lunes, 5 de mayo de 2014

Adiós, Passchendaele...

Peter Holden llevaba tiempo trabajando en el documental que la BBC había encargado a su productora, por aquello del centenario de la I guerra mundial. “Parece que solamente nos acordamos de las cosas o de los sucesos cuando se cumplen aniversarios redondos”, pensaba Peter, con mucha discreción porque no quería perder su empleo de documentalista, en unos tiempos en que las opiniones divergentes con el que paga, se pagan con el despido. Libertad de expresión, como cualquier libertad, únicamente tolerada cuando coincide con la conveniencia de los que mandan. Agradecido por tener aún un medio de vida, el diligente Holden se pasaba horas y horas navegando o sumergido, según fuera desde su ordenador o en hemerotecas sin digitalizar, en busca de artículos, fotografías impactantes e inéditas, o retratos que tuviesen la virtud de narrar sin palabras lo que fue aquella lejana guerra. Defecto humano, que nadie escarmienta en cabeza ajena y que se tiene que vivir un espanto para conceder crédito a lo que nos contaban nuestros mayores. Porque no, no exageraban ni un ápice, al contrario, se llevaron muchos malos recuerdos a la tumba porque sabían de sobra que el horror satura y no se cree cuando alcanza determinadas e insoportables cotas.

No era la primera vez que acometía una labor así. Sus cincuenta y tantos años habían trazado una amplia experiencia en esas tareas, ya fueran documentales sobre la Naturaleza, sobre el Universo, o sobre lo que tocase. Porque toca ser polivalente, como se ha dicho, en una época en que disfrutar de ese derecho al trabajo es un privilegio. Con ese cuidado, con ese esmero, fue segmentando la información recabada junto con sus compañeros, los antecedentes del conflicto, los personajes principales de la tragedia, el difícil equilibrio de las alianzas, los esfuerzos (en todos los sentidos) diplomáticos, las batallas, los movimientos de tropas, la tragedia dentro de la tragedia que fue Rusia, las nuevas armas, etcétera. Realmente ya estaban entrando en la recta final, y todo, todo, se contaría con sutileza “británica”, desde su perspectiva, porque, al cabo, fue una guerra que ganó el Imperio Británico, junto con sus desinteresados aliados, y eso estaba por encima de los millones de muertos.

Peter estaba cerrando la edición sobre la batalla de Passchendaele, una batalla más con un bagaje altísimo en vidas para nada, como suele ser habitual por otra parte. Al principio supuso que debió de tratarse de una alucinación que tuvieron varios pelotones de soldados del V ejército británico. La histeria colectiva se desboca en situaciones límite, y el fragor de una batalla lo es, indudablemente. Una anécdota intrascendente que, ni por asomo, se asomaría al contenido que el narrador, un actor de campanillas, leería mientras las imágenes y las entrevistas desfilaban alternativamente por la pantalla. Cosas de la guerra, de la impetuosa e irrefrenable expresión de que se sigue con vida, como bien sabían las embarazadas que no verían retornar a sus anónimos y efímeros amantes, o como esos extraviados niños de mirada perdida que por extraviarse han perdido hasta sus lágrimas.

Pero era curioso. Resulta que la alucinación había pasado por encima de las trincheras porque los soldados enemigos, del IV ejército alemán, también refirieron el mismo hecho. Muchos testigos, demasiadas consecuencias, idénticas para ambos contendientes. Hubo soldados que arrojaron sus armas y se negaron a seguir combatiendo. Se cursó la orden de que fuesen fusilados por sedición inmediatamente. No pudieron ser ejecutados ese día. Nunca identificaron la causa de la imposibilidad. Un grupo de soldados alemanes se encerró en una iglesia que había sido arrasada por los británicos y se pusieron a rezar sin que nada ni nadie pudiese sacarles de ese arrebato, ni tan siquiera la furiosa artillería francesa que descargó todo su fuego sobre ellos... Sin que hubiese una sola baja. Otro reporte que hablaba de que unos combatientes aliados, sin diferenciar si eran franceses o súbditos de su británica majestad, rechazó cumplir la orden de cargar cuando el barro de su trinchera dejó al descubierto la blanca e impoluta imagen de una virgen que lloraba sangre...

Ya no le parecía tan anecdótico por los testimonios que se acumulaban, curiosamente Internet no recogía ninguno, hay olvidos tan inexplicables como los hechos que marginan. Ocurre a menudo que uno no repara en una noticia y la pasa por alto, hasta que fija la atención en ello y se tiene la sensación de estar bajo una serie de detalles que apuntan en la misma dirección, como si alguien, tenazmente, estuviera llamándote a gritos para que volvieses la cabeza a su reclamo. Consultó con el coordinador de la productora, que era de quien dependía, un hombre de unos treinta y cinco años. “¿Estás bromeando?”, le contestó. “Ha pasado un siglo, entonces la gente era muy dada a creerse cualquier cosa... Va a resultar que las invenciones de unos militares en estado de shock por estrés pos-traumático son de interés histórico”.

Peter sopesó la respuesta, como si estuviese en terreno resbaladizo.

- El frente de Passchendaele tenía más de una decena de kilómetros. Me he topado con bastantes testimonios, no ya de nuestros compatriotas, sino también de franceses y alemanes dando cuenta de un cúmulo de fenómenos extraños, todos en la misma mañana. No sé lo que pasó, pero fue muy notable porque es complicado, por no decir imposible, poner de acuerdo a tantas personas, luchando en bandos distintos además.
- No estás bromeando... – Se llevó la mano a la frente con fastidio, como si le hubiese entrado un terrible dolor de cabeza. - ¡No me lo puedo creer! ¿A quién le importa un cuento así? Te lo explico... – Adoptó un tono condescendiente, como si estuviera describiendo algo a un niño, lo que incomodó al veterano documentalista. – La BBC nos paga una pasta por contar lo que nos han dicho que hay que contar. Y entonces, nosotros, que somos los expertos, vamos a lo fundamental, que hubo una guerra muy mala, para lo que rescatamos entrevistas de ex - combatientes que ya están criando malvas y que a nadie le apetece saber la medida de su sufrimiento porque fue por una buena causa. Además de que murió mucha gente por culpa de gobiernos imperialistas, y que gracias a nosotros, ¡qué ganamos!, triunfó la Democracia.
- Sí, – afirmó Peter para luego ironizar, – por esa razón no ha habido más guerras desde entonces...

La fulminante mirada del coordinador cerró la sugerencia. No, no habría la menor mención a lo acaecido en Passchendaele aquella lluviosa mañana de otoño de 1917. Quedaría durmiendo el sereno sueño de los justos en los archivos hasta que el paso del tiempo diese su última paletada y enterrase esos hechos bajo la plúmbea losa de la ignorancia.

¿O acaso no?...


Sábado por la mañana, 13 de octubre de 1917, frente occidental, Passchendaele, Bélgica.

Llovía de nuevo. Después de pocas jornadas sin respirar barro, la lluvia incesante volvía a insuflarle fuerzas para que todo fuese cieno. Los cadáveres tendidos, pudriéndose lentamente en los agujeros que los obuses habían excavado en la sufrida tierra, ahora llenos de lodo hasta sus bordes. Se había dado el caso de soldados que habían muerto ahogados, mientras patrullaban de noche, al pisar lo que pensaban que era un simple charco. Y sin pedir auxilio, sabedores de que nadie iba a arriesgarse a salir de esas ratoneras que eran las trincheras para recibir un disparo de algún aburrido centinela enemigo. Por eso no eran simples lodazales, sino pozos sin fondo de barro, pútrido, viscoso y oscuro, que llegaban hasta el mismísimo Infierno.

Llovía y eso no era nuevo para Wilhelm, joven capitán del Reichsheer (1), en su Baviera natal también se desbordaba el cielo en otoño, pero en este caso él percibía diferencias. En Flandes, el agua iba diluyendo el suelo, hasta que la tierra era una masa pastosa que te tragaba, como si quisiera cobrarse el préstamo en carne que le había dado a Dios para crear al Hombre.

Wilhelm aguardaba la orden de sus superiores para atacar. Había que contener la ofensiva aliada sobre la región, tarea casi imposible porque los británicos estaban recibiendo refuerzos canadienses y de la ANZAC (2), y los norteamericanos ya iban llegando a Europa. Así que ello implicaba mandar a la tumba a unos cuántos jóvenes alemanes. Más. Las guerras las declaran los políticos, lo que en sí mismo ya es una forma de corrupción, para que mueran en ellas los soldados. Siempre ha sido de esa manera. Y un militar haciendo política ya no es un militar, sino una mezcla informe y deforme de lo peor de ambas condiciones.

Las órdenes se cumplen con disciplina y patriotismo. Resulta curioso que los combatientes tengan que alardear de ellas en las batallas, hasta el punto de rendir sus vidas, mientras que a los que mandan se les exima de demostrarlo. Les basta con las buenas y falsas palabras que les dictan los que gobiernan de verdad en la sombra y desde las sombras para engañar en las elecciones y ganarlas. Quizás esa sea la mejor definición de “democracia”, toda una industria de la mentira. Pero a Wilhelm esas reflexiones le llegaban en mal momento. Cualquier pensamiento es malo antes de saltar de la trincheras bajo el fuego enemigo. Su lluvia de metal te mata, y la del cielo te sepulta en ese maldito cieno de Flandes. Verdaderamente, parecía que toda Bélgica fuera un cenagal. Puede que el mundo entero lo fuera.

Así que recibirían el mandato de salir para desgastar al enemigo, procurarían correr sin tropezarse con las balas y los obuses aliados hasta que el corneta avisase de que había que regresar a la trinchera. Más o menos lo que solía ocurrir, por turnos, porque a ellos también les pasaba lo mismo. Y transcurrían las semanas y los meses. Para los que tenían suerte y sobrevivían, porque para los muertos el juego acababa para siempre. Puede que después de tanta penalidad, de tanta estupidez, de tanto sacrificio, ellos fuesen los más afortunados. La Vida también es una maldita guerra de trincheras.

Había llegado el momento. Pudo verlo en la mirada de su mayor. Con una señal le indicó que su unidad sería la que iniciase la carga. Maldijo su suerte porque él como oficial al mando sería el primero en salir. Era lo lógico. Alguien tiene que dar ejemplo y guiarlos hacia el Infierno... Desenfundó su Luger y la amartilló. Quiso musitar una plegaria, pero no pudo recordar ninguna. “Gott mit uns” (3), sí, Él estaría cerca, pero la desesperación es la peor ceguera porque afecta al alma. Miró a sus hombres para que estuviesen avisados. Miedo, terror, clavado silenciosamente en los ojos. Ni el káiser Guillermo, ni ningún otro gobierno merecían tanto. Y sus países... sus países, como sus mujeres, como sus hijos, les necesitaban vivos. Hay un Reino por el que luchar, y por el que morir, pero no es de este mundo.

Restalló la orden. Con dificultad, con esa humedad que todo lo impregnaba, con el peso del armamento, de la munición, de los años que no se sabe si se podrán vivir tras esos instantes de estrépito, de confusión, de correr ensordecidos por el fuego a discreción... Sucedió.

Era un simple hombre, aproximadamente de treinta o cuarenta años, una edad indefinida, de complexión fuerte, con el pelo cortado al estilo militar, como ellos mismos, de rasgos definidos y angulosos, afeitado... Vestía un hábito oscuro, sencillo, lo que hacía inferir que era un religioso. Avanzaba justo por el medio de las líneas que estaban disparándose entre ellas, con despreocupación, con una leve sonrisa incluso, bendiciendo con la mano derecha a uno y a otro lado, a británicos y a alemanes, mientras que en la otra llevaba colgando un sencillo Rosario cuyas cuentas eran de madera. Y lo increíble: No le alcanzaba ningún impacto, ninguna explosión le afectaba. Andaba tranquilamente por ese paraje desolado como quien da un paseo por la playa en verano de buena mañana.

Y más increíble todavía es que ninguna ráfaga de ametralladora, cuyo tableteo encogía el corazón, ninguna pieza de artillería, lograba hacer blanco en ninguno de sus hombres, ni en él mismo, como si las balas se desvaneciesen en el aire. Se detuvieron, alguno se arrodilló para contemplar el pausado caminar de aquel hombre que se había aventurado a interponerse entre ambos bandos. Cundió el desconcierto entre los británicos, una sección de su trinchera se vino abajo y los soldados salieron despavoridos del lugar porque una imagen de la Virgen, llorando sangre, había quedado al descubierto. Se desató la histeria, se deshizo la cadena de mando, soldados que alzaban sus brazos, soldados que pedían misericordia a grandes voces, soldados que arrojaban las armas y se hincaban de hinojos elevando la mirada a un cielo que no dejaba de bendecirles, a todos, con su llanto.

El religioso llegó a la altura del capitán Wilhelm. Le entregó una pequeña cruz de madera, le bendijo en latín y siguió su camino. El oficial no se agachó para recoger su pistola, que se hundía lentamente en el barro de Flandes...


Un día de julio de 1971, en una playa del sur de España.

El octogenario mira con dulzura el chapoteo de sus nietos en la orilla del mar. Después de todo, ha llegado a conocerles. En realidad se sentía compensado con esos momentos. No anochecía ningún día sin que se preguntase, con inquietud, si ellos también tendrían que vivir el horror. Sin embargo, verlos construir castillos de arena en la playa disipaba cualquier temor a la luz de tanta esperanza.

Estaba cansado, reposando plácidamente en una hamaca, a la sombra, disfrutando de esa luminosidad que lo bañaba todo con su resol, con el Mediterráneo en el horizonte, mientras jugueteaba con una cruz de madera que colgaba de su cuello desde...

Entonces apareció él. Paseando apaciblemente, como aquella distante mañana. La gente lo miraba con extrañeza, vestido con su hábito oscuro en un tórrido contexto de sombreros de paja, camisetas a rayas, bañadores y biquinis. Algunos jóvenes hacían intención de burlarse, pero cuando los miraba se quedaban petrificados. A pesar de todo, él no abandonaba su sonrisa. Se iba acercando al anciano, que lo escrutaba sin llegar a creérselo. ¡Habían pasado más de 50 años, y el hombre estaba exactamente igual que en octubre de 1917!

El religioso le tendió la mano. El capitán Wilhelm se quitó la cruz sin decir nada y se la devolvió, ante los murmullos de las personas que presenciaban la escena sin entender nada. Cerró su mano, le bendijo como aquel día y continuó su caminar.

Se quedó dormido dulcemente mientras le veía alejarse. Murió soñando que iba andando junto a él. Feliz porque sabía que nunca volvería a Passchendaele...

NOTAS
(1) Ejército Imperial de Alemania.
(2) Fuerzas de Australia y Nueva Zelanda.
(3) “Dios con nosotros”, lema nacional de Alemania. Ahora postergado por ser demasiado “confesional”.