viernes, 31 de octubre de 2014

Amor MORtem necat (La hendidura de la Eternidad)

Esta narración forma parte del primer libro que publiqué, en 2010, con el nombre de "Cuentos y Romancines". Se puede descargar aquí gratuitamente.

Sí, confieso que soy un excéntrico. No lo hago para asegurarme de “coger sitio” como dicen jocosamente algunas amistades. Pasear por los cementerios trae serenidad a mi pensamiento y espíritu. Se puede reflexionar sosegadamente mientras se camina: Son lugares muy tranquilos, solitarios, donde la melancolía fluye a borbotones y las estatuas que presiden los túmulos cobran una belleza y plasticidad pletórica de vida, lo que no deja de ser sarcástico.

Sí, es evidente que soy un excéntrico. Por fuerza he de serlo cuando lo sombrío me seduce con tanta intensidad, eligiendo esos sitios en vez de los parques, más convencionales, y más frecuentados, para dar una vuelta en soledad y ordenar el barullo que arma la inspiración, la memoria y las ideas en algo que resulte armonioso e inteligible. Admito que es complicado entenderlo, tampoco lo intento, ni arrastro a nadie a esas “excursiones” inofensivas. No es necrofilia, tan solo una serena ojeada a la frágil y efímera vida desde su jardín final.

No tengo predilección por ninguno. Todos tienen su encanto, mayor según su antigüedad. Las sepulturas recientes están rodeadas de tanto quebranto que es imposible acercarse: Son un clamor de dolor. Por el contrario, las tumbas añejas forman parte del paisaje, destilan tristeza: El testimonio de una juventud truncada, sueños hechos pedazos, la resignación que concede el tiempo, las flores marchitas, los epitafios, los deudos, el abandono. El olvido.

Olvido forzoso porque los allegados más directos han tomado la misma senda hacia la Eternidad, o simplemente olvido. En todo caso la tumba queda desnuda con su ropaje de piedra, desamparada pero digna, desafiando la lluvia del otoño y la escarcha del invierno, las tormentas de abril y el sol de justicia de julio para contemplar el paso de los años, acaso de los siglos, acogiendo con dulzura el sueño perenne de su ocupante.

Fue un día de octubre. Gris y desapacible. Aproveché el vacío entre dos clases para meditar y sin entretenerme me fui al Cementerio de la Almudena, en Madrid. Como supuse, estaba totalmente desierto, con la excepción del coche del servicio de vigilancia estacionado en la entrada. La gente no sabe que una de las más bellas vistas de la capital es la que se disfruta desde su parte más elevada: Su línea del cielo se recortaba espectacularmente contra los jirones de nubes que cabalgaban por el firmamento como un altivo ejército en marcha. El viento azotaba caprichosamente, sin ningún criterio, ora arremetía furioso, ora acariciaba mis mejillas mientras continuaba mi andadura en total soledad. Me llamó la atención ver algunas lápidas rotas, quizás porque el aire no las había respetado. Como acostumbro, me santigüé al pasar cerca de los nichos de los niños y repetí el gesto cuando reparé en un enterramiento que contenía los restos de tres personas que habían fallecido en el mismo día, de ese mes de octubre, de 1928. Una tragedia, sin lugar a dudas. Y una joven que pereció en el incendio del Teatro “Novedades”, el mes anterior de ese mismo año. No es habitual que lo haga, sin embargo aquel día estaba más pendiente de las inscripciones: nombres, fechas, algún epitafio y promesas de recuerdo permanente, que entre tanta ausencia resultaban irónicas. No podía evitar que me pareciese así...

Era imposible que no las advirtiese. Había dos personas un poco más adelante: Una señora mayor, ligeramente encorvada, de espaldas a mi perspectiva, colocando unas flores entre varios sepulcros, que estaban muy pegados unos a otros. Y al pie de la calzada una mujer joven, sentada sobre una losa y en actitud de esperar a la primera, que estaba más retirada. Ambas estaban vestidas de luto riguroso y en silencio. La escena irradiaba un pesar templado, pero hondo y lacerante. Mi trayectoria me fue aproximando hasta que tuve a la chica a mi derecha, con expresión ausente. Una ráfaga de aire le arrebató un pañuelo de la mano cayendo justo delante de mí. Sin titubear un instante y queriendo evitar que el viento lo hurtase definitivamente, lo recogí del suelo y se lo tendí a la señorita…

- Huy, gracias, es usted muy gentil, estoy segura de que lo habría perdido…

Me fijé en su rostro, debía rondar la veintena, y el luto resaltaba la extrema palidez de su piel. Palidez que era mitigada por el encendido carmín que dibujaban sus labios, ahora esbozando una tímida sonrisa. Los ojos eran azules claros, muy claros, casi aguamarina y su oscuro cabello llevaba un peinado muy cuidado, a lo garçon, que encajaba perfectamente en sus angulosas facciones. Se trataba de una mujer muy guapa.

- No hay de qué... – Respondí con la intención de seguir mi camino, pero ella preguntó…
- ¿Ha venido a visitar a alguien?
- No, sólo paseaba. Quizás aprovecho para visitarme a mi mismo.
- Ya le había visto en alguna ocasión, creía que tenía parientes aquí. No he conocido a nadie que tenga una afición semejante. Es pintoresco que usted venga solamente a pasear…
- Puede tutearme, aún soy joven.

Cambió el gesto con elegante coquetería, arqueando las cejas y alzando la barbilla…

- ¿Me está usted cortejando? Si ni siquiera nos han presentado. ¡Qué osado!…

Como un crío sorprendido en una travesura, acerté a decir…

- Permítame arreglar eso, me llamo Angel Nevernet-Lancaster, y soy profesor de Historia. ¿Cómo se llama?

Sonrió sin ambages.

- Mi gracia es Marina. Marina Godián para servir a Dios y a usted. Fíjese que me figuraba que sería usted militar, por el pelo tan corto y el brío con que marca el paso, si me permite decírselo.
- Fui militar, pero hay cosas que nunca se separarán de uno... Su nombre es muy bonito… ¿Tiene familia enterrada aquí?

Su gesto se tornó sombrío y esquivó mi mirada.

- Sí. Aquella persona, – señaló a la otra mujer - es mi señora abuela. Está junto a la sepultura propiedad de mi familia. “Lancaster”… ¿Guarda relación con la Casa de Lancaster?
- Sí, aunque lejana. Los reyes de ese linaje eran descendientes de Juan de Gante, como yo mismo también, y todos procedemos de los Plantagenet, pero eso hoy no le importa a nadie, lo que más me preguntan es si soy familia de Burt Lancáster. Los jóvenes ni eso, bueno, mejorando lo presente.

Durante un segundo aparentó no entender muy bien lo que decía, para replicar…

- Si es profesor de Historia, no le importará que le cuente una que está unida a Catalina de Lancaster, prometo no distraerle mucho tiempo.

Hice un cálculo mental que no llegué a resolver: Había algo en ella que me intrigaba profundamente. Asentí sin dejar de estar de pie, y a modo de venia, le expliqué…

- Mi especialidad y pasión es la Edad Media. Y tampoco puedo negarme a algo que tiene que ver con la familia.

Brotó una carcajada con el encanto arrollador de la pureza, como el sonido de un venero al besar los cantos que sujetan su curso. Miró al cielo, volvió a sonreírme y comenzó el relato.

- Catalina era hija del duque de Lancaster, Juan de Gante. Vino a España en 1388, para contraer matrimonio con el príncipe Enrique, más tarde Enrique III de Castilla. Fueron los primeros príncipes de Asturias. Con ella vinieron unas cuantas damas de honor, todas muy jóvenes pues Catalina tenía 15 años justos y todas las posibilidades de que añorase la verde campiña de su país. Ellas eran muy guapas, pero sobresalía por su donaire y belleza una que se llamaba Eleanor Beaumont, que aprendió rápidamente el castellano para deslumbrar con su afinado canto al círculo cortesano que se había formado en torno a la nueva princesa, y que atraía a las nobles mocedades por todos los buenos atributos que se daban cita entre los recién llegados, que fueron acogidos en su nueva patria con la tradicional hospitalidad hispana.

Nadie quedaba sin fascinar al conocerla, no ya sólo por su rubia cabellera, la luz que centelleaba en sus ojos azules, o por su voz, sino que además de todo ello era una mujer cabal y virtuosa al servicio, compañía y consuelo de su señora y amiga, la princesa de Asturias. Tantas cualidades reunidas tenían que despertar malas intenciones, como así fue. Un caballero se enamoró de ella. Fue blanco de sus insistentes requiebros, pero rehusaba sus atenciones con discreción. Con todo, se enteró la prometida del caballero, que furiosa de celos recurrió a una hechicera de Toledo para acabar con la causa de sus problemas. No le importaba que Eleanor rechazase a su futuro esposo, es que no toleraba la sola idea de que hubiera otra mujer en el corazón de su amado. Y por encargo de ella, la bruja, que había alcanzado oscura fama con sus sortilegios, preparó su obra magna, tal y como lo había concebido su clienta

Un bebedizo que la sumiese en un sueño parecido al de la muerte pero que no lo fuera, para sumir en el espanto más profundo a su competidora al despertarse… Enterrada viva, como castigo a lo que consideraba una afrenta.

Cuando lo tuvo preparado avisó a la pérfida dama. Antes de que una de sus criadas pasase a recogerlo, la bruja sintió el impulso de apiadarse de la inocente y mudó los efectos para evitar tanta crueldad. La infame se lo sirvió con el pretexto de que le aclararía la voz, justo antes de entonar una canción de amor. El efecto fue fulminante y Eleanor cayó desvanecida, poco después los médicos certificaban su fallecimiento sin aclararse sobre el súbito mal. La princesa no lo aceptó y ordenó a un caballero de su confianza que hiciese algunas pesquisas. La hechicera, enterada del desenlace y de la indagación en curso, solicitó hablar con Catalina, que la recibió con cautela. Aquella, muy impresionada y arrepentida, sin duda porque algún Ángel del Señor la había rozado con la virtud de la compasión, se lo contó todo y le entregó el emponzoñado dinero que había cobrado para que lo destinase a obras de caridad. Luego se echó a sus pies y le imploro perdón. Catalina mostró las dotes de mando que la caracterizaron luego como corregente de Castilla, junto a Fernando de Antequera, y la hizo ingresar en un convento para expiar sus culpas. Acto seguido hizo llamar al prometido caballero para preguntarle, delante del cadáver de Eleanor, si su amor era tan cierto e inquebrantable como para depositar un único y postrer beso de pasión en sus labios. Se negó entre juramentos y declaraciones de honor: La princesa ordenó su muerte. Quedaba la envidiosa dama, a la que ni siquiera recibió: Fue emparedada en la cripta de una iglesia de Toledo, en secreto, donde aún aguardará el día del Juicio Final.

Con enorme congoja por haber perdido a una gran amiga y confidente, Catalina mandó que le diesen sepultura en Alcalá de Henares, en una apartada ermita llamada de San Martín de Gorquías. A Eleanor le había entusiasmado cuando la visitaron en su último viaje. Como muestra de cariño, y contrariando las costumbres de la época, se colocó un pequeño pero magnífico retrato, joya pictórica, junto a su nombre y la leyenda en latín “Amor MORtem necat”, como epitafio. Durante la vida de la princesa, luego reina y más tarde corregente, no faltaron las misas. Al morir ella, la ermita volvió a quedar perdida en el monte que rodeaba la localidad complutense. Los días se sucedieron hasta perder la cuenta, como los meses, y aún los años.

- Es una historia con final desdichado.

Marina se llevo el índice a los labios para continuar.

- Todavía no he acabado. A veces, hasta la Eternidad ofrece una hendidura por donde escaparse... Temporalmente. - En este punto su mirada se volvió enigmática, como si únicamente ella pudiera alcanzar el sentido exacto de sus palabras… Tras la pausa, se cogió ambas manos y prosiguió - Lope García de Fadrique era un hidalgo, un segundón, que volvía como un héroe de la Batalla de Pavía. Con licencia expresa de su señor, el emperador don Carlos, se dirige a Madrid, en premio a la audacia de haber hecho prisionero al rey Francisco de Francia, junto a sus conmilitones Juan de Urbieta, Pedro de Valdivia, Alonso Pita da Veiga y Diego Dávila, entre otros. Fatigado por tantas jornadas de viaje desde el Milanesado, y enojado por alguna herida sin importancia que daba más penitencia de lo debido, al llegar a la altura de Alcalá divisa una casa y se desvía hacia ella para preguntar a sus habitantes donde hallar fonda para pernoctar, ya que las tinieblas saquean el cielo anunciando la agonía del día. A medida que se acerca comprueba que se trata de una ermita y duda de entrar para ver si hay algún lugareño o picar espuelas en dirección a Alcalá, no muy distante. El cansancio le puede y determina quedarse en la capilla, que se hallaba muy descuidada y con notorios signos de haber sido abandonada por la devoción de los fieles. 

Resuelto a pasar la noche arrebujado en su manto, a la luz de un cirio a medio consumir, que ni siquiera había despertado la codicia de los últimos visitantes, dejó pasear la mirada por el artesonado y las paredes, en espera de que el sueño le asaltase. Estaba a punto, cuando observó sobre una de las paredes una pequeña imagen que hasta ese momento le había pasado desapercibida. Era de una hermosa dama, la penumbra y el alboroto de la llama, jugueteando con el pábilo que devoraba, le conferían el aspecto de estar viva. Se incorporó para acercar la exigua luz y se percató de que estaba ante una tumba. “Eleanor Beaumont. Amor MORtem necat”. La piedra labrada y el exquisito gusto de la pintura le hizo deducir que se trataba de alguien principal. El retrato. Quedó extasiado contemplándolo y se preguntó por la razón que trajo la muerte a tan maravillosa mujer, porque no podía ser de otra manera. Si la cara es el espejo del alma, aquella noble joven tuvo que ser un pedazo de Cielo en la Tierra.

Apenas pudo dormir, los sueños se presentaron de manera inconexa, enloquecida y caótica, pero en todos, sin excepción, aparecía la bella dama. Al día siguiente volvió al camino, busco la iglesia más cercana para escuchar misa e interrogar al sacerdote sobre la ermita y su misteriosa sepultura. La fortuna le ayudó, porque gracias a él pudo informarse algo, no mucho: Su envenenamiento en Toledo, cuándo fue enterrada, y el gran aprecio que sintió hacia ella la reina Catalina de Lancaster, esposa de Enrique III de Castilla, llamado en su siglo “el Doliente”, por los diferentes males que le afligían. Adquirió algunas viandas, y tinto para acompañarlas, y regresó a la capilla con la intención de ver el alba de un nuevo día desde allí. Dejó la exigua carga en el zaguán y se sentó frente al retrato. “Amor MORtem necat” leyó por centésima vez, para repetirlo en español: “El Amor mata a la Muerte”. No podía concebir que Dios hubiera permitido tal sacrilegio, sí, así lo consideraba, aunque fuese una blasfemia agravada por encontrarse en sagrado. Pero nada hay sagrado si la pasión logra prender su fuego en el corazón, y el de Lope ya estaba inflamado con desesperación. El atronador silencio de la capilla, el recuerdo del suceso que le había narrado el cura, la tremenda sensación de impotencia, las horas del ocaso, con su melancolía, lograron arrancar las lágrimas del veterano soldado, que desconsolado, rompió a llorar por haber llegado con tanto retraso, tan a destiempo y tan inútil para librar de la cruel muerte a su dama... Más de 130 años tarde: Un abismo que ninguna espada puede salvar. Y se sumió largamente en su llanto. Hasta que el sueño le concedió cuartel.

Se despertó sobresaltado, como si un superior le hubiera llamado por su nombre para ordenarle algo. No había nadie más que él y en el exterior las estrellas mantenían su luminoso diálogo con la luna, que mostraba impúdica todo su voluptuoso esplendor esa noche, cuya madrugada acababa de comenzar. Sentía la misma agitación que antes de iniciar una batalla. No vaciló un instante. Agarró una vara de hierro que estaba a punto de desprenderse del techo, y a modo de maza y gancho, alternativamente, comenzó a manipular el sepulcro con el fin de abrirlo. Amordazó a su entendimiento, “el corazón tiene razones que la razón ignora” como dijo Pascal, y se entregó ardorosamente a la labor de rescatar a su amada, porque no creía estar profanando el reposo eterno de una difunta sino liberar a la mujer de la que estaba enamorado, poniendo fin a una burla de los siglos.

Tras pelear bravamente, consiguió desplazar la tapa vertical del sepulcro hasta que la hizo caer con gran estrépito, dejando al descubierto una multitud de ramos marchitos, depositados sobre el ataúd. Trocando la brutalidad anterior por extrema delicadeza, las fue apartando hasta llegar a la madera del féretro. Con mucho ingenio, laboriosamente, valiéndose de unos bancos rotos que quedaban, pudo sacar la caja, que cubierta de polvo y humedad, quedó expuesta. El Santo Oficio le haría muchas preguntas, pero desterró inmediatamente ese pensamiento. Volvió a cobrar fuerzas y se dispuso a levantar la cubierta. Después de los anteriores trabajos, este le supuso poco esfuerzo. Cogió el lienzo que ocultaba el cadáver y lo retiró. Retrocedió un paso ante lo que estaba viendo... Eleanor estaba incorrupta, ni una sola mota de polvo había mancillado la color de su semblante. Parecía dormida, en un tranquilo letargo de siglos. Conservaba su magnífico tocado y sus pestañas parecían gotas de rocío dorado custodiando los ojos. Las manos, cruzadas sobre el pecho, asían una cruz de plata con incrustaciones de azabache. No había visto ningún vestido parecido, tan lujoso y elegante. Tan exquisitamente femenino.

La pena hizo presa en él porque la pintura no le hacía justicia. Si era hermosa en la imagen, en persona lo era muchísimo más. Volvería a dejar todo como estaba, y lamentaba haber turbado su descanso. El dolor era atroz y tenía que lidiar contra las lágrimas que amenazaban con volver a anegar su cara. Antes que nada, se dejó llevar por el impulso de su amor, e inclinándose sobre sus labios, los besó larga, profunda y apasionadamente, sintiendo el tacto suave, tibio y dulce de su blanca piel en la boca.

Inesperadamente, notó un leve movimiento. Lope se separó de ella como movido por un resorte. Eleanor había descorrido el velo de sus rubios párpados, la luz que brotaba de sus azules ojos lo inundaba todo. Alzó los brazos hacia su salvador y le abrazó fuertemente. El hechizo estaba roto.

La bruja, atormentada, cambió la fórmula en el último momento, no para matarla, sino para que retornase a la conciencia cuando recibiese un beso de verdadero enamorado. Aturdida por los remordimientos, acudió a la princesa. Por ello Catalina ofreció esa posibilidad al mal caballero, que no la quería más que para engrosar la lista de sus conquistas: Muerta ya no era objeto de su interés. Por ese motivo ordenó que colocasen su retrato en el sepulcro, por si algún penitente, devoto o viajero se enamoraba y era capaz de desafiar a la Muerte armado con el Amor. El genuino, el auténtico. La buena princesa no erró, y un esforzado y valiente soldado la arrancó de las escuálidas y frías garras de la Muerte para desposarse con ella, como más tarde hicieron en Sevilla. “Amor MORtem necat”. El AMOR triunfa.


La leyenda me había abstraído por completo, embelesándome. Marina estaba esperando un dictamen.

- Y bien, señor profesor, ¿qué le ha parecido?
- Es una historia muy bonita. Me recuerda un poco a “Blancanieves” y a “La bella durmiente”, pero está tiene matices y un colorido que las otras no poseen. ¿Dónde la ha leído?, ¿quién se la ha contado?

Entonces me di cuenta de que su ropa no era actual. Tampoco me parecía algo buscado adrede, sino que tenía ese halo que sólo desprende lo legítimo. O estaba inspirada en las películas del cine mudo, o es que era realmente de esa época, la moda “Vintage” causa furor entre la juventud. La abuela de la chica ya no estaba y nos habíamos quedado inquietantemente a solas porque Marina empezó a mirar a su alrededor con nerviosismo.

- Son historias que he oído por ahí. A veces el Amor ha de elevarse por encima del tiempo, ¿no cree? Es realmente un milagro.- Se puso de pie, tenía la figura menuda y proporcionada, la falda le llegaba a las rodillas, las medias presentaban la tradicional costura posterior, que no veía desde mi infancia, y los zapatos, de tacón, tenían un broche a la altura del empeine... Y no llevaba bolso. - Ahora tengo que marcharme, caballero. Si le he aburrido lo lamento, espero que me disculpe si ha sido así.
- Espere, no me ha aburrido en absoluto, me gustaría preguntarle algo más...
- No puedo quedarme ni un instante.
- ¿Volveré a verla?
- No lo sé. No sé en que consiste ni a qué obedece, no recuerdo muy bien, es muy azaroso todo, por favor no pregunte, he de marcharme.

La rama de un ciprés cayó con violencia a unos diez metros y una ráfaga de viento helado me hizo volver la cara. Repentinamente, sin solución de continuidad, todo quedó en calma. Y Marina ya no estaba. Comenzó a llover. Una lluvia fina, imperceptible, perezosa, arrojada por nubes que parecían hechas de plomo. Plomo inmisericorde y desesperanzado.

Estaba completamente solo. Otra vez. No entendía como podía haber desaparecido delante de mis ojos, casi en un abrir y cerrar de ellos. En ese momento pude apreciar que, justo donde se había sentado, estaba el pañuelo, incomprensiblemente no había sido arrastrado por el fugaz vendaval. Lo tomé en mi mano. Era de un blanco inmaculado e impecablemente planchado, con una letra “M” púrpura primorosamente bordada.

Entonces tuve un pálpito. Me dirigí al sitio donde había visto a la abuela de Marina, la sepultura de su familia. Leí el relieve de la lápida, muy desgastado... 

“Marina Godián Martín. 10 de junio de 1908 - 16 de octubre de 1928. Tu abuela y demás familia no te olvida”.

Emocionado por la experiencia paranormal que acababa de vivir, recé un sentido Padrenuestro y me acordé de los versos de Bécquer, del que un antepasado mío tuvo el honor de ser amigo...

¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es, sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo
a dejar tan tristes,
tan solos los muertos...

“¡Dios mío que solos se quedan los muertos!"... Guardo ese pedazo de tela como si fuera un tesoro, y lo llevo conmigo para devolvérselo a su dueña, si tengo ocasión y el Señor es servido de que vuelva a hallarla.