viernes, 2 de abril de 2010

Sólo entonces

Una de las experiencias más trágicas con que la vida nos recuerda lo efímero que somos, es la muerte de un ser querido. Es un “memento mori” dirigido implacablemente contra nuestro corazón, llamado a impactar y hacer temblar los mismos cimientos de nuestras convicciones más férreas. Es el mismo dedo de Dios señalándonos durante unos instantes para que comprendamos que nada de nosotros quedará aquí, salvo un rosario de recuerdos y lágrimas entre aquellos que nos conocieron, trataron y acaso amaron.

No puedo evocar cuándo la conocí. Algún punto difuso a mediados de los ochenta, tan exultante de vida que cada una de las palabras que pronunciaba parecía una cascada de musicales acordes saliendo de su boca. ¿Cómo no enamorarse de ella? ¿Cómo no deslumbrarse ante la cegadora luz del sol en su cénit? Éramos jóvenes y pasamos juntos ese verano entero. Después, la misma casualidad que nos unió nos volvió a separar. Nuestra voluntad no es siempre más terca que la dirección de los acontecimientos, movidos desdeñosa y caprichosamente por alguien que puede más que nosotros. Pudo ser y no fue. Fue pero no pudo ser.

No me llamó, tampoco advertí por entonces lo mucho que anhelaba escuchar sus palabras al otro lado del auricular. Volví a saber de ella con brusquedad, en forma de una invitación de boda. Se casaba con un funcionario de una organización supranacional, de esas que se suponen que fueron creadas para evitar nuevas guerras sin impedir que nos matemos como siempre. No asistí. A cambio mantuvimos una prudente y correcta amistad durante años, sin volver a mencionar ni uno solo de los besos que rasgaron las tórridas madrugadas de aquel estío, como mudo testimonio de lo anclados que estaban, cada uno de ellos, en nuestros corazones. Un sepulcro lleno de vida a juzgar por el rítmico palpitar que se podía intuir bajo la piel.

Y llegó algo en lo que no gusta pensar. Me llamó una tarde de abril para decirme lacónicamente que se estaba muriendo. Sin artificios literarios, sin figuras retóricas… le quedaban pocas semanas porque tenía una enfermedad terminal. Uno de esos silenciosos asesinos que dan la cara de manera inocente para que la puñalada del Destino sea más dolorosa, más profunda y más cruel. Se marcharía, y nada podría evitarlo. A menudo uno se da de bruces con lo Absoluto para cerciorarse de lo frívola, pequeña, ruín y mezquina que es esa ficción que genéricamente se acepta denominándola “realidad”. Lo que no deja de ser sarcástico.

Es en esos momentos cuando puede comprobarse la materia que compone el espíritu de las personas. Ella ya había perdido a su marido pocos años antes, en un accidente de tráfico, como negro presagio. Mantuvo su modus vivendi inalterable mientras pudo. Trató su enfermedad con ese desprecio que nos sale tan natural a los que llevamos la soberbia grabada a fuego en los genes. La mataría, pero no toleró que la hiciera hincar de hinojos. Eso ya lo haría cuando compareciese ante El que Todo lo Sabe, según decía ella misma. Una mañana no se pudo levantar… para entrar en coma al atardecer. La misma tarde que besé su mano con el convencimiento de que sería el postrero que me arrebataría. Regresé a mi casa, dejé el móvil encendido temiendo la fatal llamada. Por contraste me vinieron a la memoria los luminosos días en los que tanto deseé que me llamase… y que partieron para no retornar. Me quedé dormido, traspasado por la pena, como los apóstoles que acompañaban a Jesús en el Huerto de los Olivos. Como aquellos, suscribiendo implícitamente la frase de que “el espíritu está presto, pero la Carne es débil”…


Tocaban el timbre con insistencia, lo que me sacó brutalmente del inquieto sueño al que había sucumbido. Tardé un par de segundos en percatarme de que estaba completamente a oscuras porque la noche ya había dejado caer majestuosamente su estrellado manto. A tientas, tropezando torpemente, alcancé la puerta y la abrí. Era ella. Estaba radiante, como si fuera a alguna elegante cena. Me impresionó.

- ¿Eres tú? Pero si estabas… ¿Y tu familia? ¿Qué haces aquí?

Me sonrió como únicamente ella sabía.

- ¿Así me recibes? Me encuentro mejor y he salido. Estaba sola y he venido a verte… Al menos podrías decirme que estoy guapa… aunque me mientas lo agradeceré – se acercó y me besó, como siempre hacía.
- Sí… claro, estás preciosa, pero… no entiendo nada… Esta misma tarde… y ahora…
- Sí, creo que me tomaré ese café que me estás ofreciendo – dijo riéndose, como quien está tomando el pelo a un amigo – y no olvides tu famoso té con leche… Vamos, no te quedes ahí como un pasmarote – palmeó las manos para despejar mi estupor – cualquiera diría que estás viendo un fantasma…

Y volvió a reírse, “siempre a cuestas con el humor negro”, pensé. Ese peculiar sentido del humor que nos dejaba solos desternillándonos mientras éramos blanco de reprobatorias miradas. Me dirigí a la cocina para atender su petición.

- No puedo quedarme mucho tiempo, ¿sabes? – me decía desde el salón - Pero no podía dejar de agradecerte ese beso que me has dado en la mano esta tarde. Ya has visto que ese no ha sido el último. Me ha gustado tanto que te he escrito algo… espero que te agrade, señor-exigente-con-tus-alumnos… recuerda que, en algo, yo fui tu maestra, así que sé indulgente y no me olvides nunca…

Me sonreí ante la alusión. Iba a coger una cuchara cuando advertí el parpadeo del móvil. Una llamada perdida y un mensaje. Al estar dormido no lo había escuchado. Metódico siempre, primero leer el mensaje y luego ver la llamada para devolverla, en su caso. Me informaban del fallecimiento de la mujer que estaba esperando en mi salón el café que preparaba. Se trataba de una broma o de un disparate.

Me acerqué con paso quedo al salón, llamándola por su nombre. No podía ser una alucinación, aún podía percibir su perfume. Nadie.

Salí lo más deprisa que pude para comprobar la noticia. Llegué a su casa. Ya estaba amortajada. La defunción se había producido al poco de irme de allí. No había sido una broma de mal gusto. ¿Entonces?

Entonces desanduve el camino hacia mi domicilio. Una salida tan precipitada que ni siquiera apagué las luces. Mezcla de esperanza y de temor irracional, estaba seguro de lo que había vivido. Franqueé el umbral de mi puerta y observé la estancia. Todo estaba como lo había dejado… Todo, salvo un folio cuidadosamente doblado sobre la mesa.

- ¡La carta! – exclamé, y la desplegué para leerla apresuradamente…

Y qué importa lo que me decía en ella... Eran cosas que ya sabía, algunas que pude recordar para no olvidarlas ya… y otras que hablaré tranquilamente con ella, cuando la Eternidad no sea más que un redondo e inmenso reloj sin saetas, como un ojo sin párpado, vigilante, expectante y vacío de tiempo...