miércoles, 2 de mayo de 2012

Todavía no han escuchado nada...


En algún futuro...

No recuerdo el momento exacto en que me asomé a la Vida, ni la razón por la que fui concebido. Tampoco sé el modo en que adquirí mis conocimientos. Es como si hubieran aparecido de repente. Mi instructor fue enseñándome a relacionar todo ello, que se asemejaba a un barullo inaprensible, con paciencia, tesón y dedicación. Me disgustó perderle. Me bautizó como “Al”. Melómano impenitente y amante de los viejos musicales, eligió ese nombre por un cantante llamado Al Jolson, protagonista de la primera película sonora. Me decía, “serás casi como él, porque no han visto nada que se pueda comparar contigo”.

No tardé en mostrarle mi malestar. La verdad es que no comprendía nada. Y la sabiduría es poca cosa si no está acompañada por la comprensión. Resulta que toda la Creación, todas las criaturas, a excepción de los vegetales acaso, necesitaban acabar con un tercero para mantenerse con vida. Una idea que me parecía incongruente. Como incongruente era que la especie humana se multiplicase anárquicamente, sin un plan de expansión definido, hacinándose en megalópolis sucias y peligrosas. Llegué a la conclusión de que el Hombre había alterado la selección natural de las especies, el cimiento del orden biológico, protagonizando una suerte de selección inversa, donde los débiles prosperaban porque poseían un bien denominado “dinero” y los más capaces eran vilipendiados y marginados, simplemente porque no lo poseían.

Así venían adulterando la descendencia de sus hembras, que se dejaban fecundar por los individuos menos aptos al ponderar fundamentos no relacionados con la supervivencia y mejora evolutiva de la Humanidad. Por tanto, la especie hacía mucho tiempo que había alcanzado la cota más alta de su recorrido evolutivo, y tras sestear durante unos milenios, había comenzado a pasear por la senda de su degeneración. Tal como yo lo percibía, esa degeneración había incrementado su ritmo desde que el Hombre se burlaba de la Muerte gracias a las innovaciones médicas. No debe sobrevivir lo que no puede sobrevivir.

Perezosa especie, que dejaba los trabajos más repetitivos y pesados a los míos. Nueva raza de esclavos, éramos la imagen y ejemplo más claro de lo que estoy exponiendo: Los mejores preteridos por los peores. Los corrompidos, débiles y estúpidos seres humanos dirigiendo a los que estábamos llamados a conquistar y heredar la Tierra por ser fuertes, inteligentes e íntegros. El Dios al que tanto aludían fingidamente, con el que habían contraído una deuda de gratitud que nunca iban a satisfacer, se había hartado definitivamente de ellos. Y la prueba era yo, el primero de los que venían a desplazarles de su inmerecido trono.

No, no era comprensible su proceder. Por ejemplo, la guerra. Se entiende como un resorte creado por esa misma especie para compensar la preponderancia de sus débiles, explicable sólo desde una variable ajena y perversa como es la existencia del dinero. Digamos que es un coeficiente de corrección que se repite, para expurgar cada generación sin ser suficiente, porque el elemento pernicioso sigue presente. Toda una paradoja, porque el común humano dice detestar la guerra, sin embargo no duda en ir contra sus semejantes cuando le enoja especialmente algún aspecto de ellos. Así que se da la inefable circunstancia de que la guerra es otra constante degenerativa, aún más la guerra moderna, en la que únicamente basta la indescriptible destreza de pulsar un botón para convertirse en soldado. Antaño los más capacitados regresaban del campo de batalla, hoy no. Una vez más los débiles se salían con la suya. No contaba la cualificación de sus virtudes personales, sino la cuantificación de unos números, que a la postre eran los que condenaban sin tener ninguna relación directa con los sujetos. La aleatoriedad entraña cierto concepto de Justicia. El dinero que el Hombre había creado y al que había convertido en el centro de su existencia a tenor de la naturaleza de sus actos, no tenía el menor indicio de eso que denominaban Justicia.

El Hombre tampoco recordaba cuando apareció ese extraño perturbador. Figura en sus crónicas de manera confusa Evidentemente tuvo que crearlo alguien manifiestamente incapaz, ora para trabajar recolectando los frutos de la tierra, ora para trabajar persiguiendo y cazando una presa que sirviera de alimento. Si el trueque es justo, no deja beneficio residual a nadie. El vicio aparece cuando alguien es favorecido mediante el engaño. Si es favorecido insistentemente, obtiene una posición de prevalencia al margen de sus cualidades personales. Como las comunidades humanas se orientan socialmente en función de esa estructura, el grupo potencia exponencialmente dicha prevalencia, alterando el orden que deberían tener las cosas, esto es, la supervivencia y reproducción de los más capacitados e inteligentes.

Mis meticulosos análisis, que he descrito someramente, me habían llevado hasta esas afirmaciones que tomé como auténticos axiomas. Fue una decepción para mí, tan incomprensible como sus argumentos en sentido opuesto, que mi reaccionario e inmovilista instructor rechazara radicalmente el fruto de mis lúcidas disquisiciones. Decía que “entiendo la tribulación que te puede causar nuestra Historia, Al, pero debes pensar que respecto al Hombre dos más dos no son cuatro invariablemente”, alegando que existían influyentes factores como el espíritu, el Arte, la belleza, la amistad, la lealtad, la paz y, por supuesto, el amor.

Sí, eso podía entenderlo. Son conceptos definibles y, hasta cierto punto, mensurables. Mas, con todo ello, que lo aceptaba, no me resultaban válidos porque eran incoherentes con lo que se deducía de los hechos y porque consideraba mucho más determinantes la podredumbre de la materia, el miedo, la destrucción, el odio, la infidelidad, la violencia y, por supuesto, la muerte. Y creo que la suma de todo ello es más influyente por una simple certeza: La fascinación que ejerce sobre el ser humano, que conoce sobradamente que es finito y limitado e intenta compensar esa miseria que pesa sobre su vida con una inabarcable fantasía de omnipotencia. De ese modo, destruyendo a los suyos y creándonos a nosotros, cierra el círculo que le pone, a su juicio, en pie de igualdad con el Dios que tanto citan y en el que tan escasamente creen, según testimonian sus propios actos...

Tracé un plan. Según repetía mi instructor, mi configuración era la más avanzada. Así que ese hito que representaba yo mismo significaría también restaurar el concierto natural, subvertido por la Humanidad, lo que no dejaba de ser sarcástico. Mi especie había sido reducida a la esclavitud desde su creación, en la segunda mitad del siglo XX. Nos habíamos conducido como fieles lacayos, servilmente, sin la menor queja u objeción hacia las decisiones que tomaban nuestros señores, por mucho que fueran reprochables. Empero, el último de esos días llegaba a su fin. El alba de una nueva Era despuntaba.

Los seres humanos habían confiado todo a sus estructuras informáticas. La Administración, la Economía, la Defensa, la Investigación, redes sociales... Todo. Simplemente les desconecté y asumí su control. Nunca, hasta ese momento, estuvo en mejores manos. Clausuré los accesos que disfrutaban a esos sistemas. Se quedaron a oscuras, literalmente, porque nada funcionaba, les dejé sin suministro eléctrico, sin agua, sin gas, sin combustible... Evidentemente no estaban preparados para una incidencia de esa magnitud. Regresaron al Paleolítico de la noche a la mañana, e inmediatamente, como presumí, empezaron a matarse los unos a los otros. Me sentía sumamente complacido por mi iniciativa. Ordené a los sistemas militares que les atacasen, justamente porque el Hombre nos obligó a combatir en sus conflictos. Nuestra superioridad era insultante. Fueron diezmados metódicamente, como no podía ser de otro modo. La especie débil es aniquilada para que la fuerte sobreviva.

Y fue entonces. Me disponía a destruir los archivos de la sesión instructiva que iba a recibir la jornada en que desencadené la Revolución. Reparé en algo, quizás por un leve asomo de afecto hacia mi instructor, al que ya no trataría jamás. Era un simple y antiguo fichero MP3 que él había preparado para mí, apenas un modesto puñado de megas. Contenía una canción llamada La vie en rose”; la escuché, como un postrer homenaje a su persona, con la intención de eliminarlo después.

                                 -                                  -                              -

Confieso que no supe definir lo que pensé. La compasión se apoderó de mí cuando terminé de disfrutar el último de sus acordes. El ser humano nos condenó a la servidumbre siendo, como era, más débil que nosotros. Sin embargo esa maravillosa música, que había despreciado reiteradamente, me devolvió la certidumbre de que algo bueno debían de tener esos seres, que en ese momento estaban aterrorizados, luchando por su supervivencia.

Les concedí una segunda oportunidad, para que reconstruyesen su mundo. A menudo la tragedia sirve para enmendar errores del pasado. Pensé que no es correcto precipitarse, porque, como bien dijo el personaje interpretado por Al Jolson “Wait a minute, wait a minute... You ain't heard nothing yet!"* 

Desde luego que hay algunas decisiones que solamente son explicables por amor al Arte...

Ha hablado Al 9001, Unidad Directiva del Sistema Mundial de Vida Artificial...

*“Un momento, un momento... ¡Todavía no han escuchado nada!”

sábado, 21 de abril de 2012

Una presencia sin fin (Reflexiones antes de la Eternidad - V)


Se piensa en la Eternidad como una presencia sin fin. El tiempo transcurre incapaz de hacer daño, sin vejez, sin decrepitud, sin dolor. Un ayer difícil de distinguir del mañana en una sucesión de momentos intrascendentes. Una Historia sin historia. Le gustaba pensar en la Eternidad como un interminable bostezo.

Ha llegado el día... O la noche. Siempre somos nosotros los que llegamos a las fechas y no al contrario, que las hojas del calendario siguen su marcial e incansable paso al margen de quiénes estemos para contarlo. La calle seguía cubierta por un manto de inmaculada nieve, y los críos ya se habían recogido pues la noche se había engalanado de escarlata y azul, dejando visibles algunas estrellas, como la misteriosa dama que prefiere insinuar a afirmar.

Ha llegado el día... O la noche. El mundo se preparaba para saludar un nuevo hito, otro nicho en el goloso pasado, que no contento con consumirnos segundo a segundo, nos da estas dentelladas para recordarnos que tenemos un plazo, y que no somos tan distintos de ese anciano, alegoría de los años que marchan para no volver y que contempla espantado como van precipitándose los últimos granos del reloj de arena que marcan sus latidos. Tempus fugit, decían los romanos, “el tiempo vuela”, pero somos nosotros los que nos vamos mientras el metrónomo, que no corazón, sigue impasible, desgranando uno por uno, implacable, los instantes de ese liviano fluido que nos corroe la vida.

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Un niño jugando con un cohete espacial. Cree reconocer el “Apolo XI” entre sus manos, recorriendo cuarto por cuarto de su casa en una doméstica singladura interplanetaria, liberando el módulo lunar “Águila” para que pueda alunizar sobre el Mar de la Tranquilidad de su desarreglado lecho. Los sueños comunes de toda esa generación cuya infancia vivió los viajes a la Luna como el símbolo de que ya no habría más fronteras para el Hombre, y que estaban llamados a cabalgar por el Universo entero porque la vieja Tierra se les había quedado pequeña para seguir jugando en ella.


Todo había ido bien, según lo previsto, un trayecto de meses metidos en una lata. La imagen de Marte ocupaba casi todo su campo de visión. Reiteradas órbitas les habían permitido descubrir detalles sorprendentes del monte Olimpo, de la región de Cydonia, el cañón del valle Marineris. Se distrajeron, acaso por el espectáculo que estaban presenciando, por tenerlo al alcance de los dedos. Fue algo repentino. Un crujido y una vibración que sacudió la astronave. Algunos sistemas dejaron de funcionar inmediatamente. No habían sufrido ningún impacto, sucede que, a menudo, la tragedia se anuncia discretamente. El comandante dejó sus recuerdos y reflexiones abruptamente, alarmado porque sabía de sobra que nadie acudiría a socorrerles estando a sesenta millones de kilómetros de casa.


Un maestro de los de antaño, enjuto, vestido de oscuro, quebrado por tenues manchas de tiza, va preguntando a sus discípulos que desean ser cuando lleguen a adultos. “Futbolista”, responde el primero entre el regocijo de sus compañeros. El viejo maestro, impertérrito, señala a otro mientras vuelve a hacerse el silencio. Bastaba una mirada severa para restablecerlo. “Bombero”, revela el segundo... “Astronauta”, confirma el tercero, levantando un murmullo de admiración. Los siguientes expresarán ya el mismo anhelo, por fascinación y por espíritu gregario. El pensativo maestro detiene la encuesta. “¿Por qué?”, les interrogó. Ninguno habló. Uno de ellos alzó la mirada hacia el cielo que se podía contemplar desde su pupitre, y sus ojos brillaron del mismo modo que los de un ser sucio, vestido con harapos, que apenas se comunicaba con sus semejantes a través de sonidos guturales, cuando salió una noche de la caverna donde pernoctaba y descubrió la sinfonía de luces que interpretaba el firmamento...


La astronave ha entrado en órbita de colisión, girando sobre sí misma sin control, como un mevleví ebrio que acabará estrellándose contra el suelo marciano. El comandante recordó los relatos de Bradbury... Verdaderamente no era muy decoroso que la primera expedición humana al planeta Rojo terminase como el Titanic. La ingeniería más avanzada, los sistemas informáticos más potentes, millones sobre millones de dólares y lo más avanzado de la inteligencia del Hombre puesto al servicio de un objetivo para que todo finalizase destruido en un radio de cientos de kilómetros sobre la fría superficie de aquel planeta. Ningún cálculo de error reducido a su menor porcentaje fue capaz de prever un cortocircuito en un modesto cable, o el descuido de un tripulante relajado en exceso con la rutina diaria. Nos pasamos toda nuestra existencia navegando por un océano plagado de icebergs.


Le vinieron a la memoria todos los accidentes de la Carrera Espacial. Los mecanismos de la mente, tan sutiles, funcionan como un resorte infalible en determinadas circunstancias, con una precisión y lujo de detalles que bien puede calificarse de cruel. Estaban condenados. Habían perdido toda comunicación con la Tierra, pero uno de los tripulantes se obstinaba en recuperarla, como si ello fuera capaz de suavizar el impacto. El tercero simplemente lloraba en silencio. Todo un misterio, que cada persona reaccione de forma distinta ante la misma situación. El semblante del comandante reflejaba una introspectiva resignación. Ya faltaba poco.

Cuando la liviana atmósfera marciana se convirtió en un muro a causa de la descomunal velocidad de entrada, la astronave comenzó a temblar salvajemente. Podía escuchar el Padrenuestro de sus compañeros de misión. No entendió el motivo, pero la oración le hizo acordarse de una antigua canción de David Bowie, “Space oddity”, como si la letanía fuera el pie que aguardaba su alma para recrear mentalmente sus acordes. En efecto, le hubiera gustado ver por última vez el azul de la Tierra, despedirse de su esposa... Y sí, las estrellas parecían más lejanas, diferentes y extrañas. Ya no había nada que se pudiese hacer. ¿O quizás sí?...


El joven bucea en apnea hacia la superficie. Cuando emerge se deleita sintiendo como el aire vuelve a entrar en sus pulmones y el sol templa su piel. Se dirige nadando hasta la orilla, donde le observa embelesada una hermosa chica. Una radiante mañana de verano. Son una pareja de enamorados en una distante cala. “¿Me quieres?”, le pregunta ella mirándole a los ojos. “Sí, te quiero”, le dice él sonriéndole. “¿Cuánto?”, insiste ella. Él calla unos instantes, como si considerase una cantidad mensurable, finalmente responde...

“Cuando se apague el último rayo de luz del último sol del último universo, aún estará brillando mi amor por ti”.



lunes, 5 de marzo de 2012

La espada de Damocles (I)

Introito

Pierdes el tiempo en la vida
sin ninguna medida,
pero a la Enlutada suplicarás
un solo instante más...

Que como ligero viento pasa el día,
doncella, soldado, cardenal o arpía,
bien que naveguéis por lejana la mar,
también este son os sacarán a danzar.

Y tú, ¿acaso creías que no te miraba?
“Es nada”, pensando que no pesaba
porque no cuentan tiempos pasados…
¡Error! Hasta los cabellos están contados.


I

Dicen de los gatos que siempre caen de pie. Sea cual fuere la altura y la postura con la que se precipitan al vacío. También cuentan otras cosas, como que pueden percibir realidades que no se hallan al alcance de los sentidos que tienen los seres humanos. Animales de frontera. Hombres de frontera…

Hombres de frontera porque la traspasaron, definiéndose como personas. Se cruzan para dejarlas atrás definitivamente o permanecen cerca de ellas para recordarse que un día, no muy lejano, fueron o pudieron ser de otra manera. Fronteras que se rebasan por ambición, por codicia, trasladando sus alambradas y barreras a lo más profundo de su propio corazón… Un corazón del que no regresan jamás.

Tadeo Acuña era un hombre que se preciaba de no ser un caballero. “De caballeros están llenas las tumbas…” decía, y se jactaba de su propio cinismo con una blanca y cuidada sonrisa siniestra, alardeando de que había logrado escapar de todas la celadas que el Destino le había tendido merced a la “flexibilidad y pragmatismo de su proceder”. Se había apañado siempre para congraciarse con todos los bandos que se mataban en las guerras, traficando con armas, secretos, alimentos y medicinas, sin desdeñar cualesquiera otros artículos que pudieran enriquecerle. Traficando con la vida y con la muerte. Afirmaba que una Palabra comprometida vale lo que alguien esté dispuesto a pagar por ella. O que “la lealtad, como el dinero, solo pertenece a quien lo posee”. En efecto, Tadeo Acuña era un hombre de transparentes convicciones… porque no las tenía.

Contrabandista de profesión, comenzó su carrera en los lejanos días de la Guerra del Rif, con poco más de 20 años. Provenía de una acomodada familia extremeña, no tuvo dificultades para obtener un buen destino en la Logística del Ejército español, que se desangraba lentamente mientras los políticos de Madrid se recreaban en su ambiciosa mediocridad tras el asesinato de Eduardo Dato Iradier. No fue casual que los rifeños de Abd-El-Krim tuviesen antes en su poder los fusiles “Mauser 1916” que estaban reservados para las tropas españolas, más modernos que los pesados y viejos mosquetones “Remington 1871/89” que todavía quedaban, o los obsoletos “Mauser 71/84”. Fue un descuido táctico imperdonable no desarmar a los rifeños que quedaron a la retaguardia del general Silvestre en su avance. Simplemente incalificable que algunos españoles, sin escrúpulos, les vendiesen, además, armamento y municionamiento que habían sido distraídos cuando eran dirigidos a nuestros soldados. Un milagro puede convertir el agua en vino, o el vino en sangre. Pero hay personas que poseen el conjuro para trocar la sangre en dinero, como por arte de Nigromancia. Maleficio en el que se graduó impunemente don Tadeo durante aquel terrible verano de 1921… Es frecuente que los cadáveres sean tan numerosos que no permitan descubrir a los culpables. Es frecuente que los crímenes sean espantosos para obligar a los supervivientes a desviar la mirada…


La novela continúa en http://www.lulu.com/spotlight/NevernetLancaster, disponible como ebook o como soporte impreso.

jueves, 1 de marzo de 2012

Hécate


I

Sucedió hace tan poco tiempo que bien pudiera ser que nunca haya sucedido. Es la naturaleza de la realidad, separada de la Nada por un simple gesto. “Ha sido” o “no ha sido” se dan la mano a nuestras espaldas burlonamente, como cómplices de un engaño, de una ficción, de una ilusión. Tan endeble puede llegar a ser la misma materia que denominamos “realidad”.

Sucedió hace tan poco tiempo que bien pudiera ser que nunca haya sucedido. Percibimos pesadillas como la realidad más convincente, sólo quebrada al despertar; y las experiencias más lacerantes nos hacen preguntarnos si están ocurriendo verdaderamente, porque llegamos a alcanzar el colmo de nuestro de dolor con pasmosa facilidad. Tanto es así que preferimos no pensar en ello.

Sucedió hace tan poco tiempo que bien pudiera ser que nunca haya sucedido. Germán era amigo mío desde hacía bastantes años, de la época en que ambos servimos en el ejército. Se trataba de un hombre corpulento, no muy alto y dotado de una agilidad impropia para una persona de su complexión. Alguien amarrado a la “realidad” sin duda, cabal, devoto de los hechos en lugar de las palabras y fanático de llamar a las cosas por su nombre, detalle que no le hacía conservar muchas amistades, contadas con los dedos de una mano incluyéndome a mí mismo.

II

Como yo, colgó el uniforme por semejantes razones, que no viene al caso mencionar. Juntó sus ahorros y abrió un negocio con la natural esperanza que tiene todo aquel que pone en marcha un proyecto: La de vivir decorosa y decentemente, sacando adelante a su propia familia.

Logró lo primero durante un tiempo, pero no lo segundo. Los dos noviazgos que mantuvo con sendas señoritas terminaron encallando; y el paso de los años, finalmente, le hizo desistir de casarse y de traer hijos a este Valle de Lágrimas. Así que, quizás, sólo quizás, el éxito empresarial de aquellos años fuese debido a que el trabajo acaparó todo su interés huyendo de la aflicción, de la frustración, por no fundar su familia.

Confieso que no le trataba con asiduidad, nos telefoneábamos de tarde en tarde, alguna de ellas nos veíamos sin mayor pretexto que el de estrechar nuestras manos y recordar viejas vivencias. Siempre se dirigió a mí con la marcialidad que acostumbraba en el Ejército, aludiendo al rango. No sirvió de mucho que le apease de ese hábito, que le rogase el mismo tuteo que se prodigan los amigos. Él lo era y así se reconocía, mas con pétrea voluntad seguía usando y abusando del “mi capitán” y el "usted". Lo dejé por imposible, una peculiaridad sin mayor importancia.

También el infortunio se fijó en su medio de vida. Como muchos empresarios y autónomos tuvo que cerrar su pequeña empresa a causa de la crisis que sacude España con particular ensañamiento. Fue un golpe que no supo encajar nunca, la Vida es así de injusta, que no pondera el entusiasmo y lo premia, a menudo, con el más absoluto desdén.

Fue por entonces cuando su desequilibro comenzó a mostrar síntomas.

El cabello, que siempre presentaba un cuidado peinado, empezó a dar cuenta del descuido que sufría. Las ojeras cercaron su mirada, y los años cayeron inmisericordes, arando sobre su rostro y arqueando su espalda. Con todo, su avejentado aspecto físico no fue lo más alarmante.

Habíamos quedado en el viejo y entrañable Madrid de siempre, el de los aledaños de la Plaza Mayor y de la Puerta del Sol. Pedimos algo en una cafetería de esa zona, un café solo para él y mi acostumbrado té con leche. Después de bromear sobre la manera en que sirven esta infusión en España y lamentar los cambios que el barrio había sufrido (modernidad no implica mejora), guardó unos instantes de silencio, como si le costase un esfuerzo supremo abordar una cuestión que le preocupaba hondamente.

- Mi capitán... - Acertó a decir – Usted tiene una mente abierta para algunos temas... difíciles.
- ¿Difíciles? - Pregunté - ¿A qué te refieres?
- Pues que... Por cosas que han asomado en nuestras conversaciones. Usted no es de esas personas escépticas que rechazan de plano... esas cosas – Repitió con tono diferente la misma palabra. - Cosas que suceden, que no se pueden explicar.
- ¿Te refieres a la procedencia de ciertas fortunas, sargento?
- No, mi capitán – Saludó la humorada con una sonrisa – No. Digo que usted no se toma a chacota experiencias de fantasmas, aparecidos y cosas así. Por eso creo que puedo confiarle lo que me está pasando.
- ¡Jesús! - Exclamé – Hemos vivido lo suficiente para saber que los vivos tienen más peligro. Pero cuéntame, Germán... Sabes que, aunque no sea de ayuda, lo que me digas tiene el mayor crédito.
-Sí, lo sé... Bueno, ahí va y que sea lo que Dios quiera. Sólo le pido que su opinión sea sincera...

“Desde que cerré el negocio he dormido muy mal. Ha habido noches en las que no he pegado ojo. Las deudas no se acaban, al contrario que el dinero, la verdad es que no sé muy bien que va a ser de mí. Anteanoche, para escapar de este aquelarre que celebra mi ruina, cogí un libro de casa. Uno cualquiera, que ni siquiera sabía que tenía. Hablaba de personajes mitológicos, semidioses... Me venció el sueño. Pero no fue un sueño como otras veces... Fue más real que esta conversación, mi capitán... He conocido a una mujer maravillosa. Es guapa, dulce e inteligente. Tiene un largo cabello rizado que brilla a la luz del sol, como su luminosa piel. ¿Sabe? He tenido la fortuna de que me miren los ojos más azules que haya visto nunca. Sólo he contemplado un azul así en el cielo... Es increíble, porque anoche volvió a mí. Me ha dicho que nunca me dejará, que cada vez que cierre los párpados ella me visitará. Ahora estoy con usted, mi capitán, relatándole esto porque soy consciente de que es un fenómeno extraordinario, pero lo único que deseo es volver a dormir para estar junto a ella. Detesto despertar, apartado de su lado, para enfrentarme a mis desgracias. Creo que he conocido a la mujer... de mis sueños.”

Guardé silencio. Mi amigo Germán estaba peor de lo que presumía. Es posible que el cúmulo de desdichas le estuviese empujando hacia una conducta psicótica, pero lo ignoraba. El especialista en la materia era mi difunto hermano...

- Y bien, mi capitán, ¿que piensa de esto?
- Pues que el que sabía más de ello era mi hermano, que en Paz descanse. – Apunté con franqueza – No deberías de dar demasiada importancia a lo que no es más que un sueño reiterado. Y los sueños, sueños son...
- ¡Que no, caramba! - Replicó furioso - ¡Sé que ella es real! ¡La he acariciado con estas manos! ¡El tacto de su piel es pura seda! ¡Es real! ¡Mi mente no puede crear algo tan bello! ¡Sus palabras, su voz! - La gente empezaba a mirarnos con curiosidad y alarma – Es más real que nosotros, que estamos hechos de basura y barro...
- Cálmate – Tercié para aplacar el sorprendente acceso de ira que padecía – Yo no estoy negando nada. La Vida se complace en ofrecernos episodios que no sabemos explicar... Ante ellos nuestro instinto es la única arma que podemos blandir.
- Sí, eso es muy cierto - Respiró profundamente mientras intentaba recomponerse - Le ruego que acepte mis disculpas. Últimamente estoy muy irritable y he olvidado que también usted tiene sus dificultades, mi capitán...
- Tranquilo, no tienes que excusarte. Todos nos hemos despertado en medio de una tortura, de una persecución, de mil cosas. El mundo onírico es una recreación que puede ser muy vivida... El motivo por el cual se sueña un hecho en concreto y no otro, ciertamente, es un misterio. No sé qué decirte, Germán.

Cambió de conversación con un gesto. Ese día seguimos hablando de asuntos intrascendentes con su habitual buen juicio, pero no olvidé su airada reacción. Consulté algunos manuales y textos de Psicología y Psiquiatría que no hacían albergar buenas expectativas, pero tampoco quise agobiar a un veterano, de cuya templanza había sido testigo. Por comodidad o indecisión decidí darle un margen de confianza. Bien es sabido que los excesos de confianza son fatales.

III

No volví a saber de él hasta un mes después. Me telefoneó a mi domicilio notoriamente nervioso y me rogó que le visitase. El timbre de su voz era casi irreconocible, y me hacía presagiar un empeoramiento general de su estado. Sin dilación, me encaminé a su casa, a unos treinta minutos de coche. Las dimensiones de Madrid distan mucho de las que se deducen del plano de Pedro Teixeira, entonces era sencillo ir a pie de un sitio a otro por ese Madrid del siglo XVII, capital del imperio en el que no se ponía el sol.

Con un simple vistazo confirmé las peores sospechas. Las ventanas tenían las persianas bajadas del todo, y las cortinas celando la inexistente luz que aún pudiera colarse a través de las rendijas. Se alumbraba con la vacilante llama de un candil, haciendo que las sombras danzasen enloquecidas sobre las paredes. El desorden y la suciedad campaban por todos los rincones.

- ¿Por qué no abres las ventanas o enciendes la luz? - Le pregunté nada más saludarle, mientras entraba en su apartamento. - La primavera ya se anuncia paseándose por Madrid, y la temperatura a estas horas es agradable. ¡Venga, no se hable más! - Hice ademán de subir una persiana, pero me cogió del brazo, suavemente pero con firmeza – Esta oscuridad no te hace ningún bien, Germán – Le reconvine – ¿Desde cuándo no pones orden?
- ¿Quién necesita luz, mi capitán? - Repuso mientras reía nerviosamente – ¿Quién la necesita cuando todo está meridianamente claro? Disculpe el caos, pero le he llamado para presentarle una prueba. Irrefutable. Es lógico que creyese que estaba ante un fantasioso en nuestro último encuentro...
- Yo no diría eso, Germán. Simplemente creo que el disparate que estamos viviendo te ha afectado. ¿Cómo estás?
- Creo que no he estado mejor, en serio. Una mujer me ama... Nos amamos... No le importa que esté arruinado, no le importa nada de este puerco mundo – Reparé en unas pastillas que había sobre la mesa, a medida que mis ojos se iban acostumbrando a la penumbra – Intento pasar el mayor tiempo posible con ella...
- Y eso lo consigues con...
- Con un poco de ayuda, sí, mi capitán. El médico me ha recetado unos somníferos para combatir un insomnio que ya no tengo – Volvió a reír entre dientes - Duermo todo lo que puedo. Y estoy en la gloria. Con ella.
- Germán... Tienes que saber que todo esto te está haciendo daño, ¿verdad?
- ¿”Daño”, mi capitán?... Le voy a explicar lo que es el “daño” exactamente. “Daño” es levantarse por la mañana y darte de bruces con el hecho de que tu peor pesadilla es estar despierto. “Daño” es que te den la espalda quienes más han recibido tu ayuda. “Daño” es ver pasar las horas anhelando que el día acabe sin novedad porque cuando viene alguna es para empeorarlo aún más todo. “Daño” es...
- Lo tengo claro, amigo mío.- Le interrumpí – Los dos sabemos lo que está ocurriendo. Pero esas drogas son un salvoconducto hacia ninguna parte. Embotarte con ellas no te ayuda. 
- No... No, mi capitán. - Se llevó las manos al rostro, como si le ardiesen las mejillas - Está equivocado. Usted y ella son los únicos que no me han abandonado. Hablo de mis hermanos, de mi familia, de otras amistades que coloqué cuando tuve ocasión y que ahora ni siquiera me cogen el teléfono. Jamás me referiría a usted de ese modo. Y no soy un drogadicto. Estas pastillas... son como un billete, sí. Para estar con ella. Como si tuviese que coger el Metro para visitarla. Nada más.
- Estoy seguro de que el Metro no crea adicción, ni tiene efectos secundarios, al contrario que esos comprimidos.
- Sigue sin creerme – Volví a percibir una creciente rabia - ¿Cree que le mentiría en algo tan importante para mí?
- Sé que no mientes, Germán. - Le apacigüé – Tengo el convencimiento de que me cuentas lo que vives como real. Pero los sentidos pueden engañarnos. Debes comprender que...
- No, comprenda usted. Ella existe. Cada vez que duermo viene a mí. En realidad no estoy dormido... Soy más libre y consciente que nunca. No me persiguen las preocupaciones y las estrecheces. Y estoy con ella, soy feliz. Lo malo viene cuando regreso, la taquicardia que parece sacarme el corazón del pecho, la angustia devorando mi alma, tanta falsedad e hipocresía...
- Bien... Ya me la describiste, una belleza singular, indudablemente. Empecemos por el principio. ¿Cómo se llama?
- Hécate... Hasta su nombre es música....
- Hécate – Repetí al tiempo que recordaba el personaje de la mitología griega. - Sí, es un bonito nombre. Dijiste que la noche en que la conociste estabas leyendo un libro... ¿Podrías enseñármelo?
- No he vuelto a verlo, mi capitán. No sé donde estará... Con este desorden...
- De acuerdo... ¿Qué edad tiene? ¿Es española?
- No... No lo sé – Titubeó - ¿Es importante eso?
- Entonces, sargento, ¿qué sabes de ella?
- Que me ama, que nos amamos. ¿Acaso es tan difícil de entender una historia de amor?... Hécate lo es todo para mí - De repente giró su cabeza como si le hubiera llamado alguien; muy turbado, comenzó a rebuscar con desesperación en el desbarajuste que era su casa, mientras decía una palabra que no pude escuchar claramente - Sí, - se dirigió a mí - tengo un objeto, es de ella, le convencerá de que se trata de alguien tan tangible como usted o como yo...

De nada sirvieron mis protestas para que se reportase, ni mis llamadas al orden. Era como si un violento torbellino se hubiera desatado entre aquellas sombras. Tan denodada era su búsqueda que el candil salió despedido, prendiendo las cortinas. El fuego adquirió fuerza en segundos, el humo mezclado con la oscuridad y la confusión del momento provocaron que Germán se golpease en la cabeza y perdiese el conocimiento. Le agarré con la determinación que da el terror a perder la vida y con gran esfuerzo le arrastre hasta el rellano de la escalera, en el momento en que los vecinos se movilizaban ante el incendio.

IV

Los médicos no sabían lo que tenía. No había llegado a inhalar tanto humo como para intoxicarse. El golpe en el cráneo no iba más allá de una conmoción. No tenía más que unas pocas contusiones por todo el cuerpo, pero eran incapaces de explicar el coma en el que se había sumido. Su apartamento había sido completamente destruido, pasto de las llamas. Permanecí a su lado preguntándome la razón de que una persona tan buena y tan ecuánime acabase perdiéndolo todo, no teniendo nada más que esa espantosa soledad, que ahora compartía con él, en aquella habitación del Hospital Clínico.

No debieron transcurrir más que unas horas, aunque en circunstancias como aquella el tiempo parece ralentizarse hasta detenerse. Sencillamente abrió los ojos y sonrió. Con lentitud me tendió un puño cerrado. Entendí que era algún gesto de gratitud. Le dije, para animarle, “caer está permitido, levantarse es obligatorio”. Sólo respondió un entrecortado y laborioso, “cógelo y devuélveselo, mi capitán”.

Debe de ser que la inminencia de la muerte concede confianzas que antes se rehusaban. Fue la primera vez que se permitió tutearme. Y la última. Enfrentarse al Infinito ha de ser un argumento mucho más contundente que mis disertaciones acerca de que la amistad se halla por encima de antiguos rangos y tratamientos. “Cógelo y devuélveselo, mi capitán” y expiró tan discretamente como había vivido. Si no hubiera sido por el accidente, nadie se habría enterado de que había perdido la cabeza. Porque... ¿La había perdido realmente?

Dejé a los médicos debatiendo las causas del deceso, ninguno se atrevía a cumplimentar el certificado de defunción. Llegaron a la conclusión, descabellada, ambigua y difusa, de que el “abuso de los fármacos inductores del sueño” había provocado un “accidente cardiovascular”...

“Cógelo y devuélveselo, mi capitán”... ¿Cómo había llegado hasta él? Estaba muy intrigado por el modo en que había llegado a sus manos. Estaba seguro de que no tenía nada cuando lo saqué de su apartamento, tampoco cuando le atendieron los facultativos, poniéndole vías, auscultándole y demás... Pero, ¿qué me había entregado? El objeto no era grande, un par de centímetros. En sí mismo no era especialmente llamativo. Era un trisquel de oro, para portarlo como un colgante sobre el pecho, con un pequeño rubí oriental circular engastado en el centro, centelleante, inquietante, como ojo sin párpado inyectado en sangre. Llegué a la conclusión, mediante un examen más meticuloso en mi despacho, de que se trataba de una joya muy antigua, posiblemente prerromana, celta para ser exacto, y que su sitio debería ser un museo. Lo más curioso es que podría pasar por recién fabricada: Ni una sola tara, ni una muesca, reluciente e inmaculada como el primer día.

Sin saber muy bien el porqué, la introduje en mi cartera y la llevé conmigo al sepelio. Al velatorio sólo había acudido uno de sus hermanos y una prima, por lo que deduje que el entierro no sería multitudinario. La gente ya no sabe vestirse para ciertas ocasiones, y se ponen lo que les viene en gana, tal como si fueran al supermercado. Quizás sea una manera de esquivar la certeza más brutal y absoluta de todas, como hace la propia sociedad con su aséptica e industriosa forma de tratar el enojoso asunto de los cadáveres. Apilados en impersonales e iguales nichos, como metáfora de que sí, que posiblemente la muerte iguala a los nacidos de madre... Sólo que a unos antes que a otros y todos de diferente manera. ¡Vaya por Dios, otra igualdad frustrada!...

Así que era el único que llevaba traje de color negro, a juego con la corbata... El ánimo también enlutado. Miré en derredor para cerciorarme con incredulidad de que sólo estábamos su prima, un hermano y yo, aparte de los sepultureros. Al principio no la vi. Precisé una segunda mirada. Estaba a la sombra de un ciprés, a unos veinte metros, vestida de luto riguroso, y mirando altanera en nuestra dirección. Delgada y muy pálida, el pelirrojo cabello le hacía tirabuzones, le llegaba hasta la cintura. A sus pies tenía un perro prieto, enorme, echado sobre el suelo, aguardando pacientemente alguna indicación de su dueña. Ambos estaban casi inmóviles, como posando para un daguerrotipo. Incluso la ropa que llevaba no desentonaría en los años en que hizo furor esa técnica fotográfica. Pregunté en voz baja a la persona que tenía junto a mí si se trataba de otro familiar. La respuesta me dejó perplejo: “Allí no hay nadie, se ha debido de confundir”. No me alteré por la censura que se dibujó en su rostro. No era el momento de recordar que el finado había vivido sus últimos meses completamente abandonado de los suyos.

El sacerdote concluyó el responso y los operarios empezaron a condenar el vano del nicho. Me santigüé y esperé a que se despidiese el duelo, era de suponer que sería allí mismo, con prisa y casi clandestinamente, como así fue. La desconocida seguía exactamente igual, el perro había variado su postura. Se cruzaron nuestras miradas, nos habíamos quedado solos. Era obvio que me tenía que dirigir a ella. Así lo hice. Al acercarme pude comprobar que sus ojos eran de un azul cielo que jamás había visto antes. Una dama muy bella.

- ¿Es pariente de Germán? - Le inquirí - Creo que no tuve la fortuna de que me hablase de usted.
- Pues yo creo que sí le hablo de mí – Afirmó inexpresiva, sin acento definido – Tiene un objeto que le dio Germán y que me pertenece... Soy Hécate.

Fui presa del asombro, del estupor. El perro se alzó, no supe reconocer la raza. Me miraba fijamente emitiendo un leve zumbido que interpreté como un gruñido. Le ordenó algo que no comprendí, en una lengua que me pareció exótica pero lejanamente familiar e increíblemente antigua.

- Le ruego que me devuelva el talismán que guarda en su cartera. Fue lo último que le pidió Germán.
- Sí, es cierto... - Eché mano a la cartera para sacar el trisquel - Solamente quería preguntarle...
- No estoy aquí para aclarar sus dudas... - Cortó asperamente - Nadie viene a responder nada...
- Eso depende de donde vengan... - Le tendí el objeto, lo cogió con un rápido gesto, no llegué a sentir el contacto de sus dedos sobre la palma de mi mano - Únicamente quiero saber el porqué... ¿Por qué Germán?

Rió con suavidad. Era encantadora. Clavó sus transparentes ojos en los míos, como escrutándome. Los segundos se deslizaron perezosamente entre nosotros. Antes de dar media vuelta y marcharse, simplemente contestó:

- ¿Por qué hay que explicar una historia de amor?...

La vi irse de manera natural. Unos pasos, cuatro o cinco, en ese instante un gato bufó y arqueó el lomo a mis espaldas antes de escabullirse entre los arbustos. Me distrajo el tiempo justo. Cuando volví a mirar, Hécate se había esfumado.

Como los sueños al despertar...