Sucedió hace tan poco
tiempo que bien pudiera ser que nunca haya sucedido. Es la naturaleza
de la realidad, separada de la Nada por un simple gesto. “Ha sido”
o “no ha sido” se dan la mano a nuestras espaldas burlonamente,
como cómplices de un engaño, de una ficción, de una ilusión. Tan
endeble puede llegar a ser la misma materia que denominamos “realidad”.
Sucedió hace tan poco
tiempo que bien pudiera ser que nunca haya sucedido. Percibimos
pesadillas como la realidad más convincente, sólo quebrada al
despertar; y las experiencias más lacerantes nos hacen preguntarnos
si están ocurriendo verdaderamente, porque llegamos a alcanzar el
colmo de nuestro de dolor con pasmosa facilidad. Tanto es así que
preferimos no pensar en ello.
Sucedió hace tan poco
tiempo que bien pudiera ser que nunca haya sucedido. Germán era
amigo mío desde hacía bastantes años, de la época en que ambos
servimos en el ejército. Se trataba de un hombre corpulento, no muy
alto y dotado de una agilidad impropia para una persona de su
complexión. Alguien amarrado a la “realidad” sin duda, cabal,
devoto de los hechos en lugar de las palabras y fanático de llamar a
las cosas por su nombre, detalle que no le hacía conservar muchas
amistades, contadas con los dedos de una mano incluyéndome a mí
mismo.
Como yo, colgó el
uniforme por semejantes razones, que no viene al caso mencionar.
Juntó sus ahorros y abrió un negocio con la natural esperanza que
tiene todo aquel que pone en marcha un proyecto: La de vivir decorosa
y decentemente, sacando adelante a su propia familia.
Logró lo primero durante
un tiempo, pero no lo segundo. Los dos noviazgos que mantuvo con
sendas señoritas terminaron encallando; y el paso de los años,
finalmente, le hizo desistir de casarse y de traer hijos a este Valle
de Lágrimas. Así que, quizás, sólo quizás, el éxito empresarial
de aquellos años fuese debido a que el trabajo acaparó todo su
interés huyendo de la aflicción, de la frustración, por no fundar
su familia.
Confieso que no le
trataba con asiduidad, nos telefoneábamos de tarde en tarde, alguna
de ellas nos veíamos sin mayor pretexto que el de estrechar nuestras
manos y recordar viejas vivencias. Siempre se dirigió a mí con la
marcialidad que acostumbraba en el Ejército, aludiendo al rango. No
sirvió de mucho que le apease de ese hábito, que le rogase el
mismo tuteo que se prodigan los amigos. Él lo era y así se
reconocía, mas con pétrea voluntad seguía usando y abusando del
“mi capitán” y el "usted". Lo dejé por imposible, una
peculiaridad sin mayor importancia.
También el infortunio se
fijó en su medio de vida. Como muchos empresarios y autónomos tuvo
que cerrar su pequeña empresa a causa de la crisis que sacude España
con particular ensañamiento. Fue un golpe que no supo encajar nunca,
la Vida es así de injusta, que no pondera el entusiasmo y lo premia, a menudo, con el más absoluto desdén.
Fue por entonces cuando
su desequilibro comenzó a mostrar síntomas.
El cabello, que siempre
presentaba un cuidado peinado, empezó a dar cuenta del descuido que
sufría. Las ojeras cercaron su mirada, y los años cayeron
inmisericordes, arando sobre su rostro y arqueando su espalda. Con
todo, su avejentado aspecto físico no fue lo más alarmante.
Habíamos quedado en el
viejo y entrañable Madrid de siempre, el de los aledaños de la Plaza
Mayor y de la Puerta del Sol. Pedimos algo en una cafetería de esa
zona, un café solo para él y mi acostumbrado té con leche. Después
de bromear sobre la manera en que sirven esta infusión en España y
lamentar los cambios que el barrio había sufrido (modernidad no
implica mejora), guardó unos instantes de silencio, como si le
costase un esfuerzo supremo abordar una cuestión que le preocupaba
hondamente.
- Mi capitán... -
Acertó a decir – Usted tiene una mente abierta para algunos
temas... difíciles.
- Pues que... Por
cosas que han asomado en nuestras conversaciones. Usted no es
de esas personas escépticas que rechazan de plano... esas cosas
– Repitió con tono diferente la misma palabra. - Cosas
que suceden, que no se pueden explicar.
- No, mi capitán –
Saludó la humorada con una sonrisa – No. Digo que usted no se toma a
chacota experiencias de fantasmas, aparecidos y cosas así.
Por eso creo que puedo confiarle lo que me está pasando.
- ¡Jesús! - Exclamé
– Hemos vivido lo suficiente para saber que los vivos tienen más
peligro. Pero cuéntame, Germán... Sabes que, aunque no sea de
ayuda, lo que me digas tiene el mayor crédito.
-Sí, lo sé...
Bueno, ahí va y que sea lo que Dios quiera. Sólo le pido que su
opinión sea sincera...
“Desde que cerré el
negocio he dormido muy mal. Ha habido noches en las que no he pegado
ojo. Las deudas no se acaban, al contrario que el dinero, la verdad
es que no sé muy bien que va a ser de mí. Anteanoche, para escapar
de este aquelarre que celebra mi ruina, cogí un libro de casa. Uno
cualquiera, que ni siquiera sabía que tenía. Hablaba de personajes
mitológicos, semidioses... Me venció el sueño. Pero no fue un
sueño como otras veces... Fue más real que esta conversación, mi
capitán... He conocido a una mujer maravillosa. Es guapa, dulce e
inteligente. Tiene un largo cabello rizado que brilla a la luz del
sol, como su luminosa piel. ¿Sabe? He tenido la fortuna de que me
miren los ojos más azules que haya visto nunca. Sólo he contemplado
un azul así en el cielo... Es increíble, porque anoche volvió a
mí. Me ha dicho que nunca me dejará, que cada vez que cierre los
párpados ella me visitará. Ahora estoy con usted, mi capitán,
relatándole esto porque soy consciente de que es un fenómeno
extraordinario, pero lo único que deseo es volver a dormir para
estar junto a ella. Detesto despertar, apartado de su lado, para
enfrentarme a mis desgracias. Creo que he conocido a la mujer... de
mis sueños.”
Guardé silencio. Mi
amigo Germán estaba peor de lo que presumía. Es posible que el
cúmulo de desdichas le estuviese empujando hacia una conducta
psicótica, pero lo ignoraba. El especialista en la materia era mi
difunto hermano...
- Y bien, mi capitán,
¿que piensa de esto?
- Pues que el que
sabía más de ello era mi hermano, que en Paz descanse. – Apunté
con franqueza – No deberías de dar demasiada importancia a lo que
no es más que un sueño reiterado. Y los sueños, sueños son...
- ¡Que no, caramba! -
Replicó furioso - ¡Sé que ella es real! ¡La he acariciado con
estas manos! ¡El tacto de su piel es pura seda! ¡Es real! ¡Mi
mente no puede crear algo tan bello! ¡Sus palabras, su voz! - La
gente empezaba a mirarnos con curiosidad y alarma – Es más real
que nosotros, que estamos hechos de basura y barro...
- Cálmate – Tercié
para aplacar el sorprendente acceso de ira que padecía – Yo no
estoy negando nada. La Vida se complace en ofrecernos episodios que
no sabemos explicar... Ante ellos nuestro instinto es la única
arma que podemos blandir.
- Sí, eso es muy
cierto - Respiró profundamente mientras intentaba recomponerse -
Le ruego que acepte mis disculpas. Últimamente estoy muy irritable
y he olvidado que también usted tiene sus dificultades, mi
capitán...
- Tranquilo, no tienes
que excusarte. Todos nos hemos despertado en medio de una tortura,
de una persecución, de mil cosas. El mundo onírico es una
recreación que puede ser muy vivida... El motivo por el cual se
sueña un hecho en concreto y no otro, ciertamente, es un misterio.
No sé qué decirte, Germán.
Cambió de conversación
con un gesto. Ese día seguimos hablando de asuntos intrascendentes
con su habitual buen juicio, pero no olvidé su airada reacción.
Consulté algunos manuales y textos de Psicología y Psiquiatría que
no hacían albergar buenas expectativas, pero tampoco quise agobiar a
un veterano, de cuya templanza había sido testigo. Por comodidad o
indecisión decidí darle un margen de confianza. Bien es sabido que
los excesos de confianza son fatales.
III
No volví a saber de él
hasta un mes después. Me telefoneó a mi domicilio notoriamente nervioso y me rogó que le
visitase. El timbre de su voz era casi irreconocible, y me hacía
presagiar un empeoramiento general de su estado. Sin dilación, me
encaminé a su casa, a unos treinta minutos de coche. Las dimensiones
de Madrid distan mucho de las que se deducen del plano de Pedro
Teixeira, entonces era sencillo ir a pie de un sitio a otro por ese Madrid del
siglo XVII, capital del imperio en el que no se ponía el sol.
Con un simple vistazo
confirmé las peores sospechas. Las ventanas tenían las persianas
bajadas del todo, y las cortinas celando la inexistente luz que aún
pudiera colarse a través de las rendijas. Se alumbraba con la
vacilante llama de un candil, haciendo que las sombras danzasen enloquecidas sobre las paredes. El desorden y la suciedad campaban por todos los
rincones.
- ¿Por qué no abres
las ventanas o enciendes la luz? - Le pregunté nada más saludarle,
mientras entraba en su apartamento. - La primavera ya se anuncia paseándose por
Madrid, y la temperatura a estas horas es agradable. ¡Venga, no se
hable más! - Hice ademán de subir una persiana, pero me cogió del
brazo, suavemente pero con firmeza – Esta oscuridad no te hace
ningún bien, Germán – Le reconvine – ¿Desde cuándo no pones
orden?
- ¿Quién necesita
luz, mi capitán? - Repuso mientras reía nerviosamente – ¿Quién
la necesita cuando todo está meridianamente claro? Disculpe el
caos, pero le he llamado para presentarle una prueba. Irrefutable.
Es lógico que creyese que estaba ante un fantasioso en nuestro
último encuentro...
- Yo no diría eso,
Germán. Simplemente creo que el disparate que estamos viviendo te
ha afectado. ¿Cómo estás?
- Creo que no he
estado mejor, en serio. Una mujer me ama... Nos amamos... No le
importa que esté arruinado, no le importa nada de este puerco mundo
– Reparé en unas pastillas que había sobre la mesa, a medida que
mis ojos se iban acostumbrando a la penumbra – Intento pasar el
mayor tiempo posible con ella...
- Y eso lo consigues
con...
- Con un poco de
ayuda, sí, mi capitán. El médico me ha recetado unos somníferos
para combatir un insomnio que ya no tengo – Volvió a reír entre
dientes - Duermo todo lo que puedo. Y estoy en la gloria. Con ella.
- Germán... Tienes
que saber que todo esto te está haciendo daño, ¿verdad?
- ¿”Daño”, mi
capitán?... Le voy a explicar lo que es el “daño” exactamente.
“Daño” es levantarse por la mañana y darte de bruces con el
hecho de que tu peor pesadilla es estar despierto. “Daño” es
que te den la espalda quienes más han recibido tu ayuda. “Daño”
es ver pasar las horas anhelando que el día acabe sin novedad
porque cuando viene alguna es para empeorarlo aún más todo. “Daño”
es...
- Lo tengo claro,
amigo mío.- Le interrumpí – Los dos sabemos lo que está
ocurriendo. Pero esas drogas son un salvoconducto hacia ninguna
parte. Embotarte con ellas no te ayuda.
- No... No, mi
capitán. - Se llevó las manos al rostro, como si le ardiesen las
mejillas - Está equivocado. Usted y ella son los únicos que no me
han abandonado. Hablo de mis hermanos, de mi familia, de otras
amistades que coloqué cuando tuve ocasión y que ahora ni siquiera
me cogen el teléfono. Jamás me referiría a usted de ese modo. Y
no soy un drogadicto. Estas pastillas... son como un billete, sí.
Para estar con ella. Como si tuviese que coger el Metro para
visitarla. Nada más.
- Estoy seguro de que
el Metro no crea adicción, ni tiene efectos secundarios, al
contrario que esos comprimidos.
- Sigue sin creerme –
Volví a percibir una creciente rabia - ¿Cree que le mentiría en
algo tan importante para mí?
- Sé que no mientes,
Germán. - Le apacigüé – Tengo el convencimiento de que me
cuentas lo que vives como real. Pero los sentidos pueden engañarnos.
Debes comprender que...
- No, comprenda usted.
Ella existe. Cada vez que duermo viene a mí. En realidad no estoy
dormido... Soy más libre y consciente que nunca. No me persiguen las
preocupaciones y las estrecheces. Y estoy con ella, soy feliz. Lo
malo viene cuando regreso, la taquicardia que parece sacarme el
corazón del pecho, la angustia devorando mi alma, tanta falsedad e
hipocresía...
- Bien... Ya me la
describiste, una belleza singular, indudablemente. Empecemos por el
principio. ¿Cómo se llama?
- Hécate... Hasta su
nombre es música....
- Hécate – Repetí
al tiempo que recordaba el personaje de la mitología griega. - Sí,
es un bonito nombre. Dijiste que la noche en que la conociste
estabas leyendo un libro... ¿Podrías enseñármelo?
- No he vuelto a
verlo, mi capitán. No sé donde estará... Con este desorden...
- De acuerdo... ¿Qué
edad tiene? ¿Es española?
- No... No lo sé –
Titubeó - ¿Es importante eso?
- Entonces, sargento,
¿qué sabes de ella?
- Que me ama, que nos
amamos. ¿Acaso es tan difícil de entender una historia de amor?...
Hécate lo es todo para mí - De repente giró su cabeza como si le
hubiera llamado alguien; muy turbado, comenzó a rebuscar con
desesperación en el desbarajuste que era su casa, mientras decía
una palabra que no pude escuchar claramente - Sí, - se dirigió a
mí - tengo un objeto, es de ella, le convencerá de que se trata de
alguien tan tangible como usted o como yo...
De nada sirvieron mis protestas para que se reportase, ni mis
llamadas al orden. Era como si un violento torbellino se hubiera
desatado entre aquellas sombras. Tan denodada era su búsqueda que el
candil salió despedido, prendiendo las cortinas. El fuego adquirió
fuerza en segundos, el humo mezclado con la oscuridad y la confusión
del momento provocaron que Germán se golpease en la cabeza y
perdiese el conocimiento. Le agarré con la determinación que da el
terror a perder la vida y con gran esfuerzo le arrastre hasta el
rellano de la escalera, en el momento en que los vecinos se
movilizaban ante el incendio.
IV
Los médicos no sabían
lo que tenía. No había llegado a inhalar tanto humo como para
intoxicarse. El golpe en el cráneo no iba más allá de una
conmoción. No tenía más que unas pocas contusiones por todo el
cuerpo, pero eran incapaces de explicar el coma en el que se había
sumido. Su apartamento había sido completamente destruido, pasto de las llamas. Permanecí
a su lado preguntándome la razón de que una persona tan buena y tan
ecuánime acabase perdiéndolo todo, no teniendo nada más que esa
espantosa soledad, que ahora compartía con él, en aquella
habitación del Hospital Clínico.
No debieron transcurrir
más que unas horas, aunque en circunstancias como aquella el tiempo
parece ralentizarse hasta detenerse. Sencillamente abrió los ojos y
sonrió. Con lentitud me tendió un puño cerrado. Entendí que era
algún gesto de gratitud. Le dije, para animarle, “caer está
permitido, levantarse es obligatorio”. Sólo respondió un
entrecortado y laborioso, “cógelo y devuélveselo, mi capitán”.
Debe de ser que la
inminencia de la muerte concede confianzas que antes se rehusaban.
Fue la primera vez que se permitió tutearme. Y la última.
Enfrentarse al Infinito ha de ser un argumento mucho más contundente
que mis disertaciones acerca de que la amistad se halla por encima de
antiguos rangos y tratamientos. “Cógelo y devuélveselo, mi
capitán” y expiró tan discretamente como había vivido. Si no
hubiera sido por el accidente, nadie se habría enterado de que había
perdido la cabeza. Porque... ¿La había perdido realmente?
Dejé a los médicos
debatiendo las causas del deceso, ninguno se atrevía a cumplimentar
el certificado de defunción. Llegaron a la conclusión,
descabellada, ambigua y difusa, de que el “abuso de los fármacos
inductores del sueño” había provocado un “accidente
cardiovascular”...
“Cógelo y
devuélveselo, mi capitán”... ¿Cómo había llegado hasta él?
Estaba muy intrigado por el modo en que había llegado a sus manos.
Estaba seguro de que no tenía nada cuando lo saqué de su
apartamento, tampoco cuando le atendieron los facultativos,
poniéndole vías, auscultándole y demás... Pero, ¿qué me había
entregado? El objeto no era grande, un par de centímetros. En sí mismo
no era especialmente llamativo. Era un trisquel de oro, para
portarlo como un colgante sobre el pecho, con un pequeño rubí
oriental circular engastado en el centro, centelleante, inquietante,
como ojo sin párpado inyectado en sangre. Llegué a la conclusión,
mediante un examen más meticuloso en mi despacho, de que se trataba
de una joya muy antigua, posiblemente prerromana, celta para ser exacto, y que su sitio
debería ser un museo. Lo más curioso es que podría pasar por
recién fabricada: Ni una sola tara, ni una muesca, reluciente e
inmaculada como el primer día.
Sin saber muy bien el
porqué, la introduje en mi cartera y la llevé conmigo al sepelio.
Al velatorio sólo había acudido uno de sus hermanos y una prima,
por lo que deduje que el entierro no sería multitudinario. La gente
ya no sabe vestirse para ciertas ocasiones, y se ponen lo que les
viene en gana, tal como si fueran al supermercado. Quizás sea una
manera de esquivar la certeza más brutal y absoluta de
todas, como hace la propia sociedad con su aséptica e industriosa
forma de tratar el enojoso asunto de los cadáveres. Apilados en
impersonales e iguales nichos, como metáfora de que sí, que
posiblemente la muerte iguala a los nacidos de madre... Sólo que a
unos antes que a otros y todos de diferente manera. ¡Vaya por Dios,
otra igualdad frustrada!...
Así que era el único
que llevaba traje de color negro, a juego con la corbata... El ánimo
también enlutado. Miré en derredor para cerciorarme con
incredulidad de que sólo estábamos su prima, un hermano y yo,
aparte de los sepultureros. Al principio no la vi. Precisé una
segunda mirada. Estaba a la sombra de un ciprés, a unos veinte
metros, vestida de luto riguroso, y mirando altanera en nuestra
dirección. Delgada y muy pálida, el pelirrojo cabello le hacía
tirabuzones, le llegaba hasta la cintura. A sus pies tenía un perro
prieto, enorme, echado sobre el suelo, aguardando pacientemente
alguna indicación de su dueña. Ambos estaban casi inmóviles, como
posando para un daguerrotipo. Incluso la ropa que llevaba no
desentonaría en los años en que hizo furor esa técnica
fotográfica. Pregunté en voz baja a la persona que tenía junto a
mí si se trataba de otro familiar. La respuesta me dejó perplejo:
“Allí no hay nadie, se ha debido de confundir”. No me alteré
por la censura que se dibujó en su rostro. No era el momento de
recordar que el finado había vivido sus últimos meses completamente
abandonado de los suyos.
El sacerdote concluyó el
responso y los operarios empezaron a condenar el vano del nicho. Me
santigüé y esperé a que se despidiese el duelo, era de suponer que
sería allí mismo, con prisa y casi clandestinamente, como así fue.
La desconocida seguía exactamente igual, el perro había variado su
postura. Se cruzaron nuestras miradas, nos habíamos quedado solos.
Era obvio que me tenía que dirigir a ella. Así lo hice. Al
acercarme pude comprobar que sus ojos eran de un azul cielo que
jamás había visto antes. Una dama muy bella.
- ¿Es pariente de
Germán? - Le inquirí - Creo que no tuve la fortuna de que me
hablase de usted.
- Pues yo creo que sí
le hablo de mí – Afirmó inexpresiva, sin acento definido –
Tiene un objeto que le dio Germán y que me pertenece... Soy Hécate.
Fui presa del asombro,
del estupor. El perro se alzó, no supe reconocer la raza. Me miraba
fijamente emitiendo un leve zumbido que interpreté como un gruñido.
Le ordenó algo que no comprendí, en una lengua que me pareció
exótica pero lejanamente familiar e increíblemente antigua.
- Le ruego que me
devuelva el talismán que guarda en su cartera. Fue lo último que
le pidió Germán.
- Sí, es cierto... -
Eché mano a la cartera para sacar el trisquel - Solamente quería
preguntarle...
- No estoy aquí para
aclarar sus dudas... - Cortó asperamente - Nadie viene a
responder nada...
- Eso depende de donde
vengan... - Le tendí el objeto, lo cogió con un rápido gesto, no
llegué a sentir el contacto de sus dedos sobre la palma de mi mano - Únicamente quiero saber el porqué... ¿Por qué Germán?
Rió con suavidad. Era
encantadora. Clavó sus transparentes ojos en los míos, como
escrutándome. Los segundos se deslizaron perezosamente entre nosotros. Antes de
dar media vuelta y marcharse, simplemente contestó:
- ¿Por qué hay que
explicar una historia de amor?...
La vi irse de manera
natural. Unos pasos, cuatro o cinco, en ese instante un gato bufó y
arqueó el lomo a mis espaldas antes de escabullirse entre los arbustos. Me distrajo el
tiempo justo. Cuando volví a mirar, Hécate se había esfumado.
Como los sueños al
despertar...