jueves, 29 de mayo de 2014

Angyalka

Nunca se sabe de donde viene. Tampoco su destino. Algunos creen que se trata de un monje, un fraile, un religioso en definitiva. Así lo juzgan porque suele acompañarse de un Rosario de madera, pequeño y sencillo, y se viste con largas vestiduras, que recuerdan el hábito que lucen las personas de esa condición. Sin embargo, muchos de los que se han cruzado en algún momento con él, intuyen que sus ropas son sólo eso, ropas, que usa para cubrirse, y que esconde algo indefinible que, sin ser amenazante, les causa vértigo y respeto.

Es un hombre de complexión fuerte, alto sin humillar, con el pelo corto y descuidado de clara inspiración militar, afeitado; cargado con unos treinta y cinco o cuarenta años. Hay ocasiones, bajo determinada luz, que parece superar esa edad. En el fondo de su mirada reposa serena la tristeza, no muy lejos de una esperanza que es la misma que desprenden sus palabras. Palabras, a veces, trémulas y espantadas de alguien que ha visto demasiado dolor; en otras vehementes y entusiasmadas por saber que, después de todo, lo mejor está por venir.

Llega, se dirige a alguien en particular por razones que únicamente conoce él, le da o recibe algo, cuenta un episodio o hecho sin conexión aparente con la situación y los presentes, mira al Infinito antes de bendecirte y despedirse, y luego se pone a caminar, con esa patria espinada a cuestas que son sus recuerdos y sus plegarias. Nadie sabe de donde procede y nadie sabe nada de él.

Nadie sabe su nombre a ciencia cierta porque pocos son los que han llegado escucharlo.

Un deslumbrante atardecer del final de mayo, acaso del principio de junio, en un parque. Los críos corretean por aquí y por allá, en dura competencia con el clamor del enloquecido tráfico, heraldo de un cercano y cálido fin de semana. La ciudad no es para los niños. En realidad no es para nadie que sea de carne y hueso. Viene andando relajadamente, aunque bien puede haberse materializado un instante antes porque ninguno de los presentes ha reparado en que tan singular personaje se estuviera aproximando. En una época de zarcillos, tatuajes y peinados despeinados no debería de llamar la atención.

Se dirige hacia un grupo de mujeres, de diferentes primaveras. Una ancianita le mira con incrédulos ojos y se emociona. El hombre se acerca a ella y la abraza tiernamente, como si se conociesen de antes. De mucho, mucho tiempo atrás pese a no tener sentido porque podría ser su nieto. Quizás se trata de eso. La vieja dama se despoja de una cinta que lleva al cuello, con una crucecita de madera colgando, a modo de dije, y se la entrega entre sollozos. Él la consuela. Cuando parecía que iba a marcharse, comenzó a hablar...

“Me dispensarán si les cuento una historia.” Dijo con voz cálida. Si les aprovecha en algo, me lo agradecerán; no siendo así siempre se la podrán contar a alguien que la necesite oír. No sabemos realmente a quien tenemos delante, pero la Providencia sí.”

Alguna pensó que se trataba de un menesteroso, echó mano al monedero para que se fuera enhoramala y pudiesen continuar con su animada tertulia. Un simple gesto del misterioso hombre bastó para hacerla entender que no deseaba nada más que ser escuchado. Ante la tácita aprobación que implicaba el silencio de las allí reunidas, que no perdían de vista a sus criaturas, el desconocido empezó su relato.

“Hace mucho tiempo que pasó esto que les cuento. En la época en que toda Bohemia aún lloraba la muerte del rey Luis (1) y el monarca que le sucedió, Fernando (2), peleaba con todas sus fuerzas y las del imperio contra el Turco que ansiaba borrar la Cruz de Europa. Fue en aquellos convulsos y terribles días, con la herejía de Lutero apuñalando la espalda de la Cristiandad... Había en Praga un sabio judío, llamado Ivri, ya entrado en años, aventajado discípulo de un sefardí alquimista de Toledo, del que heredó sus conocimientos y la llave de un domicilio al que nunca retornó. No eran parientes. Según le narró, porque nada recordaba dada la corta edad que tenía cuando le recogió como pupilo, le sacó de la calle, abandonado como estaba, para educarle bajo el intransigente criterio de la Ley Mosaica.

“Nunca tuvo claro si fue recogido como le relató, vendido o simplemente raptado. Le trató con cariño y disciplina, como el padre que no recordaba y le enseñó todo lo que sabía, lo que incluía unas enigmáticas Artes con las que había que ser muy cuidadoso para no despertar la curiosidad, no ya de los gentiles, sino de otras personalidades de las que nunca entendió plenamente su naturaleza, ya que el sefardí rehusaba hablar de ellas siquiera y su voz se volvía vacilante y queda al tocar la cuestión.

“Una mañana se encontró a su maestro muerto en el lecho. Había fallecido mientras dormía. Como era una persona respetada entre la judería, las muestras de duelo fueron notables. Y él se hizo cargo de todo, de repente y sin advertencia, que es como la vida suele conceder su mayoría de edad. Siguieron encargando a su establecimiento perfumes, afeites, bálsamos, cataplasmas, ungüentos y con esas labores se ganaba la vida dignamente. Siempre ocurre que las personas cuidan sus cuerpos esmeradamente, mejor que sus almas, como si la Juventud fuera una flor inmarchitable, y no, porque sólo están pensados para durar una vida, no más, y frecuentemente sacrificada.

“Pasaban los años. Al principio estaba confiado en la idea de que hallaría una hembra, buena hija de Israel, que le diese hijos. Pero esa mujer, si existía, nunca se cruzó con él, y sus conocimientos se aliaron con una creciente demencia provocada por la soledad que le alanceaba el corazón. No soportaba contemplar el paseo de las parejas mozas frente a la puerta de su casa, detestaba las amas que urdían fugaces encuentros entre los enamorados. Llegó a considerarlo una afrenta personal e intolerable. ¿Por qué ellos, asquerosos gentiles, tenían a su disposición los goces del amor, - se preguntaba - y él, que era un devoto servidor de Elohim, nada tenía que esperar?... Y esa interrogante le corroía el alma y la mente.

“En este trance se hallaba cuando quiso la desventura que una joven y hermosa muchacha católica, nacida magiar, de nombre Angyalka, criada de alguna casa acomodada de Praga, entrase en su establecimiento para adquirir un artículo del que le habían hablado. Había ahorrado semanas para adquirirlo. Ivri se queda perdidamente prendado de cada uno de sus gestos, facciones y palabras. Le obsequia el producto con el fin de atraerse la simpatía de la chica, para que volviese. Y tramó un siniestro plan para que fuese de él, y de nadie más, por las buenas o por las malas. Para ello acudió sin prevención a los antiguos, arcanos y prohibidos conocimientos que le transmitió su mentor.

“A menudo acaece que lo enseñado como aviso, como mojón que no ha de traspasarse, seduce imperiosamente cuando se presenta la tentación. Somos poca cosa, casi lo mismo que la tierra que pisamos y que nos dará postrera morada, e Ivri fue un juguete en manos de un deseo que se desbordaba en cada uno de sus pensamientos. Angyalka sería suya, y ya le daba igual que fuera cristiana que ismaelita, que igualmente habría retado al Dios de Abraham. Lo que ignoraba en su vasta sabiduría es que esa clase de ambiciones despiertan la curiosidad de seres intangibles, incorpóreos, ni vivos ni muertos, que acechan al Hombre desde su concepción hasta que es acogido por El Que Todo Lo Puede. Y terminan viniendo si se les llama.

“Angyalka regresó a la tienda de Ivri, más esplendorosa que nunca, con el sol de su sonrisa en los labios, cuyo valle sería capaz de ensombrecer al de Josafat en el Día del Juicio. El alquimista le habló de cosas intrascendentes, para distraerla, mientras cerró la puerta a cal y canto para no ser importunado en lo que se proponía por algún parroquiano, y para que ella tampoco pudiera escapar. No se percató...

“Le habló de su encendida pasión, de que deseaba convertirla en su amante, en su esposa, en lo que ella le pidiese, a cambio de que permaneciese junto a él para siempre. Ella titubeó, intentó deshacerse de su agobiante asedio, que le provocaba repulsa, retrocediendo hacia la entrada. Esquivaba sus requiebros con buenas pero firmes palabras. Ivri fue abandonando su suave tono, sustituyéndolo por otro más áspero, más exigente. Angyalka estaba de espaldas a la puerta, tanteando afanosamente el pestillo... Forcejeó con los dedos para retirarlo... ¡El cerrojo había sido bloqueado!

“Dio un vigoroso empujón al judío para desasirse de su endiablado abrazo mientras le chillaba que nunca estaría con un maldito viejo y pedía auxilio. Ivri la agarró del brazo, destapó un albarelo que tenía preparado cerca y la obligó a beber el líquido que contenía.

Todo irá bien, ya lo verás. Te haré muy feliz, nada te faltará. Lo siento de veras, pero los preparados más efectivos son los más amargos... Le decía, intentando aplacarla. Ella sintió que le abandonaban las fuerzas... No lograba mantener la resistencia... Se hundía en oscuras aguas, con una diminuta luz al fondo...

“Él advirtió lo que pasaba inmediatamente. Intentó reanimarla, consciente de que la había matado. ¿En qué se había equivocado? Repasó mentalmente los ingredientes, no había error, medidos y calculados al detalle los pesos, sus mezclas, los tiempos de maceración y cocción, la manera en que se unirían a los humores de su hermoso cuerpo, las Personalidades a las que había invocado para que el conjuro fuera eficaz... ¿Qué le estaba pasando?

- Que la habéis asesinado, viejo estúpido...

“Ivri se giró en dirección al sonido de esa voz. No estaba solo. ¿Cómo podía ser posible? Era un joven alto, pálido, rubio, sin barba, vestido ricamente a la española, sentado arriba de una de sus estanterías,  como águila evaluando su presa, escupiéndole esa frase en latín. Saltó de su atalaya como un gato, cayendo de pie, sin el menor crujido del maderamen que tejía el suelo que soportaba sus pasos. ¿Quien es vuestra merced? Acertó a preguntar entrecortadamente...

- Eso no os importa. - Sonrió con maldad. - ¡Menudo embrollo, judío! ¡Siempre estáis en todos los pleitos!... Y ahora, ¿cómo vais a explicar esta calamidad a los corchetes (3)?

“Sí, debía de ser español, porque entre tanto latín había colado adrede la palabra corchetes (3), como parte de un juego, a sabiendas de que sería comprendido. Así que le contestó en la lengua que se educó su maestro.

- No lo sé, como tampoco sé la forma en la que habéis entrado en mi casa. - La desesperación subió a sus ojos. - Haría cualquier cosa por devolverle el aliento...
- ¿Cualquiera? - Interpeló el intruso en el mismo idioma. - Eso es mucho decir, judío...  ¿Qué me daríais a cambio de su vida?
- Lo que fuera, pero dudo de que tengáis esa facultad, que pertenece a Yahveh-Elohim.
- Estáis errado, judío. – Rió entre dientes al tiempo que examinaba a Angyalka. - No dispongo de mucho tiempo, pero aún puedo hacer que esta ramera cristiana recobre la vida. – Le arrancó con rabia la sencilla cruz que colgaba de su cuello. - El precio es alto.
- Os daré todo lo que tengo.
- No es suficiente... - Replicó con desdén.
- Todo lo que soy, toda mi ciencia, - añadió arrasado por las lágrimas, - ¡seré vuestro esclavo!
- Eso está mejor, pero no me sirve. Todo lo que conocéis lo tengo a mi disposición y mucho más que ni imagináis... Quiero vuestra alma. Y ella tornará a la vida.

“La propuesta sonó como un latigazo en el cerebro de Ivri. Así que estaba frente a un sidonai (4), justo castigo por su osadía.

- Siempre con vuestra Culpa a cuestas, Ivri (5). En verdad que este nombre os cuadra como espada en vaina... Tempus fugit (6), judío, decidíos presto porque de lo contrario nada podré hacer para rescatar a vuestra amada... “Como se viene la Muerte / tan callando...” (7)

“No reflexionó, no quiso hacerlo para impedir que sus lágrimas se aliasen con el temor, con el terror por lo que estaba viviendo...

- Sea. Tomad mi alma a cambio de la vida de ella.
- ¡Qué bonito es el amor! Llevo siglos diciéndolo... – Exclamó sarcásticamente. - O lo que sea el pecado que enterráis bajo el sepulcro blanqueado de ese nombre.

“Chascó los dedos. Ivri percibió que había alguien más en la estancia, aunque le fue imposible verlo. Unos poderosos brazos invisibles alzaron a la doncella, le abrieron la boca y le introdujeron un oscuro bebedizo que salía de la nada. La depositaron sobre el entarimado nuevamente.

“Apenas unos pocos segundos... Angyalka se retorció y tosió violentamente, esputando parte de la poción que le había administrado esa entidad invisible. Ivri quiso abrazarla, mas se lo impidió esa misma fuerza que estaba salvando a la joven. Cuando abrió los ojos, miró detenidamente al español para exclamar...

- Én Istenem! (8)
- Dios no es parte en estos tratos. - Sentenció despectivamente el desconocido. - Ella es mía ahora, - se dirigió al hebreo, - y vuestra merced me debe algo... El alma, por ejemplo.
- No, ¡no puede ser! Os la daré cuando me llegue la hora. ¡No hemos hablado nada de eso!
- Es cierto, no hemos hablado de eso, ¡cuán conveniente es sopesar los extremos de un pacto antes de comprometerse! Yo pongo el plazo, y ya ha vencido... He salvado la vida de esta damisela, y quiero cobrar mi deuda en este momento. - Le señaló con la ballesta del odio en su rostro. - ¡Adolete ille! (9)

“Al punto comenzaron a brotar pequeñas llamas de la vestidura de Ivri. Lo que fuera le estaba quemando vivo. El viejo aullaba de dolor mientras tropezaba con sus enseres domésticos e iba propagando el incendio por doquier. El extraño musitó “Sanguis Eius super nos et super filios nostros” (10) y cogió la mano de Angyalka, quiso rechazar su frío y duro tacto, pero no pudo... El espacio que ocupaban parecía ser rehuido por el fuego, con respeto, con devoción, como homenaje que el vasallo rinde a su señor. La mujer perdió la conciencia. Un vidrioso cuartel cuando la realidad supera unos límites que los sentidos se niegan a hollar... El intruso arrojó la cruz al cadáver llameante de Ivri.

“Angyalka no tenía la menor idea de si habían transcurrido minutos, horas o días. Acaso siglos. Lo que recordaba le causaba una gran congoja. Sin duda, había tenido una horrible pesadilla. Estaba tendida sobre una blanda cama, con el espléndido sol de mediodía taladrando el brocado de seda de un cortinaje que no podría pagar ni con el salario de toda su vida. El firmamento. Un azul increíble, digno color para el manto de la Santísima Virgen, puro, límpido, infinito. No era el plomizo cielo que miraba desde el ventanuco del chiscón donde reponía fuerzas tras las interminables jornadas de trabajo al servicio de su señora. Ni siquiera el modesto vestido que lucía era el mismo. Se admiró en un gran espejo: Parecía una de las damas de compañía de la archiduquesa Leonor de Habsburgo (11) a las que una vez ojeó de lejos cuando asistía a la misa de la Iglesia del Espíritu Santo. Se deleitó observando su largo cabello rubio recogido coquetamente y ataviada del color negro que los españoles habían puesto de moda en toda Europa con la única resistencia de la Corte francesa y de los herejes isabelinos. Una inmaculada gorguera blanca rodeaba su esbelto cuello, adornada con finísimas aguamarinas semejantes a gotas rematando las puntas más alejadas de su garganta. Jamás imaginó que pudiera llegar a deslumbrarse a sí misma. Cada detalle suponía un alarde de exquisito y refinado lujo, una poesía entretejida a medida sobre el telar que era su cuerpo asomado a la plenitud de la vida, la labor de una modista experimentada que no había dado una mala puntada, ni tomado una mala medida. Una ostentación sin par que la abrumaba. La cautela se abrió paso a empellones, apartando su euforia... Componer ese vestido llevaría semanas y costaría una fortuna, ¿quién se lo habría proporcionado? ¿Quién la habría compuesto para lucir así? Y lo que casi olvidaba cegada por tanto brillo y lujo... ¿Dónde se hallaba? Se llevó la mano al pecho con preocupación: No tenía su crucifijo. Es más, la alcoba no tenía ni un símbolo de su Fe, en cambio había otros que no conocía pero que le desasosegaban.

“A lo lejos podía escuchar el sonido de un instrumento musical. Venía de otra dependencia, pero su dulce y melancólica música parecía bañarlo todo. Era un laúd, aunque presentaba matices que lo diferenciaban de los que se escuchaban por las calles y tabernas de Praga.

- Es una vihuela... – Aclaró la voz de un hombre a su espalda. - Celebro que os agrade. Y esta es vuestra nueva casa... Si me obedecéis.

“Se quedó petrificada. No fue una pesadilla. El judío intentó forzarla, fue obligada a beber algo... Ese sopor que la invadió, aquella negrura tan acogedora y familiar... Hasta que sintió que la arrastraban, que la arrancaban de aquel lugar donde se sentía tan bien... Ese hombre había matado al viejo que vendía ungüentos después de su parloteo en un idioma que desconocía. Y luego... Se desmayó.

- ¿Obedecer?... – Balbuceó asustada. - ¿Quién sois? ¿Dónde estoy?
- Podéis llamarme Lucián. Os apeo del tratamiento que merezco para que veáis el grado de mi generosidad. Seréis mi invitada por mucho tiempo. Os halláis en una gran casa, la he adquirido hace escasos meses, casi a medio andar entre la Plaza Mayor y el Real Alcázar de Madrid. Nos hallamos en la nueva Corte de un Imperio como no se ha visto antes: La Monarquía Católica. El lugar ideal para mis tareas y en el que vuestra merced me será sumamente útil...
- Así que estoy en España... ¿Cuántos días he estado sin sentido? – La muchacha creía haber regresado a la pesadilla que había dejado atrás. - ¿Cómo me habéis traído hasta aquí?
- Días no, unas catorce horas. Os he traído yo. Los carruajes son lentos e incómodos. Eso por no hablar de las fondas sucias y malolientes, de los insolentes modales de los arrieros, de los salteadores de caminos. Puedo llevaros a cualquier sitio del mundo al instante, puedo concederos todas las riquezas, alhajas, preseas que se os antojen. Si me servís bien en lo que os pida, puedo obsequiaros con la mismísima corona del rey Felipe, si ese es vuestro capricho.
- No quiero ninguna corona. No quiero nada. - Negó temblorosa. - Únicamente deseo volver al servicio de mi señora. Estará intranquila por mi ausencia.
- Pues es una pena... - Fingió contrariedad. - No retornaréis. Os tomarán por bruja... Además ese percance con el viejo judío... Su casa quemada hasta los cimientos... Vuestra cruz junto a su podredumbre calcinada... Mal asunto. Y lo peor, vuestra nueva condición... Olvidaos para siempre de la limosna que os pagaban, de la vida que se os escapaba y saludad a la existencia que se os ofrece.
- ¿Qué condición? No he cambiado.
- No estáis viva. Tampoco muerta... Habéis entrado a formar parte de la gran familia de seres que no deberíamos existir, pero que estamos aquí a despecho de los que piensan que la Creación sigue unas reglas fijas, inmutables y asequibles a vuestras ridículas entendederas.
- No os comprendo. Apenas sé leer y escribir... Os ruego, os suplico, - se echó las manos a la cara, comenzó a llorar, - que por Dios tengáis compasión de mí y que me llevéis de vuelta a mi casa, seáis quien seáis. 
- No y no, ¡maldita sea! - Se encolerizó. - Os prohíbo que mencionéis a Ese ingrato. Dijimos Non Serviam, ahora estáis a mi servicio como yo mismo estoy a las sabias órdenes del príncipe de la luz, mi señor Lucifer. ¿Por qué la Humanidad se empeña en pecar una vez y otra a poco que se pasea la tentación por delante de vosotros, y cuando podéis ser consecuentes con vuestra despreciable naturaleza os refugiáis en el Arrepentimiento? Os ha sido dada la luz de una nueva existencia lejos de la tijera de Aisa (13). No padeceréis enfermedad ni muerte si no es por mi voluntad. Podéis disfrutar de todo lo que imaginéis sin rendir cuentas a nadie porque yo soy uno de los lugartenientes del señor de este mundo... ¡Y lo único que se os pasa por la cabeza es llorar como una plañidera que no ha cobrado todavía y reclamarme que os devuelva a una vida de miseria, con hijos que no veréis crecer porque os desangraréis en algún parto para acabar de gusanera en una fosa! - Gritó furioso. - ¡Sois tan desagradecida como ese Dios que nos arrojó de Su Lado! ¿Dónde está ahora el Señor al que remitís vuestras plegarias?, decidme, ¿dónde?
- Está en mí, - replicó sollozando Angyalka, - sé que lo tengo en mí. Él nos trajo la Esperanza del Amor y nada hay que me haga renunciar a Ello.

Le propinó una bofetada que la tiró al suelo mientras reía a grandes carcajadas, blasfemando en un lengua desconocida. Los postigos chirriaron sobre sus goznes y se cerraron con estrépito por sí solos, sumiendo el amplio cuarto en tinieblas. La música enmudeció.

- ¿Esperanza? ¿Amor? - Percibió que le susurraba al oído, muy cerca de ella, a pesar de hallarse rodeada por la oscuridad más impenetrable. - Comprobad el amor con que nos apartó de Sí. Amor. Habláis de esperanza y amor. Bien, la fortaleza de vuestra fe os salva de que os envíe al Infierno, sin embargo, dado que rechazáis servirme, os condeno a ser una aparecida, merodeando una de sus entradas, hasta que alguno de esos cadáveres andantes que se llaman “hombres” tenga el valor de arriesgar su vida para redimiros. Por amor a vuestra merced. A ver cuánta esperanza halláis en ello...

“Desde entonces, con pesadumbre, se cantan estos versos...

“Cuando la luna por estrellado cielo no pasea,
vagará la Dama, por enamorar a quien la vea.”

“Y en las noches en que el firmamento sufre con resignación la ausencia del astro, Angyalka merodea por los desiertos aposentos de una casa señorial que ya no existe, recorre una angosta y solitaria callejuela que ya no está, cuida un sueño que no sabe si se cumplirá, como es el puro amor de un hombre que la rescate del Mal como Cristo nos salvó de nuestros pecados.”


Levantó la mirada, se santiguó, bendijo con la mano a las mujeres que le habían escuchado absortas y emocionadas, y dando media vuelta se marchó por donde vino sin pronunciar una palabra más.

Nunca se sabe de donde viene. Tampoco su destino. Algunos creen que se trata de un monje, un fraile, un religioso en definitiva. Así lo juzgan porque suele acompañarse de un Rosario de madera, pequeño y sencillo, y se viste con largas vestiduras, que recuerdan el hábito que lucen las personas de esa condición. Sin embargo, muchos de los que se han cruzado en algún momento con él, intuyen que sus ropas son sólo eso, ropas, que usa para cubrirse, y que esconde algo indefinible que, sin ser amenazante, les causa vértigo y respeto...

NOTAS

(1) Luis II de Hungría, muerto en la batalla de Mohács (1526)
(2) Fernando de Austria, hermano de Carlos I de España.
(3) Era el nombre que recibían los agentes de la autoridad en Castilla, desde el siglo XV.
(4) Demonio en hebreo.
(5) Su significado es “el que cruzó”.
(6) El tiempo vuela.
(7) Versos de Jorge Manrique.
(8) “¡Dios mío!” en húngaro del siglo XVI.
(9) Latín vulgar: “¡Quemadle!”
(10) Latín clásico: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”, Evangelio de san Mateo, capítulo 27, versículo 24.
(11) Leonor de Habsburgo (1534-1594), hija de Fernando de Austria y Ana de Bohemia.
(12) Latín clásico: “No serviré”, lema de los ángeles caídos.
(13) La parca que cortaba el hilo de la vida.

lunes, 5 de mayo de 2014

Adiós, Passchendaele...

Peter Holden llevaba tiempo trabajando en el documental que la BBC había encargado a su productora, por aquello del centenario de la I guerra mundial. “Parece que solamente nos acordamos de las cosas o de los sucesos cuando se cumplen aniversarios redondos”, pensaba Peter, con mucha discreción porque no quería perder su empleo de documentalista, en unos tiempos en que las opiniones divergentes con el que paga, se pagan con el despido. Libertad de expresión, como cualquier libertad, únicamente tolerada cuando coincide con la conveniencia de los que mandan. Agradecido por tener aún un medio de vida, el diligente Holden se pasaba horas y horas navegando o sumergido, según fuera desde su ordenador o en hemerotecas sin digitalizar, en busca de artículos, fotografías impactantes e inéditas, o retratos que tuviesen la virtud de narrar sin palabras lo que fue aquella lejana guerra. Defecto humano, que nadie escarmienta en cabeza ajena y que se tiene que vivir un espanto para conceder crédito a lo que nos contaban nuestros mayores. Porque no, no exageraban ni un ápice, al contrario, se llevaron muchos malos recuerdos a la tumba porque sabían de sobra que el horror satura y no se cree cuando alcanza determinadas e insoportables cotas.

No era la primera vez que acometía una labor así. Sus cincuenta y tantos años habían trazado una amplia experiencia en esas tareas, ya fueran documentales sobre la Naturaleza, sobre el Universo, o sobre lo que tocase. Porque toca ser polivalente, como se ha dicho, en una época en que disfrutar de ese derecho al trabajo es un privilegio. Con ese cuidado, con ese esmero, fue segmentando la información recabada junto con sus compañeros, los antecedentes del conflicto, los personajes principales de la tragedia, el difícil equilibrio de las alianzas, los esfuerzos (en todos los sentidos) diplomáticos, las batallas, los movimientos de tropas, la tragedia dentro de la tragedia que fue Rusia, las nuevas armas, etcétera. Realmente ya estaban entrando en la recta final, y todo, todo, se contaría con sutileza “británica”, desde su perspectiva, porque, al cabo, fue una guerra que ganó el Imperio Británico, junto con sus desinteresados aliados, y eso estaba por encima de los millones de muertos.

Peter estaba cerrando la edición sobre la batalla de Passchendaele, una batalla más con un bagaje altísimo en vidas para nada, como suele ser habitual por otra parte. Al principio supuso que debió de tratarse de una alucinación que tuvieron varios pelotones de soldados del V ejército británico. La histeria colectiva se desboca en situaciones límite, y el fragor de una batalla lo es, indudablemente. Una anécdota intrascendente que, ni por asomo, se asomaría al contenido que el narrador, un actor de campanillas, leería mientras las imágenes y las entrevistas desfilaban alternativamente por la pantalla. Cosas de la guerra, de la impetuosa e irrefrenable expresión de que se sigue con vida, como bien sabían las embarazadas que no verían retornar a sus anónimos y efímeros amantes, o como esos extraviados niños de mirada perdida que por extraviarse han perdido hasta sus lágrimas.

Pero era curioso. Resulta que la alucinación había pasado por encima de las trincheras porque los soldados enemigos, del IV ejército alemán, también refirieron el mismo hecho. Muchos testigos, demasiadas consecuencias, idénticas para ambos contendientes. Hubo soldados que arrojaron sus armas y se negaron a seguir combatiendo. Se cursó la orden de que fuesen fusilados por sedición inmediatamente. No pudieron ser ejecutados ese día. Nunca identificaron la causa de la imposibilidad. Un grupo de soldados alemanes se encerró en una iglesia que había sido arrasada por los británicos y se pusieron a rezar sin que nada ni nadie pudiese sacarles de ese arrebato, ni tan siquiera la furiosa artillería francesa que descargó todo su fuego sobre ellos... Sin que hubiese una sola baja. Otro reporte que hablaba de que unos combatientes aliados, sin diferenciar si eran franceses o súbditos de su británica majestad, rechazó cumplir la orden de cargar cuando el barro de su trinchera dejó al descubierto la blanca e impoluta imagen de una virgen que lloraba sangre...

Ya no le parecía tan anecdótico por los testimonios que se acumulaban, curiosamente Internet no recogía ninguno, hay olvidos tan inexplicables como los hechos que marginan. Ocurre a menudo que uno no repara en una noticia y la pasa por alto, hasta que fija la atención en ello y se tiene la sensación de estar bajo una serie de detalles que apuntan en la misma dirección, como si alguien, tenazmente, estuviera llamándote a gritos para que volvieses la cabeza a su reclamo. Consultó con el coordinador de la productora, que era de quien dependía, un hombre de unos treinta y cinco años. “¿Estás bromeando?”, le contestó. “Ha pasado un siglo, entonces la gente era muy dada a creerse cualquier cosa... Va a resultar que las invenciones de unos militares en estado de shock por estrés pos-traumático son de interés histórico”.

Peter sopesó la respuesta, como si estuviese en terreno resbaladizo.

- El frente de Passchendaele tenía más de una decena de kilómetros. Me he topado con bastantes testimonios, no ya de nuestros compatriotas, sino también de franceses y alemanes dando cuenta de un cúmulo de fenómenos extraños, todos en la misma mañana. No sé lo que pasó, pero fue muy notable porque es complicado, por no decir imposible, poner de acuerdo a tantas personas, luchando en bandos distintos además.
- No estás bromeando... – Se llevó la mano a la frente con fastidio, como si le hubiese entrado un terrible dolor de cabeza. - ¡No me lo puedo creer! ¿A quién le importa un cuento así? Te lo explico... – Adoptó un tono condescendiente, como si estuviera describiendo algo a un niño, lo que incomodó al veterano documentalista. – La BBC nos paga una pasta por contar lo que nos han dicho que hay que contar. Y entonces, nosotros, que somos los expertos, vamos a lo fundamental, que hubo una guerra muy mala, para lo que rescatamos entrevistas de ex - combatientes que ya están criando malvas y que a nadie le apetece saber la medida de su sufrimiento porque fue por una buena causa. Además de que murió mucha gente por culpa de gobiernos imperialistas, y que gracias a nosotros, ¡qué ganamos!, triunfó la Democracia.
- Sí, – afirmó Peter para luego ironizar, – por esa razón no ha habido más guerras desde entonces...

La fulminante mirada del coordinador cerró la sugerencia. No, no habría la menor mención a lo acaecido en Passchendaele aquella lluviosa mañana de otoño de 1917. Quedaría durmiendo el sereno sueño de los justos en los archivos hasta que el paso del tiempo diese su última paletada y enterrase esos hechos bajo la plúmbea losa de la ignorancia.

¿O acaso no?...


Sábado por la mañana, 13 de octubre de 1917, frente occidental, Passchendaele, Bélgica.

Llovía de nuevo. Después de pocas jornadas sin respirar barro, la lluvia incesante volvía a insuflarle fuerzas para que todo fuese cieno. Los cadáveres tendidos, pudriéndose lentamente en los agujeros que los obuses habían excavado en la sufrida tierra, ahora llenos de lodo hasta sus bordes. Se había dado el caso de soldados que habían muerto ahogados, mientras patrullaban de noche, al pisar lo que pensaban que era un simple charco. Y sin pedir auxilio, sabedores de que nadie iba a arriesgarse a salir de esas ratoneras que eran las trincheras para recibir un disparo de algún aburrido centinela enemigo. Por eso no eran simples lodazales, sino pozos sin fondo de barro, pútrido, viscoso y oscuro, que llegaban hasta el mismísimo Infierno.

Llovía y eso no era nuevo para Wilhelm, joven capitán del Reichsheer (1), en su Baviera natal también se desbordaba el cielo en otoño, pero en este caso él percibía diferencias. En Flandes, el agua iba diluyendo el suelo, hasta que la tierra era una masa pastosa que te tragaba, como si quisiera cobrarse el préstamo en carne que le había dado a Dios para crear al Hombre.

Wilhelm aguardaba la orden de sus superiores para atacar. Había que contener la ofensiva aliada sobre la región, tarea casi imposible porque los británicos estaban recibiendo refuerzos canadienses y de la ANZAC (2), y los norteamericanos ya iban llegando a Europa. Así que ello implicaba mandar a la tumba a unos cuántos jóvenes alemanes. Más. Las guerras las declaran los políticos, lo que en sí mismo ya es una forma de corrupción, para que mueran en ellas los soldados. Siempre ha sido de esa manera. Y un militar haciendo política ya no es un militar, sino una mezcla informe y deforme de lo peor de ambas condiciones.

Las órdenes se cumplen con disciplina y patriotismo. Resulta curioso que los combatientes tengan que alardear de ellas en las batallas, hasta el punto de rendir sus vidas, mientras que a los que mandan se les exima de demostrarlo. Les basta con las buenas y falsas palabras que les dictan los que gobiernan de verdad en la sombra y desde las sombras para engañar en las elecciones y ganarlas. Quizás esa sea la mejor definición de “democracia”, toda una industria de la mentira. Pero a Wilhelm esas reflexiones le llegaban en mal momento. Cualquier pensamiento es malo antes de saltar de la trincheras bajo el fuego enemigo. Su lluvia de metal te mata, y la del cielo te sepulta en ese maldito cieno de Flandes. Verdaderamente, parecía que toda Bélgica fuera un cenagal. Puede que el mundo entero lo fuera.

Así que recibirían el mandato de salir para desgastar al enemigo, procurarían correr sin tropezarse con las balas y los obuses aliados hasta que el corneta avisase de que había que regresar a la trinchera. Más o menos lo que solía ocurrir, por turnos, porque a ellos también les pasaba lo mismo. Y transcurrían las semanas y los meses. Para los que tenían suerte y sobrevivían, porque para los muertos el juego acababa para siempre. Puede que después de tanta penalidad, de tanta estupidez, de tanto sacrificio, ellos fuesen los más afortunados. La Vida también es una maldita guerra de trincheras.

Había llegado el momento. Pudo verlo en la mirada de su mayor. Con una señal le indicó que su unidad sería la que iniciase la carga. Maldijo su suerte porque él como oficial al mando sería el primero en salir. Era lo lógico. Alguien tiene que dar ejemplo y guiarlos hacia el Infierno... Desenfundó su Luger y la amartilló. Quiso musitar una plegaria, pero no pudo recordar ninguna. “Gott mit uns” (3), sí, Él estaría cerca, pero la desesperación es la peor ceguera porque afecta al alma. Miró a sus hombres para que estuviesen avisados. Miedo, terror, clavado silenciosamente en los ojos. Ni el káiser Guillermo, ni ningún otro gobierno merecían tanto. Y sus países... sus países, como sus mujeres, como sus hijos, les necesitaban vivos. Hay un Reino por el que luchar, y por el que morir, pero no es de este mundo.

Restalló la orden. Con dificultad, con esa humedad que todo lo impregnaba, con el peso del armamento, de la munición, de los años que no se sabe si se podrán vivir tras esos instantes de estrépito, de confusión, de correr ensordecidos por el fuego a discreción... Sucedió.

Era un simple hombre, aproximadamente de treinta o cuarenta años, una edad indefinida, de complexión fuerte, con el pelo cortado al estilo militar, como ellos mismos, de rasgos definidos y angulosos, afeitado... Vestía un hábito oscuro, sencillo, lo que hacía inferir que era un religioso. Avanzaba justo por el medio de las líneas que estaban disparándose entre ellas, con despreocupación, con una leve sonrisa incluso, bendiciendo con la mano derecha a uno y a otro lado, a británicos y a alemanes, mientras que en la otra llevaba colgando un sencillo Rosario cuyas cuentas eran de madera. Y lo increíble: No le alcanzaba ningún impacto, ninguna explosión le afectaba. Andaba tranquilamente por ese paraje desolado como quien da un paseo por la playa en verano de buena mañana.

Y más increíble todavía es que ninguna ráfaga de ametralladora, cuyo tableteo encogía el corazón, ninguna pieza de artillería, lograba hacer blanco en ninguno de sus hombres, ni en él mismo, como si las balas se desvaneciesen en el aire. Se detuvieron, alguno se arrodilló para contemplar el pausado caminar de aquel hombre que se había aventurado a interponerse entre ambos bandos. Cundió el desconcierto entre los británicos, una sección de su trinchera se vino abajo y los soldados salieron despavoridos del lugar porque una imagen de la Virgen, llorando sangre, había quedado al descubierto. Se desató la histeria, se deshizo la cadena de mando, soldados que alzaban sus brazos, soldados que pedían misericordia a grandes voces, soldados que arrojaban las armas y se hincaban de hinojos elevando la mirada a un cielo que no dejaba de bendecirles, a todos, con su llanto.

El religioso llegó a la altura del capitán Wilhelm. Le entregó una pequeña cruz de madera, le bendijo en latín y siguió su camino. El oficial no se agachó para recoger su pistola, que se hundía lentamente en el barro de Flandes...


Un día de julio de 1971, en una playa del sur de España.

El octogenario mira con dulzura el chapoteo de sus nietos en la orilla del mar. Después de todo, ha llegado a conocerles. En realidad se sentía compensado con esos momentos. No anochecía ningún día sin que se preguntase, con inquietud, si ellos también tendrían que vivir el horror. Sin embargo, verlos construir castillos de arena en la playa disipaba cualquier temor a la luz de tanta esperanza.

Estaba cansado, reposando plácidamente en una hamaca, a la sombra, disfrutando de esa luminosidad que lo bañaba todo con su resol, con el Mediterráneo en el horizonte, mientras jugueteaba con una cruz de madera que colgaba de su cuello desde...

Entonces apareció él. Paseando apaciblemente, como aquella distante mañana. La gente lo miraba con extrañeza, vestido con su hábito oscuro en un tórrido contexto de sombreros de paja, camisetas a rayas, bañadores y biquinis. Algunos jóvenes hacían intención de burlarse, pero cuando los miraba se quedaban petrificados. A pesar de todo, él no abandonaba su sonrisa. Se iba acercando al anciano, que lo escrutaba sin llegar a creérselo. ¡Habían pasado más de 50 años, y el hombre estaba exactamente igual que en octubre de 1917!

El religioso le tendió la mano. El capitán Wilhelm se quitó la cruz sin decir nada y se la devolvió, ante los murmullos de las personas que presenciaban la escena sin entender nada. Cerró su mano, le bendijo como aquel día y continuó su caminar.

Se quedó dormido dulcemente mientras le veía alejarse. Murió soñando que iba andando junto a él. Feliz porque sabía que nunca volvería a Passchendaele...

NOTAS
(1) Ejército Imperial de Alemania.
(2) Fuerzas de Australia y Nueva Zelanda.
(3) “Dios con nosotros”, lema nacional de Alemania. Ahora postergado por ser demasiado “confesional”.