Se piensa en la Eternidad
como una presencia sin fin. El tiempo transcurre incapaz de hacer
daño, sin vejez, sin decrepitud, sin dolor. Un ayer difícil de
distinguir del mañana en una sucesión de momentos intrascendentes.
Una Historia sin historia. Le gustaba pensar en la Eternidad como un
interminable bostezo.
Ha llegado el día... O
la noche. Siempre somos nosotros los que llegamos a las fechas y no
al contrario, que las hojas del calendario siguen su marcial e
incansable paso al margen de quiénes estemos para contarlo. La calle
seguía cubierta por un manto de inmaculada nieve, y los críos ya se
habían recogido pues la noche se había engalanado de escarlata y
azul, dejando visibles algunas estrellas, como la misteriosa dama que
prefiere insinuar a afirmar.
Ha llegado el día... O
la noche. El mundo se preparaba para saludar un nuevo hito, otro
nicho en el goloso pasado, que no contento con consumirnos segundo a
segundo, nos da estas dentelladas para recordarnos que tenemos un
plazo, y que no somos tan distintos de ese anciano, alegoría de los
años que marchan para no volver y que contempla espantado como van
precipitándose los últimos granos del reloj de arena que marcan sus
latidos. Tempus fugit, decían los romanos, “el tiempo
vuela”, pero somos nosotros los que nos vamos mientras el
metrónomo, que no corazón, sigue impasible, desgranando uno por
uno, implacable, los instantes de ese liviano fluido que nos corroe
la vida.
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Un niño jugando con un
cohete espacial. Cree reconocer el “Apolo XI” entre sus manos,
recorriendo cuarto por cuarto de su casa en una doméstica singladura
interplanetaria, liberando el módulo lunar “Águila” para que
pueda alunizar sobre el Mar de la Tranquilidad de su desarreglado
lecho. Los sueños comunes de toda esa generación cuya infancia
vivió los viajes a la Luna como el símbolo de que ya no habría más
fronteras para el Hombre, y que estaban llamados a cabalgar por el
Universo entero porque la vieja Tierra se les había quedado pequeña
para seguir jugando en ella.
Todo había ido bien,
según lo previsto, un trayecto de meses metidos en una lata. La
imagen de Marte ocupaba casi todo su campo de visión. Reiteradas
órbitas les habían permitido descubrir detalles sorprendentes del
monte Olimpo, de la región de Cydonia, el cañón del valle
Marineris. Se distrajeron, acaso por el espectáculo que estaban
presenciando, por tenerlo al alcance de los dedos. Fue algo
repentino. Un crujido y una vibración que sacudió la astronave.
Algunos sistemas dejaron de funcionar inmediatamente. No habían
sufrido ningún impacto, sucede que, a menudo, la tragedia se anuncia
discretamente. El comandante dejó sus recuerdos y reflexiones
abruptamente, alarmado porque sabía de sobra que nadie acudiría a
socorrerles estando a sesenta millones de kilómetros de casa.
Un maestro de los de
antaño, enjuto, vestido de oscuro, quebrado por tenues manchas de
tiza, va preguntando a sus discípulos que desean ser cuando lleguen
a adultos. “Futbolista”, responde el primero entre el regocijo de
sus compañeros. El viejo maestro, impertérrito, señala a otro
mientras vuelve a hacerse el silencio. Bastaba una mirada severa para
restablecerlo. “Bombero”, revela el segundo... “Astronauta”,
confirma el tercero, levantando un murmullo de admiración. Los
siguientes expresarán ya el mismo anhelo, por fascinación y por espíritu gregario. El pensativo maestro detiene la encuesta. “¿Por
qué?”, les interrogó. Ninguno habló. Uno de ellos alzó la
mirada hacia el cielo que se podía contemplar desde su pupitre, y
sus ojos brillaron del mismo modo que los de un ser sucio, vestido
con harapos, que apenas se comunicaba con sus semejantes a través de
sonidos guturales, cuando salió una noche de la caverna donde
pernoctaba y descubrió la sinfonía de luces que interpretaba el
firmamento...
La astronave ha entrado
en órbita de colisión, girando sobre sí misma sin control, como un
mevleví ebrio que acabará estrellándose contra el suelo marciano.
El comandante recordó los relatos de Bradbury... Verdaderamente no
era muy decoroso que la primera expedición humana al planeta Rojo
terminase como el Titanic. La ingeniería más avanzada, los
sistemas informáticos más potentes, millones sobre millones de
dólares y lo más avanzado de la inteligencia del Hombre puesto al
servicio de un objetivo para que todo finalizase destruido en un
radio de cientos de kilómetros sobre la fría superficie de aquel
planeta. Ningún cálculo de error reducido a su menor porcentaje fue
capaz de prever un cortocircuito en un modesto cable, o el descuido
de un tripulante relajado en exceso con la rutina diaria. Nos pasamos
toda nuestra existencia navegando por un océano plagado de icebergs.
Le vinieron a la memoria
todos los accidentes de la Carrera Espacial. Los mecanismos de la
mente, tan sutiles, funcionan como un resorte infalible en
determinadas circunstancias, con una precisión y lujo de detalles
que bien puede calificarse de cruel. Estaban condenados. Habían perdido
toda comunicación con la Tierra, pero uno de los tripulantes se
obstinaba en recuperarla, como si ello fuera capaz de suavizar el
impacto. El tercero simplemente lloraba en silencio. Todo un
misterio, que cada persona reaccione de forma distinta ante la misma
situación. El semblante del comandante reflejaba una introspectiva
resignación. Ya faltaba poco.
Cuando la liviana
atmósfera marciana se convirtió en un muro a causa de la descomunal
velocidad de entrada, la astronave comenzó a temblar salvajemente.
Podía escuchar el Padrenuestro de sus compañeros de misión. No
entendió el motivo, pero la oración le hizo acordarse de una
antigua canción de David Bowie, “Space oddity”, como si la
letanía fuera el pie que aguardaba su alma para recrear mentalmente
sus acordes. En efecto, le hubiera gustado ver por última vez el
azul de la Tierra, despedirse de su esposa... Y sí, las estrellas
parecían más lejanas, diferentes y extrañas. Ya no había nada que se
pudiese hacer. ¿O quizás sí?...
El joven bucea en apnea
hacia la superficie. Cuando emerge se deleita sintiendo
como el aire vuelve a entrar en sus pulmones y el sol templa su piel.
Se dirige nadando hasta la orilla, donde le observa embelesada una
hermosa chica. Una radiante mañana de verano. Son una pareja de
enamorados en una distante cala. “¿Me quieres?”, le pregunta
ella mirándole a los ojos. “Sí, te quiero”, le dice él
sonriéndole. “¿Cuánto?”, insiste ella. Él calla unos
instantes, como si considerase una cantidad mensurable, finalmente
responde...
“Cuando se apague el último rayo de luz del último sol
del último universo, aún estará brillando mi amor por ti”.