martes, 5 de febrero de 2013

Amélie


En algún futuro cercano...

Es cosa sabida que las personas buscan una vía de escape cuando la realidad es monótona y soporífera. Mucho más si esta se torna en una amenaza permanente y cierta. No es casual que algunas de las mejores obras del Arte que el Ingenio humano ha regalado a sus semejantes hayan sido concebidas bajo circunstancias excepcionales, por las grandes carencias o por el riesgo que corrían las vidas de sus autores. Paradójicamente, del mismo modo sucede con la rutina, cuyo rodillo iguala los días de los que sufren su voracidad. El aburrimiento, como humo, inunda el espíritu, y este, que se siente flaquear, procura darse a la fuga por cualquier resquicio. Lo malo es que, muy a menudo, lo que comúnmente denominamos “realidad” no es una superficie uniforme ni los días son compartimentos estancos. La metamorfosis constante del “será” en “es” para ser después ”fue” es constantemente (el lector disculpará mi tendencia a jugar con las palabras) puesta a prueba por una Física que no tiene claro que tres más tres sean igual a seis, mucho más en esa difusa e inaprensible cuarta dimensión que llamamos “Tiempo” y que tantos dolores trae, incluso la muerte cuando Dios dispone, y de la que tantos espabilados hacen negocios a cuenta del antinatural afán de esta época por mudar en adolescentes a señoras y señores que no cumplirán los sesenta. Pero dicen que esa es la característica principal de estos Días: No estar conforme con nada, ya lo decían, hace dos mil años, los exégetas veterotestamentarios y los cabalistas judíos. Así lo advirtieron también los devotos sabios y santos que emplearon su vida en alumbrar el Apocalipsis. ¿Qué eso fue hace mucho tiempo? No se fíen: Ya les avisé de que el tiempo es una constante constantemente tenue...


Realmente era lo más colorido de su gris existencia, aunque se tratasen de fotografías ahumadas por el caminar de los años y de retratos de damas y caballeros, ora adustos, ora divertidos, tintados en sepia, como reflejo de los interminables y enrojecidos crepúsculos de aquellas jornadas, en las que se sabía vivir porque se sabía que la propia Vida era un lienzo que se podía rasgar en cualquier momento. No era extraño que se le pasasen horas y horas examinando alguno de esos daguerrotipos en los que las figuras humanas tenían ese aire espectral, una belleza y una elegancia que ya estaba al margen de esa despiadada cuarta dimensión que nos manda del seno materno a la tumba en menos de lo que Dios parpadea. A veces la madrugada le había sorprendido traviesa por la ventana mientras él colgaba de la tristeza en que se sumía por lo inalcanzable del instante que había quedado atrapado, prisionero, entre cuatro esquinas de un papel revelado, o entre las cuatro esquinas de la pantalla de su ordenador, puesto que ya se había convertido en un coleccionista de momentos decimonónicos, coleccionista de un pasado eterno que no transcurría. Y la luna miraba sin pestañear por encima de su hombro, atentamente, cómo eran aquellos que un día le guiñaron el ojo simplemente porque estaban, y se sabían, vivos, acaso más que los que padecemos este embrutecido siglo XXI.

No supo el porqué. Primero veía los daguerrotipos por encima, con fruición, como se bebe la arena de un espejismo el sediento y solitario explorador que se ha extraviado en el desierto. Y luego volvía sobre ellos con mayor detenimiento. Fue entonces, en algún lugar de la noche, cuando estamos solos frente a la inmensidad del Universo y no hay sol que nos espante las tinieblas. Dormía. Sí, dormía, no estaba muerta, que además se presentaban decentemente amortajadas en los truculentos, tremendos, terribles, pero comprensibles retratos de difuntos. Era el modo que se tenía de recordar a la persona que se había ido cuando guardar una imagen de los seres queridos, manejable y con más apariencia de veracidad que la mejor de las pinturas, era algo extraordinario. Además de testimoniar que “hemos estado aquí, nadie se acordará de nosotros y de nuestros problemas dentro de cien años, pero juramos que hemos estado aquí, juramos que hemos vivido y que no ha sido en vano”. Pero esta dama, no. Es más, la percibió rebosante de juventud, de lozanía, de vida creadora de Vida. Desnuda, de espaldas, majestuosa e insubordinada al rígido canon de belleza actual que condena a las mujeres a unas medidas disparatadas, insanas y aberrantes, lo mismo que la ficción de unos fingidos derechos que las encadenan en vez de liberarlas, tal como rezan las soflamas políticamente correctas. Ella era una belleza intemporal, una sencilla y magnífica hija de Eva, que posaba como Dios la trajo a este miserable mundo, con naturalidad, sin más aditamento que unos discretos pendientes y un cabello recogido bajo los gustos del Romanticismo Tardío. Dormía, sí, dormía plácidamente y redujo la intensidad de la luz de su escritorio para no importunarla al tiempo que la contemplaba con admiración, escrutando la serena imagen hasta el punto de percibir el vaivén propio de su respiración contra el oscuro fondo, lo que era todo un símbolo...



Recorrió la Red en busca de alguna referencia, en francés, en inglés, en español, en el idioma que fuese, compulsivamente, apremiantemente, obsesivamente, desesperadamente... Tan sólo, dolorosamente tan sólo, pudo averiguar que el nombre de la modelo era Amélie, que el retrato estaba fechado en 1850 y que el fotógrafo se llamaba Felix Jacques Antoine Moulin, todo ello repetido en la infinitud infinitesimal de lo intangible que es Internet. Se lamentó, lloró amargamente, maldijo su Destino por nacer demasiado tarde. Por albergar la loca pretensión de acariciar esa piel que ya no estaba más que en los insensibles y brillantes píxeles que proyectaban su imagen hasta el fondo de su alma para abrazarla tiernamente. A sus espaldas tenía un infranqueable abismo de años, de décadas espinadas de guerras, de sangre, de revoluciones, de hambre. De pesar. Y como jirones de colores prendidos en esas afiladas púas, por aquí y por allá, las esperanzas de la Humanidad, esparcidas como estrellitas sin número en ese oscuro firmamento que le vigilaba desde el otro lado del mirador. Nunca la conocería, nunca sabría el nombre de su perfume, nunca escucharía la música de su voz, nunca llegaría a sentir el tacto de su mirada, nunca saborearía el terciopelo de su dulce boca. “Nunca más”, como decía el pájaro de mal agüero del relato de Poe... Y una sima se abría en lo más hondo de su espíritu.

¿Cuántos amantes, cuántas parejas perfectas se han visto frustradas por ese nimio, por ese insignificante detalle que es vivir separados por tiempos distintos? No se sabe. Lo que él aprendió esa noche es que su vida, que era Amélie, había sido vivida un rosario de lustros antes de que naciese para su aflicción, tormento y congoja. Con los ojos enrojecidos, arrasados por las lágrimas, besó su cara dormida y cayó vencido por el sueño sobre su teclado, como los soldados en campaña junto a su armamento, activando involuntariamente el fichero MP3 de una melodía del Bebel Gilberto, titulada “Simplesmente”. Soñó a Amélie como su amada esposa, criando junto a ella los hijos que nunca tendrían, desafiando la tiranía de ese desventurado anciano armado con una guadaña y un reloj de arena que representa el inexorable e implacable Tiempo, viendo pasar los siglos abrazados frente a un inabarcable y deslumbrante océano de luz. Muy lejos, en el exterior de ese cuarto, alboreaba un día más del siglo XXI, con naranjas, sepias, celestes, morados, como paleta de Divino Pintor dispuesto a enmudecernos con la Merced de tanta hermosura...






Amélie se había quedado traspuesta. Posando como una bella durmiente desnuda, realmente llegó a dormirse, los daguerrotipos precisaban de un tiempo de exposición muy largo para que la imagen fuera capturada con nitidez. Si el retratado se movía, simplemente no aparecería en el daguerrotipo, lo que sugería connotaciones metafísicas. Sin embargo, a monsieur Moulin le pareció original hacerle otra fotografía recién despierta, con ella mirando al objetivo por encima de su brazo, que dejase ver parte de su pecho izquierdo, apenas insinuado en la imagen precedente. Amélie accedió aún somnolienta, a la vez feliz y desgraciada porque había tenido un sueño maravilloso que la entristecía.

Monsieur Moulin le rogó que mantuviese una rotunda sonrisa en su rostro, pero ella no podía, a duras penas esbozó una enigmática media sonrisa... No, le resultaba imposible hacer más valle en la carne de sus labios a medida que los minutos le iban devolviendo a su cotidiana realidad de aquella primavera de 1850. Y esa música que aún resonaba en su mente... que nunca había escuchado, reconoció el inglés y el portugués, pero no lo comprendía. Era tan diferente de las canciones que ponían de moda los teatros del Boulevard du Temple y tan bonita que deseaba retenerla, con lo complicado que es memorizar la música que disfrutamos en nuestros sueños.

Y ese encantador desconocido al que sentía como alguien propio... que la había cubierto de caricias, de besos, todo un rendido enamorado de ella que viviría ya para siempre en su corazón, tan cerca como en su propia alma... Pero distante en ese inalcanzable siglo XXI, brumoso, ignorado, perdido. Nunca le conocería, nunca aspiraría el aroma de su piel, nunca escucharía la música de su voz, nunca llegaría a sentir el tacto de su mirada, nunca saborearía el terciopelo de su dulce boca. Amélie se sintió desfallecer. La toma había finalizado y empezó a vestirse con ese vistoso vestido verde esmeralda, adornado con puntillas blancas que tanto le gustaba y con el que había acudido al estudio de monsieur Moulin. No supo bien el motivo de tanta pena, de tanta desdicha, simplemente por un sueño tan bello. ¿O quizás no había sido un sueño? ¿Acaso, simplemente, habían compartido alguna ignota arista de la Eternidad? Porque le había soñado, a su solícito desconocido que ya nunca más lo sería, como su amado esposo, criando junto a ella los hijos que nunca tendrían, desafiando la tiranía de ese desventurado anciano armado con una guadaña y un reloj de arena que representa el inexorable e implacable Tiempo, viendo pasar los siglos abrazados frente a un inabarcable y deslumbrante océano de luz.

Muy lejos, en el exterior de esa alcoba, sobre París atardecía un día más del siglo XIX, con naranjas, sepias, celestes, morados, como paleta de Divino Pintor dispuesto a enmudecernos con la Merced de tanta hermosura... y de la constante promesa de Salvación.