lunes, 28 de enero de 2013

Touché


Es difícil precisar donde se halla el límite de la propia identidad. Tanto en el tiempo como en el espacio. ¿Es la ausencia la mejor prueba de que alguien no está presente? A menudo entramos en el ascensor y disfrutamos del perfume de la dama que nos ha precedido. No está ella, pero su esencia permanece. De la misma manera que los recuerdos, ¿acaso no son el ejemplo más tangible de que la memoria queda indisolublemente asociada a los hechos que la concibieron, como arrebatador aroma, depositado sobre femenina piel, a la redoma que la contenía?

O más inquietante todavía, si la memoria llega a tener esa vida autónoma, que no nos necesita... ¿Quiénes somos en realidad?

Fue en una de mis visitas a Santorcaral, aldea encajada entre imponentes montañas. En una de mis idas y venidas, como interminable y obsesiva peregrinación, al Convento de San Miguel, tuve ocasión de escuchar el diálogo entre dos lugareños. Un anciano cargado de años, y achaques que no se veían conturbados por la altanera destreza del viejo con su cayado, advertía muy seriamente de un misterioso peligro a una moza que frisaba las veinte primaveras y que a duras penas conseguía contenerse las chanzas con que replicaba al que, según me atreví a inferir, debía de ser su señor abuelo.

Con el ánimo de que mi presencia apaciguase la doméstica refriega, me acerqué a ambos, sobre todo empujado por la curiosidad: Me parecía insólito que un hombre que tenía el rostro enladrillado por el paso del tiempo mostrase un temor tan notable por algo, tan profundamente aterrador como para aleccionar a su joven nieta y bajar la voz prudentemente al oír los pasos de un desconocido aproximándose... Les saludé y fingí que estaba buscando una vereda de la que tenía alguna referencia por una antigua y olvidada calzada romana. Él enarcó las cejas como si alguna de las llaves de san Pedro hubiera atinado justo en su cabeza.

- ¿Cuál? ¿La que conduce al monte de los Perdíos? Otro como esta, - señaló a la chica - ¿qué hay allí perdido más que el demonio al acecho? - Jugó con las palabras - Ningún buen cristiano se aventura por allá cuando el sol de invierno se va ocultando...
- Es el profesor medievalista, abuelo – Aclaró la moza, que después de examinarme de arriba a abajo hubo de identificarme, tras andar en los dimes y diretes del pueblo sobre el forastero que era yo – Seguro que no tiene interés en tus cuentos y supersticiones.
- No, al contrario. - Rechacé la sutil invitación que asomaba en la cara de la muchacha para que le siguiese la corriente - Tiene toda mi atención si hay algún riesgo, ya sea real o ficticio, y si posee una buena historia que lo sostenga.

La joven resopló con cierto aire de fastidio, medio resignada a la suerte de tener que asistir a un nuevo rosario de consejas en labios de su ancestro. Ocurre a menudo que rehusamos prestar oídos a nuestros mayores, como dando por sentada su inmortalidad (acaso reflejo inconsciente de nuestros miedos), y cuando queremos retomar el hilo de lo que nos contaban ya no tenemos posibilidad de percibir lo que nos quieran, o puedan, decir. El vejete me escrutó sopesando si yo merecía o no acceder a su antiguo conocimiento. Ignoro la razón final de su decisión, la cuestión es que comenzó su relato sin realizar alusión alguna...

- Esta es una región vetusta. Aquí se han matado todos los que han luchado por Castilla, y se han escondido todos los que han temido por España. A veces la gente desaparece. Regresa décadas después sin tener memoria de lo acaecido ni envejecido; eso si logran retornar. El Convento de San Miguel alberga misterios, como la Ermita de Nuestra Señora de Veréndiz, o el Puente de los Jamases, o la Garganta del Adiós, lo mismo con el Despeñadero de Aurora, ¿qué decir de la cueva de Huriya?... Y así hasta que usted pierda la paciencia... ¿Qué quiere que le diga? Yo he visto y sentido cosas que no puedo explicar por más vueltas que le dé, y que me llevaré a la tumba cuando Dios disponga...

Respiró largamente, para coger bríos, quizás valor, e inició su narración.

Fue en tiempos de don Felipe IV, de feliz memoria como todos los Austrias, aunque en aquellos días la traición y la herejía eran los aliados predilectos de nuestros poderosos enemigos, que se habían propuesto arrebatarnos Flandes y quebrantar la Monarquía Católica. Un veterano de aquellas lides fue el hidalgo don Íñigo de Lizardi, cristiano viejo, guipuzcoano que había guerreado junto a don Lope de Herrarte en los Tercios Morados. Por amistad con el primógenito de la Casa, a su regreso fue huésped de los condes de Santorcaral que siempre se mostraron hospitalarios y atentos con aquellos que lo precisasen, como buenos devotos que eran, lo que les hacía ser muy queridos por todos en este su feudo, fueran o no sus vasallos...

Sí, los Herrarte de Santorcaral eran típicamente castellanos, sobrios, de pocas palabras, sin afición por la caza a diferencia de la mayoría de los nobles, vivían sin lujos, que compartían las mismas viandas que su escasa servidumbre y siempre estaban prestos para socorrer a cristiano que lo reclamase sin mirar la calidad de su cuna. Valerosos como los que más, se cuenta que uno de ellos salvó la vida de doña Isabel “La Católica”, que Dios tenga en su Gloria, cuando “la Beltraneja” le disputaba el trono y aún la vida. Al fin y al cabo ambos compartían la misma sangre inglesa que... Pero bueno, presumo que esa historia la conocerá... - Asentí al paso de sus palabras - Pues bien, estando don Íñigo visitando estas tierras, se enamoró de la hija pequeña del conde, la hermana menor de don Lope. Guardó su pasión en el corazón, por no ofender a sus anfitriones. Sabía que no podía ofrecerle nada más que su espada, soldado como era sin fortuna ni mayorazgo y prefirió condenar en lo más hondo de su espíritu el amor que sentía por la joven, cuya gracia era Veréndiz, como la advocación Mariana que tutela este condado. Seguramente ahí hubiera quedado el asunto, el caballero hubiese continuado camino de Andalucía como era su propósito y punto en boca. Pero no fue así...

El diablo anduvo enredando, y aconteció que doña Veréndiz también se enamoró de don Íñigo. Por mocedad o carácter cedió a la fuerza de su amor y se las ingeniaba para pasear a caballo con el veterano de Flandes, o coincidir en las caballerizas, o cruzarse con él en cualquier ocasión y bajo el pretexto más descabellado para atizar el fuego que les consumía hasta que sellaron su Destino con un beso: Se fugarían a Nueva España como marido y mujer. Aprovecharían una oscura madrugada para partir. Doña Veréndiz estaba muy apenada por marcharse lejos de los suyos, pero fió el éxito del viaje a la pureza del genuino y verdadero amor que sentía por don Íñigo. Cuando se despidieron en secreto, después de cenar, horas antes del momento concertado, ella le dijo...

- Que sí, por vuesa merced enamorada
dejo todo, familia, padres, hermanos...
lejos de los míos, Íñigo, encomiendo
cuerpo, vida y alma en vuestras manos,
juradlo: al alba seré vuestra desposada.
- Os lo aseguro y sin dudar lo juro al punto,
nadie capaz hay, en este ni en otro mundo,
ni en lo más Tenebroso, ni en lo más Alto,
que apartarme pueda de vuestro fiel amor,
ni Satanás ni los oscuros ángeles del dolor.

Cuentan que un sordo bramido hizo crujir las losas del suelo que pisaban. Algún lejano trueno, se dijeron... y no le dieron más importancia. Entre la duda y la inquietud pasó las horas ella. Él, entre el remordimiento y la angustia porque sumaba traición a la ingratitud. Sin embargo no titubeó, a la hora convenida se unieron en un abrazo para embarcarse en una nueva vida... O algo parecido.

Con voz queda renovaron sus votos de eterno amor. En silencio, a pie, enfilaron el sendero que se pierde por allá, - indicó la dirección con la mano, cual si los hubiera visto personalmente – que llamamos de los “aparecidos”, no se sabe si por ellos o por otros prodigios ocurridos en sus proximidades, que sabrá que andamos sobrados de sucesos que ahora llaman “paranormales”... Cuando lo sobrenatural se reitera, ya nada vuelve a ser lo “normal para” nadie... - Volvió a jugar con las palabras.

Llevaban poco caminando, acaso media legua a la vacilante luz de una luna en cuarto menguante que por pudor, quizás, se daba en arroparse entre nubes lo poco que enseñaba de su belleza. Puede que fuese el chasquido de una caída rama, acaso una sombra entre el follaje, ¡que sé yo!, el caso es que se percataron de que alguien los seguía de cerca... Don Íñigo desenvainó su acero y dijo con arrogancia...

- La vil Herejía atemorizarme no pudo,
no lo ha de lograr fantasma, bandido,
o demonio huido del infierno, y dudo
que el que me derrote ya sea nascido.

Un embozado se dejó ver. Por la ropa con que iba ataviado dedujo que era otro soldado como él, pero descartó que fuera su antiguo camarada don Lope, hermano de Veréndiz y futuro cuñado por fuerza, al ser de mayor estatura que este. No replicó a las desafiantes palabras del enamorado, simplemente desnudó su espada, saludó cortés y sosegadamente con el gesto de rigor al veterano sin mostrar su rostro y se puso en guardia aceptando el reto...

El anciano se quedó mirando al vacío, como si algún lejano recuerdo le llamase por su nombre para luego esconderse. Su nieta, impaciente, le cogió del brazo, más preocupada por él que por la narración, cuyo final debía de conocer.

- ¿Y bien? - Pregunté - ¿Qué pasó pues?
- En realidad nadie lo sabe con certeza – Contestó regresando abruptamente del lugar o recuerdo donde se hallase – Y es mejor no saberlo. Nunca se supo de ellos. No se hallaron los cuerpos, sólo una presea, una preciosa ajorca de oro que siempre adornaba el delicado cuello de doña Veréndiz, encontrada entre la floresta y que los condes entregaron como exvoto a la Ermita de la Virgen, – recordé haberla visto adornando la imagen de Nuestra Señora – con la esperanza de que el Cielo la traiga algún día de vuelta... de donde esté.
- Y, ¿dónde puede estar según usted? - Interrogué con un ápice de malicia aparentando ingenuidad – En algún lugar tendrán que estar, ¿no?
- No es asunto nuestro saberlo, señor... – Respondió elevando el tono – Hay quienes han visto, en algunas noches, a los dos hombres batiéndose en presencia de una espantada dama que grita “Íñigo”, para luego desaparecer por ensalmo. Dicen que cuando acabe el duelo entre ambos será señal de que el Cordero ha decidido romper los Siete Sellos... ¿Sabe? Hoy en día el Hombre se cree juez que todo lo puede y que todo lo sabe y en esa falsa seguridad se permite tolerar lo intolerable como bueno cuando no es más que otro lamentable error que irá a empedrar el calcinado suelo del infierno. Y se ríe de cuanto desconoce, que siempre será demasiado. Hay cuestiones que es mejor no saber: No son cosas de nuestra incumbencia porque exceden nuestros límites, no somos más que barro animado, sólo personas. No lo podemos todo por mucho que alguien malintencionado nos susurre “seréis como dioses”. Nacemos, vivimos y morimos, llegará ese momento y Alguien nos preguntará qué hemos hecho con nuestra vida. Y eso es muy sencillo: Hacer el Bien sin más sabiendo que El Que Todo Lo Puede ya vino a Salvarnos de nosotros mismos, del Averno en que hemos convertido el Paraíso porque... “Somos hombres y tenemos dentro de nosotros todos los demonios”...
- Chesterton, - aclaré – más o menos la frase de Chesterton.
- No se fije usted en quien, sino en qué fue lo que pregonó. – Sonrió mientras se dispuso a andar – Por cierto, ¿qué va haciendo usted de provecho con la suya?

Confieso que no acerté a responderle. La joven me miró, se encogió de hombros, le agarró de la mano y se fueron despacito, como si los segundos no corriesen para ellos. Permanecí unos minutos contemplando su serena estampa. Finalmente repuse...

- ¿Lamentarme?...

Una pareja de mirlos inició un diálogo canturreando una melodía cuya partitura y significado únicamente ellos conocían. “Puede que la Vida”, pensé para mi capote, “sea así de compleja porque nosotros nos hemos empeñado en que sea así de ininteligible. Para nuestra desgracia”.

El relato estuvo dándome vueltas por la cabeza durante toda la frugal cena, según acostumbro, que tuve la ocasión de disfrutar. Como no tenía ni atisbo de sueño, resolví que me daría una vuelta por aquel monte para ver con mis propios ojos que había de cierto en todo aquello. Al fin y al cabo, los vivos me resultan más amenazadores y peligrosos que las ánimas que se quedan entre este barrio y el de más allá, impenitentes cuidadores de sus cuitas irresolutas.

La noche era muy fría, pero no más que otras que había tenido la desdicha de padecer en mis lejanos tiempos de uniforme. La luna llena me servía de mejor linterna que la que llevaba conmigo, vacilante y temblorosa, culpé de ello a la batería, que supuse próxima a agotarse. La senda se veía claramente aunque, en sus orillas, la espesura del bosque permanecía velada por completo. A menudo se colaba entre las ramas algún travieso rayo de luna para mi sobresalto, o bien un juguetón fuego fatuo cobraba apariencia de vida moviéndose caprichosamente. Después de un largo rato en el que tuve la sensación de andar en círculos, la niebla cercándome por momentos, con la brújula sumida en un enloquecido baile sobre su eje, debido probablemente a alguna alteración natural y con mi pequeña lucerna progresando en su vocación por parecerse a las luces que, en las discotecas, marean las pupilas con su indecisión entre apagarse y encenderse, me senté sobre una gran roca que había a un lado del camino, un poco apartada de su trayectoria pero sin llegar a esconderse en la frondosidad del monte en el que me hallaba. “Si tiene que pasar algo”, me dije, “este es el momento adecuado”.

Casi no había acabado de decirlo, cuando llegó hasta mis oídos un distante murmullo de espadas cruzándose, cuyo rumor se iba acrecentando segundo a segundo. Un destello sepulcral a mi derecha. Volví la cabeza en esa dirección. Efectivamente, dos hombres vestidos de época, uno de ellos embozado, batiéndose en fiero duelo mientras una bella dama se deshacía en llanto... No repararon en mi presencia, o bien no les importaba tener un testigo de otro tiempo. La escena se asemejaba a una fascinante coreografía de círculos, una esgrima fabulosa que por su perfección técnica ninguno de los dos podría llegar a ganar. Fintas, quiebros, enganches, desenganches, engavilanadas, paradas compuestas, diagonales, brazales, alguna passata di soto, intentos frustrados de movimientos de conclusión... La plenitud de la Verdadera Destreza española desplegada por dos consumados maestros en un feroz e inacabable combate sin victoria ni derrota por los siglos de los siglos.

Fue un instante, acaso una décima de segundo, un momento sin tiempo, que dicen que es la medida de la Eternidad. Lo vi con absoluta claridad, como ahora estoy viendo el teclado y la pantalla en la que redacto estos hechos. El encubierto, vestido de negro riguroso de los pies a la cabeza, que igual manejaba la diestra que la zurda, me permitió distinguir sus pálidas facciones: El embozado no era otro que yo mismo.

Dí un paso atrás, conmovido por el horror, tropecé con una piedra que llevó mis huesos hasta el suelo, entonces cesó el fragor del enfrentamiento, la niebla se disipó inmediatamente y la cegadora luz del sol se enseñoreó del paisaje con sus invencibles y cálidos rayos. Consulté el reloj: había pasado el mediodía, eran casi las dos de la tarde. La brújula había recobrado la cordura y la linterna, aunque ya no era necesaria, hacía alarde de todo su vigor. Tomé el camino de regreso a Santorcaral mientras recordé las palabras del viejo parafraseando al bueno de Gilbert Keith Chesterton...

“¿Es usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios.”

Entonces, ¿qué o quiénes somos? En esta o en cualesquiera otras realidades...

Touché.