entre las cuatro esquinas de la pantalla de su ordenador,
puesto que ya se había convertido en un coleccionista de momentos
decimonónicos, coleccionista de un pasado eterno que no transcurría.
Y la luna miraba sin pestañear por encima de su hombro, atentamente,
cómo eran aquellos que un día le guiñaron el ojo simplemente
porque estaban, y se sabían, vivos, acaso más que los que padecemos
este embrutecido siglo XXI.
No supo el porqué.
Primero veía los daguerrotipos por encima, con fruición, como se
bebe la arena de un espejismo el sediento y solitario explorador que
se ha extraviado en el desierto. Y luego volvía sobre ellos con
mayor detenimiento. Fue entonces, en algún lugar de la noche, cuando
estamos solos frente a la inmensidad del Universo y no hay sol que
nos espante las tinieblas. Dormía. Sí, dormía, no estaba muerta,
que además se presentaban decentemente amortajadas en los
truculentos, tremendos, terribles, pero comprensibles retratos de
difuntos. Era el modo que se tenía de recordar a la persona que se había ido cuando guardar una imagen de los seres queridos, manejable y con más apariencia de veracidad que la mejor de las pinturas, era algo extraordinario. Además de testimoniar que “hemos estado
aquí, nadie se acordará de nosotros y de nuestros problemas dentro
de cien años, pero juramos que hemos estado aquí, juramos que hemos
vivido y que no ha sido en vano”. Pero esta dama, no. Es más, la
percibió rebosante de juventud, de lozanía, de vida creadora de
Vida. Desnuda, de espaldas, majestuosa e insubordinada al rígido
canon de belleza actual que condena a las mujeres a unas medidas
disparatadas, insanas y aberrantes, lo mismo que la ficción de unos
fingidos derechos que las encadenan en vez de liberarlas, tal
como rezan las soflamas políticamente correctas. Ella era una
belleza intemporal, una sencilla y magnífica hija de Eva, que posaba
como Dios la trajo a este miserable mundo, con naturalidad, sin más
aditamento que unos discretos pendientes y un cabello recogido bajo los gustos del Romanticismo Tardío. Dormía, sí, dormía plácidamente y redujo la
intensidad de la luz de su escritorio para no importunarla al tiempo
que la contemplaba con admiración, escrutando la serena imagen hasta el
punto de percibir el vaivén propio de su respiración contra el
oscuro fondo, lo que era todo un símbolo...
Recorrió la Red en busca
de alguna referencia, en francés, en inglés, en español, en el
idioma que fuese, compulsivamente, apremiantemente, obsesivamente,
desesperadamente... Tan sólo, dolorosamente tan sólo, pudo
averiguar que el nombre de la modelo era Amélie, que el retrato
estaba fechado en 1850 y que el fotógrafo se llamaba Felix Jacques
Antoine Moulin, todo ello repetido en la infinitud infinitesimal de
lo intangible que es Internet. Se lamentó, lloró amargamente,
maldijo su Destino por nacer demasiado tarde. Por albergar la loca
pretensión de acariciar esa piel que ya no estaba más que en los
insensibles y brillantes píxeles que proyectaban su imagen hasta el
fondo de su alma para abrazarla tiernamente. A sus espaldas tenía un
infranqueable abismo de años, de décadas espinadas de guerras, de
sangre, de revoluciones, de hambre. De pesar. Y como jirones de
colores prendidos en esas afiladas púas, por aquí y por allá, las
esperanzas de la Humanidad, esparcidas como estrellitas sin número
en ese oscuro firmamento que le vigilaba desde el otro lado del
mirador. Nunca la conocería, nunca sabría el nombre de su perfume,
nunca escucharía la música de su voz, nunca llegaría a sentir el
tacto de su mirada, nunca saborearía el terciopelo de su dulce boca.
“Nunca más”, como decía el pájaro de mal agüero del relato de
Poe... Y una sima se abría en lo más hondo de su espíritu.
¿Cuántos amantes,
cuántas parejas perfectas se han visto frustradas por ese nimio, por
ese insignificante detalle que es vivir separados por tiempos
distintos? No se sabe. Lo que él aprendió esa noche es que su vida,
que era Amélie, había sido vivida un rosario de lustros antes de
que naciese para su aflicción, tormento y congoja. Con los ojos
enrojecidos, arrasados por las lágrimas, besó su cara dormida y
cayó vencido por el sueño sobre su teclado, como los soldados en
campaña junto a su armamento, activando involuntariamente el fichero
MP3 de una melodía del Bebel Gilberto, titulada “Simplesmente”.
Soñó a Amélie como su amada esposa, criando junto a ella los hijos
que nunca tendrían, desafiando la tiranía de ese desventurado
anciano armado con una guadaña y un reloj de arena que representa
el inexorable e implacable Tiempo, viendo pasar los siglos abrazados
frente a un inabarcable y deslumbrante océano de luz. Muy lejos, en
el exterior de ese cuarto, alboreaba un día más del siglo XXI, con
naranjas, sepias, celestes, morados, como paleta de Divino Pintor
dispuesto a enmudecernos con la Merced de tanta hermosura...
Amélie se había quedado
traspuesta. Posando como una bella durmiente desnuda, realmente llegó
a dormirse, los daguerrotipos precisaban de un tiempo de exposición
muy largo para que la imagen fuera capturada con nitidez. Si el
retratado se movía, simplemente no aparecería en el
daguerrotipo, lo que sugería connotaciones metafísicas. Sin
embargo, a monsieur Moulin le pareció original hacerle otra
fotografía recién despierta, con ella mirando al objetivo por
encima de su brazo, que dejase ver parte de su pecho izquierdo,
apenas insinuado en la imagen precedente. Amélie accedió aún
somnolienta, a la vez feliz y desgraciada porque había tenido un
sueño maravilloso que la entristecía.
Monsieur Moulin le
rogó que mantuviese una rotunda sonrisa en su rostro, pero ella no
podía, a duras penas esbozó una enigmática media sonrisa... No, le
resultaba imposible hacer más valle en la carne de sus labios a
medida que los minutos le iban devolviendo a su cotidiana realidad de
aquella primavera de 1850. Y esa música que aún resonaba en su
mente... que nunca había escuchado, reconoció el inglés y el
portugués, pero no lo comprendía. Era tan diferente de las
canciones que ponían de moda los teatros del Boulevard du Temple
y tan bonita que deseaba retenerla, con lo complicado que es
memorizar la música que disfrutamos en nuestros sueños.
Y ese encantador
desconocido al que sentía como alguien propio... que la había
cubierto de caricias, de besos, todo un rendido enamorado de ella que
viviría ya para siempre en su corazón, tan cerca como en su propia
alma... Pero distante en ese inalcanzable siglo XXI, brumoso,
ignorado, perdido. Nunca le conocería, nunca aspiraría el aroma de
su piel, nunca escucharía la música de su voz, nunca llegaría a
sentir el tacto de su mirada, nunca saborearía el terciopelo de su
dulce boca. Amélie se sintió desfallecer. La toma había finalizado
y empezó a vestirse con ese vistoso vestido verde esmeralda, adornado
con puntillas blancas que tanto le gustaba y con el que había
acudido al estudio de monsieur Moulin. No supo bien el motivo
de tanta pena, de tanta desdicha, simplemente por un sueño
tan bello. ¿O quizás no había sido un sueño? ¿Acaso,
simplemente, habían compartido alguna ignota arista de la
Eternidad? Porque le había soñado, a su solícito desconocido que
ya nunca más lo sería, como su amado esposo, criando junto a ella
los hijos que nunca tendrían, desafiando la tiranía de ese
desventurado anciano armado con una guadaña y un reloj de arena que
representa el inexorable e implacable Tiempo, viendo pasar los siglos
abrazados frente a un inabarcable y deslumbrante océano de luz.
Muy lejos, en el exterior
de esa alcoba, sobre París atardecía un día más del siglo XIX, con naranjas,
sepias, celestes, morados, como paleta de Divino Pintor dispuesto a
enmudecernos con la Merced de tanta hermosura... y de la constante
promesa de Salvación.