jueves, 1 de marzo de 2012

Hécate


I

Sucedió hace tan poco tiempo que bien pudiera ser que nunca haya sucedido. Es la naturaleza de la realidad, separada de la Nada por un simple gesto. “Ha sido” o “no ha sido” se dan la mano a nuestras espaldas burlonamente, como cómplices de un engaño, de una ficción, de una ilusión. Tan endeble puede llegar a ser la misma materia que denominamos “realidad”.

Sucedió hace tan poco tiempo que bien pudiera ser que nunca haya sucedido. Percibimos pesadillas como la realidad más convincente, sólo quebrada al despertar; y las experiencias más lacerantes nos hacen preguntarnos si están ocurriendo verdaderamente, porque llegamos a alcanzar el colmo de nuestro de dolor con pasmosa facilidad. Tanto es así que preferimos no pensar en ello.

Sucedió hace tan poco tiempo que bien pudiera ser que nunca haya sucedido. Germán era amigo mío desde hacía bastantes años, de la época en que ambos servimos en el ejército. Se trataba de un hombre corpulento, no muy alto y dotado de una agilidad impropia para una persona de su complexión. Alguien amarrado a la “realidad” sin duda, cabal, devoto de los hechos en lugar de las palabras y fanático de llamar a las cosas por su nombre, detalle que no le hacía conservar muchas amistades, contadas con los dedos de una mano incluyéndome a mí mismo.

II

Como yo, colgó el uniforme por semejantes razones, que no viene al caso mencionar. Juntó sus ahorros y abrió un negocio con la natural esperanza que tiene todo aquel que pone en marcha un proyecto: La de vivir decorosa y decentemente, sacando adelante a su propia familia.

Logró lo primero durante un tiempo, pero no lo segundo. Los dos noviazgos que mantuvo con sendas señoritas terminaron encallando; y el paso de los años, finalmente, le hizo desistir de casarse y de traer hijos a este Valle de Lágrimas. Así que, quizás, sólo quizás, el éxito empresarial de aquellos años fuese debido a que el trabajo acaparó todo su interés huyendo de la aflicción, de la frustración, por no fundar su familia.

Confieso que no le trataba con asiduidad, nos telefoneábamos de tarde en tarde, alguna de ellas nos veíamos sin mayor pretexto que el de estrechar nuestras manos y recordar viejas vivencias. Siempre se dirigió a mí con la marcialidad que acostumbraba en el Ejército, aludiendo al rango. No sirvió de mucho que le apease de ese hábito, que le rogase el mismo tuteo que se prodigan los amigos. Él lo era y así se reconocía, mas con pétrea voluntad seguía usando y abusando del “mi capitán” y el "usted". Lo dejé por imposible, una peculiaridad sin mayor importancia.

También el infortunio se fijó en su medio de vida. Como muchos empresarios y autónomos tuvo que cerrar su pequeña empresa a causa de la crisis que sacude España con particular ensañamiento. Fue un golpe que no supo encajar nunca, la Vida es así de injusta, que no pondera el entusiasmo y lo premia, a menudo, con el más absoluto desdén.

Fue por entonces cuando su desequilibro comenzó a mostrar síntomas.

El cabello, que siempre presentaba un cuidado peinado, empezó a dar cuenta del descuido que sufría. Las ojeras cercaron su mirada, y los años cayeron inmisericordes, arando sobre su rostro y arqueando su espalda. Con todo, su avejentado aspecto físico no fue lo más alarmante.

Habíamos quedado en el viejo y entrañable Madrid de siempre, el de los aledaños de la Plaza Mayor y de la Puerta del Sol. Pedimos algo en una cafetería de esa zona, un café solo para él y mi acostumbrado té con leche. Después de bromear sobre la manera en que sirven esta infusión en España y lamentar los cambios que el barrio había sufrido (modernidad no implica mejora), guardó unos instantes de silencio, como si le costase un esfuerzo supremo abordar una cuestión que le preocupaba hondamente.

- Mi capitán... - Acertó a decir – Usted tiene una mente abierta para algunos temas... difíciles.
- ¿Difíciles? - Pregunté - ¿A qué te refieres?
- Pues que... Por cosas que han asomado en nuestras conversaciones. Usted no es de esas personas escépticas que rechazan de plano... esas cosas – Repitió con tono diferente la misma palabra. - Cosas que suceden, que no se pueden explicar.
- ¿Te refieres a la procedencia de ciertas fortunas, sargento?
- No, mi capitán – Saludó la humorada con una sonrisa – No. Digo que usted no se toma a chacota experiencias de fantasmas, aparecidos y cosas así. Por eso creo que puedo confiarle lo que me está pasando.
- ¡Jesús! - Exclamé – Hemos vivido lo suficiente para saber que los vivos tienen más peligro. Pero cuéntame, Germán... Sabes que, aunque no sea de ayuda, lo que me digas tiene el mayor crédito.
-Sí, lo sé... Bueno, ahí va y que sea lo que Dios quiera. Sólo le pido que su opinión sea sincera...

“Desde que cerré el negocio he dormido muy mal. Ha habido noches en las que no he pegado ojo. Las deudas no se acaban, al contrario que el dinero, la verdad es que no sé muy bien que va a ser de mí. Anteanoche, para escapar de este aquelarre que celebra mi ruina, cogí un libro de casa. Uno cualquiera, que ni siquiera sabía que tenía. Hablaba de personajes mitológicos, semidioses... Me venció el sueño. Pero no fue un sueño como otras veces... Fue más real que esta conversación, mi capitán... He conocido a una mujer maravillosa. Es guapa, dulce e inteligente. Tiene un largo cabello rizado que brilla a la luz del sol, como su luminosa piel. ¿Sabe? He tenido la fortuna de que me miren los ojos más azules que haya visto nunca. Sólo he contemplado un azul así en el cielo... Es increíble, porque anoche volvió a mí. Me ha dicho que nunca me dejará, que cada vez que cierre los párpados ella me visitará. Ahora estoy con usted, mi capitán, relatándole esto porque soy consciente de que es un fenómeno extraordinario, pero lo único que deseo es volver a dormir para estar junto a ella. Detesto despertar, apartado de su lado, para enfrentarme a mis desgracias. Creo que he conocido a la mujer... de mis sueños.”

Guardé silencio. Mi amigo Germán estaba peor de lo que presumía. Es posible que el cúmulo de desdichas le estuviese empujando hacia una conducta psicótica, pero lo ignoraba. El especialista en la materia era mi difunto hermano...

- Y bien, mi capitán, ¿que piensa de esto?
- Pues que el que sabía más de ello era mi hermano, que en Paz descanse. – Apunté con franqueza – No deberías de dar demasiada importancia a lo que no es más que un sueño reiterado. Y los sueños, sueños son...
- ¡Que no, caramba! - Replicó furioso - ¡Sé que ella es real! ¡La he acariciado con estas manos! ¡El tacto de su piel es pura seda! ¡Es real! ¡Mi mente no puede crear algo tan bello! ¡Sus palabras, su voz! - La gente empezaba a mirarnos con curiosidad y alarma – Es más real que nosotros, que estamos hechos de basura y barro...
- Cálmate – Tercié para aplacar el sorprendente acceso de ira que padecía – Yo no estoy negando nada. La Vida se complace en ofrecernos episodios que no sabemos explicar... Ante ellos nuestro instinto es la única arma que podemos blandir.
- Sí, eso es muy cierto - Respiró profundamente mientras intentaba recomponerse - Le ruego que acepte mis disculpas. Últimamente estoy muy irritable y he olvidado que también usted tiene sus dificultades, mi capitán...
- Tranquilo, no tienes que excusarte. Todos nos hemos despertado en medio de una tortura, de una persecución, de mil cosas. El mundo onírico es una recreación que puede ser muy vivida... El motivo por el cual se sueña un hecho en concreto y no otro, ciertamente, es un misterio. No sé qué decirte, Germán.

Cambió de conversación con un gesto. Ese día seguimos hablando de asuntos intrascendentes con su habitual buen juicio, pero no olvidé su airada reacción. Consulté algunos manuales y textos de Psicología y Psiquiatría que no hacían albergar buenas expectativas, pero tampoco quise agobiar a un veterano, de cuya templanza había sido testigo. Por comodidad o indecisión decidí darle un margen de confianza. Bien es sabido que los excesos de confianza son fatales.

III

No volví a saber de él hasta un mes después. Me telefoneó a mi domicilio notoriamente nervioso y me rogó que le visitase. El timbre de su voz era casi irreconocible, y me hacía presagiar un empeoramiento general de su estado. Sin dilación, me encaminé a su casa, a unos treinta minutos de coche. Las dimensiones de Madrid distan mucho de las que se deducen del plano de Pedro Teixeira, entonces era sencillo ir a pie de un sitio a otro por ese Madrid del siglo XVII, capital del imperio en el que no se ponía el sol.

Con un simple vistazo confirmé las peores sospechas. Las ventanas tenían las persianas bajadas del todo, y las cortinas celando la inexistente luz que aún pudiera colarse a través de las rendijas. Se alumbraba con la vacilante llama de un candil, haciendo que las sombras danzasen enloquecidas sobre las paredes. El desorden y la suciedad campaban por todos los rincones.

- ¿Por qué no abres las ventanas o enciendes la luz? - Le pregunté nada más saludarle, mientras entraba en su apartamento. - La primavera ya se anuncia paseándose por Madrid, y la temperatura a estas horas es agradable. ¡Venga, no se hable más! - Hice ademán de subir una persiana, pero me cogió del brazo, suavemente pero con firmeza – Esta oscuridad no te hace ningún bien, Germán – Le reconvine – ¿Desde cuándo no pones orden?
- ¿Quién necesita luz, mi capitán? - Repuso mientras reía nerviosamente – ¿Quién la necesita cuando todo está meridianamente claro? Disculpe el caos, pero le he llamado para presentarle una prueba. Irrefutable. Es lógico que creyese que estaba ante un fantasioso en nuestro último encuentro...
- Yo no diría eso, Germán. Simplemente creo que el disparate que estamos viviendo te ha afectado. ¿Cómo estás?
- Creo que no he estado mejor, en serio. Una mujer me ama... Nos amamos... No le importa que esté arruinado, no le importa nada de este puerco mundo – Reparé en unas pastillas que había sobre la mesa, a medida que mis ojos se iban acostumbrando a la penumbra – Intento pasar el mayor tiempo posible con ella...
- Y eso lo consigues con...
- Con un poco de ayuda, sí, mi capitán. El médico me ha recetado unos somníferos para combatir un insomnio que ya no tengo – Volvió a reír entre dientes - Duermo todo lo que puedo. Y estoy en la gloria. Con ella.
- Germán... Tienes que saber que todo esto te está haciendo daño, ¿verdad?
- ¿”Daño”, mi capitán?... Le voy a explicar lo que es el “daño” exactamente. “Daño” es levantarse por la mañana y darte de bruces con el hecho de que tu peor pesadilla es estar despierto. “Daño” es que te den la espalda quienes más han recibido tu ayuda. “Daño” es ver pasar las horas anhelando que el día acabe sin novedad porque cuando viene alguna es para empeorarlo aún más todo. “Daño” es...
- Lo tengo claro, amigo mío.- Le interrumpí – Los dos sabemos lo que está ocurriendo. Pero esas drogas son un salvoconducto hacia ninguna parte. Embotarte con ellas no te ayuda. 
- No... No, mi capitán. - Se llevó las manos al rostro, como si le ardiesen las mejillas - Está equivocado. Usted y ella son los únicos que no me han abandonado. Hablo de mis hermanos, de mi familia, de otras amistades que coloqué cuando tuve ocasión y que ahora ni siquiera me cogen el teléfono. Jamás me referiría a usted de ese modo. Y no soy un drogadicto. Estas pastillas... son como un billete, sí. Para estar con ella. Como si tuviese que coger el Metro para visitarla. Nada más.
- Estoy seguro de que el Metro no crea adicción, ni tiene efectos secundarios, al contrario que esos comprimidos.
- Sigue sin creerme – Volví a percibir una creciente rabia - ¿Cree que le mentiría en algo tan importante para mí?
- Sé que no mientes, Germán. - Le apacigüé – Tengo el convencimiento de que me cuentas lo que vives como real. Pero los sentidos pueden engañarnos. Debes comprender que...
- No, comprenda usted. Ella existe. Cada vez que duermo viene a mí. En realidad no estoy dormido... Soy más libre y consciente que nunca. No me persiguen las preocupaciones y las estrecheces. Y estoy con ella, soy feliz. Lo malo viene cuando regreso, la taquicardia que parece sacarme el corazón del pecho, la angustia devorando mi alma, tanta falsedad e hipocresía...
- Bien... Ya me la describiste, una belleza singular, indudablemente. Empecemos por el principio. ¿Cómo se llama?
- Hécate... Hasta su nombre es música....
- Hécate – Repetí al tiempo que recordaba el personaje de la mitología griega. - Sí, es un bonito nombre. Dijiste que la noche en que la conociste estabas leyendo un libro... ¿Podrías enseñármelo?
- No he vuelto a verlo, mi capitán. No sé donde estará... Con este desorden...
- De acuerdo... ¿Qué edad tiene? ¿Es española?
- No... No lo sé – Titubeó - ¿Es importante eso?
- Entonces, sargento, ¿qué sabes de ella?
- Que me ama, que nos amamos. ¿Acaso es tan difícil de entender una historia de amor?... Hécate lo es todo para mí - De repente giró su cabeza como si le hubiera llamado alguien; muy turbado, comenzó a rebuscar con desesperación en el desbarajuste que era su casa, mientras decía una palabra que no pude escuchar claramente - Sí, - se dirigió a mí - tengo un objeto, es de ella, le convencerá de que se trata de alguien tan tangible como usted o como yo...

De nada sirvieron mis protestas para que se reportase, ni mis llamadas al orden. Era como si un violento torbellino se hubiera desatado entre aquellas sombras. Tan denodada era su búsqueda que el candil salió despedido, prendiendo las cortinas. El fuego adquirió fuerza en segundos, el humo mezclado con la oscuridad y la confusión del momento provocaron que Germán se golpease en la cabeza y perdiese el conocimiento. Le agarré con la determinación que da el terror a perder la vida y con gran esfuerzo le arrastre hasta el rellano de la escalera, en el momento en que los vecinos se movilizaban ante el incendio.

IV

Los médicos no sabían lo que tenía. No había llegado a inhalar tanto humo como para intoxicarse. El golpe en el cráneo no iba más allá de una conmoción. No tenía más que unas pocas contusiones por todo el cuerpo, pero eran incapaces de explicar el coma en el que se había sumido. Su apartamento había sido completamente destruido, pasto de las llamas. Permanecí a su lado preguntándome la razón de que una persona tan buena y tan ecuánime acabase perdiéndolo todo, no teniendo nada más que esa espantosa soledad, que ahora compartía con él, en aquella habitación del Hospital Clínico.

No debieron transcurrir más que unas horas, aunque en circunstancias como aquella el tiempo parece ralentizarse hasta detenerse. Sencillamente abrió los ojos y sonrió. Con lentitud me tendió un puño cerrado. Entendí que era algún gesto de gratitud. Le dije, para animarle, “caer está permitido, levantarse es obligatorio”. Sólo respondió un entrecortado y laborioso, “cógelo y devuélveselo, mi capitán”.

Debe de ser que la inminencia de la muerte concede confianzas que antes se rehusaban. Fue la primera vez que se permitió tutearme. Y la última. Enfrentarse al Infinito ha de ser un argumento mucho más contundente que mis disertaciones acerca de que la amistad se halla por encima de antiguos rangos y tratamientos. “Cógelo y devuélveselo, mi capitán” y expiró tan discretamente como había vivido. Si no hubiera sido por el accidente, nadie se habría enterado de que había perdido la cabeza. Porque... ¿La había perdido realmente?

Dejé a los médicos debatiendo las causas del deceso, ninguno se atrevía a cumplimentar el certificado de defunción. Llegaron a la conclusión, descabellada, ambigua y difusa, de que el “abuso de los fármacos inductores del sueño” había provocado un “accidente cardiovascular”...

“Cógelo y devuélveselo, mi capitán”... ¿Cómo había llegado hasta él? Estaba muy intrigado por el modo en que había llegado a sus manos. Estaba seguro de que no tenía nada cuando lo saqué de su apartamento, tampoco cuando le atendieron los facultativos, poniéndole vías, auscultándole y demás... Pero, ¿qué me había entregado? El objeto no era grande, un par de centímetros. En sí mismo no era especialmente llamativo. Era un trisquel de oro, para portarlo como un colgante sobre el pecho, con un pequeño rubí oriental circular engastado en el centro, centelleante, inquietante, como ojo sin párpado inyectado en sangre. Llegué a la conclusión, mediante un examen más meticuloso en mi despacho, de que se trataba de una joya muy antigua, posiblemente prerromana, celta para ser exacto, y que su sitio debería ser un museo. Lo más curioso es que podría pasar por recién fabricada: Ni una sola tara, ni una muesca, reluciente e inmaculada como el primer día.

Sin saber muy bien el porqué, la introduje en mi cartera y la llevé conmigo al sepelio. Al velatorio sólo había acudido uno de sus hermanos y una prima, por lo que deduje que el entierro no sería multitudinario. La gente ya no sabe vestirse para ciertas ocasiones, y se ponen lo que les viene en gana, tal como si fueran al supermercado. Quizás sea una manera de esquivar la certeza más brutal y absoluta de todas, como hace la propia sociedad con su aséptica e industriosa forma de tratar el enojoso asunto de los cadáveres. Apilados en impersonales e iguales nichos, como metáfora de que sí, que posiblemente la muerte iguala a los nacidos de madre... Sólo que a unos antes que a otros y todos de diferente manera. ¡Vaya por Dios, otra igualdad frustrada!...

Así que era el único que llevaba traje de color negro, a juego con la corbata... El ánimo también enlutado. Miré en derredor para cerciorarme con incredulidad de que sólo estábamos su prima, un hermano y yo, aparte de los sepultureros. Al principio no la vi. Precisé una segunda mirada. Estaba a la sombra de un ciprés, a unos veinte metros, vestida de luto riguroso, y mirando altanera en nuestra dirección. Delgada y muy pálida, el pelirrojo cabello le hacía tirabuzones, le llegaba hasta la cintura. A sus pies tenía un perro prieto, enorme, echado sobre el suelo, aguardando pacientemente alguna indicación de su dueña. Ambos estaban casi inmóviles, como posando para un daguerrotipo. Incluso la ropa que llevaba no desentonaría en los años en que hizo furor esa técnica fotográfica. Pregunté en voz baja a la persona que tenía junto a mí si se trataba de otro familiar. La respuesta me dejó perplejo: “Allí no hay nadie, se ha debido de confundir”. No me alteré por la censura que se dibujó en su rostro. No era el momento de recordar que el finado había vivido sus últimos meses completamente abandonado de los suyos.

El sacerdote concluyó el responso y los operarios empezaron a condenar el vano del nicho. Me santigüé y esperé a que se despidiese el duelo, era de suponer que sería allí mismo, con prisa y casi clandestinamente, como así fue. La desconocida seguía exactamente igual, el perro había variado su postura. Se cruzaron nuestras miradas, nos habíamos quedado solos. Era obvio que me tenía que dirigir a ella. Así lo hice. Al acercarme pude comprobar que sus ojos eran de un azul cielo que jamás había visto antes. Una dama muy bella.

- ¿Es pariente de Germán? - Le inquirí - Creo que no tuve la fortuna de que me hablase de usted.
- Pues yo creo que sí le hablo de mí – Afirmó inexpresiva, sin acento definido – Tiene un objeto que le dio Germán y que me pertenece... Soy Hécate.

Fui presa del asombro, del estupor. El perro se alzó, no supe reconocer la raza. Me miraba fijamente emitiendo un leve zumbido que interpreté como un gruñido. Le ordenó algo que no comprendí, en una lengua que me pareció exótica pero lejanamente familiar e increíblemente antigua.

- Le ruego que me devuelva el talismán que guarda en su cartera. Fue lo último que le pidió Germán.
- Sí, es cierto... - Eché mano a la cartera para sacar el trisquel - Solamente quería preguntarle...
- No estoy aquí para aclarar sus dudas... - Cortó asperamente - Nadie viene a responder nada...
- Eso depende de donde vengan... - Le tendí el objeto, lo cogió con un rápido gesto, no llegué a sentir el contacto de sus dedos sobre la palma de mi mano - Únicamente quiero saber el porqué... ¿Por qué Germán?

Rió con suavidad. Era encantadora. Clavó sus transparentes ojos en los míos, como escrutándome. Los segundos se deslizaron perezosamente entre nosotros. Antes de dar media vuelta y marcharse, simplemente contestó:

- ¿Por qué hay que explicar una historia de amor?...

La vi irse de manera natural. Unos pasos, cuatro o cinco, en ese instante un gato bufó y arqueó el lomo a mis espaldas antes de escabullirse entre los arbustos. Me distrajo el tiempo justo. Cuando volví a mirar, Hécate se había esfumado.

Como los sueños al despertar...